La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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El duque, rodeado siempre de un grupo de fieles, se dejaba atufar agolpes de incensario, soltando a largos intervalos algún gruñidoespiritual que los electrizaba, les hacía prorrumpir en exclamaciones dealegría. Las señoras eran las que más se distinguían por su entusiasmo.El genio especulador de Salabert les infundía vértigos de asombro, comosi se pusiesen a calcular cuántos vestidos podrían comprarse con susmillones. Y

él, tan flexible generalmente, que había llegado al puestoque ocupaba, según propia confesión, a fuerza de puntapiés en eltrasero, al hallarse entre sus adoradores los maltrataba sin piedad. Suschistes brutales, lo mismo caían sobre los hombres que sobre lasseñoras. Gozaba en la ostentación bárbara de su fuerza. Si aquellos susdevotos admiradores se dejaban humillar tan pacientemente no dándolesnada, ¿qué no sucedería si repartiese entre ellos sus millones, si elbecerro de oro comenzase a vomitar monedas?

En la sala de juego, adonde se fué después de haber despedido a lossoberanos, le tenían materialmente bloqueado una porción deespeculadores de segunda y tercera fila.

—¿Cómo van las acciones de Riosa, duque?—se atrevió a preguntarle uno.

—No me hable usted de eso—gruñó el prócer poniendo los ojos torvos.

El plan de Llera se estaba desenvolviendo puntualmente: esto es, elduque, después de haber tomado un número crecido de acciones, se ocupabaen producir el pánico entre los accionistas. Hacía ya algunos meses quepor medio de agentes secretos compraba acciones para venderlas alinstante con pérdida. Gracias a estas operaciones, el papel había bajadoconsiderablemente. Ahora preparaba el golpe definitivo, comprando mayorcantidad para lanzarlo repentinamente al mercado, aprovechar la baja queesto produciría y adquirir la mitad más una de las acciones.

—No todos los negocios han de salir bien—replicó el otro sonriendo conmal disimulada satisfacción—.

Usted ha sido siempre afortunado….

—No es a la fortuna a quien debe sus éxitos el duque. A su genio, a suhabilidad inconcebible es a quien los debe—manifestó un terceroarreándole una tufarada de incienso.

—Sin duda, sin duda—se apresuró a decir el otro tratando a su vez deapoderarse del incensario—. El duque es el primer genio financiero queha salido en nuestro país. Yo no comprendo cómo no se le entrega laHacienda española. Si él no la arregla, no hay que esperar salvaciónpara nosotros….

—Pues si acierto a salvarla como he acertado en el negocio de Riosa,aviados quedan los españoles—

profirió estoposamente el duque con acentode mal humor.

—¿Pero ha salido tan malo el negocio?

—¡F….! para el Gobierno, no; pero para mí, que he tomado a la parlas acciones, me parece que no ha sido bueno.

El duque echaba la culpa de haberse metido en él al animal de suadministrador, a Llera, que se lo había metido por la cabeza contratodos sus presentimientos.

—Los hombres como usted no deben fiarse de nadie más que de suinstinto—le decían—. Cuando se tiene el genio de los negocios….

Y la palabra

genio

venía a cada instante a los labios de los fielesidólatras del becerro.

Súbito apareció en la puerta de la sala Clementina seguida de Osorio, deMariana y de Calderón. Los cuatro traían el semblante inquieto yasustado. Sus ojos se clavaron a la vez en Salabert, hacia el cualavanzaron precipitadamente.

—Papá, escucha una palabra—le dijo Clementina.

Salabert se destacó del grupo y fué a reunirse con los otros en elopuesto rincón.

—¡Esa mujer está ahí!…—dijo aquélla con voz alterada, los ojosrelampagueantes de ira.

—¡Es un escándalo!—manifestó Osorio.

—Algunas personas ya se han ido, y en cuanto se enteren, se irántodas—apuntó con más sosiego Calderón.

—¿Qué mujer está ahí?—preguntó el duque abriendo mucho sus ojossaltones.

—¡Esa mujer!… esa Amparo la malagueña—replicó su hija buscando eltono más despreciativo.

—¡Cómo!—exclamó el duque con profundo estupor—. ¿Se ha atrevido esaz—— a presentarse en el baile?

¿Quién la ha dejado pasar? Mañana mismodespido al portero.

—No; a quien hay que despedir ahora mismo es a ella … ¡enseguidita!—dijo Clementina atropellándose por la cólera.

—¡Sí, sí … ahora mismo! ¿Cómo es eso? ¡Atreverse esa desvergonzada aponer los pies en esta casa y en un día semejante! ¿Ya no hay pudor? ¿Yano hay vergüenza? ¿En qué país estamos? ¿Pero cómo ha podido pasar? ¡Unafiesta que había comenzado tan bien!

—Traía invitación, al parecer.

—Pues la ha robado o estará falsificada.

—Bien, bien; concluyamos pronto—dijo Clementina con voz irritada—.Está en los salones. Es necesario que vayas a allá y la notifiques quehaga el favor de salir, del modo que mejor te parezca…. ¡Pero pronto!antes que lo perciba la gente … y sobre todo, mamá….

—No, chica; yo no voy…. Me conozco bien y sé que no podría contenermi indignación. No nos conviene llamar la atención en este momento….Ve tú, ve tú … y que se largue pronto….

Clementina, sin pronunciar otra palabra, se alejó con paso rápido, elrostro pálido y contraído, los labios trémulos. Lanzóse en el torbellinode los salones y buscó ansiosamente a la intrusa. No tardó muchosminutos en hallarla ¡oh vergüenza! del brazo del marqués de Dávalos.

Estaba espléndidamente hermosa la ex florista con su traje de MaríaEstuardo. Llevaba un sobretodo acuchillado de mangas abiertas, colorcarmesí recamado de oro; un elegante prendido de encaje y menudasflorecillas de esmalte y perlas. Su incomparable belleza irritó aún másla ira de Clementina.

La hermosa odalisca de Salabert, aunque de inteligencia limitadísima,había tenido tiempo a reflexionar que su presencia en el baile podríaacarrear un conflicto. Pero su antojo era tan vivo y desordenado, que deningún modo quiso dejar de satisfacerlo, de lucir su costoso vestido dereina de Escocia. Pensó que podría sortear aquella difícil situaciónyendo a última hora, dando un par de vueltas por los salones yretirándose en seguida. Hizose acompañar de una amiga vieja de aspectovenerable. Amargo desengaño debió de experimentar cuando al penetrar enlos salones y tropezar con una porción de distinguidos salvajes aquienes trataba con intimidad, Pepe Castro, el conde de Agreda,Maldonado y otros, observó que todos le volvían la espalda y seapresuraban a alejarse. Tan sólo el fiel Manolo, el loco marqués deDávalos, la reconoció y consintió en la mengua de ofrecerla el brazo.

Pocos minutos pudo disfrutar de su apoyo la malagueña. Cuando unasonrisa de triunfo plegaba ya sus labios y a paso lento y majestuoso ibadando su apetecida vuelta por los salones, se encontró repentinamentefrente a Clementina. Sin previo saludo ni la más leve inclinación decabeza, ni hacer caso alguno de su acompañante, ésta le puso la mano enel hombro, diciéndola:

—Tenga usted la bondad de escuchar una palabra.

María Estuardo empalideció, titubeó unos instantes, y por fin dijo confirmeza y ademán orgulloso:

—Nada tengo que hablar con usted. A quien deseo ver es al dueño de lacasa, al duque de Requena.

Margarita de Austria le clavó una mirada iracunda, que la otra sostuvosin pestañear. Luego, acercando la boca a su oído, le dijo con rabiosoacento:

—Si usted no me sigue ahora mismo, llamo a dos criados para que lasaquen del salón a viva fuerza.

La reina de Escocia se estremeció; pero tuvo aún ánimos para contestar:

—Deseo ver al señor duque.

—El señor duque no está visible para usted…. ¡Sígame, o llamo!

Y al mismo tiempo echó una mirada en torno como en ademán de cumplir supromesa.

La Estuardo empalideció aún más. Desprendiéndose del brazo de Dávalos lasiguió al fin.

Esta escena había sido observada por varias personas; pero nadie osóseguirlas si no es el demente Manolo, que lo hizo de lejos. La esposade Felipe III se dirigió a la antesala y allí dijo a un lacayo:

—El abrigo de esta señora.

No se habló otra palabra. El lacayo entregó el abrigo. María Estuardo selo puso sin ayuda de nadie, con mano temblorosa. Luego avanzó unoscuantos pasos, y volviéndose de pronto, dirigió una mirada de odiomortal a D.ª Margarita de Austria, que se la devolvió acompañada de unasonrisa de desprecio.

Estaba de Dios que la desgraciada reina de Escocia había de serhumillada siempre. Primero lo fué por su tía Isabel de Inglaterra. Ahorala reina Margarita la ponía sin miramientos de patitas en la calle.Donde encontró a su venerable amiga dentro ya del coche. Al ver elcomienzo de la escena pasada se había escabullido prudentemente. Antesque partiesen, el marqués de Dávalos se juntó a ellas. No sabemos lo quelos salones de Requena ganaron en su aspecto moral con la marcha deMaría Estuardo; pero sí podemos afirmar que perdieron mucho en elestético. Porque, a la verdad, estaba lindísima.

El baile tocaba a su fin. Comenzaron los preparativos para el grancotillón. La muchedumbre se había aclarado un poco. Algunos se fueronantes de terminar el baile, viejos en su mayoría a quienes hacía daño eltrasnochar. Entre las damiselas hubo la agitación y el movimiento queprecede siempre al cotillón. En esta última etapa el baile adquiere unaspecto de recreo familiar muy grato. El arte y la imaginaciónintervienen para arrancarle sensualidad y hacerle un pasatiempoinocente, al estilo de las hermosas fiestas que en el siglo XIV secelebraban en los palacios de Inglaterra y Francia. Para las niñascasaderas suele ser también el momento en que termina el primer acto dela comedia amorosa que han empezado a representar.

Pepe Castro había recibido el consejo de su ex querida Clementinareferente a la conveniencia de festejar a la niña de Calderón, con risacomo ya hemos visto. Sin embargo, no le cayó en saco roto. Mientrasbailaba y bromeaba con otras jóvenes, no dejó de acordarse más de unavez. Al llegar el cotillón se acercó a Esperancita preguntándole siquería ser su pareja, a sabiendas de que esto no podía ser, pues todoslos pollastres se apresuran a pedir tal merced a las damas así queentran en el baile. Pero le convenía para el plan que comenzaba adesenvolverse en su cerebro, fecundo en abstracciones. La niña lo tenía,en efecto, comprometido con el conde de Agreda; mas al oir la demanda deCastro, sintió tales deseos de acceder a ella, que con sorprendenteaudacia respondió que sí.

La duquesa designó como dama directora a la condesa de Cotorraso, a lacual se unió Cobo Ramírez. Este se imponía en todos los bailes comohabilísimo director de cotillones. Tan era así, que muchos días antesdel baile ya había celebrado largas conferencias con Clementina acercade este punto esencialísimo.

Formóse el corro de sillas. Pepe Castro fué a sacar a Esperanza, quetomó su brazo de buen grado. Mas antes de dar un paso llegó el conde deAgreda.

—¡Cómo, Esperancita! ¿No me había usted concedido elcotillón?—preguntó sorprendido.

La audacia no abandonó a la niña, la audacia de la mujer enamorada.

—¡Ay, perdóneme usted, León! Cuando se lo concedí a usted no meacordaba que ya lo tenía comprometido con Pepe—respondió en un tono quepodía envidiar la más consumada actriz.

El conde se retiró diciendo algunas palabras de cortesía, que nopudieron ocultar su mal humor. Cuando quedaron solos, Esperancita,asustada de aquel testimonio de interés que había dado a Castro, seapresuró a disculparse ruborizada.

—La verdad es que no me acordaba de que lo tenía comprometido conLeón…. Y como ya había tomado el brazo de usted … y además el condebaila de un modo que me fatiga mucho….

Pepe Castro no abusó de su triunfo; se manifestó modesto y sumiso. Envez de galantearla descaradamente, adoptó un temperamento másinsinuante, colmándola de atenciones delicadas, estableciendo mayorconfianza entre ellos, mostrándola, en una palabra, mucho cariño, perosin hablarla de amor. La niña rebosaba de dicha. Espezaba a sentirseadorada. Creía que la simpatía y el afecto con que siempre se habíantratado Pepe y ella se transformaban al fin en amor. Su corazón empezó asaltar alegremente dentro del pecho.

También Ramoncito estaba satisfecho con aquel trueque. El conde deAgreda le era de poco tiempo atrás muy antipático, casi tan antipáticocomo Cobo Ramírez, porque empezó a sentir de él los mismos celos que delotro. En cambio, a Pepe Castro considerábalo como su mismo yo; otroconcejal más esbelto. Las atenciones que Esperancita le guardase, lastomaría como dirigidas a su propia persona. Así que, al verlos delbrazo, se conmovió profundamente, y al acercarse a ellos para decirlesalgunas palabras insignificantes no pudo menos de ruborizarse. Pepe lehizo un guiño malicioso como diciendo: "Has triunfado en toda la línea".El joven concejal sintió que se acercaba a pasos de gigante el logro desus esperanzas y el apogeo de su dicha.

El cotillón fué digno remate de aquel baile brillantísimo. La fantasíade Cobo Ramírez, apretada por la gravedad del caso, fascinó a losinvitados con peregrinas trazas y artificios delicados: los tuvoenajenados cerca de una hora. Llamó la atención, y le valió unánimesaplausos, un juego de sortija que se organizó en el medio del salón.Cobo dividió a los caballeros en dos cuadrillas, que tiraronalternativamente flechas con unos primorosos arcos dorados a la sortijasuspendida por una cinta del techo. Los vencedores tenían derecho abailar con las damas de los vencidos, mientras éstos los habían deseguir dándoles aire con el abanico. Organizóse después otro juego decintas para las damas. La vencedora salió un momento del salón yapareció en seguida en un magnífico carro tirado por cuatro lacayosvestidos de esclavos negros: dió así una vuelta rodeada de todas lasdemás, al compás de una marcha triunfal. Estas y otras invenciones nomenos famosas, dejaron para siempre sentada sobre bases sólidas la famadel hijo de los marqueses de Casa-Ramírez.

Terminado el cotillón, comenzó el desfile de la gente. Fué una retiradaestrepitosa. Toda aquella muchedumbre se agolpó en el vestíbulo y en laescalinata, charlando en voz alta, riendo, gritando alguna vez endemanda del coche. El vasto jardín, iluminado por algunos focos de luzeléctrica, ofrecía un aspecto fantástico, inverosímil, como los paisajesde los cosmoramas de feria. Aquellas luces blancas, intensas, hacían aúnmás negro y profundo el follaje, borraban los linderos del parqueextendiéndolo desmesuradamente. La noche era despejada. En el orienteazuleaba ya la aurora. Hacía un frío intenso.

Envueltos en sus gabanesde pieles, los jóvenes salvajes quemaban los últimos cartuchos de suingenio en honor de las hermosas damas que tenían cerca. Los costosos ypintorescos abrigos de éstas chillaban debajo de las bombillaseléctricas. Los caballos piafaban, los lacayos gritaban, y los coches,al acercarse lentamente a la escalinata, hacían crujir la arena de loscaminos. Sonaban golpes de portezuelas, ruido de besos, voces dedespedida. La rueda de los coches, al pasar por delante de la granescalinata, iba arrebatando poco a poco a los que allí estaban paradispersarlos por todo Madrid en busca de reposo.

Pepe Castro se había colocado al lado de Esperancita y la hablabadulcemente al oído. La niña, embozada hasta los ojos, sonreía sinmirarle. Cuando su coche llegó al fin, se estrecharon las manoslargamente.

—Supongo que no nos tendrá tanto tiempo olvidados como hasta ahora; queirá por casa más a menudo—

dijo ella teniendo aún su mano entre las delgallardo salvaje.

—¿Usted quiere de verdad que vaya a menudo por su casa?—dijomirándola fijamente como un magnetizador.

—¡Ya lo creo que quiero!

Al decir esto se ruborizó fuertemente debajo del embozo, y desprendiendobruscamente su mano, siguió a su mamá que entraba en el carruaje.

Pepa Frías había dicho a su hija:

—Mira, chica, cuando nos vayamos, deseo que Emilio me acompañe. Estoynerviosa y no podría dormir si no le ajustase antes las cuentas. Noquiero más escándalos, ¿sabes? Le voy a dirigir el ultimatum

. Sipersiste, tú te vienes conmigo y él que se vaya al infierno.

Estaba furiosa. Su hija, aunque quisiera poner reparos a esto de laseparación, pues adoraba a su infiel marido, no se atrevió. Bajó sumisala cabeza. Cuando llegó el momento de marchar, Pepa se dirigió a suyerno:

—Emilio, haz el favor de acompañarme. Deseo hablar contigo.

"¡Malo!" dijo para sí el joven.

—¿E Irene?

—Que vaya sola. No se la comerán los lobos—respondió ásperamente.

"¡Malísimo!" tornó a decirse Emilio.

En efecto, Irenita dirigiendo ojeadas de temor y ansiedad a su mamá y sumarido, se metió sola en su berlina, mientras ellos subían a la de laprimera.

Cuando el carruaje comenzó a rodar, Emilio, para desarmar a su suegra,quiso, como un chiquillo que era, desviar el rayo sacando unaconversación que pudiese entretenerla.

—¿Ha visto usted qué audacia la de Amparo? La creía capaz de muchosdesatinos, pero no de uno semejante.

Y habló de la Amparo con gran verbosidad sin conseguir que su suegradesplegase los labios. Lo mismo sucedió cuando principió a hacercomentarios acerca de la fortuna de Salabert, de los gastos del baile,del extraordinario honor que había merecido de los soberanos aquellanoche, etc., etc. Pepa reclinada en su rincón, guardaba un silencioferoz que no anunciaba nada bueno. Pero Emilio, sin desanimarse, tocócon habilidad la tecla que responde en todas las mujeres.

—¿Sabe usted, Pepa (así la seguía llamando, lo mismo que cuando eranovio de su hija), que en un grupo donde estaba el presidente delConsejo, oí, sin querer, grandes elogios de usted? Elogiaban mucho eltraje; pero más aún la figura. Decían que no había ninguna niña en elbaile que pudiera competir con la frescura de usted; que tenía usted uncutis como raso, cada día más terso y brillante.

—¡Jesús, qué tontería! Esas son payasadas, Emilio. En otro tiempo, nodigo….

—No, Pepa, no; el cutis de usted es proverbial en Madrid. Ya daría Irene algo por tenerlo como usted.

—¿Es mejor que el de María Huerta?—preguntó con tonillo irónico, dondeno se adivinaba, sin embargo, gran irritación.

Pepa había cambiado de plan: pensó que sería mucho mejor adoptar la víadiplomática. A un chiquillo como Emilio, que no había sido indócil hastaentonces, era fácil atraerlo con el cariño. Aquél, en la oscuridad delcoche, se había puesto colorado.

—El de María Huerta no vale nada.

—Por eso te gusta. Todos los hombres sois lo mismo en eso de cambiarlas orejas por el rabo. Mira, Emilito—añadió cogiéndole una mano,—yotenía que reñirte mucho, hablarte muy seriamente, decirte cosas muyamargas … pero no puedo, tengo un corazón tan estúpido que para todaslas ofensas encuentra disculpas. Hoy has hecho una barrabasada de marca,lo bastante para que Irene se separase de ti; pero a mí se me antoja queno es tan grande como parece, porque eres un chiquillo aturdido. Estoysegura de que tú mismo no te explicas la gravedad de ella….

Pepa continuó su sermón en tono dulce y persuasivo. Emilio, que esperabauna rociada de injurias, quedó gratamente sorprendido. Escuchólo consumisión, y después, con voz conmovida, empezó a disculparse.

Verdad quehabía coqueteado un poco con María Huerta, pero juraba que no estabainteresado por ella. Era una cuestión de amor propio. Cuando él se habíacasado con Irene, esta María había dicho en casa de Osorio que nocomprendía cómo Irene aceptaba por marido un chico tan feo y taninsustancial. Entonces juró que se tragaría aquellas palabras: ya estabaconseguido. Por lo demás ¡qué amor ni qué calabazas! Nunca había estadoenamorado de María Huerta ni pensaba estarlo.

—Yo no podía creer que estuvieses enamorado, porque siempre has tenidobuen gusto…. Porque en resumen, esa mujer no es más que un paquete detrapos…. Si vistes el palo de la escoba como ella, puede muy bienhacer sus veces…. Pero ya ves, Irene lo cree y tienes la obligación deevitarla esos disgustos. Si yo estuviese en su caso no me los darías,monigote—añadió cogiéndole cariñosamente de la oreja—. Ya sabría yotenerte bien amarradito a mis faldas.

—Lo creo—repuso el joven dirigiéndola una larga mirada que nadatenía de filial—. Usted tiene más recursos que Irene.

—¿Pues?—preguntó ella con otra mirada poco maternal.

—Porque usted es una mujer más complicada; que necesita más estudio.

Por lo mismo, no me dejaría tiempo a aburrirme seguramente.

—¿Qué sabes tú de eso, mamarrachillo? Hablas de mí como si me supiesesde memoria.

—¡Qué más quisiera yo!

—¡Vaya, Emilio, no seas payaso! Mira que me estás faltando al respeto.

La conversación siguió en este tono alegre y cariñoso mientras elcarruaje rodaba por las calles sombrías. En aquel rincón oscuro,sacudidos por el vaivén de los resortes y aturdidos por el estrépito delas ruedas al saltar sobre el pavimento, el cuchicheo se hizo cada vezmás íntimo, más insinuante, animado a cada momento por risas ahogadas ypalabritas dulces. De ambos se había apoderado un suave enternecimiento;de Pepa por haber hallado a su yerno tan dócil; éste por ver a su suegratan cariñosa y transigente, creyendo encontrarla hecha una furia.Animado con su éxito, acariciado por aquella dulce confianza querepentinamente se estableció entre ellos, no cesaba de piropearla. Pepase enfadaba o fingía enfadarse, le daba pellizcos feroces, le llamabahipócrita, coquetón, desvergonzado. Concluyó por decir:

—Todo eso que me dices es una farsa tuya. Si fuese verdad me alegraría,porque así tendría cierta influencia contigo para hacerte un buenmarido.

Al salir del coche, con el rostro encendido, más hermosa que nunca, ledijo:

—Sube un momento: tengo que darte el reloj de Irene, que se le haolvidado ayer.

Emilio la subió del brazo y entró con ella en su gabinete.

Mientras tanto, Irenita llegaba a casa en un estado de agitación fácilde comprender en una niña tan sensible y enamorada de su marido. Laconducta de Emilio aquella noche la había trastornado, la había puestoexcesivamente nerviosa. Y para fin de fiesta, la escena violenta quepreveía entre su madre y su marido, de la cual tal vez saldría suruptura definitiva con éste, la llenaba de espanto. Así que, apenassaltó en tierra delante de la puerta, acometida súbito de un vivo eirresistible anhelo, volvió a montar apresuradamente, diciendo alcochero:

—A casa de mamá.

Le abrió el sereno la puerta exterior: la del piso el criado que habíaestado velando y que aguardaba la salida del señorito para irse acostar.

—¿Dónde está mamá?

—En las habitaciones de adelante con el señorito Emilio.

Irenita se dirigió con precipitación a la sala. No estaban allí. Pasóluego al boudoir

. Tampoco, ni se oía el más leve ruido. Entró en elgabinete. Nada. Entonces, sobrecogida de terror, de duda, de ansiedad,lanzóse hacia la alcoba oculta por cortinas de brocatel donde creyópercibir algún rumor. En aquel momento se alzaron las cortinas yapareció su marido agitado y descompuesto, contemplándola con ojos deespanto. Irenita dió un grito y se desplomó sobre el pavimento.

XII

#Matinée religiosa.#

Pocos días después, a las once de la mañana de un viernes de Cuaresma,el salvaje más elegante de Madrid salía de un sueño tranquilo y profundocon el firme propósito de casarse con la hija de Calderón. Abrió losojos, los paseó por los adornos hípicos que colgaban de las paredes desu cuarto, se desperezó con elegancia, bebió un vaso de limón que teníasobre la mesa de noche y se preparó a levantarse. No afirmaremos que elmencionado propósito viniese a su espíritu durante el sueño; pero esinnegable que debió de operarse en él una misteriosa labor que lofavoreció sensiblemente. Porque en el momento de acostarse, Castro sólopensaba vagamente en esta unión provechosa. Al abrir los ojos, sudecisión de lograr la mano de Esperancita por cuantos medios estuviese asu alcance era ya irrevocable. Felicitemos, pues, de todo corazón a laafortunada niña y sigamos atentamente al noble salvaje en la tarea deperfeccionar la obra primorosa que la Naturaleza había llevado a cabo alcrearle.

El criado tenía ya el baño dispuesto. Después de dar un vistazo alespejo para observar el semblante del día, esto es, el suyo, cogió unasbolas de hierro e hizo con ellas algunos movimientos. Tomó un florete yse tiró a fondo unas cuantas veces. En seguida aplicó unas docenas depuñetazos rectos sobre la almohadilla de un dinamómetro. Hecho lo cualcreyó llegado el instante de meterse en el agua. Dentro de ella sehallaba aún cuando apareció en la habitación, sin previo anuncio, ManoloDávalos.

—Pepe, tengo que hablarte de una cosa muy seria—, dijo el lunáticomarqués, con aparato de misterio, los ojos más extraviados que nunca.

—Aguarda un poco: déjame salir del baño.

—Sal pronto, que corre prisa.

El marquesito se levantó de la silla donde se había sentado y comenzó adar vueltas por la estancia con cierta agitación estrambótica, a la cualya estaban acostumbrados sus amigos. No podía estarse quieto cincominutos. Si cualquiera hiciese al cabo del día la mitad de movimientosque él, caería rendido antes de llegar la noche. Castro seguía susmovimientos con ojos burlones y desdeñosos. Pero estos ojos se tornaronserios e inquietos al ver que su amigo se acercaba a la mesa de noche yse ponía a jugar con un precioso revólver que allí tenía.

—Mira que está cargado, Manolo.

—Ya lo veo, ya—respondió éste sonriendo; y volviéndose de pronto:

—¿Qué dirían en Madrid, si yo te matase ahora de un tiro?

Pepe Castro sintió cierto hormigueo en la espalda, que no era producidosolamente por el agua, y rió de un modo extraño.

—Y que, hoy por hoy, lo podría hacer impunemente—siguió muy risueño elmarqués—. Porque como todos dicen que estoy loco….

—¡Je, je!

El tenorio volvió a reir como el conejo. No era cobarde: al contrario,tenía fama de quisquilloso y espadachín: pero, como casi todos losvalientes, necesitaba público. La perspectiva de una muerte oscura amanos de un loco, no le hizo maldita la gracia. Los ejemplos de Séneca,Marat, y otros hombres notables que murieron violentamente en el baño,no lograron darla ninguna amenidad, quizá porque no tuviese noticia deellos. El marqués avanzó con el revólver amartillado, diciéndole:

—¿Qué dirían en Madrid? ¿eh? ¿qué dirían?

Castro se sitió penetrado de frío como si estuviese metido entre hielo yno en agua tibia. Pero tuvo aún serenidad para gritarle:

—¡Deja ese revólver, Manolo! Si no lo dejas no vuelves a ver en tu vidaa Amparo.

—¿Por qué?—preguntó aquél bajando el arma con el desconsuelo pintadoen los ojos.

—Porque yo no quiero; porque la aconsejaré que no te deje entrar más ensu casa….

—Bueno, hombre, no te incomodes…. Ha sido una broma—replicóapresurándose a colocar el revólver en su sitio.

Castro salió al instante del baño. Lo primero que hizo, cuando estuvoenvuelto en el capuchón turco con que se secaba, fué coger el revólver yguardarlo bajo llave. Tranquilo ya, pero irritado por el susto que sumajadero amigo le había dado, comenzó a hablarle en tono malhumorado ydespreciativo, mientras delante del espejo prodigaba a su bella figura,con el respeto debido, todos los cuidados a que era acreedora.

—Vamos a ver, hombre, desembucha ese secreto…. Será una gansada delas que tú acostumbras….

Desengáñate, Manolo, que tú ya no estás parasalir a la calle. Debes ponerte en cura—decía mientras se frotaba losbrazos con una pomada olorosa que había tomado de la batería de tarros yfrascos de todos tamaños que tenía delante.

El marqués echó mano al bolsillo, y sacando la cartera y de ella unbilletito de mujer, dijo con no poca solemnidad:

—Amparo me acaba de escribir esta carta. Deseo que te enteres de ella.

Pepe no volvió siquiera los ojos para mirar el documento que su amigo leexhibía. Absorto en la tarea de atusarse el bigote con un cepillito debarba, repuso en tono distraído:

—¿Y qué dice la Amparo?

El marqués le miró sorprendido de la poca importancia que daba a aquellapreciosa misiva.

—¿Quieres que te la lea?

—Si no es muy larga….

Manolo la desdobló con el mismo cuidado y respeto que si fuese unautógrafo de Santa Teresa de Jesús y leyó con voz conmovida:

"Mi queridísimo Manolo: Hazme el favor de