La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

José, al volver de la calle, habló ensecreto con Isidora, y de aquel secreto databan el abatimiento ytristeza de la joven enferma. Observando con malicia, los espososnotaron que Relimpio salía y entraba con frecuencia, como si trajera yllevara recados, y que padrino y ahijada cambiaban recatadamentepalabras breves y cautelosas. Cuatro días pasaron así, cuando Isidorasalió para ir, según dijo, a casa de su procurador, y como al otro día yal siguiente repitiese el mismo viaje, los esposos se alarmaron y dieronen creer que Isidora no merecía la caritativa hospitalidad que le habíandado.

Fiel como un perro y callado como un cenotafio, D. José fortalecía detal modo su discreción, que en esta no hallaba el más breve resquicio lacuriosidad de su hija. ¡José, eres una alhaja!

—III—

Y en tanto, excesivamente distraída de sus trabajos, Isidora visitabacon frecuencia el taller de Eponina, y allí se encantaba contemplandolos magníficos vestidos, entre los cuales a la sazón había tres debaile. Eran para una joven condesa que tenía la misma estatura y tallede nuestra enferma. Eponina quiso que esta se los pusiera para ver elefecto. ¡Ave María Purísima!... Púsose el primero; estaba encantadora.Púsose el segundo. ¡Oh, arrebataba! El tercero..., ¡Cristo!, el tercerocaía tan bien a su cuerpo y figura, que sólo la idea de tener quequitárselo le daba escalofríos. Contemplose en el gran espejo,embelesada de su hermosura... Allí, en el campo misterioso del cristalazogado, el raso, los encajes, los ojos, formaban un conjunto en quehabía algo de las inmensidades movibles del mar alumbradas por el astrode la noche. Isidora encontraba mundos de poesía en aquella reproducciónde sí misma. ¡Qué diría la sociedad si pudiera gozar de tal imagen!¡Cómo la admirarían, y con qué entusiasmo habían de celebrarla laslenguas de la fama! ¡Qué hombros, qué cuello, qué... todo! ¿Y tantoshechizos habían de permanecer en la obscuridad, como las perlas nosacadas del mar? No, ¡absurdo de los absurdos! Ella era noble por sunacimiento, y si no lo fuera, bastaría a darle la ejecutoria su granbelleza, su figura, sus gustos delicados, sus simpatías por toda cosaelegante y superior.

Queda, pues, sentado que era noble. ¿Por qué no era suyo, sino prestado,aquel traje, y había que quitárselo en seguida, sin poder siquiera, comolos cómicos, lucirlo un momento? No era reina de comedia, sino reinaverdadera.

Se miraba y se volvía a mirar sin hartarse nunca, y giraba elcuerpo para ver como se le enroscaba la cola. Pero qué,

¿iba a entrarrealmente en el salón de baile? Su mentirosa fantasía, excitándose conenfermiza violencia, remedaba lo auténtico hasta el punto de engañarse así misma.

De repente oyéronse pasos. Isidora y Epinona miraron hacia la salainmediata, y vieron entrar a un hombre. Era Miquis.

«Pase usted, doctor—dijo la modista—, y verá usted cosa buena. Usted noestorba nunca».

Era Eponina mujer desordenada; mucho tiempo hacía que no pagaba almédico, el cual visitaba con gran celo a la anciana madre de la modista.Para hacerse perdonar su falta de conducta, la francesa era complacientecon Augusto, y le permitía entrar en su taller a todas horas y bromearcon las oficialas. Al ver a Miquis, Isidora se turbó un momento.

Despuésse echó a reír.

«¿Te asombra de verme vestida de baile?—le dijo—. Sé que me has dereñir; pero, vamos, sé franco. ¿Estoy bien así, sí o no?».

Absorto la miraba el joven, y con voz balbuciente, que declaraba susorpresa y embeleso, dijo:

«Estás..., no ya hermosa, ni guapa, sino... ¡divina!

—Vamos, que te he hecho tilín.

—A un ahorcado no se le hace tilín tan fácilmente; pero...

Abismo deflores, de veras te digo que si no estuviera con la soga al cuello...Pero no, ¡fuera simplezas! El médico, el médico es el que habla ahora».

Y esgrimió el bastón ante la imagen hechicera de la dama vestida debaile.

«Has contravenido mi plan; te has burlado de mis recetas.

No tesalvarás, Isidora. Yo te abandono a tu desgraciada suerte.

—Siéntese usted, Augusto; deje usted el sombrero»—dijo Eponina conmelosa urbanidad.

Desasosegado, Miquis se sentaba primero en una silla, después en otra,luego paseaba, y de pie y andando, no quitaba los ojos de su enferma.

«Pues mira—le dijo Isidora con cierto descaro—, no me riñas, porque contus medicinas tontas y con tu asquerosa ipecacuana no me he de curar, niquiero curarme.

—Ya lo sé que no quieres. ¿Piensas que no estoy enterado de tus malospasos de estos días? A los médicos no se nos escapa nada. ¿Quieres quete lo cuente?».

Isidora se turbó otra vez.

«Pues oye: la semana pasada llegó de Francia Joaquín Pez en el estadomás deplorable. Sus acreedores, cansados ya de contemplarle, le hancaído encima como buitres hambrientos. Su padre ha decidido no ampararlemás y le ha echado de su casa...

—Es verdad, es verdad—dijo la de Rufete con emoción, preparándose aderramar lágrimas.

—El pobre hombre, con el agua al cuello, desesperado y sin fuerzas paraluchar con su destino, ha recurrido a ti. Sé que te ha buscado; que temandó un recadito con tu padrino; que fuiste a verle... Es cierto, ¿sí ono?

—Es cierto.

—Se ha refugiado en una miserable casa de huéspedes donde no hay más quetoreros de invierno, jugadores y gente perdida... Le visitaste hacecuatro días; has ido después varias veces... Lo sé por el ama de lacasa, que es una Aspasia jubilada, y tiene relaciones con uno de mis másdesgraciados enfermos. Reflexiona lo que haces, mira bien qué pasos dasy entre qué gente vas a meterte.

—Es verdad lo que has dicho. ¿Cómo es que todo lo sabes y todo loaveriguas?—dijo Isidora, rompiendo a llorar—. Augusto, ten compasión demí. No, no me digas cosas... Él está perseguido, huye de la justicia, yha tenido que refugiarse en un sitio, que por ser tan malo, le ofreceseguridad. No se comunica con ninguno de la casa.

No le denuncies, ni meriñas a mí porque no he querido abandonarle en la desgracia.

—Perdóneme usted, amiguita—indicó Eponina con bondad—, me va usted aestropear el vestido; me lo está usted mojando con sus lágrimas.

—Me lo quitaré—replicó Isidora haciendo un gesto de niña mimosa—.Miquis, haz el favor de pasarte a la sala, que me voy a mudar de traje».

Alejose un rato el médico. Cuando volvió, ya Isidora había tomado suforma primera. Se abrochaba su vestidillo humilde diciendo: «Ya tengootra vez la librea de la miseria».

Eponina salió, dejándolos solos. De repente Isidora se fue derecha haciaMiquis, y cruzando las manos delante de él, le dijo con acento deintenso dolor:

«¡Amigo, estoy desesperada!

—¿Qué tienes?—le preguntó él, sintiendo ante aquella pena y aquellaslágrimas una cobardía dulce.

—¡Estoy desesperada! A ti me dirijo, a ti que eres bueno y me conoceshace tiempo.

—¿Bueno yo?...—dijo Augusto con ironía—. A ver, ¿qué quieres?

—Necesito..., ¿tendré que decírtelo?..., necesito dinero.

—Ya...

—Yo no puedo estar así. Váyanse al diablo tus recetas.

Te diré..., yoquiero vivir y esto no es vivir.

—Dinero para el Pez.

—No, no; lo necesito para mi procurador y para mí.

Estoy vestida deharapos... No me riñas, cada cual tiene su manera de ver las cosas de lavida. Sé que me vas a sermonear, y hablarme de moral y qué sé yo... Noentiendo tus medicinas. Te diré... Dios no quiere favorecerme, Dios mepersigue, me ha declarado la guerra...

—¡Qué pillín!

—Yo quiero ir por los buenos caminos, y Él no me deja—prosiguió Isidoracon tanta agitación que parecía demente—. Veremos si al fin me favorece.Te diré...; lo que importa es que yo gane ese pleito. Cuando lo gane,tomaré posesión de mi casa... Mucho siento no poder llegar a ella contodo el honor que mi casa merece..., pero ¿qué hacer ya? Entretanto,amigo, la miseria me es antipática, es contraria a mi naturaleza y a misgustos. La miseria es plebeya, y yo soy noble.

—Isidora—declaró Augusto con seriedad—, al nacer te equivocaste depatria. Debiste nacer en Francia. Eres demasiado grande, eres un genio yno cabes aquí. ¿Quieres el último consejo? Pues vete a París. Allíencontrarás tu puesto. Aquí te degradarás demasiado. Aquí no lasgastamos de tanto lujo como tú».

Levantose para marcharse.

«No, no te vas—dijo ella deteniéndole con fuerza por un brazo—; no tevas sin decirme si puedo contar contigo.

—¿Para qué?»—murmuró el médico temblando.

¡Sentía un frío...!

«Yo necesito una cantidad—dijo Isidora febril, los labios secos.

—No puedo... complacerte—repuso el joven, dejándose caer en una silla.

—Sí puedes, sí puedes. ¡Augusto, por amor de Dios!..., socórreme,socórreme. Te diré...

—Si es nada más que un socorro...».

Miquis, turbado hasta lo sumo, aprecio con rápida ojeada interior susituación. ¡Se había casado seis días antes, estaba en la luna demiel!... ¡Ser traidor a su joven y amable esposa! «No, no, no», gritópara sí, y luego, en voz alta:

«Pobre mujer, criminal o desgraciada, noble, plebeya o lo que seas, yono te puedo amparar... Busca en otra parte...

—¡Ah! ¡Qué amigos estos!—exclamó ella en lo último de la

angustia—¡Yluego

nos

injurian

si

al

vernos

desamparadas corremos a la degradación!Bueno, bueno; me perderé, me arrastraré».

Miquis cerró los ojos para no verla. Si la veía un momento más estabaperdido... Por lo que, sin añadir una palabra, echó a correr fuera delgabinete y de la casa.

Iba por la calle adelante, satisfecho de su triunfo, cuando sintiórápidos y leves pasos detrás de sí. Al mismo tiempo oyó que le llamaban.Una mujer corría tras él. Al reconocer a Isidora, el pobre médico temblóde nuevo.

«Tengo un recelo—le dijo Isidora agitadísima, la voz balbuciente, laexpresión turbada y agoniosa—. No me has comprendido... Habrás creídotal vez que deseo ser tu querida, que te he propuesto que me compres...No me juzgues mal; yo quiero ser honrada. Si no lo consigo es porque...,te diré...

—¡Honrada!

—Sí, sí. No me comprendes. Sí me socorres, yo te pagaré..., dinero pordinero.

—Déjame en paz—dijo Miquis retirándose.

—No, no te vas—replicó ella deteniéndole con fuerza—.

Estoy desesperada.Necesito... En último caso, paso por todo.

—Soy pobre.

—La desesperación es ley, Augusto. Te hablaré con el corazón; te diré...Yo no quiero más que a un hombre. Por él doy la vida, y en último casoel honor... Di, ¿me favoreces?

—Lo que necesitas, ¿es para comer?

—No; necesito mucho.

—No puedo, no puedo».

«Augusto, Augusto—exclamó ella colgándosele del brazo—. Mi necesidad estan grande, que no puedo tener tesón ni dignidad, ni nobleza. Yo no tequiero, no puedo quererte; pero como Dios me abandona, yo me vendo».

Pausa. Miquis la miraba pestañeando. Sobre ambos, un farol de gasalumbraba con rojiza luz aquella escena indefinible en que la necesidaddesesperada, de un lado y la integridad vacilante de otro, se batían confuror. ¡Dinero y hermosura, sois los dos filos de la espada de Satanás!

«Soy pobre—repitió Miquis, haciendo un esfuerzo—; vete a París.

—¡Augusto!».

Augusto sintió cólera. Aprovechándose de aquel movimiento del alma,desprendió su brazo de la mano de Isidora, y con toda energía le dijo:

«Dios te ampare».

Ya estaba distante cuando oyó esta voz sarcástica:

«¡Farsante!».

Aquella misma noche desapareció Isidora de la casa de sus buenos amigos,dejándoles un papelito que decía:

«Emilia, Juan José, amigos queridos: no soy digna de vivir en vuestracasa. Cuidad de mi hijo esta noche. Tened lástima de mí».

Capítulo XI

Otro entreacto

En el famoso pleito de filiación había terminado la prueba; variostestigos habían declarado y ambas partes respondido a infinitaspreguntas, repreguntas y posiciones; una bandada de golillas revoloteabaen torno a las ramas de aquel árbol de escaso fruto; se había presentadoel alegato de bien probado; se aproximaba la vista, a que seguiría lasentencia, y con esto la demandante se las prometía muy felices. Verdadque en la prueba, llamada Isidora a manifestar algún recuerdo de suniñez por donde se viniera a aclarar su nacimiento, no pudo suministrarnoticia alguna que ayudara eficazmente a su defensa.

Las declaraciones de los testigos eran desacordes y confusas por todoextremo. Un tal Arroyo, del Tomelloso, amigo del Canónigo y de TomásRufete, confirmaba la pretensión de Isidora. Un tal Arias depuso entérminos diametralmente opuestos, y D. José de Relimpio, llamadotambién, declaró en términos categóricos a favor de la que llamaba suahijada; mas su declaración, falta de solidez, daba lugar a dudas acercade la sinceridad del anciano. Sobre tan misterioso asunto, él no sabíagran cosa.

Sabía, sí, y esto no podía dudarlo, que en 1851 había sacadode pila a una niña, hija de Tomás Rufete. A los seis meses no cabales,Relimpio y Rufete riñeron por cuestión de una pequeña herencia yestuvieron siete años sin hablarse ni tener trato ni comunicaciónalguna. Hechas las paces al cabo de tan largo tiempo, ambas familiasvolvieron a entrar en relaciones. Entonces vieron los de Relimpio que encasa de Rufete había dos niños, Isidora y un varoncillo de dos años.Tomás dijo a Relimpio con misterio que su hija había muerto y queaquella que vivía y el niño se los había dado a criar una dama que nonombró. Don José, que no había visto a Isidora desde la edad de seismeses, no podía, por el rostro de ella, discernir si era cierto o falsolo que afirmaba su pariente; pero por costumbre siguió llamándolaahijada, y desde entonces comenzó el cariño de que tan grandes pruebasdiera más tarde. En cuanto a Francisca Guillén, nunca pudo Relimpioobtener de ella una declaración terminante acerca de las dos criaturasque pasaban por suyas. Cuando Tomás estaba en el Tomelloso, la buenamujer aventurábase a decir algo, que llenaba de gran confusión a D.José; pero cuando el otro volvía, todo eran vaguedades y misterios.

Esto era lo que Relimpio sabía, y estos breves datos y susconversaciones, no largas, con Tomás y Francisca, debieron de haberconstituido su declaración; pero, llevado de un sentimiento decaballeresca protección a la desgracia, hizo las afirmaciones másconformes con su deseo y el de su ahijada. Sigamos ahora los pasos deIsidora, de cuyo paradero ni Emilia ni Juan José tenían noticia alguna.Tres veces en dos días había ido la pícara a ver a Riquín, porque laortopedista no se lo había querido entregar; pero ni con preguntascapciosas pudo obtener de ella un indicio del sitio en que moraba. Debíade saberlo don José; mas también guardaba fielmente el secreto. Tristezatan profunda dominaba al buen tenedor de libros, que con el peso de ellaparecía habérsele aumentado la cuenta de los años, extremando su vejez.Casi todo el día lo pasaba fuera de su casa, y cuando entraba en ellaanunciábase con suspiros.

Había perdido el apetito, dormía muy mal ytenía los sueños más raros del mundo. Soñaba que se batía en duelo dehonor con Pez, Botín y otros caballeros, y que a todos les mataba,sacándoles hasta la postrera gota de sangre. ¡Horror de los horrores!

Pero si Relimpio era la misma tristeza, otro personaje muy conocidonuestro, el gran Bou, veía de súbito compensadas sus desdichas amorosascon una gran ventura en cuestión de intereses. ¡Oh! Si la ingrata seaviniera a dar el deseado , el Obrero—Sol sería un ejemplo de hombreventuroso cual pocas veces se ha visto sobre la Tierra. Diríase que laProvidencia cristiana, no menos caprichosa a veces que la paganaFortuna, se había propuesto abrumarle de bienes positivos, negándole losque su corazón apetecía, y le colmaba de frutos riquísimos sin dejarlever y gozar la flor hermosa del amor. Desde la visita al palacio deAransis empezó la tal Providencia a divertirse con él. En el espacio dequince o veinte días le quitaba por un lado toda esperanza de amor, ydábale por otros tres gollerías o momios pecuniarios a cuál más valioso.Primero: aseguró un buen negocio contratando cierto trabajo deimpresiones y etiquetas con un afamado industrial; segundo: percibió unaherencia de ciento setenta mil reales; tercero: se sacó un segundopremio de lotería, importando cinco mil duros. ¿Qué tal? Aun con serestos embolsos un estorbo más para llegar a la deseada liquidaciónsocial, Bou se guardó su dinero y se puso muy contento, considerando enlo más escondido de su mente, que bien podía aplazarse la talliquidación, o exceptuar de ella, en el punto y hora en que se hiciera,el dinero de la gente honrada.

Miquis, que le apreciaba y se reía con él, fue a darle la enhorabuena, yle encontró en su taller trabajando como siempre. Bou se levantó, saludóa gritos, estrujó la mano de su amigo, y después fue acometido de unatos tan violenta, que su cara parecía un cuero de vino, y el ojorotatorio estuvo a punto de desalojar su holgada órbita y caerse alsuelo.

«Ese alquitrán, hombre, ese alquitrán...

—Déjese usted de alquitranes y de potingues. Ni curas ni boticarios mesacarían un cuarto. Que coman yerba..., ¡hala!

Y a ustedes los médicos,si yo arreglara el mundo, los pondría a que me barrieran las calles, aque me desecaran los pantanos, a que me desinfectaran lasalcantarillas... Ahí es donde están las enfermedades.

—Pues a los litógrafos los pondría yo a que me afeitaran todas las ranasque se pudieran coger... Pero vamos al caso... ¿Convida usted o noconvida?

—Sí, señor; convido a una copita... y nada más.

—¡Qué miserable! Yo esperaba un banquete regio.

—No me gustan aparatos ni bulla.

—Hombre, siquiera un cubierto de cincuenta reales..., cuatro amigos...

—Pues palante—exclamó el catalán, disparando su risa—, y aunque sea dedoscientos reales. Pero cuatro o cinco amigos nada más».

Siguieron hablando de la buena fortuna. Bou la había recibido con calmay no pensaba hacer locuras. Si al fin se casaba, seguiría trabajando,con el mismo sistema de vida modesta y obscura. Pero si no se casaba,tenía el pensamiento

de

proporcionarse

algunas

satisfacciones,porque ¡voto va Deu! , no hay dinero más soso que el que uno deja a susherederos cuando se muere.

Es necesario irse al otro mundo sin podercontar por allá algo de lo poco bueno que hay en este; y luego, si vienela liquidación, si tocan a desamortizar, es triste cosa que le limpien auno sin haber sido sanguijuela por un poco de tiempo. El trabajo esbueno, magnífica cosa, sí señor, admirable en extremo; y los holgazanesque se aprovechan del trabajo del pobre para gozar, son unos pillos, síseñor, grandes tunantes; pero el obrero que tiene una ocasión deintroducirse, siquiera sea por breve tiempo, en el palacio encantado delos goces mundanos, debe hacerlo, aunque no sea sino por conocer elgénero de vida de las sanguijuelas y tenerlo en consideración el día enque se ajusten cuentas. Él (Juan Bou) había pensado esto, y sacado enconsecuencia que las teorías puras no resuelven la cuestión social; espreciso estudiar prácticamente los excesos de la holgazanería.

Aprobó Miquis cumplidamente estas ideas y con toda energía excitó a suamigo a probar las escasas dulzuras de esta corta vida, ya que sinquererlo tenemos siempre entre los labios sus amarguras, y pues laocasión de ser dichoso no se presenta siempre, aprovéchese cuando viene,que tiempo hay de sobra para privaciones, disgustos y penas.

«Supongo—añadió—que andaremos en coche y a caballo, que tendremos buenamesa y palco en el Real».

Echose a reír Juan Bou y dijo que no pensaba correrse mucho, ni hacer eloso, ni ponerse en ridículo como un indianete sin seso; que tan sóloobsequiaría a cuatro amigos, y que sin abandonar su taller, trataría dever qué sabor tiene la sangre del pueblo.

Después nombró Miquis a la ingrata, y oído su nombre, se puso tan serioel otro, que parecía haber perdido en un instante todo su contento. Nohabrían dejado aquí un tema tan del gusto de ambos si en aquel punto nohubiera entrado D. José, el cual se turbó al ver al médico. Bou, tambiénalgo turbado, pidió perdón a Miquis y se fue con Relimpio a undespachito cercano, donde Augusto les oyó secretearse.

«Le ha traído una carta o recadillo—pensó el doctor, proponiéndose nodarse por entendido—. Ya, ya...».

Don José salió, al parecer con otra esquela o recadito verbal, aunque esmás probable que llevara lo primero, y al salir habló a Miquis deltiempo, de política, de Cánovas y de que las tropelías de los inglesesen el campo de Gibraltar daban motivo a España para exigir de Albión quenos devolviera aquel pedazo de nuestro territorio. Augusto se mostróconforme con estas patrióticas ideas y le dejó marchar, compadecido desu aspecto caduco y del azoramiento que el semblante del pobre viejodeclaraba.

Convidado por Bou al banquete que celebraba a la siguientenoche, fue D. José vestido con su levitita anticuada y su corbata azulde alfiler. Grave y silencioso estuvo toda la noche, sin que los demáscomensales pudieran comunicarle su alegría. Era tan flojo de cerebro,que en cuanto bebía dos copas se ponía perdido, y he aquí que al probarel Champagne, el buen tenedor de libros, después de haber dado variaspruebas de no ser dueño de sus ideas, se dirigió a Juan Bou y con lenguasolemne aunque torpe, le dijo:

«¡Caballero, usted me dará una satisfacción, o me veré obligado a llevarla cuestión a un terreno...!».

Todos prorrumpieron en risas. Exacerbado con ellas el humor pendencierode D. José, se puso éste como la grana, y uniendo el gesto impetuoso ala dicción enfática, añadió:

«Porque usted se empeña en mancillar el honor de una joven de altísimafamilia, y yo no permito, ¿lo entiende usted?, no permito... ¡yo que soysu segundo padre...!

—Tiene razón—dijo Miquis—. Esto no puede quedar así.

El lance esinevitable.

—Inevitable—gritó Relimpio descargando el puño sobre la mesa y rompiendoun plato—. Elija usted hora y arma. Si quiere usted, a la hora delalba...

Al matutino albore...».

Lo más particular fue que Bou, que también era hombre incapaz de llevarcon aplomo tres copas de vino blanco, empezó a disparatar. Primero serió mucho, después todo su empeño era abrazar a D. José y llamarle suamigo.

Relimpio, por el contrario, más se enfurecía a cada instante.

Losotros le incitaban, y sabe Dios cómo habría concluido el lance si elcatalán, que brindaba a cada momento, no diera de improviso con la molede su cuerpo en tierra.

Levantose en esto D. José y señalando con dramático acento el cuerpo queparecía cadáver, dijo:

«¡La suerte me ha sido favorable, caballeros, señal de mi derecho! ¡Lehe matado!... He salvado el honor de una eminente doncella, de aquellahermosa entre las hermosas, de aquella oriental perla, de aquelserafín...».

Dio tres o cuatro pasos en falso, giró como un trompo, y fue a caer enun diván de hule, donde Miquis le mojó la cara.

Capítulo XII

Escenas

—I—

JOAQUÍN.—(Solo, paseándose meditabundo por la habitación, que es debajo techo, sucia, con feísimos y ordinarios muebles, todo en desorden.) Ni un día más durará esta vida. Protesto con toda mi energía de serracional y libre, declaro absurdo y necio el deber de vivir. No hay taldeber. Cuando la sociedad nos declara la guerra, o hay que rendirseentregándole las llaves de la plaza del alma, por otro nombre lavergüenza, o hay que tomar las de Villadiego, emigrando a la eternidad.Este es el dilema, the question, como decía el otro: o vivir sindecoro, o buscar en la muerte la imposibilidad absoluta de ruborizarse.Opto por morir. (Da un gran suspiro, alza los ojos del suelo, yfijándolos en un espejo que hay en la pared, sucio de moscas y con granparte del azogue borrado, se contempla en silencio un gran rato.)

¿Erestú, imagen que aquí veo, la de Joaquín Pez? Te desconozco. Tú no eresyo. Yo era hermoso, y tú, con esa palidez de Santo Cristo viejo y sinbarniz, das grima. Mis ojos derramaban la alegría y la felicidad y lostuyos están mortecinos y sin brillo. ¿Cómo puedo creer que el hombremejor vestido de Madrid sea este que aquí veo dentro de esta levititaabotonada hasta el cuello, con los ojales rotos y los bordes grasientosy con flecos? No: el hombre que, a la hora que es, no ha tomado más queun café y un poco de pan, no puede ser el Joaquín Pez que yo conocí. (Da media vuelta y sigue paseando.) Me repugno, me doy asco. Vivir asíes peor que cien muertes.

»Ya no puedo pasar mucho tiempo sin que me descubran.

Me prenderán, memeterán en la cárcel... ¡Qué iniquidad!

(Se conmueve.) Soy undesgraciado, un hombre débil que no conoce el orden; soy un tonto; notengo sentido común, no sé arreglarme..., no valgo dos cuartos. Cuantose diga de mí en este sentido es justo. ¡Pero acusarme de estafador!...Que en París contraigo deudas; que me vengo a España con intención depagar; que un francés sale escapado detrás de mí persiguiéndome; que leentretengo unos días; que me endosan unas letras para que las cobre; quelas cobro y pago al francés; que los acreedores de aquí, envidiosos dever la buena suerte del extranjero, se me echan encima, me ahogan, meembargan, me despojan la casa; que mi padre se enfurece y riñe conmigo yme retira su apoyo; que el dueño de las letras me exige su dinero; queno se lo puedo dar; que le pido un plazo; que me lo niega; y tomándolopor la tremenda da parte a la Justicia; que corro y me afano buscando unprestamista, y no lo puedo encontrar; que protesto de mis buenasintenciones y de mis deseos de cumplir, y nadie me cree; que me acusande trapisondista y de estaf... No, no lo puedo sufrir.

En mí hay error;pero mala fe, jamás. La ligereza, ¿será hermana del crimen?...

»He recurrido al juego y no he tenido suerte; se han conjurado contra míhasta los abominables ganchos de los garitos. Es una guerra universalcontra el infeliz caído; es la venganza de la cursilería contra el quefue ídolo de la sociedad y de las damas, hombre de moda y verdadero tipodel bien vestir. (Dando un gran suspiro.) Yo juro que no se reirán demí; no, no me humillaré; no haré el mamarracho. Es preciso acabardignamente. Cada cosa que pierde el cimiento cae seg