La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Déjala, hombre. ¿No ves que tiene ya mucho alcohol en la cabeza?

Castro tenía del otro lado a la Nati. Sin saber por qué razón, puesnunca le había sido muy simpática, le dió toda la noche por servirla yrequebrarla en voz baja. Cuando se puso un poco alegre, le dijo aAlcántara que estaba del otro lado:

—Con tu permiso, Rafael, voy a dar un beso a Nati.

Y se lo dió sin aguardar respuesta.

Rafael no hizo maldito el caso. Poco después volvió a decir:

—¿Permites, Rafael?

Y ¡zas! le encajó otro beso. La bromita le pareció tan bien, que no sepasaban cinco minutos sin que la repitiese. Nati la encontrabadeliciosa; se reía, presentando la mejilla a los labios del hermososalvaje.

Rafael, al principio, también la encontró graciosa y respondíagravemente a la pregunta de su amigo:

—Lo tienes. Pene, lo tienes.

Pero al cabo fué pareciéndole pesada, y entre bromas y veras concluyópor decirle:

—Basta, Pepe; no abuses del físico.

A los postres, el mozo les dijo que un señorito que cenaba en ungabinete próximo con una señora, bebía una copa de

champagne

a susalud.

—¿Quién es ese señorito? ¿Le conoces?

El mozo sonrió discretamente.

—Me ha prohibido decir su nombre.

—¿Es un amigo?

—Sí, señor conde: es un amigo.

—Pues allá voy—dijo León.

Y salió de la estancia. A los pocos instantes volvió a entrar conAlvaro Luna y su querida la Conchilla. Les hicieron una ovación. Rafaelse adelantó con la copa en la mano y cantó:

—Murió Alvarito,

Dios le tenga en gloria;

Bebamas una copa a su memoria.

Hizo gracia la ocurrencia porque Alvaro se había batido por la tarde.

Pepe Castro le abrazó.

—Ya sabíamos que habías salido bien. ¿Has pinchado al coronel?

—Sí, en un brazo.

—¿Cómo fué eso?

—Verás tú….

Y le contó los pormenores del lance. Todas se acercaron para escuchar.El coronel se había levantado los pantalones al llegar al jardín y sehabía remangado la camisa como un carnicero. Atacó furiosamente; pero sefatigaba en seguida, como hombre obeso que era y algo tocado delcorazón. Descansaron seis veces. Al fin, harto ya de tanto bregar, lehabía tirado con decisión una estocada al pecho amagándole antes un tajoa la cabeza. No tuvo tiempo más que a poner delante el brazo izquierdo,que quedó atravesado.

—Creí que le había matado, porque cayó redondo al suelo.

—Así, así. No hay cosa más ridícula que andar dibujando tajos en elaire y haciendo ruido con los sables como en el teatro. Un buen golperecto, partiendo de la inmovilidad, ¡esa es la manera de concluirpronto!

—Murió Alvarito,

Dios le tenga en gloria;

Bebamos una copa a su memoria.

volvió a cantar Rafael con voz engolada levantando la copa de champagne

.

—Vamos, a este chavó ya se le ha subido San Telmo a la gavia—dijo la Amparo.

Pepe y Alvaro sonrieron y continuaron comentando el lance. Los demás,menos Conchilla, les fueron dejando; se pusieron a charlar conanimación, trincando a la vez de lo lindo. Rafael estaba empeñado en queRamoncito les contara sus amores. ¿Se había declarado ya a la hija deCalderón? ¿Le había dado esperanzas? La verdad es que la niña noencontraría, por mucho que buscase, partido tan ventajoso como el deRamoncito, un muchacho formal, en buena posición, con un porvenir en lapolítica….

Aunque Alcántara parecía que hablaba en serio y expresaba las mismasideas que al propio Ramoncito le bullían constantemente en la cabeza,éste recelaba, y con razón, de su buena fe. Además, la presencia deaquellas mujeres, y más especialmente la de León, le molestaba mucho.Rechazó, pues, con mal humor todas las instancias que le hicieron paraque abriese su pecho, y les rogó, muy fruncido y encrespado,

"quehiciesen el favor de no romperle más la cabeza". Con esto desistieron dereirse a su costa y la emprendieron con Manolita Dávalos. El jovenmarqués, desde un diván donde yacía solitario, contemplaba sin pestañearen extática adoración a su ex querida.

—Ven acá, Manolito; acércate un poco, hombre—le dijo León.

—¿Para qué?—preguntó el marqués aproximándose con semblanteavergonzado.

—Para que charlemos un poco…. Y para que estés cerca de lo que másquieres…. Haces bien en estar enamorado de esta barbiana. Todo se lomerece. No hay en Madrid una mujer que le ponga el pie delante enhermosura, en garbo, en salero…. ¡Qué ojos! ¡qué cejas! ¡qué boquitade rosa!… ¡Hasta las orejas! ¡Mira qué primor de oreja!… Me lascomería cada una de un bocado…. ¡Uy! ¡uy! ¡uy!

Nati le había echado un feroz pellizco en el brazo.

—Para que no vuelvas a echar piropos a nadie delante de tu mujer—dijomedio en serio, medio burlando.

—Chico, si me hubieses dicho todo eso por la mañana me hubiera duradotodo el día—le dijo Amparo riendo—. Pero ahora … ya ves, nosdormiremos en seguida….

—Pero vamos a ver. Amparo—manifestó Rafael afectando seriedad—. ¿Porqué has dejado a Manolo, un chico joven, simpático, de las primerasfamilias de España, por un tío asqueroso, viejo, baboso como Salabert?

El chiflado marqués hizo un gesto de contrariedad.

—Déjanos en paz, Rafael.

Amparo, poniéndose seria también, le contestó:

—Yo no le he dejado. Nos hemos dejado mutuamente, por conveniencia deambos. No dirá él que yo le he despedido….

Manolo asintió con la cabeza por no contrariar a su ídolo, aunque otracosa le constase.

—Pues es una lástima, porque él sigue más chalao por ti que nunca…. Ytú, aunque aparentes lo contrario, creo que algo te queda allá en elfondo.

León se mordió los labios para no soltar el trapo.

—Mira, tú, niño—expresó la Amparo con tono y ademanes persuasivos—;vosotros nos juzgáis peores de lo que somos. Yo no diré que algunasveces no obremos por capricho, y que no seamos ligeras e interesadas….Pero hay ocasiones en que las circunstancias nos arrastran. Una mujer sepone en tren de vestir con elegancia, de tener palco en los teatros, degastar coche, y llega a acostumbrarse a estas cosas como vosotros afumar y tomar café. Llega un día en que si quiere dar gusto a sucorazón, va a verse privada de todo esto, y a caer en la miseria. Túcomprenderás que se necesita mucha virtud y más amor que el de Romeo yJulieta para echarlo todo a rodar y sacrificarse a vestir de percal otravez y a vivir en una buhardilla. Chico, por lo mismo que nosotras hemosconocido bien la pobreza, sabemos mejor que vosotros lo agradable quees. Yo me he comprometido con Salabert porque tiene mucho dinero y puedesatisfacer todos mis caprichos. No necesitaba decírtelo…. Por lodemás, si fuera a dar gusto a mi corazón demasiado sabéis, y demasiadolo sabe él, que yo nunca he querido a nadie de verdad más que a Manolo.

Escuchando estas palabras, al loco marqués se le arrasaron los ojos delágrimas. Tomó la mano de su ex querida y la besó con la misma devocióny ternura que una reliquia. León se levantó de prisa porque no podíatener la risa en el cuerpo. Las mujeres, siempre compasivas con losextravíos de la pasión por ridículos que sean, le contemplaron concuriosidad y lástima. Sólo Rafael permaneció grave.

—Francamente, no puedo presenciar ciertas escenas sin conmoverme—dijolevantándose de la silla afectando una tristeza que hizo sonreír a lamisma Amparo.

Justamente en aquel momento, Alvaro Luna se despojaba del frac paramostrar a Castro y a su querida una pequeña herida que el sable delcoronel le había hecho. Rafael, León, Nati, Ramoncito y Manolo Dávalosse acercaron. El noble salvaje se remangó la camisa y dejó ver elantebrazo, donde había una señal roja bastante larga.

—Diablo; ha sido un golpecito regular—dijo Castro.

—Un planazo—manifestó Alvaro.

—No; más bien parece que ha sido con el corte. Lo que hay es quepegando enteramente a plomo y no tirando un poco del sable al mismotiempo, el corte suele embotarse. Por eso no ha rajado la piel, y en vezde herida resultó contusión.

Conchilla, que miraba el brazo de su amante con tristeza y sobresalto,se precipitó al fin sobre él y le besó la cicatriz con transporte, sinimportarle las risas y las cuchufletas que esto produjo.

Amparo y Socorro se habían quedado sentadas al lado de la mesa, unafrente a otra. Si se ha de decir la verdad, Amparo, naturaleza violenta,irascible, sin pizca de imaginación y de inteligencia limitadísima,habíase olvidado enteramente del desabrimiento que con la Socorro habíatenido; le dirigía la palabra con la misma confianza y desenfado queantes. Mas ésta, porque su carácter fuese más receloso y susceptible, oporque el vino la privase del juicio, o por ambas cosas a la vez seguíamostrándose taciturna y hostil hacia su amiga. Respondía con marcadafrialdad a sus observaciones y hasta algunas veces se advertía en suslabios cierto gesto de desdén. La Amparo, que no tenía un temperamentoobservador, concluyó sin embargo por observarlo.

—Oyes, chica, ¿qué es lo que tienes? ¿Te dura todavía el enfado?

—¿A mí? ¡Ca! Yo no puedo enfadarme contigo.

Estas palabras parecían un testimonio de cariño y confianza. Sinembargo, las pronunció en un tono tan extraño, que la Amparo se la quedómirando fijamente antes de replicar.

—Pues hija—dijo al cabo—, yo te confieso que puedo enfadarme contodo el mundo y contigo también si me llegases a hacer alguna ofensa.

—Pues yo, contigo, no—replicó con una sonrisa particular la Socorro.

Amparo volvió a mirarla fijamente y con sorpresa.

—¿Qué quieres decir con eso, que me desprecias?

—Lo que tú quieras—profirió con el mismo gesto de desdén.

Una arruga profunda apareció en el entrecejo de Amparo; señal detormenta.

—Mira, chica, tengamos la fiesta en paz. Te vas haciendo muy picante yya sabes que tengo muy poca paciencia—dijo con voz sorda.

—De lo que menos caso hago yo es de tu paciencia, hija mía. Te hevenido a decir bien claramente que no quiero trato contigo. Al parecer,no quieres acabar de entenderlo. Tú y yo no hemos mamado la misma lecheni hemos tenido los mismos principios. Por eso no nos entendemos. Sialgún resentimiento tienes conmigo, como yo jamás te he tenido miedoninguno, podemos resolverlo cuando quieras. Mira, aquí traigo estejuguete para castigar a los desvergonzados.

Al mismo tiempo sacó del bolsillo una llave inglesa y la puso sobre lamesa.

Verla Amparo, apoderarse de ella con ímpetu feroz, y dar un terriblegolpe en la cara a su dueña, fué instantáneo. La Socorro cayó de lasilla soltando cuatro chorros de sangre por los cuatro agujeros que lospinchos del instrumento la hicieron. El susto, para los que allí estabanfué grande, pues no habían advertido la disputa. Todos corrieronpresurosos a levantar a la herida. Hubo unos instantes de confusión enque nadie se daba cuenta de lo que en realidad había pasado. La Amparose había puesto terriblemente pálida y aún murmuraba sordamentedenuestos. En cuanto León Guzmán averiguó, viendo en sus manos la llave,lo que había pasado quiso arrojarse sobre ella, y lo hubiera hechofaltando a lo que se debe un caballero, si Pepe Castro y Rafael no lehubieran sujetado. No pudiendo realizar sus propósitos comenzó aincreparla.

—¡Esto es una infamia! ¡Una vileza! ¡Es la acción de un asesino! Desdeaquí debes ir a la cárcel, porque has cometido un delito.

Los mozos, que habían acudido a los gritos, viendo tanta sangre y oyendolas palabras del conde, se dispersaron. Alguno de ellos bajó al café adar parte a un inspector de policía que allí estaba el cual se presentóinmediatamente: otros corrieron a avisar a un médico. Subieron dos. Laherida era de importancia y de consecuencias, porque quedarían señalesen el rostro. Ordenaron que llevasen acto continuo a la enferma a lacasa de socorro. Allí no disponían de medios para la cura. El inspectormanifestó que se veía en la necesidad de conducir la agresora a laprevención y tomar el nombre de los presentes. Entonces todosintervinieron con ruegos para que dejase a la Amparo libre,respondiendo ellos de las consecuencias.

El inspector se negóresueltamente. Lo único que podía hacer era conducirla al Gobierno civilen vez de la prevención y detener el parte al juzgado algún tiempo.Aunque casi todos pertenecientes a familias muy distinguidas, ninguno delos presentes era un personaje político (con paz sea dicho de Ramoncito)que pudiese desviar ni contener el curso de la justicia. Pero el duquede Requena sí lo era. Por eso Rafael le dijo en voz baja a la Amparo:

—Mira, chica, lo mejor que puedes hacer es pasar un aviso a Salabert.

Si no, estás perdida.

—Ya se habrá acostado. ¿Te encargas tú de llevárselo?

El perdulario vaciló un instante, pero al fin se decidió a prestarleaquel servicio, contando sacar de él buen partido.

La herida fué conducida a la casa de socorro en el coche de Pepe Castro,acompañada por León y un guardia. Amparo fué al Gobierno civil en supropio carruaje, con el inspector y Manolito Dávalos, que se lo pidió aéste por favor con lágrimas en los ojos. Alvaro Luna, la Conchilla,Nati, Pepe Castro y Ramón les prometieron seguirlos inmediatamente yacompañar a la hermosa agresora en su odisea. Pero ya a la puerta deFornos hubo deserciones. Alvaro declaró que le dolía un poco el brazo yque iba a curárselo. Conchilla, como es natural, le acompañó. La Nati,con Castro y Ramón, siguieron a pie hasta el Gobierno. Una vez allí,antes de entrar celebraron consejillo. Ramoncito presentaba algunasdificultades. El era concejal y no podía "meterse en ruidos", máximocuando las relaciones del Gobernador con el Ayuntamiento venían siendoun poco tirantes. Por su parte. Castro declaró lacónicamente que todoaquello era ridículo.

Naturalmente, siendo ridículo ¿qué iba a hacer unhombre como él allí? Además, anunció que tenía sueño y éste era ya unargumento sobradamente poderoso sin necesidad del primero. La Nati talvez hubiera desistido también de subir; pero se creía en la obligaciónde aguardar a Rafael.

En una habitación bastante sucia del Gobierno esperaban la Amparo yManolito Dávalos cuando Nati se les juntó. El maníaco marqués estaba tantembloroso, tan desencajado y lívido como si sobre él pesase unaterrible desgracia. Su confusión y dolor se aumentaron cuando Amparo leordenó marcharse. No convenía que le viese Salabert allí. Rogó con losmayores extremos que le permitiese aguardar el fin de la aventura; perofué en vano. No pudiendo conseguirlo salió al cabo de la estancia, perofué para rondar por los alrededores del edificio como un perro fiel.Pocos momentos después, la Amparo fué llevada al despacho de uno de losoficiales, que la recibió sin miramiento alguno, sin levantarse delsillón y hablándola en un tono autoritario que la produjo granirritación. La bilis se le revolvió en el estómago. En poco estuvo queno se desvergonzase con aquel mequetrefe; pero el temor de la cárcel lacontuvo. Sin embargo, a pesar de su paciencia, no estuvo en mucho quefuese. Si no llegan a la sazón el duque de Requena y Rafael hubiera sidomás que probable.

Salabert entró resoplando como de costumbre. A este resuello debía,quizá, parte del respeto que en todas partes inspiraba. Sólo un hombrecon cien millones de pesetas de capital se podía autorizar tantoresoplido y escupitajo. El oficial se turbó un poco a su vista. Elbanquero, con la perspicacia que le caracterizaba, supo aprovechar estepredominio.

—¿De qué se trata, eh? Disputas de chicas…. Algunos golpes…. Nadaentre dos platos…. Esto se arregla en dos segundos…. Tú, chiquita, ala cama…. Mañana le darás un beso; la regalarás un brazalete….

Todoarreglado, todo arreglado—comenzó a gruñir con el desenfado del queestá en su casa.

El oficial apenas tuvo valor para murmurar:

—Señor duque, tendría mucho gusto en complacerle … pero miobligación….

—A ver, ¿dónde está Perico? ¿Anda por ahí Perico?—preguntó con elmismo despotismo.

—El señor Gobernador se ha retirado ya—manifestó el oficial.

—Pues el secretario…. ¿Dónde está el secretario?… A ver, elsecretario.

Condujéronle a su despacho y se encerró con él. Al cabo de unos minutossalió con las mejillas un poco más amoratadas. El secretario le despidióa la puerta con una fina sonrisa burlona. La Amparo se acercó y lepreguntó:

—¿Está arreglando el asunto?

—Por ahora, sí—respondió mordiendo el sempiterno cigarro.

—Pues quiero irme en tu coche—dijo, bajando la voz.

La fisonomía del banquero se oscureció.

—Demasiado sabes que no puede ser.

—¿Que no puede ser?… Ahora verás…. Dame el brazo…. En marcha.

Y cogiéndose con fuerza de su brazo le empujó hacia la escalera seguidode Nati y Rafael entre las miradas atónitas del oficial, del inspector yde los tres o cuatro empleados que allí había a tales horas.

Una vez en la calle, la hermosa tirana ofreció su coche a Nati y Rafael,y se metió sin vacilar en el del duque, que la siguió taciturno perosumiso. Los nervios de la antigua florista se desataron así que se vió asolas con su querido. Las palabras más soeces del repertorio de loscocheros de punto brotaron a sus labios temblorosos. Pateó, juró,rechinó los dientes, profirió mil estúpidas amenazas. Por último,cogiendo al banquero por la solapa de su gabán de pieles, le dijoatropellándose por la ira:

—Por supuesto; esos dos puercos, el empleado y el inspector, quedarán aescape cesantes.

—Veremos, veremos—respondió el duque, inquieto y confuso.

—Ya está visto. Hasta que me traigas su cesantía no te presentes en micasa, porque no te recibo.

IX

#Los amores de Raimundo.#

La nueva aventura amorosa de Clementina se desenvolvía de un modo tanpueril como grato para ella.

Después de aquella inoportuna vuelta decabeza, que tanto la había avergonzado, se guardó bien, durante algunosdías, de mirar hacia atrás, aunque el saludo que enviaba a Raimundofuese cada vez más expresivo y afectuoso. El capricho (por no darlemejor nombre, pues no lo merecía) fué echando, no obstante, tanta raízen su imaginación, que concluyó por volverse otra vez; al día siguientetambién; al otro igual, encontrando siempre los gemelos del jovenclavados sobre ella. Por fin, un día se volvió desde la esquina y lehizo un nuevo saludo con la mano.

"Vamos, he perdido la vergüenza", murmuró después poniéndose colorada. Ytan verdad era, que desde entonces no pasó otra vez sin hacer lo mismo.

Pero aquella situación, aunque graciosa y original, iba pareciéndolepesada. Su temperamento fogoso no le permitía gozar jamás contranquilidad del presente, la impulsaba a buscar con afán un más allá, aprecipitar los acontecimientos, aunque muchas veces, en lugar del placerapetecido, quedase envuelta en los escombros del alcázar que su fantasíahabía levantado. En esta ocasión, sin embargo, tenía mejores motivos queotras veces para desear salir de ella. Era tan falsa, que tocaba en loslindes de lo ridículo. A solas consigo misma solía confesárselo.

"La verdad es que, bien mirado, yo le estoy haciendo el oso a esemuchacho. Parezco una dama de la isla de San Balandrán."

Mas, aunque todos los días se proponía dar un corte a aquella aventurano saliendo más a pie, o cruzando por delante de la casa de Raimundo sinlevantar la mirada o, a todo más, dirigiéndole un saludo frío, es locierto que no tenía fuerza de voluntad para llevar a cabo su propósito.Ni siquiera para dejar de enviar el consabido adiós desde la esquina.Una cosa la preocupaba sobremanera. Y es que el joven, viendo lasclaras señales que ella daba de arrepentimiento, las pruebas un tantohumillantes de su simpatía hacia él, no se apartase de la obediencia, nola siguiese jamás ni buscase ocasión de encontrarse con ella en elpaseo. Esto, a la larga, iba irritando su amor propio. Parecía que aquelseñor tomaba con demasiada afición el papel contrario. Pensando en esto,algunas veces llega a encolerizarse. Mas al cruzar de nuevo por delantede él le veía tan risueño, tan feliz, con tales deseos de saludarla, queel negro fantasma de la soberbia se desvanecía y entraban de nuevo en supecho a torrentes la simpatía y el caprichoso deseo de amar y ser amadade aquel niño.

¿En qué pararía todo aquello? En nada probablemente. Sin embargo, hacíalo posible por que siguiese adelante y cuajase; no cabía duda. Al verparalizado su deseo por causas que no podía definir claramente, crecía yse transformaba poco a poco en áspero apetito. Una tarde en que eldesencanto y la amargura habían invadido su pecho en que iba pensandoseriamente, al caminar por la calle de Serrano, en abandonar porcompleto aquella ridícula aventura, al pasar por debajo del miradordespués de haber saludado al joven, sintió caer sobre ella un puñado deflores deshechas. Levantó la vista y le envió una afectuosa sonrisa dereconocimiento. Aquella lluvia refrescó su alma, reanimó su desmayadocapricho. Entonces se puso a buscar con afán un medio de acercarsenuevamente a Raimundo. Pensó en escribirle pidiéndole perdón de suvisita y sus palabras severas; pero ya era tarde para ello. Despuésimaginó que acaso entre sus amigos, particularmente entre losperiodistas, hubiese alguno que le conociera y por el cual le podíaenviar un recado de atención. Lo desechó como peligroso. Hasta se lepasó por la cabeza hacerle seña para que bajase y darle una explicaciónde palabra; pero tampoco osó hacerlo. Era demasiado humillante.

La casualidad vino en su ayuda resolviendo el asunto a su placer, cuandomenos lo pensaba. Una noche se encontraron en el teatro de la Comedia.Raimundo, que transcurrido el año de luto solía ir de vez en cuando,estaba con su hermana en las butacas. Ella ocupaba un palco bajo frentea ellos. Se saludaron cariñosamente, y durante largo rato hubo entre eljoven y la hermosa dama un tiroteo de miradas y sonrisas que llamóextremadamente la atención de Aurelia.

—¿Pero, qué es esto? ¿Has vuelto a hablar con esa señora?

—No.

—Entonces, ¿qué significa tanta sonrisa? Parecéis amigos íntimos.

—No sé—replicó el joven algo confuso—. Se manifiesta muy afectuosaconmigo. Quizá suponga que me ha ofendido cuando fué a casa y quieradesagraviarme.

En el primer entreacto Aurelia recibió un hermoso ramo de camelias quele trajo una florista.

—De parte de aquella señora que está en el palco número once.

La niña alzó los ojos y vió a Clementina que la miraba risueña. Los doshermanos dieron las gracias con fuertes cabezadas. Aurelia se puso muycolorada.

—¿No te parece—le dijo su hermano—que debo subir a dar las gracias aesa señora?

Era natural. Raimundo, cuando bajó el telón por segunda vez, la dejó porunos instantes sola y subió al palco de la dama. Una sonrisa feliziluminó el semblante de ésta al ver al joven en la puerta. Le recibiócomo a un antiguo amigo; le mandó sentarse a su lado; entabló con élplática reservada, dejando en completo abandono a su obligada compañeraPascuala. Por fortuna para ésta no tardó en llegar Bonifacio, que notomaba jamás butaca cuando sabía que la familia de Osorio tenía palco enalgún teatro.

—Veo con satisfacción que no me guarda usted rencor—le dijo en vozbaja dirigiéndole una larga mirada insinuante—. Hace usted bien. Esoprueba que tiene usted corazón y talento. Le confieso con todaingenuidad que me equivoqué de medio a medio en la apreciación de suconducta y su persona. Es tan cierto esto que cuando salí de su casa debuena gana me hubiera vuelto a pedirle a usted perdón…. Si no depalabra, con los ojos y el gesto debió usted comprender que se lo hepedido después muchas veces….

Todavía le dió otros tres o cuatro pases superiores, de verdaderomaestro, con los cuales arregló la cabeza al pobre Raimundo, esto es, ledejó inmóvil, confuso, fascinado, como ella le quería, en suma. Al mismotiempo explicó con habilidad aquellas manifestaciones de simpatía unpoco extrañas cuyo recuerdo la avergonzaba.

Sin dejarle tiempo a reponerse le preguntó con interés por su hermanita,por su vida, por sus mariposas.

Raimundo contestaba a sus preguntas consobrado laconismo, no por frialdad, sino por su falta de mundo.

Peroella no se desconcertaba. Seguía cada vez más cariñosa envolviéndole enuna red de palabritas lisonjeras y de miradas tiernas. Cuando másembebida y aun puede decirse entusiasmada se hallaba reconquistado a sujuvenil adorador, he aquí que aparece en el pasillo de las butacas PepeCastro, correctamente vestido de frac, las puntas del bigote engomadas,finas como agujas, los bucles del cabello pegados coquetamente a lassienes, el aire suelto, varonil, displicente. Derramó primero su miradafascinadora, olímpica, por las butacas, dejando temblorosas y subyugadasa todas las niñas casaderas que por allí andaban esparcidas: después,con arranque sereno como el vuelo de un águila, alzóla al palco númeroonce. No pudo reprimir un movimiento de sorpresa. ¿Con quién hablabaClementina tan íntimamente? No conocía a aquel joven. Le dirigió susdiminutos gemelos. Nada, no le había visto en su vida. Clementina, queadvirtió la sorpresa de su amante, después de responder al saludoredobló su amabilidad con Raimundo, volviéndose enteramente hacia él,acercando el rostro para hablarle, haciendo mil monerías destinadas allamar la atención del noble salvaje y a preocuparle. Sentía un gocemaligno en ello. Castro había llegado a serle indiferente. Dirigió éstepor largo rato los gemelos a Raimundo de un modo impertinente y hastaprovocativo. Nuestro joven le pagó con algunas inocentes miradas decuriosidad, porque no tenía el honor de conocer al terror de losmaridos.

Comprendiendo que su hermana estaría impaciente, aunque desde el palcono la perdía de vista, se alzó de la silla para despedirse.

—Seremos amigos ¿verdad?—le dijo la hermosa dama reteniéndole por lamano—. Muchos recuerdos a su hermanita. Necesito darle una satisfacciónde aquella brusca y extraña visita, y se la daré. Dígale usted que unode estos días la voy a sorprender en medio de sus faenas caseras…. Meinteresan ustedes muchísimo, dos hermanitos tan jóvenes viviendosolos…. Adiós, Alcázar: lo dicho.

Cuando bajó del palco un poco aturdido y se sentó de nuevo al lado de Aurelia, le dijo ésta:

—¡Qué hermosa es esa señora!… Pero yo sigo creyendo que no se parecea mamá.

Raimundo, que no se acordaba en aquel momento de tal parecido, sintió unleve estremecimiento y balbució:

—Pues yo le encuentro un cierto aire….

Ahora ya no era más que aire. El joven comenzaba a sentirremordimientos. La impresión que Clementina le causaba no era la mismade respetuosa devoción que antes de haber trabado de tan singular maneraconocimiento con ella.

Pepe Castro, así que le vió en las butacas, comenzó a mirarle con fijezatratando sin duda de analizarle.

Como quiera que aquel muchacho rubio nopertenecía a la elevada sociedad que él frecuentaba, pasósele por laimaginación (porque tenía imaginación y todo), que bien pudiera ser elmismo perseguidor de quien tanto se había quejado en otro tiempoClementina. Como es natural, esta sospecha no le excitó a mirarle conmás simpatía. Raimundo estaba tan atento a contemplar el palco de laseñora de Osorio, que no reparó en la provocativa insistencia deltenorio. Este, cansado al fin, subió a saludar a su querida. Sentóse asu lado, en la misma posición que un momento antes había estadoRaimundo, quien al verle de esta suerte sintió un extraño malestar,cierta vaga tristeza que no trató de definir. Sin embargo, observó quela dama estaba muy risueña y el gallardo caballero muy serio, y que aella no le faltaba tiempo para echar frecuentes miradas a las butacas,lo cual ponía al otro cada vez más enfurruñado y sombrío.

—¿Has reparado cómo te mira esa señora?—preguntó Aurelia a suhermano—. Parece como si le gustases.

—¡Qué tontería! exclamó él ruborizándose—. ¡Vaya un buen mozo que soyyo! Si fuese el caballero que ahora tiene al lado….

Aurelia protestó riendo. No; su hermano era más guapo que aquel soldadode cromo con rosetas en las mejillas como las bailarinas.

Cuando terminó la representación, Raimundo pudo