La Desheredada by Benito Pérez Galdós - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

JOAQUÍN.—¿Viene usted en busca de Isidora? No está.

DON JOSÉ.—No, vengo de parte de ella. Esta carta...

JOAQUÍN.—(Tomando

la

carta

con

mano

temblorosa.) ¿A ver?... ¿En dóndeestá Isidora?

DON JOSÉ.—(Con sequedad.) Hace un rato estaba en una tienda de lacalle del Carmen, escogiendo telas para vestidos.

JOAQUÍN.—(Estupefacto) ¡Telas! (Abre la carta, que es voluminosa.Dentro del pliego aparecen risueños algunos billetes de Banco; Joaquínpalidece.) ¿Qué es esto? (Se sienta y lee. Palidece más y luego sepone encarnado y vuelve a palidecer.)

DON JOSÉ.—(Aparte, mirando a Joaquín con expresión de poca simpatía.)No lloro porque soy hombre.

Mi corazón concluirá por ser como las rocasen que bate el mar.

JOAQUÍN.—(Guardando la carta en el bolsillo, se pasea.) ¡Estoysalvado! La cantidad es redonda... ¿Pero aceptaré esto? ¿De dóndeprocede?... ¿Es una vileza aceptarlo? Sí que lo es; pero lascircunstancias... ¡El abismo!... Supongamos que un desventurado está alborde del precipicio y se le presenta el demonio de la infamia y le alzaen sus manos. No, no; antes rodar al fondo del abismo.

(Alto.) DonJosé vaya usted allá, y devuelva esto a Isidora.

DON JOSÉ.—(Aparte y tétricamente, coincidiendo en sus expresiones sinsospecharlo, con Otelo.) Oh flor graciosa y bella, ¿por qué has nacido?

JOAQUÍN.—(Vacilando.)

No,

no;

deshonra

por

deshonra... Pesémoslasambas en la balanza de la fría razón.

¿Cuál pesa más? ¡Oh!, no hay quevacilar. Esta lleva en sí la imposición del acontecimiento, del hechoreal. Tomaré el dinero... Me he salvado. Pero ¿por qué no estoy tancontento como debiera? (Alto.) Don José, ¿con quién ha hablado hoyIsidora?... ¿En dónde ha estado?

DON JOSÉ.—No lo sé... (Aparte, lleno siempre de espíritushakespeariano.)—¡Estúpido! ¿cómo quieres que te lo diga? No meatreveré a decirlo ni aun a vosotras, ¡oh castas estrellas!

JOAQUÍN.—Usted nunca sabe nada. Usted está siempre en Babia. (Aparte.)¡Malditas sean las circunstancias!... Me engañaré a mí mismo, haciéndomecreer que este dinero es de procedencia honrada. Es tan torpe el serhumano, que fácilmente se le engaña... Pero discutamos esto; abordemosla cuestión con filosofía. Si este dinero ha venido a mí por una víapoco honrosa, es evidente que yo no he ido a buscarlo por dicha vía. Losprocedimientos de la Providencia son misteriosos. Es irreverente ysacrílego ponerse a discutir sus designios. El hecho consumado lleva yaen sí una dosis tan grande de lógica, que no necesita argumentacionesretóricas. (Alto.) ¿No piensa usted lo mismo, hombre de Dios?

DON JOSÉ.—(Como quien despierta de un sueño.)

¿Yo?... Yo no pienso.

JOAQUÍN.—(Volviendo a mirar con cariño los billetes.) ¡Y la cantidades redondita! ¡Pobre Isidora!

¿Cómo no amarla? No sé qué daría porqueganara el pleito.

Pero no, no lo ganará. Sólo los pillos tienen suerte.¡Don José, señor don José!

DON JOSÉ.—(Pasándose la mano por la frente y el cráneo como paradetener una idea que intenta escaparse.) ¿Qué?...

JOAQUÍN.—Le voy a convidar a usted a una copa de Champagne.

DON JOSÉ.—(Con repugnancia.) Gracias, no..., me mareo. (Vacilando.)Pero, sí, venga; así se olvida.

JOAQUÍN.—¿Tiene usted muchas penas que olvidar?

DON JOSÉ.—(Mirándole con ojos dulzones.) ¿Yo?...

¿Penas yo? (Contraehorriblemente sus facciones al tratar de contener la emisión de unsuspiro.) JOAQUÍN.—(Escanciando.) Ahí va.

DON JOSÉ.—(Bebe.) ¡Cómo pica la maldita! (Apenas ha llegado a suestómago la primer gota del precioso líquido, inclina la cabeza y cierralos ojos, diciendo.)

¡Mundo miserable!

JOAQUÍN.—¿Qué?... ¿Por tan poca cosa?

DON JOSÉ.—(Levántase bruscamente, los ojos brillantes y airados, laactitud trágica.) Sí, lo repito. Un caballero no recoge sus palabras.¡Es usted un miserable, y le voy a romper a usted el bautismo!

JOAQUÍN.—(Soltando la risa.) ¡Don Pepe!

DON JOSÉ.—(Cuadrándose.) A sable o a pistola, como usted quiera. Me esigual. De todas maneras sabré castigar su infamia. ¡Usted, un hombreordinario, un monstruo, un cafre, atreverse a coger en sus garras aquellirio! (Da algunas

vueltas

por

la

habitación,

perseguido

porespectros.) No, no os tengo miedo, no. Pez, Botín, Melchor, Bou, no ostemo. Os mataré a todos, os haré polvo. Soy el defensor de la virginidadultrajada, de la inocencia perseguida, de la casta paloma... ¡Vamos, almomento, al momento, me bato con los cuatro!

JOAQUÍN.—(Le empuja hacia el sofá.) ¡Pobre hombre!

DON JOSÉ.—(Cayendo en el sofá como un talego.) Me habéis matado,porque sois cuatro. Os perdono a todos menos a uno. Os perdono a lostres; pero a ti, bestia repugnante, a ti, tronco de la Ipecacuana, nopuedo perdonarte. (Se desvanece.)

JOAQUÍN.—(Disponiéndose a salir.) Ahí te quedarás hasta que te pase.

—IV—

Mutación. La escena representa un aposento semi—

elegante que parece serfonda.

ISIDORA.—(Mirando con zozobra hacia la puerta, en la cual ha dadogolpes una mano indiscreta.) ¿Quién es?

DON JOSÉ.—(Levantándose de un sillón en que yace soñoliento.) Si esvisita, me retiraré.

UN SEÑOR.—(Entrando sombrero en mano y dirigiéndose a Isidora.) ¿Esusted doña Isidora Rufete?

ISIDORA.—(Trémula.) Servidora...

AQUEL SEÑOR.—(Avanzando, seguido de otro individuo poco simpático ynada cortés.) Señora, el objeto de mi visita es poco agradable. Vengo aprender a usted de orden del juez del Hospicio. (Muestra el auto deprisión.) ISIDORA.—(Aterrada.) ¡Prenderme!... ¡A mí! ¿Está usted seguro?...

EL ESCRIBANO.—(Volviendo a mostrar el auto.) Vea usted... Conque sitiene usted la bondad de seguirme...

DON JOSÉ.—(Aparte, deplorando no tener espada, y sobre todo no serhombre capaz de sacarla en caso de que la hubiera tenido.) ¡Quépicardía!

EL

ESCRIBANO.—(Queriendo,

como

hombre

humanitario, sacar a Isidora desu extraordinaria perplejidad.) Ya sabría usted que la parte contrariapidió que se sacara el tanto de culpa...

ISIDORA.—(Confusa y mareada.) Sí.

EL ESCRIBANO.—Y el juez ha encontrado el fundamento.

ISIDORA.—Pues daré fianza...

EL ESCRIBANO.—Precisamente... en el delito de que se trata no puedeconcederse fianza.

ISIDORA.—¡Delito! ¿Está usted seguro de lo que dice?

EL ESCRIBANO.—El pleito es ahora causa criminal...

ISIDORA.—(Iracunda.) ¿Y de qué me acusan?

EL ESCRIBANO.—De falsificación.

ISIDORA.—¿Falsificadora yo?... (Fuera de sí.) DON

JOSÉ.—(Aparte,

apretando

los

dientes,

frunciendo las cejas ycontrayéndose todo.) No te pierdas, José.

ISIDORA.—Esto es una infame trama de mis enemigos...

Pero Dios noconsentirá que me pierdan ni que me deshonren. (Llora.) ¡Y a estollaman justicia, ley!

(Sobreponiéndose al dolor y secando sus lágrimasde tal modo que parece que se abofetea.) Yo probaré mi inocencia...Esto me faltaba, esto; ser mártir. (Aparte, con entereza y orgullo.)Bien venida sea esta noble corona. El martirio me purificará de misculpas, y hará que resplandezcan mis derechos de tal modo que lo puedanver hasta los ciegos. (Alto.) Vamos, cuando usted quiera.

Capítulo XIII

En el Modelo

—I—

La irritación y la vergüenza, unidas a un desorden nervioso que casi laprivaba de sensibilidad, tuvieron a Isidora toda aquella tarde y nocheen un estado parecido al sonambulismo. Veía las cosas, las tocaba,preguntaba, y aun respondía como cediendo a una fuerza mecánica. Noestaba segura de hallarse despierta, ni de que fuese realidad lo que lepasaba; iba y venía medio ciega, mareada, con algo en el cerebro, entrejaqueca y manía, sorprendiéndose de ver cómo brillaban instantáneas,sobre la densa lobreguez de su pena, algunos relámpagos de alegría.Rindiola el cansancio después de medianoche; se acostó vestida, cerrólos ojos tratando de adormecer el dolor de cabeza, y entonces revivióbajo su cráneo, entre la vibración de los nervios encefálicos, todo loacaecido desde que el escribano se presentó en su casa para prenderla.Veíase en el coche de alquiler que los condujo a la calle de Quiñones,donde está el vulgar y triste edificio llamado Modelo con descaradaimpropiedad; el coche paraba junto a una puerta en la cual había unsoldado de guardia, y más a la izquierda un grupo de pobres disputándoselas sobras del rancho de las presas.

Isidora y el escribano entraban en un vestíbulo nada espacioso; salía arecibirlos un empleado con gorra galoneada, traspasaban un cancel decristales, y volviendo un poco a la derecha, encaraban con una puerta depesados cerrojos, sobre la cual se leía en letras negras la palabra Rastrillo. Una mujer de edad madura abría la puerta, Isidora pasaba,subía por la gran escalera blanqueada, y al llegar a lo alto miraba elletrero de la Sala primera; y echando la vista por el hueco, veía unclaustro grande y luminoso, en cuya capacidad sesteaba, tomando el sol,el más bullicioso y pintoresco ganado femenino que se pudiera imaginar.La idea sola de tener que vivir entre aquella gente había horrorizado ala de Rufete. Pero ella tenía fondos; ella pagaría una habitacióndecente, y viviría con ciertas comodidades y completo decoro los pocosdías que, a su parecer, habría de permanecer en aquel tremendo asilo.

Una señora mayor, bondadosa y amable, la acompañaba, y precedíala unaceladora, cabo femenino o presidiaria distinguida, de aspecto gitanescoy hombruno. Hacia la izquierda estaba el aposento que a Isidora sedestinaba, el cual tenía una ventana enrejada a la calle, un camastrónde hierro, mesa y dos sillas... La dejaban sola; poco después entraba laceladora, quien, con formas de adulación artera y llamándola señorita,ofreció servirla y acompañarla. Isidora la miraba con repulsión. Llegadala noche le servían una cena, que no quiso probar, y al fin, sola,encerrada, abrumada por la pena, el cansancio y la jaqueca, se recostóen la cama, donde su cerebro le reprodujo una, dos, tres veces o más, laserie de impresiones y sucesos que hemos referido.

Por la mañana, despertáronla los gritos y desaforadas blasfemias de unamujer que moraba al otro lado del tabique de su cuarto, el graznido deun ave domesticada, el ruido de la calle, el bullicio de la próxima Sala primera, y el tan tan de la campana de Montserrat, iglesia delconvento que hoy es prisión del bello sexo. Y si el alma humana en lassituaciones de gran tribulación se ve siempre sacudida por ráfagas deinexplicable alegría, que más bien parecen protesta aislada de algúnnervio rebelde contra el dolor, en Isidora había un motivo para queaquellas ráfagas de alegría fueran algo más duraderas y eficaces, porquela prisión, con ser tan odiosa, había venido a librarla de otraesclavitud atrozmente repulsiva.

«Casi me alegro de esto—decía—, porque si no estuviera aquí estaría yamuerta de horror y asco...».

Además, la prisión no podía durar, porque los jueces,

¡cosa evidente!,habrían de convencerse pronto de la inocencia de la pobrecitademandante. Dios le había deparado sin duda aquel trance para probarla ydarle de improviso, cuando más afligida estuviese, el alegrón de ganarel pleito y confundir a su implacable abuela. Pero donde la hallamos másen carácter es en aquel punto y hora en que echaba mano de su cualidadde idealizar las cosas para

obtener

los

más

dulces

confortamientos.

¿Noennoblece el martirio a las criaturas? Si los culpables, cuando sonperseguidos, inspiran lástima, los inocentes que sufren tormento de laJusticia, ¡cuánto no se avaloran y subliman en el concepto de las almassensibles! Era inocente,

sufría

persecuciones

inauditas;

luego

teníabastante motivo para erigirse en criatura celestial.

Poco le faltabaaquella mañana para figurarse que todo Madrid la compadecía, que era elídolo de multitudes, que se hacía interesantísima, que era un tiponovelesco, y aun que salían por aquí y por allá bravos caballerosdispuestos a hacer cualquier barrabasada por sacarla de aquel mal paso.

¡Pero qué feo, qué desmantelado el cuarto! ¡Qué cama, que muebles, quédesnudas paredes! Era cosa de morirse de abatimiento. Y no obstante,como ella, para hacer frente a un hecho, siempre tenía pronta una idea,amparose de una bellísima, que le valió de mucho para consolarse.

¿Conquién creerá el lector que se comparó? Con María Antonieta en laConserjería. Era ni más ni menos que una reina injuriada por la canalla.Determinó, pues, imitar en todos sus actos y palabras, hasta donde larealidad lo permitiese, la dignidad de aquella infelicísima señora, conlo que se crecía a sus propios ojos, y se veía idealizada por elmartirio, grande en la humildad, rica en la pobreza y purificada en lospadecimientos. El día lo pasó en estas cavilaciones, acordándose muchodel Delfín, de Joaquín Pez y de otras personas. Mandáronle ropas, y JuanBou, a quien pidió un libro de entretenimiento, le envió LosGirondinos, de Lamartine, y un gran ramo de flores. Isidora leyó en ellibro y deshojó las flores, dándose el gusto de pisotearlas.

Lerecordaban cosas muy desagradables la osadía y desparpajo de la canallaprofanadora.

Empezó el sumario. Cuando bajaba a prestar declaración a la salita derojo dosel, que está junto al despacho del alcaide, Isidora contestaba alas preguntas del juez con serenidad tranquila, con confianza en suderecho y al mismo tiempo con un aire de superioridad que cautivaba,preciso es decirlo, al mismo señor juez dignísimo y al escribano.

Entodo el trayecto desde su cuarto a la salita, lo mismo al subir que albajar, la Rufete era gran incentivo a la curiosidad de las presas, quese agolpaban a la puerta de la Sala para verla pasar, y luego estabancomentándola tres o cuatro

horas.

Quién

aseguraba

que

era

una

duquesaperseguida por su marido; quién la tenía por una cualquiera de esascalles de Dios; y alguna, que la conocía verdaderamente, refería partede su vida y milagros, añadiendo maliciosas invenciones. Y ella, asolas, sumergida en hondas perplejidades y tristezas, repetía en sumente las preguntas del juez, deploraba no haber dado tal o cualcontestación, revolvía lo cierto con lo dudoso, la acusación de la leycon los datos de su memoria, el testimonio de su conciencia con ciertaspresunciones y sospechas, para tratar de sondear aquel antro obscuroque, desde la acusación por falsificadora, se había abierto ante susojos. Negaba con toda su alma, y al negar, su conciencia mostrábase enla plenitud de la verdad. Los documentos se le habían entregado tal ycomo estaban; y ella no había añadido ni quitado cosa alguna, ni teníanoticia de que nadie lo hubiera hecho. No era posible que su tío elCanónigo alterase los tales papeles, y en cuanto al primitivo poseedorde ellos, Tomás Rufete... Al llegar a este punto de su cavilación,Isidora fruncía el ceño y ahondaba, ahondaba en aquel mar inmenso de lodudoso. ¿Pero a qué martirizar el pensamiento? Los jueces, la ley, lamarquesa de Aransis, la curia infame y el señorío prepotente eran losverdaderos autores de aquel embrollo, con el inicuo fin de desposeer auna huérfana noble, a un ángel desvalido. Pero Dios los castigaría, Diosvolvería por los fueros de la verdad y de la inocencia. ¡Pues no faltabamás!

Durante el sumario, la incomunicación no fue tan rigurosa como la leyordena, porque los cerrojos de nuestras cárceles se ablandan fácilmente.Isidora, como persona de aspecto decente y algo adinerada, se captó lassimpatías de las compasivas mujeres que guardaban a sus compañeras.

Asípudo tener el gusto de ver, aunque por cortos ratos, a Riquín y a D.José, a su tía la Sanguijuelera y a Miquis. El día mismo en que cesó laincomunicación fue este a verla, y tuvo con su amiga largo ysubstancioso coloquio. El simpático doctor sintió viva emoción cuandovio aparecer detrás de las dobles rejas del locutorio aquella figurahermosa, aquel rostro pálido, con expresión de noble conformidad.

«Isidora, gran mujer—le dijo fingiendo burlas para ocultar emociones—.Estás guapa. Eres el soborno de la ley y la sustancia corrosiva delCódigo penal. Como sigas así, la curia, en vez de tomarte declaraciones,te las hará, y vas a pisar una alfombra de togas y a subir por unaescalera de birretes.

—Déjate de tonterías—replicó ella apoyando los codos en la reja interiory sosteniendo la cabeza entre las palmas de las manos, actitud deaburrimiento que tomaba siempre que estaba largo rato en el locutorio—.¡Ay, Miquis, esto es morir!

—Con tu permiso, eso es vivir. ¿Pues qué creías tú?... La vida toda escárcel, sólo que en unas partes hay rejas y en otras no. Unos estánentre hierros y otros entre las paredes azules del firmamento... Perovamos a otra cosa, gran mujer. Hoy vengo a darte noticias que serán parati alegres o tristes, según como las tomes.

—Dímelas pronto.

—Mi suegro me ha hablado de ti, me ha hablado también de la marquesa».

Isidora, sin decir nada, demostraba inmenso interés.

«La marquesa llegó ayer, de paso para Córdoba. La buena señora se ponenerviosa y triste siempre que le hablan de este pleito y de tu prisión».«Muñoz y Nones—dijo la señora a mi suegro—, yo quiero que usted arregleesto.

Tómelo usted por su cuenta, hable a esa desgraciada, demuéstrelelo inútil de su tenacidad, y ofrézcale en mi nombre lo que a usted leparezca, con tal que me deje en paz».

—¿Eso le dijo?...

—Sí; ya sabes que el documento falso, porque la existencia de lafalsificación ya no ofrece duda, aparece otorgado por Andréu, compañeroy amigo de mi suegro.

¿Sabes lo que mi suegro dice? Que la falsificaciónno está hecha por ti».

Isidora callaba. Hasta que el diálogo tomó otro giro, estuvo como unaestatua, fijos en Miquis los ojos:

«Oyes. ¿Sabes que te me estás pareciendo a la pantera del Retiro? ¿Porqué me miras así y no dices nada? Pues bien: mi suegro, que es notariode la casa de Aransis, vendrá a hablarte; te anuncio esa grata visita.Te ofrecerá la libertad, la declaración de tu inocencia, y ainda mais,una gratificación, un socorro. Pobrecita, has sido víctima de un grandey tremendo engaño. Broma más pesada no se ha dado ni se dará. Quién fueel autor de ella, tú lo sabrás...

Pero qué, ¿te has vuelto muda? ¿Eresde piedra? ¿A dónde miras? ¿Estas gozando de alguna visión? ¿Estás enéxtasis?».

Él también se callaba y la miraba. Metió la mano por la reja exterior ehizo algunas castañetas con los dedos, como cuando se trata de llamar laatención a un animal perezoso.

Ni por esas. Isidora no decía nada.

«Voy a hablarte de otra cosa—añadió Miquis—. Ayer he tenido una gratasorpresa. Iba por la calle de Preciados cuando oí una voz que decía:«Señorito Miquis, señorito Miquis». Volvime y vi a tu tía, la sin par Sanguijuelera.

«¿No sabe usted—me dijo—que hemos encontrado a la fieraperdida?...». «¿A quién?». «A Pecado». Allá en su lengua especial mecontó que le habían dado noticias de tu hermano otros muchachos. Havivido algún tiempo en un tejar detrás de la nueva Plaza de Toros.¡Pobre chico!

Fuimos allá, y dos mujeres que encontramos y que no serecomiendan por su fisonomía, nos dijeron que, habiendo caído enfermocon calenturas, le habían llevado al hospital.

—¡Al hospital!—repitió Isidora saliendo de su letargo.

—Corrimos al momento al Hospital General, y le encontramosconvaleciente. La enfermedad debe haber sido terrible, porque está pocomenos que idiota, y tan desmejorado como puedes suponer. De su vida enel tejar y de sus correrías y altas hazañas, antes de caer enfermo,supimos algo que contaremos cuando tengas más tranquilidad deespíritu... Y ahora voy a hablarte de una tercera cosa, de Juan Bou.Dice que le haces muchos desaires, que no contestas a sus cartas, quepisoteas los ramos que te regala... Dice que eres la ingratitud misma.

—Augusto—murmuró Isidora gravemente, apartándose de la reja—, es la horade reglamento. Dispénsame que te despida. Estoy fatigada. Adiós. Vuelvemañana».

Y se marchó como una reina, según dijo Miquis para sí, viéndolainternarse en la cárcel. Y él se salió a la calle: repitiendo: «¡Granmujer, gran mujer!».

—II—

¡Falsificación! ¡Profanación de aquella santa escritura de la cualemanaba el más santo de los derechos! Si había delito, ¿quién era elautor de él? ¿El Canónigo o Tomás Rufete? ¡Enorme, endiabladaconfusión!... Pero lo que puso remate a la duda y trastorno de lainfeliz presa fue que su abogado le dijo un día estas palabras:

«Desde el tanto de culpa la cuestión ha variado por completo. La casa deAransis y el Sr. Muñoz y Nones tratan de probar la falsedad de undocumento que es la base de nuestra demanda. Si la prueban, nosquedaremos en el aire, hija mía. El pleito toma un giro tal quedifícilmente podremos obtener un resultado satisfactorio. Haremos losmayores esfuerzos, y llegaremos hasta donde se pueda llegar. En caso deque la falsificación resulte evidente, creo fácil probar que no ha sidousted la falsificadora, y que en este asunto ha procedido de buena fe.En resumen: seguridades de éxito en la causa criminal; seguridades de unfracaso en el pleito de filiación. Ya sabe usted que en la prueba hemosestado muy flojos, por no conservar usted recuerdos de la niñez que nosfavorecieran, y por resultar muy débiles los testimonios de otraspersonas».

Y dicho esto, el abogado, frío, honrado y cruel, se despidió dando unsuspiro, último tributo de la ley al volverse hostil.

«¡También, también me han corrompido a mi abogado!—

exclamó Isidoracuando se quedó sola—. ¡Bien, seré mártir; que me maten de una vez, queacaben conmigo, que me lleven al cadalso!».

Pasada la crisis de ira, estuvo dos días sin salir del lecho; apenashablaba; no tenía fuerzas para nada; sentíase también algo idiota comosu hermano, convaleciente de intensa fiebre. A ratos injuriaba con durafrase a la justicia humana, exaltándose, para caer después prontamenteen el desánimo y derramar abundantes lágrimas. Su sueño era entoncesbreve, erizado de pesadillas, como un camino incierto y tortuoso, llenode obstáculos. Unas veces se le aparecía Riquín, ladeando con graciala enorme cabeza bonita, fusil al hombro, marchando al paso de soldado.Y el pícaro Anticristo la miraba, echándose el fusilillo a la cara coninfantil gracejo, y ¡zas!, disparaba un tiro que la dejaba muerta en elacto; acudían otros chicos, camaradas de Riquín, y entre risotadas ygritos la cogían y la arrastraban por las calles. Gran algazara y befade la multitud, que decía: «¡La marquesa, la marquesa!».

Otras veces era gran señora, y estaba en su palacio, cuando de repenteveía aparecer un esqueleto de niño, con la cabeza muy abultada, y loshuesos todos muy finos y limpios, cual si fueran de marfil. El esqueletotraía su fusilito al hombro y marchaba con paso militar.

Llegándoseella, movía la gran cabeza y se reía y hablaba.

Pero Isidora, sin poderentender sus palabras, temblaba de espanto al oírlas. Luego se borrabael niño del campo de los sueños, y aparecía Joaquín en mitad de unaorgía, ebrio de felicidad y de Champagne. Por delante de la mesa sepaseaba una sombra andrajosa: era ella, Isidora. Todos la miraban yprorrumpían en carcajadas. Ella se reía también; pero, ¡cosa rara!, sereía de hambre. La debilidad contraía sus músculos haciéndola reír..., ypor aquí seguía de disparate en disparate hasta que despertaba y volvíaal tormento de la realidad, no menos cruel que el de los sueños.

A los tres meses de aquella tristísima vida, a la cual llegó aacostumbrarse, porque es ley que nos acostumbremos a todo, susguardianes le aplicaban con mucha laxitud el reglamento del Modelo,permitiéndole visitas largas, sin bajar al departamento de comunicación.La conducta de Isidora en la cárcel era irreprensible: no dabaescándalos; trataba a las celadoras con urbanidad y miramientos; sehabía hecho querer de todas, y las presas que pudieron gozar de suintimidad, se hacían lenguas de su buen corazón, finura y agradabletrato. No tenía poca parte en esto la generosidad de la procesada y suprontitud obsequiosa en remun