La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Bien; este acto te enaltece; pero de mí podías tomar ese dinero sindesdoro. ¿No soy tu mamá?

Raimundo se contentó con besar las manos que le aprisionaban. No sevolvió a hablar de dinero entre ellos.

Aquél conservaba en los modales y en las palabras, a pesar de susveintitrés años, un sello infantil que a Clementina le placa sobremodo.La educación afeminada y solitaria que había tenido era la causaprincipal.

Engañábasele con suma facilidad y divertíasele lo mismo. Notenía esos aburrimientos negros de los hombres gastados: no se leocurría jamás una frase irónica, incisiva, de las que aun entreenamorados suelen usarse. Sus alegrías eran bulliciosas y pueriles hastarayar en ridículas. Divertíase en correr por las habitaciones delpequeño entresuelo detrás de Clementina, o en esconderse de ella yasustarla. Otras veces la entretenía con juegos de prestidigitación, enque era un poco inteligente. O bien jugaban ambos a los naipes conextraordinaria atención o empeño, como si disputasen algo de provecho. Obien bailaban al son de algún piano mecánico que se paraba en lascercanías de la casa. Poníanse a comer confites y hacían apuestas aquien engullía más. En una ocasión quiso hacer sorbete de piña: se decíamuy perito en la fabricación de helados. Le trajeron todos los enseresde un café vecino. Después de bregar con afán bastante tiempo, salió alfin una quisicosa fea y desabrida, lo cual le entristeció tanto, queClementina, para alegrarle, tomó sin deseo alguno una gran copa delbrebaje. Le gustaba imitar los gestos y las palabras de las personas queveía en casa de ella, y lo ejecutaba tan a la perfección que la damareía con verdadera gana. A veces le suplicaba por favor que cesase, puesle hacía daño tanta risa. Raimundo poseía este don de observar los másinsignificantes modales de las personas y reproducirlos despuésadmirablemente. Se creía estar oyendo a la persona que imitaba. Perosólo en el seno de la confianza le gustaba mostrar esta habilidad.

Algunas veces, cuando estaba de humor, inventaba una recepciónpalaciega. Hacía sentar a Clementina en un trono que armaba rápidamenteen medio de la sala. Los ministros, los altos personajes de la políticadesfilaban por delante de la reina y pronunciaba cada cual su discurso.Clementina, que a todos los conocía, gozaba en adivinarlos a las pocaspalabras. Raimundo, que había asistido con frecuencia a las tribunas delCongreso, les había cogido bastante bien, a casi todos, el acento, laacción y los gestos.

Particularmente imitando a Jiménez Arbós, a quientrataba por verle en casa de Osorio, estaba graciosísimo.

Por supuesto,después de cada discurso se inclinaba reverentemente y besaba la mano dela soberana, volviendo a ponerse el tricornio de papel que se habíahecho para el caso. Estas niñerías alegraban a la dama, dilataban sucorazón, casi siempre encogido por la soberbia o el hastío. De aquellaslargas entrevistas salía rejuvenecida, los ojos brillantes, el pieligero, saludando con afecto a personas a quienes en otra ocasiónhubiera dirigido una fría y desdeñosa cabezada.

Luego Raimundo la llenaba de asombro, a lo mejor, con algún actoinconcebible de candor infantil. En una ocasión, habiendo entrado sinhacer ruido en el cuarto de la calle del Caballero de Gracia (los dostenían llave), le sorprendió barriendo afanoso la sala. El muchachoquedó confuso al verla delante; se puso colorado hasta las orejas.Clementina, entre alegres carcajadas, le abrazó y le cubrió el rostro debesos, exclamando:

—¡Chiquillo, eres delicioso!

X

#Un poco de derecho civil.#

Era mañana de gran trajín en las oficinas de Salabert. Se hacían unospagos de consideración. El duque había ido en persona a la caja apresenciarlos y ayudaba al cajero en la tarea de contar los billetes. Apesar de los años que llevaba manejando dinero, nunca le tocaba pagaruna cantidad crecida que no le temblasen un poco las manos. Ahora estabanervioso, atento, mordiendo crispadamente el cigarro y sin escupir.Tenía las fauces resecas. En varias ocasiones llamó la atención alempleado creyendo que pasaba dos billetes en vez de uno; pero seequivocó en todas. El cajero era diestrísimo en su oficio. Cuandoterminaron, el duque se retiró a su despacho, donde le estaba esperandoM. Fayolle, el famoso importador de caballos extranjeros, proveedor detoda la aristocracia madrileña.

Bonjour, monsieur

—, dijo rudamente el duque dándole una palmada enla espalda—. ¿Viene usted a encajarme algún otro penco?

—Oh, señor duque; los caballos que yo le he vendido no son pencos, no.Los mecores animales que nunca he tenido se los ha llevado usted—,respondió con acento extranjero, sonriendo de un modo servil M.

Fayolle.

—Los desechos de París es lo que usted me trae. Pero no crea usted queme engaña. Lo sé hace tiempo, monsieur

; lo sé hace tiempo. Sólo que yono puedo ver esa cara tan frescota y tan risueña sin rendirme.

M. Fayolle sonrió abriendo la boca hasta las orejas, dejando ver unosdientes grandes y amarillos.

—La cara es el especo del alma, señor duque. Puede tener confiansa enmi, que no le daré nada que no sea superior. ¿Es que

Polión

ha salidomalo?

—Medianejo.

—¡Vamos, tiene gana de bromear! El otro día le he visto por la callede Alcalá enganchado al faetón. Bien de mundo se paraba a mirarlo.

Hablaron un rato de los caballos que el duque le había comprado. Esteponía tachas a todos. Fayolle los defendía con entusiasmo de aficionadoy de comerciante. En un momento de pausa dijo sacando el reloj:

—No quiero molestarle más…. Venía a cobrar la cuentesita última.

La faz del duque se oscureció. Luego dijo entre risueño y enfadado:

—¡Pero, hombre; que no estén ustedes jamás contentos sino sacándole auno el dinero!

Y al mismo tiempo echó mano al bolsillo y sacó la cartera. M. Fayollesonreía siempre, diciendo que lo sentía, porque el señor duque era unpobrecito y no le gustaba echar a nadie a pedir limosna, etc., etc.

Unaporción de bromitas que el banquero no parecía escuchar, atento a contarlos billetes. Contó siete de quinientas pesetas y se los entregó,oprimiendo al mismo tiempo el timbre para que un dependiente extendieseel recibo. Fayolle también los contó y dijo:

—Se ha equivocado, señor duque. El presio del caballo era cuatro milpesetas. Aquí no hay más que tres mil quinientas.

El duque no dió señales de oir. Con los párpados caídos, bufando ypaseando el cigarro de un ángulo a otro de la boca, se mantuvosilencioso y guardó de nuevo la cartera después de haberla apretado conuna goma.

—Faltan quinientas pesetas, señor duque—, repitió Fayolle.

—¿Cómo? ¿Faltan quinientas pesetas? No puede ser…. A ver; cuenteusted otra vez.

El comerciante contó.

—Hay aquí tres mil quinientas….

—¡Ya lo ve usted! No me había equivocado.

—Es que el caballo cuesta cuatro mil: así lo hemos acustado.

La cara del duque expresó admirablemente el asombro.

—¿Cómo cuatro mil? No, hombre, no; el caballo cuesta tres milquinientas. En esa inteligencia lo he comprado.

—Señor duque, está usted equivocado—dijo Fayolle poniéndose serio—.

Recuerde usted que habíamos quedado en las cuatro mil.

—Recuerdo perfectamente. El que tiene mala memoria es usted…. A ver(dirigiéndose al dependiente que vino a extender el recibo), uno devosotros que baje a la cochera y pregunte a Benigno en cuánto se haajustado el

Polión

.

Al mismo tiempo, aprovechando el momento en que Fayolle miraba alempleado, le hizo un guiño expresivo.

El cochero respondió por boca del dependiente que el caballo se habíaajustado en tres mil quinientas pesetas.

Entonces el comerciante se irritó. Estaba segurísimo de que habíanquedado en las cuatro mil. En ese supuesto lo había entregado. De otromodo nunca hubiera dejado salir el caballo de la cuadra. El duque ledejó hablar cuanto quiso, lanzando sólo algún gruñido de duda, pero sinalterarse poco ni mucho. Sólo cuando Fayolle habló de quedarse otra vezcon el caballo, le dijo con sorna:

—Por lo visto, ha encontrado usted quien dé las cuatro mil y quieredeshacer el trato, ¿verdad?

—Señor duque, juro a usted por lo más sagrado que no hay nada deeso…. Solamente que estoy seguro de que es como digo.

Al banquero le acometió entonces oportunamente un recio golpe de tos. Sele pusieron los ojos encendidos, las mejillas carmesíes. Luego se limpiósosegadamente con el pañuelo la boca y las narices, y dijo con acentocampechano:

—Hombre, no sea usted tacaño. No se altere usted por esas miserablespesetas.

Pero él no las soltó. El comerciante quiso llevarse el caballo. Tampocopudo lograrlo. Hubo un momento de silencio. Fayolle estuvo a punto deecharlo todo a rodar y desvergonzarse; pero se reprimió considerando quenada adelantaría: menos con llevar el asunto a los tribunales. ¿Quiéniba a pleitear por quinientas pesetas y más con un personaje como elduque de Requena? Resignado, pues, con las mejillas encendidas aún, sedespidió no sin que el duque le llevase hasta la puerta muy cortésmente,dándole afectuosas palmaditas en la espalda.

Cuando el prócer volvió a ocupar su sillón frente a la mesa, por debajode sus párpados fatigados brillaba una sonrisa burlona de triunfo. Alcabo de unos minutos apretó el botón del timbre otra vez:

—Vaya usted a ver si la señora duquesa está sola en su habitación otiene visita—dijo al criado que se presentó al punto.

Mientras desempeñaban la comisión permaneció inactivo, con el cuerpoechado hacia atrás y las manos cruzadas, en actitud reflexiva.

—La señora duquesa está de visita con el padre Ortega—entró a decir elcriado.

Salabert hizo un gesto de impaciencia y volvió a quedar sumido en susreflexiones. Estaba decidido a celebrar una conferencia con su esposaacerca de intereses. Esta jamás le había hablado nada de dinero. El nose creyó jamás en el caso de darle cuenta de sus especulaciones ynegocios. D.ª Carmen tampoco entendería nada si se la diese. Creíasedueño absoluto de su fortuna sin que se le pasase por la imaginación losderechos que sobre ella tenía su mujer. Pero últimamente un amigo leabrió los ojos. Hablando de la enfermedad que aquejaba a la duquesa, lepreguntó con naturalidad si tenía otorgado testamento. Este amigo, queera abogado, daba por resuelto que la mitad de la hacienda pertenecía aD.ª Carmen. Salabert quedó hondamente preocupado. Viendo a su esposadescaecer le entró miedo. A su muerte los parientes le exigirían lamitad de lo que él había adquirido, meterían la nariz en sus asuntos,hasta en los más íntimos….

¡Un horror! Consultó con su abogado. Elmedio más sencillo de desvanecer aquellos temores y dejar en laimpotencia a los parientes de su esposa, era que ésta hiciese testamentoa su favor. El duque lo encontró naturalísimo. En la conferencia que ibaa tener con ella, se lo propondría del modo más diplomático que le fueraposible, a fin de no alarmarla respecto a su enfermedad.

Aguardó, pues, entretenido en revisar papeles hasta que creyó llegado elmomento de enviar nuevamente el criado a saber si el padre Ortega habíadespejado. Mas cuando iba a hacerlo entraron a avisarle que estaban allíunos cuantos señores, entre ellos Calderón, que deseaban verle. Elbanquero frunció el entrecejo.

—¿Habéis dicho que estaba en casa?

—Como el señor duque no se niega nunca por la mañana….

—¡F….! ¡malditos seáis!—murmuró con horrible expresión de disgusto.Pero alzando la voz en seguida y adoptando las maneras campechanotas ybruscas que le eran peculiares, gritó:

—Que pasen, que pasen esos señores.

Se presentaron Calderón, Urreta y otros dos banqueros no menosimportantes y conocidos en Madrid. La expresión de todos ellos era seriay hasta hosca. Salabert, sin reparar en ello, empezó a repartir abrazosy palmaditas en la espalda, haciendo un ruido formidable con sus voces yrisotadas.

—¡Buen negocio! Buen negocio secuestrar ahora a los cuatro y exigir unmillón de pesos por cada uno….

¡Oh! ¡oh! Se me han colado en eldespacho los cuatro peces más gordos que tiene Madrid …

¡cuatrotiburones!… ¿Cómo va de ese reuma, Urreta? Me parece que usted tambiénnecesita una buena carena como yo…. Y tú, Manuel, ¿cuándo piensasreventar?… Ya ves que a tu sobrino le corre mucha prisa.

Los banqueros se mostraron corteses y reservados, procurando cortar consu actitud grave aquel flujo de chanzonetas. El caso no era para menos.Hacía cosa de un año que Salabert les había vendido la propiedad delferrocarril de B*** a S***, ya en explotación y con todo su material.Aunque no se determinó en la escritura, convínose entre ellos que cuandosaliese a subasta el ferrocarril desde S*** a V***, como quiera queestaba enlazado con el otro, material y económicamente, Salabert nopresentaría pliego de licitación, dejándoles el negocio a ellos. Puesbien; acababan de saber que el duque, faltando a su palabra, se lotrataba de birlar decaradamente: había presentado el correspondientepliego en la subasta. El primero que habló fué Calderón.

—Antonio, venimos a reñir contigo seriamente….

—No puede ser. ¿Reñir con un hombre tan inofensivo como yo?…

—Recordarás muy bien que al realizar la compra de tu ferrocarril se haconvenido, o por mejor decir, nos has prometido solemnemente nopresentarte en la subasta de la línea de S*** a V***.

—Ya lo creo que me acuerdo … ¡admirablemente!

—Pues hoy hemos visto con sorpresa que hay un pliego tuyo….

—¡Cómo! ¿Un pliego?—exclamó lleno de asombro, abriendodesmesuradamente sus grandes ojos saltones—. ¿Quién les ha contadosemejante patraña?

—No es patraña: yo mismo he visto su firma de usted—dijo uno de ellos,el marqués de Arbiol.

—¿Mi firma? No puede ser.

—Amigo Salabert, le digo a usted que yo mismo he visto la firma:"Antonio Salabert, duque de Requena"—

replicó Arbiol con firmeza y muyserio.

—¡No puede ser! ¡no puede ser!—repitió el duque poniéndose a darvueltas por el despacho, presa al parecer de violenta agitación—. Mehabrán suplantado la firma.

El marqués de Arbiol sonrió desdeñosamente.

—Traía el sello de su casa.

—¿Traía el sello?—replicó parándose de pronto—. Entonces me la hansuplantado dentro de mi misma casa. ¡Sí, sí!… Aquí me la hansuplantado…. No sabéis entre qué canalla estoy metido. Necesito tenercien ojos….

Y cada vez más enfurecido fué a apretar el botón del timbre.

—¡Ahora verán! Ahora verán ustedes si me la han robado o no…. A ver(dirigiéndose al dependiente que entró), que se presenten inmediatamenteLlera y todos los empleados de la oficina…. ¡Al instante!

Arbiol dirigió una mirada a sus compañeros y alzó los hombros condesprecio. Pero el duque, que vió perfectamente el ademán, no quisohacerse cargo de él: siguió gruñendo, resoplando, dejando escaparinterjecciones violentas y paseando furiosamente por la estancia. Hastaque se presentó Llera y con él un grupo de sujetos encogidos, maltrajeados, de fisonomía vulgar. Salabert se plantó delante de elloscruzando los brazos con energía:

—Vamos a ver, Llera: es necesario averiguar quién ha sido el tuno queha presentado un pliego en mi nombre, suplantando mi firma, para lalicitación del ferrocarril de S*** a V***. ¿Tú sabes algo de esteasunto?

Llera, después de haberle mirado fijamente a la cara, bajó la cabeza sincontestar.

—¿Y vosotros sabéis algo? ¿eh? ¿sabéis algo?

Los empleados le miraron también con fijeza. Luego miraron a Llera ytambién bajaron la cabera al fin sin despegar los labios.

Salabert paseó varias veces sus ojos saltones por ellos con expresiónteatral de cólera, y exclamó al fin dirigiéndose a los banqueros:

—¿Lo ven ustedes claro? Nadie contesta. Entre éstos se esconde elculpable ¡o los culpables! porque sospecho que ha de ser más de uno.Pierdan ustedes cuidado, que yo daré con ellos y haré un escarmiento….¡Sí, un terrible escarmiento! No he de parar hasta que los mande apresidio…. Retiraos vosotros (dirigiéndose a los empleados), y yapodéis temblar los delincuentes. Muy pronto caerá sobre vosotros el pesode la justicia.

Los criminales debían de ser bien empedernidos a juzgar por la absolutaindiferencia con que recibieron aquellas siniestras palabraspronunciadas con acento patético. Cada cual se retiró sosegadamente a sudepartamento y reanudó su tarea, como si la terrible espada de Némesisno estuviese aparejada a segarles el cuello.

Los banqueros se miraron entre risueños y coléricos. Al fin uno deellos, mordiéndose los labios para no soltar la carcajada, le tendió lamano con ademán desdeñoso:

—Adiós, Salabert; hasta la vista.

Los demás hicieron lo mismo sin decir otra palabra del asunto. El duqueno se desconcertó. Fué a despedirlos solícito hasta la escalera,dirigiendo todavía al pasar miradas iracundas a sus empleados que lasrecibieron con la misma punible indiferencia. Al volver a su despacho yano les hizo caso alguno. Pasó por entre ellos como un actor queatraviesa los bastidores después de haber estado un rato en escena.

Unos minutos después tornó a salir bajando a las habitaciones de suesposa. Hallóla sola, entretenida en leer un libro devoto. D.ª Carmen,que siempre había sido muy piadosa, en los últimos tiempos se habíaentregado por completo a las prácticas religiosas. La enfermedad laseparaba cada vez más de las ideas mundanas, la entregaba triste ysumisa a los curas. Salabert nunca había puesto obstáculo a estadevoción: la miraba con indiferencia compasiva, como una manía inocente.Pero en los últimos tiempos, algunas limosnas harto crecidas de laduquesa le alarmaron un poco y le obligaron a reprenderla paternalmente.Acostumbrado a hallar a su mujer sometida, apartada de toda ambición,ajena enteramente al éxito de sus especulaciones, la trataba como a unaniña, si no como a un perro fiel a quien de vez en cuando se pasa lamano por la cabeza.

Nunca le había estorbado aquella infeliz señora, nien sus trabajos ni en sus vicios. Aunque sus queridas, susextravagancias en el orden erótico eran conocidas de todo el mundo, D.ªCarmen o las ignoraba o fingía ignorarlas. Sin embargo, la últimainfidelidad del duque, la relación con la Amparo habíale acarreadodisgustos. Aquella mujer dominante y soez se gozaba en vejarla de milmodos, cosa que no había hecho ninguna de sus antecesoras. En el paseo,cuando iba con su marido en coche, el de la Amparo se colocaba a sulado: con cínico descaro la ex florista cambiaba con el duque sonrisasde inteligencia. Cuando la buena señora se quejó suavemente de esteproceder, Salabert negó en redondo, no sólo sus miradas y sonrisas, sinotoda relación con aquella mujer. No la conocía más que de vista. Jamáshabía hablado con ella.

En el teatro Real lo mismo. Amparo se obstinabaen mirar toda la noche al palco del duque. Luego en los toros, en lascarreras de caballos, ostentaba un lujo escandaloso que llamabafuertemente la atención pública.

Algunas amigas bien intencionadas, quenunca faltan, compadeciéndola muchísimo enteraban a D.ª Carmen de lascuantiosas sumas que aquella mujer costaba al duque, de todas susextravagancias y caprichos.

Esta serie de alfilerazos padecidos en secreto, sin confiarlos a nadiemás que a su confesor, habían labrado la salud de la señora,reduciéndola a un estado de flaqueza tal que por milagro se sostenía.Salabert tenía más que hacer que reparar en tales sufrimientos. Pensabaque con el título de duquesa, y tantísima riqueza acumulada en aquelpalacio, D.ª Carmen debía de ser la mujer más feliz de la tierra.

—¿Qué hace la viejecita? ¿qué hace?—entró preguntando en tono mediobrutal medio cariñoso, que revelaba bien la profunda indiferencia que sumujer le inspiraba.

D.ª Carmen levantó los ojos sonriendo.

—Hola ¿eres tú? Milagro, por aquí a esta hora.

—Antes hubiera venido a saber de ti, si no me hubieran dicho que estabael padre Ortega. ¿Cómo has pasado la noche? Bien ¿eh? Ya lo creo…. Túno estás tan mala como te figuras. ¿A qué viene eso de rodearte de curascomo si fueses a morirte?

—¿Los curas no hacen falta más que cuando uno se muere?

—Sí, los curas son indispensables para dar respetabilidad a lascasas—dijo repantigándose en una butaca y extendiendo groseramente laspiernas—. Sin un poco de paño negro, los palacios recién pintados comoéste chillan demasiado…. Sólo que a la larga se hacen muy molestos: nose cansan de pedir. Tienen tantas tragaderas como las ballenas…. Yolos compraría de buena gana figurados, de cera o de cartón, y harían elmismo efecto….

—Calla, calla, Antonio; no empieces a soltar disparates. Cualquiera quete oyese te juzgaría un hereje, y gracias a Dios no lo eres.

—¡Vaya una ganga el ser hereje! ¿Qué utilidad trae el ser hereje?…—Ycambiando bruscamente de tema preguntóle:—¿Cómo va ese aquelarre quehabéis hecho en los Cuatro Caminos?

Se refería al asilo de ancianas, del cual era D.ª Carmen la principalprotectora.

—Va muy bien. Sólo que la marquesa de Alcudia no quiere continuarsiendo tesorera. No sabemos a quién se ha de nombrar.

—Por supuesto, los sábados se despoblará aquello.

—¿Pues?—preguntó inocentemente la señora.

—Porque se marcharán a Sevilla todas sobre escobas.

—¡Bah, bah! No hagas burla de las pobres ancianas—replicó riendo—.

También tú y yo somos dos viejos….

—Verdad, verdad—dijo el banquero poniéndose afectadamente grave ytriste—. Somos un par de trampas que el día menos pensado nosescurrimos para el otro barrio, sin sentirlo.

Había visto una entrada oportuna para la conversación que apetecía: seapresuraba a aprovecharla.

—No; tú estás fuerte y robusto. Aún puedes dar mucha guerra en elmundo…. Pero yo, querido, ya tengo un pie en el estribo.

—Los dos lo tenemos, los dos. En pasando de los sesenta no hay díaseguro….

—Si esos pensamientos te sirviesen para acordarte más de Dios ytrabajar en su santo servicio, me alegraría de que los tuvieses.

—¿Te parece que no trabajo bastante por él, y me lleva todos los añosmás de cinco mil duros en misas y novenas?

—¡Vamos, Antonio, no hables así!

—Hija mía; bueno es pensar en lo de allá, pero es también prudentepensar en lo de acá…. Mira, precisamente estos días estaba yoimaginando que si se muriese uno de nosotros, al que sobreviviese lequedarían bastantes enredos….

—¿Por qué?

—Porque el marido y la mujer no son herederos forzosos el uno del otro,y, como es natural, si nos muriésemos sin testamento, nuestros parientesvendrían a molestar al que quedase.

—Eso tiene fácil remedio. Con hacerlo se arregla.

—Precisamente es lo que yo pensaba—dijo el duque resollando mucho paramostrar indiferencia y aplomo, que no sentía—. Había imaginado que envez de testar cada uno por su parte, hiciésemos un testamento mutuo.

—¿Qué es eso?

—Un testamento en el cual nos instituímos mutuamente por herederos.

D.ª Carmen bajó la vista al libro que traía en la mano y guardó silencioun rato. El duque, inquieto, la observaba con atención por debajo de suspárpados medio caídos, mordiendo con impaciencia el cigarro.

—No puede ser—dijo al cabo gravemente la señora.

—¿Que no puede ser? ¿Y por qué?—replicó con viveza incorporándose unpoco en la butaca.

—Porque yo pienso en dejar por heredera de lo que tenga, poco o mucho,a tu hija. Así se lo he prometido ya.

No creía Salabert tropezar con aquel obstáculo. Juzgaba cosa hecha lodel testamento mutuo. Quedó tan sorprendido como turbado. Perorecobrándose instantáneamente, adoptó un continente grave y digno paradecir:

—Está bien, Carmen. Yo no trato de imponer mi voluntad a la tuya. Eresdueña de dejar tus bienes a quien te parezca, por más que estos bieneshayan sido ganados por mí a costa de muchos trabajos. En los años quellevamos unidos, las cuestiones de intereses jamás han producido ningunareyerta entre nosotros. Deseo que continuemos siempre lo mismo. Eldinero, comparado con los afectos del corazón, no tiene ningún valor. Loúnico que siento es que otra persona, por más que sea una hijaqueridísima, me haya perjudicado hasta tal punto en tu cariño, me hayadesterrado de tu corazón….

Al pronunciar estas últimas palabras su voz se alteró un poco.

—No, Antonio, no—se apresuró a decir D.ª Carmen—; ni tu hija ni nadiepuede arrancarte el cariño que te pertenece…. Pero considera que túeres bastante rico sin necesidad de mi fortuna, y que ella la necesita.

—No; no trates de desfigurarlo…. El golpe está dado: lo siento en elfondo del corazón—replicó Salabert en tono patético llevándose la manoal lado izquierdo—. Treinta y cinco años de vida matrimonial, treinta ycinco años compartiendo pesares y alegrías, temores y esperanzas, no hanbastado a conquistarme la primer plaza en tu cariño. Todo lo que se digaes inútil ya. Pensaba que nuestro matrimonio, la vida de felicidad y deamor que hemos llevado tantos años, debía cerrarse por medio de un actoque la resumiese, instituyéndonos herederos de lo que juntos hemosganado…. El cariño de los esposos nunca se demuestra mejor que en laúltima voluntad….

El discurso de Salabert adquiría un tono de elevación moral que pareciópreocupar por un instante a su esposa. Sin embargo, replicó al fin condulzura y firmeza a la vez:

—Aunque no la he llevado en mis entrañas, yo quiero a Clementina comosi fuese mi hija; la he mirado siempre como tal. Me parece unainjusticia privar a una hija de su parte de herencia.

—¡Pero mujer!—exclamó con viveza el duque:—yo ¿para quién quiero loque tengo sino para mi hija?

Déjame por heredero, que yo te prometotransmitírselo íntegro y aun con aumento….

D.ª Carmen guardó silencio limitándose a hacer un signo negativo con lacabeza. El duque se levantó como si fuese presa de una violenta emoción.

—Sí, sí; bien lo comprendo. Tú no me perdonas algunos leves extravíoshijos del capricho y la tontería.

Aprovechas la ocasión que se tepresenta para vengarte. Está bien: satisface tu venganza; pero sabe queyo no he querido de veras a ninguna mujer más que a ti. En el corazón nose manda, Carmen, y si yo te quisiera arrancar del corazón, mi corazóndiría: "No, no puedes arrancarla sin que yo me rompa…." Es triste, muytriste llevar al fin de la vida este terrible desengaño…. Si mañana temurieses tú, lo que Dios no consienta, ¡cuántos disgustos, cuántas penasme esperan además de la pérdida de una esposa adorada! Acaso este pobreanciano se viera precisado a salir de la casa donde ha vivido, que hafabricado con ilusión para morir en ella en brazos de su esposa.

La voz del duque se alteraba por momentos; sus ojos se arrasaban delágrimas. Todavía siguió en este tono patético un rato. Al fin cayó comodesfallecido en la butaca, llevándose el pañuelo a los ojos.

Pero D.ª Carmen, aunque caritativa y sensible, no dió señales dehallarse conmovida. Antes, con firmeza, dijo:

—Bien sabes tú que nada de eso es cierto. Ni soy capaz de vengarme, nisería fuerte venganza dejar cuanto tengo a una hija tuya, que sólo esmía por el cariño que la tengo.

El duque cambió de táctica. Miró un rato a su esposa con ojoscompasivos. Al cabo dijo sonriendo con amargura:

—Tú quieres mucho a Clementina, ¿verdad?… Pues mira; lo mejor quepuedes hacer para darle un alegrón es reventar cuanto más antes. Elpobre Osorio está con el agua al cuello. Ahora me explico por qué susacreedores no acaban de tragárselo. Sin duda tú le has hablado a sumujer algo de testamento, y como estás un poquillo delicada aguardan tumuerte como agua de Mayo. Conque no te descuides.

D.ª Carmen se puso mucho más pálida de lo que estaba al oir estassangrientas palabras. Necesitó agarrarse a los brazos del sillón para nodesfallecer. Lo que decía su marido era horrible, pero muy verosímil.El, que advirtió su emoción, se apresuró a ofrecerle todos los datosnecesarios para confirmar la sospecha. Le expuso en un cuadro completola situación económica de Osorio, insistiendo en lo raro de que susacreedores aguardaran si no contasen con alguna esperanza positiva, queno podía ser más que la muerte de ella.

Entonces aquella infeliz muj