La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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Clementina detuvo el paso, le miró con sonrisa protectora.

—¿Esta mañana?… No sé.

—¿Cómo no sabes?—dijo frunciendo su augusta frente el real mozo.

—No sé; no sé—y dió un paso para alejarse sin dejar de sonreír conleve matiz de burla.

—¿Y mañana irás?

—Veremos—respondió alejándose.

Castro sintió aquella sonrisa como un golpe en medio del pecho. Semordió el labio inferior y murmuró:—

¿Coqueteamos, eh? ¡Ya me lapagarás, hermosa!

En el salón había ya algunas personas, entre ellas Ramón Maldonado y lahija de Pepa Frías con su marido.

En otro saloncito contiguo estabanpreparadas hasta seis mesas de tresillo. Algunos se sentaron desde luegoa jugar. Otros esperaron a que llegasen los compañeros de costumbre. Notardaron, en efecto, en poblarse entrambos salones. Llegó D. JuliánCalderón con Mariana y Esperancita, Cobo Ramírez con León Guzmán y otrostres o cuatro pollastres, el general Pallarés, los marqueses de Venerosy otras varias personas, entre las cuales predominaban los banqueros yhombres de negocios.

Uno de los últimos en llegar fué el duque de Requena, a quien se hizo lamisma acogida ruidosa y lisonjera que en todas partes. Entró jadeando,fumando, escupiendo, con la seguridad insolente que su inmensa fortunale había hecho adquirir. Hablaba poco, reía menos; emitía sus opinionescon rudeza y se dejaba adorar del corro de señoras que le rodeaba. Teníalas mejillas más amoratadas que nunca, los ojos sanguinolentos, loslabios negros. Estaba tan feo, que Fuentes dijo a Pinedo y a JiménezArbós señalándole:

—Ahí tienen ustedes al diablo recibiendo a sus brujas en el aquelarrede los sábados.

Se le invitó a jugar al tresillo como siempre; pero rehusó. Había vistoa dos banqueros a quienes quería pescar para su negocio de la mina deRiosa. Además le convenía hacer la corte a Jiménez Arbós algunosmomentos. Ya había conseguido que la mina saliese a subasta con todossus accesorios de montes y pertenencias. En la

Gaceta

se habíainsertado el anuncio. La compañía para comprarla estaba ya formada. Peroentre los socios había desavenencia. Unos pretendían comprarla alcontado (entre ellos estaba Salabert) y otros querían aprovechar losdiez plazos que el Gobierno concedía. La diferencia en la tasación deuna a otra forma, era enorme.

El duque se acercó a Biggs, el representante de una casa inglesa queentraba con parte muy considerable en la compañía y que capitaneaba elpartido de la compra a plazos. Le echó familiarmente el brazo sobre elhombro y le llevó al hueco de un balcón, diciéndole con rudeza:

—¿Conque ustedes empeñados en que nos arruinemos?

Y comenzó a tratar el asunto con una franqueza que desconcertó alinglés. Este respondía a las salidas brutales del duque conrazonamientos corteses y suaves, sonriendo siempre benévolamente. Elduque acentuaba su rudeza, que en el fondo era muy diplomática.

—Yo no tengo gana de tirar mi dinero. Me ha costado mucho trabajoadquirirlo, ¿sabe usted?

Probablemente, al fin y al cabo, me veréobligado a cortar por lo sano, separándome del negocio.

—Señor duque, yo no tengo culpa—respondía Biggs con marcado acentoinglés—. He recibido instrucciones.

—Las instrucciones son dadas según los consejos de un zorro viejo quehay en Madrid.

—¡Oh, duque!—exclamó Biggs riendo,—no hay

sorro vieco

, no.

Y la discusión continuó sin que el banquero español pudiese obtener nadadel inglés, pero dejándole bastante preocupado.

Pepa Frías, vivamente agitada, hablaba aparte con Jiménez Arbós, despuésde haberse enterado, preguntando a algunos banqueros, de que losnegocios de Osorio no marchaban bien. No obstante, todos le suponían conmedios de hacer frente a sus compromisos. Su capital era grande, y,aunque en las últimas liquidaciones de Bolsa había experimentadopérdidas fuertes, no creían que eran lo bastante para producir unaquiebra. Hay que advertir que ninguno de aquellos señores operaba sobrediferencias como Osorio. Este se había enviciado. A pesar de lasadvertencias de sus amigos y compañeros, no podía vencer aquella pasióndel juego, que tarde o temprano había de conducirle a la ruina. Pepa leobservaba disimuladamente, y con la penetración maravillosa de lasmujeres adivinaba debajo de su exterior frío, tranquilo, mucha mar defondo. Mientras Arbós procuraba tranquilizarla con frase correcta,atildada (ni aun hablando a su querida prescindía de las formasoratorias), la viuda meditaba un plan salvador. Este plan consistía endar la voz de alarma a Clementina y arrancarla la promesa de librar susfondos de la quema, si es que la había, anclando a su propio dote.Fiando mucho en su diplomacia y en el temperamento desprendido de suamiga, serenóse un poco. Arbós tuvo ocasión una vez más, viendo acudirla calma a su rostro, de penetrarse de las excepcionales dotespersuasivas con que la providencia de Dios le había favorecido.

Pepa tuvo ánimos para sentarse a jugar al tresillo con Clementina,Pinedo y Arbós. Al cruzar el salón grande vió sentados en un rincón a suhija y a su yerno en la actitud de dos tórtolas enamoradas. Acercóse aellos.

Como no había logrado barrer de su espíritu la preocupación,hablóles con cierta aspereza.

—¡Ayer os mandábais cartitas y hoy hay que traer agua caliente paradespegaros! Por lo visto, hijos, tomáis el matrimonio a turno impar….Vamos, vamos, separaos que no está bien aparecer tan sobones delante degente.

Emilio se sintió herido por aquel tono autoritario, y con las mejillasencendidas iba a responder una descantada a su suegra; pero ésta pasó delargo, entrando en la sala de tresillo. Así y todo quedó murmurandopestes, diciendo que él no había aguantado jamás ancas de nadie y quemenos las aguantaría ahora de su suegra, con otra porción de frasesigualmente enérgicas que derramaron la tristeza por el rostro deIrenita. Y hubieran concluído por hacerla llorar, si él, volviendo en suacuerdo, no le hubiera regalado un pellizquito en el brazo muy sentido yamoroso, rogándole al propio tiempo que le diese la mitad de la pastillade menta que su linda mujercita tenía en la boca. Con esto volvieron aarrullarse como si estuvieran en una selva virgen y no en el hotel deOsorio.

Un grupo de cinco o seis niñas, entre las cuales estaba Esperancita,hablaba animadamente con algunos pollastres. Cobo Ramírez y nuestrointeligente amigo Ramoncito Maldonado, eran dos de ellos. Difícil esexponer las ideas que entre aquella florida juventud se cambiaban. Todasdebían de ser muy finas, muy alegres, muy intencionadas, a juzgar por laalgazara que producían. Sin embargo, aplicando el oído, se observabapronto que los gestos de las niñas, aquel levantar de ojos, aquel agitarla cabeza, aquel mirar picaresco, aquel romper en sonoras carcajadas, nocorrespondían exactamente a las palabras que se pronunciaban. Decía unpollo verbigracia:

—Manolita; ayer la he visto a usted en San José confesando con el padre Ortega.

La interesada reía con gozo extremado.

—¡No es verdad, Paco; no me ha visto usted!

Decía otro:

—Pilar, ¿dónde compra usted esos abanicos tan monísimos?

Pilar prorrumpía en carcajadas.

—¡Qué guasón! Y ¿dónde ha comprado usted aquel perro tan feo quellevaba usted hoy en el paseo?

—Feo, sí; pero gracioso. Confiéselo usted.

Tales frases hacían desbordar la alegría de aquellos pechos juveniles.Se hablaba recio, se reía más aún, se gesticulaba. Las niñas, sobretodo, parecía que tenían azogue, mostrando sin cesar las dos filas desus dientes cuando los tenían bonitos o tapándoselos con el abanicocuando no eran presentables. Pero, sobre todo, lo que alborotó el grupoy levantó más tempestad de carcajadas, fué una contestación de LeónGuzmán.

Manolita, una chatilla de ojos negros y boca grande con dientespreciosos, preguntó a León qué hora era.

Este, sacando el reloj,respondió que las diez y cuarto. El reloj del conde estaba parado: eranya cerca de las doce. Esta equivocación hizo gozar vivamente a lasniñas. Manolita, sobre todo, quería desvestirse de risa.

Cuanto máshacía para reprimir el influjo de sus carcajadas, con más ímpetu salíana su boca fresca y húmeda.

Indudablemente, en las frases, en la apariencia vulgares y hastaestúpidas de los pollos, debe de existir un fondo de humorismo tanprofundo como vivo, que sólo las jóvenes de quince a veinte años soncapaces de recoger y gustar.

Pero León Guzmán, una vez sosegada la risa, pudo con maña retirarse unpoco y entablar conversación aparte con Esperancita. Esto llenó dedolor y sobresanó a Ramón. Hacia días que venía observando que el condede Agreda miraba con buenos ojos a su dueño adorado. Considerábale mástemible que a Cobo, por ser hombre de brillante posición. Cobo, según loque veía, no adelantaba un paso, lo cual le tranquilizaba.

Pero elasunto cambiaba ahora de aspecto. Por eso ya no tomaba parte en laalegría del grupo y dirigía a la pareja unos ojos de carnero quedespertaban lástima. Sin embargo, la niña, a su gran satisfacción, no semostraba demasiado amable con el conde. Parecía preocupada, triste, ydirigía frecuentes y rápidas miradas hacia el sitio donde el propioRamón estaba. Verdad que detrás de él, en un diván, se hallaban sentadosPepe Castro y Lola Madariaga, charlando con gran animación. Pero elconcejal no se hizo cargo de esto.

Cuando León se levantó, Ramoncito le llevó aparte a un rincón y le diócon frase sentida sus quejas. Debía de saber que él, Maldonado, hacíatiempo que obsequiaba a Esperanza, que estaba enamorado de ellaperdidamente. Sentía en el alma que un amigo tan íntimo le viniese ahacer daño. Recordóle con enternecimiento la infancia, sus juegos, elcolegio. Concluyó por suplicarle con voz entrecortada por la emoción quesi no tenía un gran interés por Esperancita dejase de darle celos. Leónle escuchó entre impaciente y confuso. Por librarse de él prometiócuanto quiso. Luego, cuando se vió entre los amigos, contó la ridículaconferencia y se rió en grande a costa del desdichado concejal.

El duque de Requena, después que dijo a Biggs lo que se proponía, sesentó a jugar al tresillo con la condesa de Cotorraso, el mejicano,marido de Lola, y el general Pallarés. Poco después bufaba lleno defuria porque le venían malas cartas. A pesar de su opulencia jugabasiempre con el mismo afán que si le importase mucho la perdida o laganancia de unos cuantos duros. Si la suerte le era adversa se ponía deun humor endiablado, murmuraba y hasta llegaba a decir frasesinconvenientes a los compañeros. Su hija se veía muchas veces obligada atemplarle y a quitarle las cartas de la mano para ponerse ella en sulugar.

Ahora Clementina estaba de buen talante jugando en la mesa próxima: sereía de Pepa Frías porque se mostraba silenciosa y preocupada.

—Oiga usted, Pinedo, no me acordaba ya—dijo arreglando el abanico decartas que tema en la mano—,

¿por que tenía usted interés esta mañanaen hacer pasar por un santo delante de su hija al perdido de Alcántara?

—Es un secreto—respondió el gran vividor.

—¡Que se diga, que se diga!—exclamaron a un tiempo Pepa y Clementina.

Se hizo de rogar un poco. Al fin, obligándoles a prometer antes que loguardarían fielmente, se lo dijo.

Había observado en las niñas tendenciaseñalada a enamorarse de los calaveras, de los vagos, de los malvados, ya rechazar a los hombres laboriosos y formales. Para que su hija nocayera en poder de alguno de aquellos invertía las referencias que lehacia de cada cual. Cuando pasaba a su lado un chico honrado ytrabajador, le ponía de loco y de perdido que no había por dóndecogerlo; si, por el contrario, pasaba uno que mereciese en realidadtales dictados, como Alcántara, se hacía lenguas de él.

Pepa, Clementina y Arbós suspendieron el juego para escuchar sonrientesaquel singular relato.

—¿Y produce efecto el procedimiento?—preguntó el ministro.

—Hasta ahora admirable. Jamás se le ocurre a mi hija mentar en laconversación a los que yo le doy por buenos muchachos. En cambio,¡cuántas veces me dice muy risueña!: "¿Sabes, papá, que hoy he visto aaquel amigo tuyo tan

perdis

? No se puede negar que tiene gracia en lacara y que parece un chico fino. ¡Es lástima que no formalice!"

En aquel momento, Cobo Ramírez, que andaba por allí resoplando como unbuey cansado, se acercó a la mesa y quiso saber de qué se reían. No lefué posible arrancarles el secreto. Pinedo les hizo una seña prohibitivaporque tenía mucho miedo a su lengua. También Pepe Castro, harto de darcelos a Clementina con su amiga Lola, sin que aquélla pareciese siquieraadvertirlo, se levantó y se fué aproximando silenciosamente afectandomelancolía. Se puso detrás de Pepa Frías y apoyó los brazos en elrespaldo de la silla. La viuda estaba tan escandalosamente descotada queen aquella actitud se podía ver más de lo que la decencia permite.

—¡No vale mirar, Pepe!—exclamó Cobo con maligna sonrisa.

—Miro las cartas—respondió aquél.

—¡Vamos, no sea usted desvergonzado, Cobo!—dijo Pepa dándole con ellasen las narices y volviéndose a Castro.

—Quítese de ahí, Pepe. No quiero que se me contemple a vista de pájaro.

Fuentes se acercó para despedirse.

—¿No toma chocolate?—le preguntó Clementina dándole la mano.

—¿Cómo quiere usted que tome chocolate un hombre a quien le acaban dedescerrajar un soneto a quema ropa?

—¿Mariscal?

—El mismo. En el comedor y a traición.

Mariscal era un joven poeta, empleado en el Ministerio de Ultramar, quehacía sonetos a la Virgen y odas a las duquesas.

—Pero ya me he vengado como un marroquí—siguió.—Le he presentado alconde de Cotorraso que le está dando una conferencia sobre los aceites.Miren ustedes qué cara de sufrimiento tiene el pobre.

Los tresillistas volvieron la cabeza. Allá en un rincón estaban, enefecto, los dos. El conde hablaba con calor y le tenía cogido por lasolapa según su costumbre. El desgraciado poeta, con el rostrocontraído, echando miradas de socorro a todas partes, se dejaba sacudircomo un hombre a quien conducen a la cárcel.

—Arbós, ¿no cree usted que he llevado mi venganza demasiado lejos?

Para no destruir el efecto de la frase se marchó bruscamente. Todas lasnoches recorría dos o tres tertulias, donde se celebraban su gracia ysus ingeniosidades.

Los criados entraban con bandejas de chocolates y de helados. CoboRamírez cogió una mesilla japonesa, la llevó a un rincón, sentóse frentea ella y se apercibió a engullir.

Pepa Frías echó una mirada en torno, y viendo al general Patiñoacercarse, le dijo:

—General, tome usted estas cartas: estoy cansada de jugar. Dáselas tú a Pepe, Clementina; vamos un poco al salón.

El general y Castro ocuparon el sitio de las damas. Estas se fueron alsalón grande: mas antes de llegar a él, dijo Pepa:

—Mira, tengo que hablarte de un asunto importante. Vamos a otro sitio.

Clementina la miró con sorpresa.

—¿Quieres que vayamos al comedor?

—No; mejor es que subamos a tu cuarto.

Volvió a mirarla con más sorpresa aún, y, alzando los hombros, dijo:

—Como quieras. ¡Cosa grave debe de ser!

Mientras subían la escalera, Clementina imaginaba que su amiga iba ahablarle de Pepe Castro, de sus amores. Y como en realidad el asunto nole interesaba como antes, marchaba con cierta indiferencia no exenta deaburrimiento. Cuando se encontraron frente a frente en el boudoir

, ledijo Pepa cogiéndola por las muñecas y mirándola fijamente:

—Vamos a ver, Clementina, ¿tú sabes cómo andan los negocios de tumarido?

Fué un golpe en medio del pecho. Clementina, aunque sin precisión, teníanoticias de las pérdidas de Osorio, de su creciente y febril afán dejugar. El mismo, en una explicación que con ella tuvo, la habíaamedrentado para arrancarle la firma. Además le veía cada día másdelgado y más sombrío. Pero aunque se preocupaba un instante de estascosas, el tren complicado de su vida de mujer elegante, ayudado por eldeseo de no pensar en asuntos enfadosos, se las apartaban pronto de lamemoria. Nunca se le pasó por la imaginación que tales pérdidas pudiesenafectar seriamente a sus comodidades, a su ostentación, ni aun a suscaprichos. La conducta de Osorio, que nada le había dicho de restringirlos gastos, daba pretexto a perseverar en esta creencia. Pero el gusanopermanecía vivo allá en el fondo. No había más que hostigarle como hizoPepa, para que royese lindamente.

—¿Los negocios de mi marido?—dijo balbuciendo, como si noentendiese—. Yo nunca me entero … ni le pregunto.

—Pues me han dicho que ha tenido grandes pérdidas en estos últimostiempos….

—Allá él—exclamó la dama reponiéndose y alzando los hombros consupremo desdén.

—Es que a ti también te puede chamuscar el pelo, hija mía. ¿Tienesasegurada tu dote?

—No sé lo que es eso…. ¿No te he dicho que no entiendo de negocios?

—Pues en este asunto debieras procurar enterarte.

—Pues yo te digo que no me preocupa nada y te ruego que hablemos deotra cosa.

Clementina se mostraba más altanera y desdeñosa cuanta más insistenciaveía en Pepa. Su orgullo, siempre alerta, le hacía suponer que éstahabía preparado aquella conferencia para mortificarla.

—Es que … querida mía, debo advertirte que tu marido no especulasolamente con su capital—dijo la viuda picada ya.

—¡Ah! ¡Ya pareció aquello! Vamos, tú tienes algunos ochavos en poder deOsorio y temes perderlos,

¿verdad?—dijo Clementina con sonrisasarcástica, reprimiendo su cólera con trabajo.

Pepa se puso pálida. Una ola de ira le subió también del corazón a loslabios. Estuvo a punto de echarlo todo a rodar y ponerse a reñir comouna verdulera, para lo cual tenía dotes especialísimas; pero unpensamiento interesado, un pensamiento de conservación la contuvo. Sirompía con su amiga, si la irritaba, las probabilidades de salvar sucapital disminuían. Comprendió que el mejor partido era no excitar sunaturaleza indómita, esperar que la amistad o su mismo orgullo laimpulsasen a la generosidad. Hizo un esfuerzo para reprimir sus ímpetusante la mirada altiva y provocativa de su amiga y dijo con abatimiento:

—Pues sí, Clementina, te lo confieso. Tu marido tiene en su poder lopoco que poseo. Si lo pierdo me quedo sin una peseta. No sé qué será demí…. Antes que depender de mi yerno, prefiero pedir limosna.

—Pedir limosna, no. Te traeré a casa para acompañarme en lugar dePascuala—dijo con desdén la dama, en quien la soberbia aún no se habíaapaciguado.

Pepa sintió más este flechazo que el anterior, pero logró contenersetambién.

—Vamos, chica—dijo volviendo a cogerla por las muñecascariñosamente—, no me eches a la cara los millones. Si he venido aaburrirte con estas cosas, es porque te tengo por mi mejor amiga. Ya séyo que se exagera mucho, y que la envidia anda suelta por el mundo. Lamayor parte de lo que cuentan de las pérdidas de Osorio, probablementeno será verdad….

—Y si lo fuese, la cosa tiene poca importancia para mí. Figúrate quehoy mismo me ha dicho mi madrastra que me deja por heredera de toda sufortuna.

Pepa abrió los ojos con sorpresa.

—¿La duquesa? ¡Oh, pues no son más que cincuenta millones de pesetas!

Creo que la pobre está muy enferma….

—Bastante.

La soberbia se sobreponía en aquel instante a todo sentimientoafectuoso en el corazón de Clementina.

Pronunció aquel bastante en untono que daba frío.

Las dos amigas, al cabo de unos minutos, se entendían perfectamente.Pepa, afectando siempre desenfado, adulaba de todos los modos posibles asu amiga, como hermosa, como rica, como elegante. Clementina se dejabaadular, respiraba con delicia aquel tufillo de incienso. En cambioprometía que ni un céntimo perdería Pepa de su capital.

Bajaron la escalera cogidas por la cintura, charlando como cotorras. Alllegar a la puerta del salón, antes de soltarse se dieron un apretado ycariñoso beso. Ninguna de las dos pensó que lo que las tenía enlazadasno eran sus propios brazos, sino los de un cadáver: el cadáver de unasanta y generosa señora.

VIII

#Cena en Fornos.#

Al salir del hotel de Osorio, Pepe Castro y Ramoncito se metieron en laberlina que esperaba al primero y se trasladaron a Fornos. Les costótrabajo desembarazarse de Cobo Ramírez, que había olido algo de cena ydeseaba ser de la partida. Ramón dió un codazo a Castro para manifestarque no le vería con gusto en ella.

Este, a quien tampoco placa elcarácter desvergonzado del primogénito de Casa-Ramírez, hizo lo posiblepor desprenderse de él engañándole.

El terror de los maridos estaba de muy mal humor. La indiferencia real ofingida que Clementina le había mostrado toda la noche le roía elcorazón. Siempre habían sido prudentísimos en sociedad, sobre todo encasa del marido; pero nunca le faltó ocasión, hasta entonces, a la dama,con una mirada intensa, con alguna palabrilla fugaz, de expresarle suamor. Y como esto llovía sobre mojado, porque hacía ya bastantes díasque la encontraba despegada, distraída, la picadura era más viva. Castrono estaba enamorado de la esposa de Osorio. Era incapaz de enamorarse.Pero tenía una idea extraordinaria de sus dotes de conquistador y, comoconsecuencia, un amor propio exagerado. Además, ya sabemos queClementina era para él, no sólo la tórtola enamorada, sino el cuervo quele traía en su pico el sustento. Envuelto en su gabán de pieles yarrellanado en el rincón del coche, no despegó los labios en todo elcamino. Era la una. La noche fría y despejada, una noche de Madrid, enque el ambiente produce cosquillas en los ojos y la nariz.

Ramoncito,entregado también a sus melancolías, limpiaba con el pañuelo el cristalde la ventanilla para sumergir la mirada en las calles solitarias y enel cielo poblado de estrellas.

Cuando llegaron a Fornos vieron el coche de la Amparo, en espera.

—Llegamos un poco tarde. Nos va a sacar los ojos esa tía—dijo Castroapresurándose a entrar.

Un mozo les dijo que arriba, en el gabinete de la izquierda, lesesperaban tres señoras y dos caballeros.

Antes de subir dió lasdisposiciones necesarias para la cena que había encargado. En elgabinete, dispersos por las sillas, estaban Rafael Alcántara, ManolitoDávalos, la Nati, la Socorro y la Amparo, que los recibieron con

fueras

y silbidos. Todos cinco venían del Real: hacía muy cerca demedia hora que esperaban.

—¡Que poca vergüenza tienes, hijo!—dijo la Amparo con el hermosoentrecejo fruncido—. Y menos aún los que toman en serio tus convites.

—Chica, me figuré que saldrías más tarde del Real.

—¡Eso! Dí que estabas a gusto en casa de mi hijastra, y entonces puedestener cierta disculpa.

Amparo solía llamar en broma su hijastra a Clementina.

—¡Qué hijastra, ni qué madrastra!—exclamó el lechuguino con gesto demal humor—. ¡Si pensarás que hay mujer que me retenga a mí cuando noquiero!

El despecho, incubado toda la noche, rompía ahora con fuerza la cáscara.

—¡Olé mi niño! Así hablan los hombres—exclamó la Nati, una chulilla deLavapiés que descubría el paño, no sólo en la conversación, sino tambiénen el peinado, en los andares, en todo.

—¡Qué simple eres, criatura!—dijo la Amparo volviéndose a ella—. ¿Tefiguras que eso es cierto?

Clementina le tiene más sumiso que unperrillo de lanas. Si se le antoja, le hace lamer la planta de sus pies.

—¡Sí; lo mismo que tú a su papá!—respondió furioso Castro—¿Vosotras,por lo visto, os habéis llegado a figurar que soy un cadete deinfantería? Pues ya veréis lo que me importa por esa señora….

—¿De veras?—preguntó Alcántara.

—De veras: me voy aburriendo ya.

Castro, previniendo una próxima ruptura con su amante, preparaba unacama blanda a su reputación de seductor para que no sufriesedesperfecto.

—Os enfadáis conmigo—siguió—porque llego tarde…. ¿Y León? ¿Dóndeestá León?

—León, aquí está—profirió una voz sonora detrás.

Y el propio León avanzó hasta el medio de la estancia y se puso aparodiar, con entonación y mímica de cómico de la legua, una zarzuelamuy conocida:

Yo soy aquel conde de Agreda llamado,

que en lides sin cuento probó su valor.

—Oye, nene—dijo Socorro tirándole de los faldones del frac—, tengoque ajustarte una cuenta.

—¡Tú también!—exclamó con afectado espanto—.¡Cielos! ¿Dónde me meteréque no me presenten cuentas?

Y se dejó llevar, fingiendo susto, a un rincón por su querida, que lepreguntó en voz baja:

—Dí, babieca, ¿por qué no me has dicho que era Amparo de la partida?

¿No sabes que estamos políticas hace ya días?

—¡Bah! ¡bah!—exclamó alzando la voz y apartándose—. En cuanto tengáisunas copas de Jerez en el cuerpo, se van a oir los besos que os deis,desde la calle.

-Socorro quedó acortada mordiéndose los labios. Temía que Amparo hubieseadvertido algo. Y en efecto, la querida de Salabert les había echado unamirada penetrante sospechando lo que hablaban, y arrugó el entrecejo:"¡Anda, anda! ¡A buena parte iban con recaditos! ¡Como la picasen unpoco era capaz de agarrar por el moño a aquella pánfila y batirla contrala pared!"

La Socorro era una rubia linfática, de tez nacarada y ojos claros, unpoco romántica y un mucho susceptible.

Se decía hija de un comandante yse agarraba el derecho de despreciar a sus compañeras nacidas del senode la plebe. Era más instruída que ellas porque leía todos losfolletines que le venían a las manos: cuidaba de no decir palabras feas:no solía emplear tampoco locuciones flamencas. Tenía alguna más edad quela Amparo y la Nati.

—A la mesa, a la mesa—dijo Alcántara—. Estas óperas alemanas meexcitan un hambre de lobo.

Levantáronse todos del asiento y se aproximaron a la mesa, mientrasCastro hacía sonar el timbre para avisar al mozo. El conde de Agreda losdetuvo con un gesto.

—Caballeros, hay aquí dos princesas que han reñido por cuestionesdiplomáticas que no nos incumben.

¿Opinan ustedes que se den un besoantes que nos sentemos?

—Que se lo den: que se lo den—exclamaron los tres hombres y Nati,mirando a la Socorro y Amparo.

Esta se encaró furiosa con León.

—¡Ja, ja!… Chica, no empieces ya a soltar gracias porque nos va ahacer daño la cena.

La Socorro se hizo la indiferente inspeccionando la mesa.

—Que se besen—volvió a decir el coro.

—Oíd, preciosos, ¿nos habéis traído para reiros de nosotras o a darnosde cenar?—dijo la Amparo cada vez más irritada.

Castro trató de calmarla.

—No hay motivo para enfadarse, Amparito. León, lo mismo que yo y todoslos demás, desearíamos que los que nos sentemos a cenar fuésemos buenosamigos. Si hay algún resentimiento debe olvidarse, sobre todo si, comopresumimos, no ha sido por cosa grave.

—¡Que se besen!—gritaron con más fuerza los comensales.

No hubo más remedio. Castro y Alcántara se apoderaron de la Amparo,Ramón y el conde de la Socorro y las fueron aproximando casi a vivafuerza, no sin que ambas protestasen, sobre todo Amparo, que se defendíacon energía. Al cabo concluyó por reirse.

—¡Pero esto es estúpido! ¿Qué mosca os ha picado?

Y acercándose con decisión a Socorro, le dió un beso sonoro en lamejilla.

—Besémonos, hija, porque si no temo que a estos chicos simpáticos lesdé un ataque de nervios.

La Socorro le pagó el beso con otro más tímido, manifestándose reservaday circunspecta.

—Bueno, ahora dejadme calentar un poco, que estoy aterida—dijosentándose al lado de la chimenea, tan cerca que, po