La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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—Espera un poquito. Hoy quiero que tomes café conmigo.

—Ya lo he tomado, hija.

—No importa, lo vas a tomar otra vez. Hace ya muchos días que no lotomamos juntos. ¡Claro, con ese dichoso baile te van a saltar los sesos!

Al mismo tiempo se levantó y comenzó a maniobrar con los enseres dehacer café, que estaban dispuestos sobre la mesa.

—Yo mismita te lo voy a hacer para que te relamas, so canalla: y voy aechar en él unos polvitos que me ha vendido una gitana para ponerteblandito, ¿sabes?… Porque tengo que pedirte una cosa.

Los ojos del duque volvieron a reflejar inquietud. Pero se apresuró adisimularla riendo.

—¡Ya lo decía! ¿Qué tienes que pedirme, rubita?

—En tomando el café lo sabrás.

No pudo arrancarle antes el secreto. Arrimó una mesilla japonesa a labutaca donde estaba el duque. Para sí trajo una sillita dorada. Ycharlaron con animación o, por mejor decir, charló ella mientras él laescuchaba arrobado, con la cabeza echada hacia atrás, acercando de vezen cuando con su mano trémula de hombre gastado la taza a los labios.

—Oye, Tono—dijo ella cuando terminaron, poniendo con decisión loscodos sobre la mesa y mirándole fijamente:—¿qué te parece de ir yo a tubaile?

Otro que no fuese Salabert hubiese dado un brinco al oir semejanteatrocidad. El no hizo más que abrir los ojos repentinamente, para dejarcaer los párpados otra vez quedando en la misma actitud soñolienta.

—No me parece mal.

—¿De modo que puedo ir?

—¡Ya lo creo que puedes ir! Lo que no podrás será entrar.

—¿Pues?—exclamó ya encrespada la bella.

—Porque no te recibirían.

Amparo se levantó furiosa.

—¿Y por qué no me recibirían, dí, por qué?—profirió sacudiéndole unbrazo y acercando su cara a la de él.

—¡Calma, chica, calma! Porque mi hija no puede soportar a su lado unamujer más bonita que ella. Si te presentases en mi casa, todas lasmiradas se irían tras de ti: serías la verdadera reina del baile….

Yacomprendes que eso no le haría maldita la gracia.

Amparo miró al duque fijamente para averiguar "si se estaba quedando conella". La fisonomía de aquél permanecía inalterable.

—Bien; pues de todos modos quiero ir—dijo con mal humor y recelosa—.

Me traerás una invitación.

—¿Qué más quisiera yo, querida, que traerte una invitación? Si sabes dealguna persona a quien yo deseara más ver en el baile que a ti, dilo….Pero mi mujer y mi hija me sacarían los ojos, ¿sabes?

—¿Y qué tengo yo que ver con tu mujer y tu hija?—preguntó la irasciblemalagueña—. Tú eres el amo. Yo quiero una invitación y la tendré.Quedamos, pues, en que mañana me la traerás….

—Dispensa, chiquita….

—¡Ah! ¿Conque no quieres? ¿Conque te niegas a darme ese gusto?Entonces, grandísimo gorrino, embustero, ¿por qué no hablas claro? Esdecir que yo te estoy aguantando, viejo sucio, te estoy siendo fiel comosi fueses el chico más guapo de Madrid, y cuando se trata de complacermeen una cosa insignificante te llamas andana. ¡Ay, que tío! La tonta esuna en guardar consideraciones a quien no las merece. Y luego,

¿quién meva a rechazar? ¡La de Osorio! ¡Olé mi vida!… Siento mucho decírtelo,hijo, aunque bien debes saberlo. Clementina, en cuanto a conducta, valetanto como yo … menos que yo, porque al fin y al cabo soy libre, yella no…. Pero tú tienes menos vergüenza que ella…. ¡Qué se puedeesperar de un hombre que se pone de rodillas delante de una p… y sedeja abofetear por ella! Lo mismo que de todos esos pendones viejos queirán a tu baile y que nos pueden poner a nosotras escuela de porquerías.

La bella soltaba o mejor vomitaba estos y otros insultos acompañados deinterjecciones de cochero, paseando furiosa por la estancia. De prontose paró delante del duque y le gritó hecha una hiena:

—¡Sal de aquí, so gorrino! Sal de mi casa. Me escupo yo en tí y en tusmillones.

Salabert soltó una carcajada.

—Amparito, nunca te he visto tan enfadada, ni tan guapa tampoco….

Aquí está la invitación—dijo sacando la cartera.

—Métela en …—exclamó la sultana con desprecio.

Fué preciso que el banquero se humillase a rogarle que la aceptara. Alcabo de muchas súplicas se dignó tomarla.

—Bien; déjala ahí y vete al pasillo por haberme puesto tan nerviosa.

Esto de mandarle al pasillo era un castigo que la Amparo había inventadoúltimamente. Cuando el duque la impacientaba o la aburría, echábale dela habitación y le tenía a veces horas enteras en la antesala o en elpasillo esperando como un perro. Ahora no tardó tanto en abrirle denuevo. Estaba sonriente y serena y le abrazó cariñosamente.

—Oye, Tono, ¿estaría bien, disfrazada de María Estuardo?

—Estarías admirablemente. Creo que debes encargarte el traje enseguida.

Amparo sonrió maliciosamente

—Ya está encargado y ya está hecho. Mira.

Y abriendo el cuarto guardarropa le mostró un maniquí vestido de reinade Escocia.

Llegó al fin el día del baile. Los periódicos lo anunciaron por últimavez haciendo resonar fuertemente el bombo y los platillos. El duque deRequena había gastado en los preparativos más de un millón de pesetas,según contaban los revisteros a sus lectores. Decían además ¡oh casoinaudito! que las flores habían venido casi todas de París. Y eracierto. El duque, nacido en Valencia, el más hermoso jardín de Europa,para su baile hacía traer las flores de Francia. Un capital de algunosmiles de duros en flores.

Las camelias rodaban por el suelo sirviendo dealfombra en la antesala y los corredores. Centenares de plantas, casitodas exóticas, adornaban aquélla, el vestíbulo y los dos salones debaile. Legiones de criados con calzón corto y vistosas casacasaguardaban apostados estratégicamente en todos los puntos necesarios.Una pareja de guardias de caballería permanecía al lado de la verja deljardín manteniendo el orden en los coches, ayudada de algunos agentes deorden público. El guardarropa, construído nuevamente, era una estancialujosa donde todo estaba prevenido para que los magníficos abrigos,sereneros o

salidas de baile

, como ahora se nombran, no sufriesen elmás mínimo desperfecto. La gran escalinata estaba iluminada con luzeléctrica: el vestíbulo y el comedor con gas: los salones de baile conbujías. En la sala de conversación y en la de juego había algunaslámparas de petróleo con enormes y artísticas pantallas. En éstas ardíaademás un fuego claro y brillante en las chimeneas.

Clementina recibía a los invitados en el primer salón, cerca de laantesala. Sustituía a su madrastra porque ésta, a causa de su debilidad,no podía mantenerse tanto tiempo en pie. La duquesa estaba en la sala deconversación rodeada de algunas amigas: allí recibía a los que iban asaludarla. El duque y Osorio, a la puerta de la antesala, ofrecían elbrazo a las damas que iban llegando y las conducían hasta Clementina. Elatavío de ésta realzaba, como había presumido bien, su espléndidabelleza. Su gallarda figura parecía aún más fina y más esbelta con aqueltraje ajustadísimo. Su linda cabeza rubia resaltaba sobre el terciopelonegro como una rosa blanca. El rey Felipe III hubiera trocado de buenagana su Margarita auténtica por ésta contrahecha. Un pormenor quecomenzó a correr por los salones y que al día siguiente noticiaron losrevisteros, era que había venido un peluquero de París en el sud-exprés

exprofeso a peinarla.

La abigarrada muchedumbre comenzó a invadir los salones. Todas lasépocas de la historia, todos los pueblos de la tierra mandaron surepresentación al baile de Requena. Moras, judías, chinas, damas godas,venecianas, griegas, romanas, de Luis XIV, del Imperio, etc., etc.;reinas, esclavas, ninfas, gitanas, amazonas, sibilas, chulas, vestales,paseaban amigablemente del brazo o formaban grupos charlando y riendoentre caballeros del siglo pasado, soldados de los tercios de Flandes,pajes y nigrománticos. La mayoría de los hombres, no obstante, habíalimitado el disfraz a la talma veneciana. La orquesta había tocado yados o tres valses y rigodones; pero nadie bailaba. Se esperaba lallegada de las personas reales para dar comienzo.

Raimundo se deslizaba por todos los salones con cierta seguridad defavorito. Hablaba con los conocidos, sonriendo a todo el mundo con suespecial modestia, que le hacía más extraño que simpático en unasociedad donde los modales fríos y levemente desdeñosos son signo deelevación y grandeza. Vivía el joven entomólogo, desde hacía tiempo, enun delicioso aturdimiento, una especie de sueño de oro, como algunasveces suelen tenerlos las personas de condición más humilde. Su atavíode paje de los Reyes Católicos le sentaba muy bien. Más de una lindajoven volvió la cabeza para contemplarle. De vez en cuando se acercabaal sitio donde Clementina se hallaba cumpliendo sus deberes, y sindirigirle la palabra cambiaban algunas miradas y sonrisas amorosas. Unade las veces, al tiempo que lo hacían, se aproximó a la dama PepeCastro, disfrazado de caballero de la corte de Carlos I.

—¿Qué es eso?—le dijo al oído—. ¿No te has cansado aún de tu bambino

?

Cuando se encontraban solos. Pepe se autorizaba el tutearla y Clementinalo admitía.

—Yo no me canso de lo bueno—repuso ella sonriendo.

—Muchas gracias—replicó él irónicamente.

—No hay de qué. ¿Por qué me buscas la lengua?

—Porque me gusta. Ya lo sabes.

La dama alzó los hombros, hizo un mohín de desdén, y pugnando por noreir se dirigió a la condesa de Cotorraso que en aquel instante pasabacerca.

Raimundo los había contemplado mientras hablaron. El tono confidencialen que lo hicieron le hirió.

Permaneció un instante inmóvil. Por delantede él pasó, sin que lo advirtiera, la niña de Calderón, que acudía porvez primera a un baile. Traía un lindísimo traje de joven venecianacolor carmesí, y escote bajo.

Su madre otro riquísimo de dama holandesa;saya de color noguerado recamada de oro y plata, voluminosa gorguera conpuntas de encaje y doble collar de diamantes y perlas. ¡Cuánta hielhabían hecho tragar aquellos vestidos al bueno de Calderón! Alprincipio, cuando se habló del baile de trajes, pensó que con cualquierdisfraz de mala muerte cumpliría y no tuvo inconveniente en otorgar supermiso. Cuando vió los trajes y la cuenta de la modista, quedóestuperfacto: estuvo por gritar ¡ladrones! Maldijo de su colegaSalabert, de la hora en que se le había ocurrido dar aquel baile y detodas las damas venecianas y holandesas que habían existido. Lo que máshondamente trabajaba su espíritu abatido era la consideración de queaquellos trajes costosos no servirían más que para una noche. Cuatro milpesetas tiradas a la calle, como él dijo más de cien veces aquellosdías.

Esperancita dirigió una mirada a Alcázar buscando su saludo; peroviéndole distraído volvió los ojos al grupo de Clementina y se hizocargo inmediatamente de lo que ocurría. También por su frente pasó unanube de tristeza como por la de Raimundo. Mas, repentinamente, seiluminó; sus ojos brillaron; todo su rostro, que era asazinsignificante, se transfiguró adquiriendo cierto encanto indefinible.Era que Pepe Castro se acercaba a saludarla.

—¡Preciosa, preciosa!—dijo el adonis en tono distraído, inclinándosecon afectación.

La niña se puso fuertemente colorada.

—¿Quiere usted bailar el primer vals conmigo?

Justamente en aquel instante se acercó a ellos un grupo de pollastres delos que revoloteaban en torno de los millones de Calderón, felicitandocalurosamente a la niña. Entre ellos estaba Cobo Ramírez. Todos seapresuraron a pedirle bailes, apuntando en el primoroso librito deEsperanza la inicial de su preclaro nombre. Ramoncito Maldonado, que sehallaba a unas cuantas varas de distancia, no se acercó al grupo, fiel ala consigna de no prodigarse, de hacerse desear, que hacía más de un añole había dado su amigo y mentor Pepe Castro. Hasta entonces de poco onada le había servido aquella táctica. Esperancita permanecía insensiblea sus asiduos y rendidos obsequios. Pero no lo atribuía él a deficienciadel método, sino a su falta de valor para seguirlo rigurosamente sindesmayos ni contemplaciones. En cuanto la niña le ponía los ojos dulces,le dirigía alguna palabra afectuosa, ¡adiós, plan estratégico! Ahoraechaba miradas torvas al grupo contestando distraídamente al conde deCotorraso, que desde hacía algún tiempo le mostraba una terroríficapredilección cogiéndole de la solapa dondequiera que le hallaba paraexplicarle su nuevo método de destilación del aceite. Con su lujosacasaca y peluca blanca de caballero del siglo pasado, el joven concejalno había ganado en dignidad. Parecía un lacayo.

Hubo gran agitación, de pronto, en los salones. Llegaban las personasreales. La muchedumbre se agolpó en las inmediaciones de la puerta. Elduque, la duquesa, Clementina y Osorio bajaron la escalinata del jardínpara recibirlas. La orquesta tocó la Marcha Real. Los soberanos pasaronlentamente, sonriendo, por entre las apretadas filas de los invitados,deteniéndose cuando veían alguna persona de su conocimiento paradirigirle una palabra afectuosa. Esta se inclinaba profundamente y lesbesaba la mano con emoción, que se traslucía en la cara. Particularmentelas señoras se humillaban con un deleite que no eran poderosas adisimular, con un sentimiento de ternura y adoración que las poníarojas. Organizóse poco después el rigodón de honor. Clementina abandonósu puesto para tomar parte en él. El monarca bailó con la duquesa, quehizo un esfuerzo por contentar a su marido. Una triple fila de curiososformaban círculo viéndoles bailar.

Salabert triunfaba. El granuja del mercadal de Valencia traía los reyesa su casa. Sus ojos saltones, mortecinos, de hombre vicioso, brillabancon el fuego del triunfo. La explosión de la vanidad hacía volar enpedazos las inquietudes sórdidas que aquel baile le había causado, lalucha a muerte que había sostenido con su avaricia. Mañana tal vez estospedazos se volverían a juntar para darle tormento. Pero ahora, ebrio deorgullo, aspiraba a grandes bocanadas el aire de grandeza y de fuerzaque sus millones le daban. Tenía las mejillas encendidas, congestionadaspor la vanidad satisfecha.

—Mirad qué cara resplandeciente tiene Salabert en este momento—decía Rafael Alcántara a León Guzmán y a otros íntimos que formaban grupo—.

¡Qué felicidad respira por todos los poros! Gran ocasión para pedirle diez mil duros prestados….

—¿Los daría?—preguntó uno.

—Sí, al siete por ciento con buena hipoteca—replicó el perdis—.Mirad, mirad, ahí viene Lola Madariaga…, la mujer más graciosa y másremonísima que ha pisado el salón hasta ahora—añadió elevando un pocola voz para que lo oyese la interesada.

Lola le envió una sonrisa de gratitud. Su marido, el mejicano de lasvacas, que también oyó el piropo, saludó al grupo con afabilidad.Aquélla estaba realmente muy linda disfrazada de dama de Luis XIV;vestido rojo recamado de oro, y manto amarillo, también bordado; elcabello empolvado, y al cuello una cinta de terciopelo negro con brincosde plata.

Terminado el rigodón de honor, los jóvenes comenzaron a bailar. PepeCastro vino a recoger a Esperancita, que paseaba con su íntima la últimade Alcudia. Ambas asistían por vez primera a un baile de importancia.Estaban alegrísimas contemplando con viva emoción el mundo bajo suaspecto más risueño, gorjeándose discretamente al oído sus dulces yrecónditas impresiones. Paseó un instante con ellas, hasta que un pollovino a invitar a Paz, y ambas parejas se lanzaron a la vez en lacorriente del baile. El mundo desapareció para Esperancita. Undelicioso y vago sentimiento de dicha y libertad, como el que tendría unpájaro al volar si estuviese dotado de alma, penetró en su corazón y loinundó de alegría. Era también la primera vez que Pepe Castro leapretaba la cintura. Sentíase arrebatada por él en medio del torbellinode parejas y se creía sola. ¡Ella y él!, y la música acariciando losoídos y el corazón, interpretando dulcemente las inefables impresionesque palpitaban en el fondo de su alma. Al descansar unos instantes, surostro expresaba de tal modo intenso este divino sentimiento del primeramor, que su tía Clementina, al cruzar del brazo del presidente delCongreso, no pudo menos de sonreír dirigiéndole una mirada mitadcariñosa, mitad burlona que la hizo enrojecer. Pepe Castro se esforzabapor sacarle las palabras del cuerpo. Aquella noche, el exceso de laemoción la tenía semimuda. La dicha que embargaba su alma se traducía,como casi siempre acontece, en un sentimiento de benevolencia hacia todoel mundo. El baile le parecía encantador. Todos los hombres eranchistosos. Todas las mujeres estaban admirablemente vestidas. HastaRamoncito, que acertó a pasar por delante, pudo recibir algunas gotas deeste rocío bienhechor.

—¿No baila usted, Ramón?—le preguntó con una sonrisa tan amable, queel ilustre concejal se sintió desfallecer de felicidad.

—Me ha entretenido el conde de Cotorraso hasta ahora.

—Pues a buscar pareja…. Mire usted: allí está Rosa Pallarés que nobaila.

El futuro estadista se apresuró a invitarla, pensando con su penetracióncaracterística que Esperancita le daba esa pareja porque era bastantefea. Mecido en este grato y dulcísimo pensamiento pasó un rato felizbailando con la hija del general Pallarés, "uno de nuestros más bellosbacalaos", al decir de Cobo Ramírez. Creía estar cumpliendo con unmandato de su adorada, dándole un testimonio irrecusable de que suscelos, si los sentía, eran infundados.

Cuando terminó el vals, vino, como un caballero de la Edad Media quesale del torneo, a recibir el galardón de las manos de su dama. Perocomo no hay dicha completa en este mundo, al mismo tiempo que él seacercó a la niña Cobo Ramírez. Ambos se sentaron a su lado y laatosigaron a requiebros y atenciones. El uno le pedía el abanico, elotro el pañuelo. Los dos procuraban atraer su atención sacandoconversaciones divertidas, lisonjeando su orgullo por todos los mediosque podían. En honor de la verdad hay que confesar que, aunque Ramoncitoera mucho más profundo y político, la conversación de Cobo era másamena. Sin embargo, por uno de esos caprichos inexplicables de lasjóvenes, Esperancita mostrábase más afectuosa y deferente con Maldonado,contra su costumbre. Y los tres ofrecían un espectáculo curioso ydivertido.

Los criados circulaban con bandejas llenas de sorbetes, jarabes,confites y frutas heladas. Ramón llamó a uno para ofrecer a Esperanzaciertas yemas a las cuales sabía que era aficionada. Al mismo tiempoinvitó con empeño a su antagonista a que tomase un helado. Cobo lorehusó. Le apremió con tal afán, que el conde de Agreda, Alcántara yotros varios que estaban cerca lo notaron.

—Mirad a Ramón qué empeño tiene en que Cobo tome un helado—dijo uno.

—¡Claro! Le ve sudando y quiere matarlo. Es lógico—repuso León.

Pepe Castro, cuando vió acercarse a Cobo y Ramoncito, se había retiradodiscretamente. En el camino tropezó con Clementina, que parecíamultiplicarse. Acudía a todos los sitios donde hacía falta, volviendo acada instante junto a los soberanos, que se habían retirado con laduquesa, el duque y las personas de su servidumbre a una sala dondenadie osó entrar.

—Ya te he visto bailando con mi sobrinita—le dijo—. ¿Por qué no lehaces el amor?

—¿Para qué?

—Para casarte.

—¡Horror! Pero chica, ¿qué te he hecho yo para que me aborrezcas tanto?

—Vamos, ven aquí. Has de ser formal—dijo ella poniéndose grave,adoptando un aire maternal—.

Esperanza no es hermosa, pero tampocodesagradable. Tiene la frescura de la juventud y está enamorada de ti… me consta….

—Sí; lo mismo que tú—manifestó el gallardo salvaje, sonriendo con unpoco de amargura.

Ella lo advirtió y quiso dejarle satisfecho.

—Lo mismo que yo … si te hubiese conocido a los diez y seis años. Tedigo que te quiere, y mucho.

Nosotras las mujeres cogemos al vuelo estascosas. Cásate, no seas tonto…. Calderón es muy rico….

Cuando Pepe quiso contestar, la dama ya se había alejado con pie rápido.Quedó unos instantes inmóvil y pensativo. Luego, a paso lento,balanceándose, comenzó a dar la vuelta a los salones, deteniéndose antelas mujeres hermosas, examinándolas con mirada impertinente, como unbajá en el mercado de esclavas.

Lola Madariaga se había apoderado de Raimundo. Le tenía a su lado alláen un ángulo de la gran sala de conversación, y desplegaba uno trasotro, con arte infinito, todos los recursos de su coquetería paraconquistarle. Esta era la manía de la graciosa morena. No podíacualquiera de sus amigas tener un galán sin que al momento no se leantojase arrancárselo. Importaba poco que fuese guapo o feo, airoso oencogido.

Para ella, lo interesante era satisfacer la violenta necesidadque siempre había sentido de ser idolatrada, de triunfar de todas lasdemás. Tenía unos ojos de mirar suave, inocente, que engañaban. Nadiecreyera que detrás de aquella mirada se ocultaba una voluntad tan firmey tan astuta. Alcázar la encontraba linda y su conversación placentera;pero influía mucho en esta simpatía la consideración de ser amigaíntima de Clementina y la de versar la plática casi siempre acerca deésta. No pudiendo bailar con su adorada ni hablar a solas, tanto porprudencia como por las muchas obligaciones que aquella noche pesabansobre ella, se consolaba oyendo a Lola relatar pormenores referentes asu amiga. Todo le interesaba al mancebo; el vestido que había llevado albaile de la embajada francesa; los menudos accidentes que le habíanocurrido en la cacería de Cotorraso; las escenas que había tenido con sumarido, etc. La linda morena seguía el plan de atraer primero suatención, captarse su simpatía a fin de ponerle blando.

Clementina llegó a la sala cuando más enfrascados estaban en la charla.Quedóse un instante a la puerta mirándoles sorprendida e irritada. Hacíatiempo que Lola cayera de su gracia. Aunque Pepe Castro ya no leinteresaba, cuando su amiguita trató de birlárselo, se produjo ciertoenfriamiento en sus relaciones. Luego observó que Lola miraba a Raimundocon buenos ojos y bromeaba con él en cuanto se le presentaba ocasión.Esto despertó en su pecho un odio, que le costaba trabajo disimular.

Les clavó una mirada intensa y colérica: avanzó hasta el medio de laestancia y dijo con voz un poco alterada:

—Alcázar, le necesitamos para bailar. ¿Está usted muy cansado?

—¡Oh, no!—se apresuró a decir el joven levantándose—. ¿Con quiénquiere usted que baile?

No respondió. Lola le había enviado una sonrisita sarcástica que acabóde exasperarla. Se dirigió a la puerta.

—Siento mucho haberle molestado a usted—le dijo fríamente cuandoestuvieron lejos.

Raimundo la miró sorprendido. Cuando nadie los oía acostumbraba atutearle.

—¿Molestia? Ninguna.

—Sí; porque, al parecer, estaba usted muy a gusto al lado de esaseñora….

Y no pudiendo refrenar sus ímpetus más tiempo, le dijo sordamente:

—Ven conmigo.

Le llevó al comedor donde las mesas estaban ya esperando a losinvitados. Allí, en el hueco de un balcón, desahogó su ira. Le llenó deinsultos y dió por definitivamente rotas sus relaciones. Llegó asacudirle violentamente por el brazo. Alcázar quedó tan estupefacto, tanaterrado, que no supo contestar. Esto le salvó. Al ver su rostrodescompuesto donde se pintaban el dolor y la sorpresa, Clementina nopudo menos de comprender que la ira la engañaba. En Raimundo no habíaexistido intención de coquetear. Sosegándose un poco, admitió lasdisculpas que aquél le dió al fin.

—Si precisamente, para hablar de ti es para lo que yo me acerco a ella.

—¡Ah! ¿Para hablar de mí?… Pues mira, de aquí en adelante no hablesde mí. Basta con que me quieras.

Los criados, que por allí andaban, los miraban con el rabillo del ojo yse hacían guiños maliciosos. Al salir tropezaron con Pepa Frías. Lafrescachona viuda estaba muy bien ataviada: había oído infinitosrequiebros.

Vestía de princesa extranjera del tiempo de Carlos III, delama plata con recamos de oro, y manto de terciopelo azul. Un escotecuadrado dejaba ver con harta claridad lo que Pepa debía de considerarmas interesante en su persona, a juzgar por la predilección con que lomostraba.

—¡Chica, tengo un hambre de lobo!—entró diciendo—. ¿Cuándo acabáis deabrir el buffet

? ¡Ah! ¿Conque os vais por los rincones? ¡Prudencia,Clementina, prudencia!… Hija, yo no puedo aguardar más: dame algo decomer, o me caigo.

Clementina la llevó riendo a un rincón y le hizo servir algunas viandas.Alcázar se volvió a los salones muy alegre, pero tembloroso aún por laviolenta emoción que su querida le había hecho experimentar. Nunca lahabía visto tan furiosa.

La amistad de ella con Pepa se había remachado desde la escena que hemosdescrito más atrás. La viuda se había persuadido de que la salvación desu fortuna se fundaba en este cariño y procuraba fomentarlo.

Gracias aél había rescatado ya, poco a poco, una gran parte de ella. El resto nole apuraba. Sabía que Da.

Carmen tenía hecho testamento a favor de suhijastra, y aunque esta señora había mejorado un poco, era segura sumuerte en plazo breve. Los médicos habían descubierto en ella un tumor.No se atrevían a operarla a causa de su extremada debilidad.

A Clementina le hacía muchísima gracia el desenfado, mejor aún, elcinismo de Pepa. Ambas se entendían admirablemente. Ambas eran chulapas,dos manolas nacidas demasiado tarde y en condición social poco acomodadaa su naturaleza. Por supuesto, Pepa lo era mucho más legítima queClementina, quien no lo llevaba en la masa de la sangre: veníale deafición.

—Mira, Clemen, que te estás desacreditando—le decía aquélla, mientrasengullía vorazmente un pedazo de pavo en galantina—. Deja ese niño queno vale un perro chico…. Para capricho ya ha sido bastante.

—¿Qué sabes tú lo que vale?—replicaba riendo Clementina.

—Por las trazas, hija…. Parece hecho en la

Dulce Alianza

. Lleva másde un año en relaciones contigo, y todavía se pone colorado como un pavocuando le miras.

—Pues eso es precisamente lo que a mí me gusta.

Pepa alzó los hombros con indiferencia.

—¿De veras? Para mí sería una calamidad, hija.

—Y Arbós, ¿qué tal se porta?

—Ese es un tonto de capirote, ¿sabes?—dijo con la boca llena—; peroal menos tiene fachada. En diciéndole que es un gran hombre se tira decabeza al agua por ti…. Tú no sabes…. Me ha colocado en elMinisterio más de dos docenas de parientes…. Luego da gusto tenercierta influencia en la política y que los diputados la mimen a una.Ayer, precisamente, tuve la visita de Mauricio Sala, que quiere a todotrance ser subsecretario. Al parecer, está seguro de que, siéndolo,Urreta le dará su hija.

—Yo detesto la política…. ¿Sabes que Irenita está monísima con sutraje de cazadora?…

—¡Ps! vistosilla….

—No, no, monísima. ¿Dónde anda su marido, que no le he visto más que alentrar?

—¿Su marido? ¡Valiente tuno está su marido!—exclamó levantando furiosala cabeza—. ¡Ay qué disgustos, querida, qué disgustos tan grandes tengosobre mí—añadió con la boca llena.

—¿María Huerta?—preguntó Clementina en tono confidencial.

—La misma—dijo entre dientes la viuda, mirando fijamente al pavo.Luego encrespándose de pronto:—Es un bribón ¿sabes? un sinvergüenza,que no sabe siquiera guardar el decoro de su mujer. La mayor parte delos días la espera a la salida de San Pascual y la acompaña a pie hastasu casa. En el teatro no le quita los gemelos de encima. ¡Una porquería!Aunque sea un mal marido, que tenga dignidad. Y la pánfila de mi hija,loca, perdida por él. ¡Has visto qué imbécil! No hace más que llorar ypedirle celos…. ¡Qué más quiere ese monigotillo que verlahumillada!… Si yo estuviera en su caso ¡ya le diría!… Le ponía enseguidita un armatoste en la cabeza que no cabía por esa puerta.

La exaltación de su espíritu no le impedía engullir lindamente.

—Dios te lo pague, hija—concluyó por decir levantándose—. A ver sieste corazón se está quieto un rato.

Pepa pretendía padecer de cierto mal de corazón que sólo se le calmabacomiendo.

Pocos minutos después de salir ambas amigas del comedor, Clementina diólas órdenes oportunas y el buffet

se abrió solemnem