La Espuma-Obras Completas de D. Armando Palacio Valdés, Tomo 7 by Armando Palacio Valdés - HTML preview

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, no para ti y para mí.

—¡Eso es inevitable, Pepe!—exclamó el concejal en un estado tan tristey miserable que daba pena verlo.

—Bien, pues si no puedes vencer esa

chifladura

, lo mejor es no darlaa conocer. ¿Por qué tratas de persuadir a Esperancita de que te muerespor ella?

¿Crees que eso sirve para algo? Procura convencerla de locontrario y verás cuánto mejor es el resultado.

—¿Qué quieres que haga?—preguntó con angustia.

—Que no te manifiestes tan rendido, hombre. Que no seas tan melón. Novayas tanto a su casa. No la mires con ojos de carnero a medio degollar.Llévale la contraria cuando diga alguna tontería: insinúala que haymujeres que te gustan mucho más. Date un poco de tono, y ya veras cómoel asunto toma mejor aspecto….

—¡No puedo, no puedo, Pepe!—exclamó Ramoncito pasándose la mano por lafrente en el colmo de la congoja—. Al principio todavía era dueño demí; podía hablarle con desembarazo y coquetear con otras….

¡Hoy me esimposible! Así que la tengo delante me aturdo, me atortolo, no digo másque necedades. Si la encuentro de mal humor sobre todo. Cadacontestación suya me deja helado. No puedes figurarte qué tono tandisplicente sabe sacar esa chiquilla cuando quiere. Si trato de hablarcon otra, basta que Esperanza me ponga la cara risueña para que la dejeinmediatamente. He llegado a pasar un mes sin dirigirle apenas lapalabra; pero al fin no pude resistir más y volví a entregarme. Prefierosu conversación, aunque me maltrate, a la de todas las demás….

Ambos guardaron silencio como si caminasen bajo el peso de una gravedesgracia. Pepe Castro meditaba.

—Estás perdido, Ramón—dijo al fin tirando la punta del cigarro yfrotando la boquilla con el pañuelo antes de guardarla—. Estáscompletamente perdido. Todo eso que me cuentas no tiene sentido común.Si supieses conducirte no hubieras llegado a semejante estado. A lasmujeres se las trata siempre con la punta de la bota: entonces marchanadmirablemente….

Después de verter estas breves y profundas palabras, se paró delante deun escaparate.

—Hombre, mira qué collar tan bonito. Si le viniese bien al Perl

se locompraba.

Ramoncito miró el collar sin verlo, enteramente absorto en sustristísimos pensamientos.

—Pues, sí, Ramoncillo—continuó el distinguido salvaje echándole unbrazo sobre el hombro—, estás perdido…. Sin embargo, yo mecomprometía a lograr que Esperanza te quisiera con tal que hicieses loque te he dicho…. Ensaya mi método.

—Ensayaré lo que quieras. Deseo salir a todo trance de estasituación—repuso el concejal conmovido.

—Pues mira, por lo pronto no irás a casa de Calderón sino cada ocho odiez días…. Iremos juntos o nos encontraremos allá. No debes quedarsolo: en un momento de debilidad echarías a perder toda la obra.Hablarás poco con Esperanza y mucho con las chicas que allí estén.Procura ensalzar a las rubias, a las altas, a las blancas, en fin, a lasmujeres que tienen el tipo opuesto al de ella y no dejes deentusiasmarte bastante. Llévale la contraria, pero sin apurarte mucho.Eres muy testarudo y no conviene disputar demasiado. Un tono suave ydespreciativo surte mejor efecto. Lo más conveniente es que me mires devez en cuando. Yo te haré alguna seña con disimulo: de este modo irássiempre pisando en firme….

Todavía, antes de llegar a la puerta de la casa de Calderón, tuvo tiempoCastro para ampliar con otros valiosos datos esta gallarda muestra de sutalento didascálico. Sólo una inteligencia maravillosamente perspicuaunida a larga y aprovechada experiencia, sólo un espíritu refinado podíapenetrar tan hondamente en el secreto conflicto que la resistencia deEsperanza a consagrar su corazón a Ramoncito, había creado. Al mismotiempo era el único que podía darle una solución satisfactoria. El jovenconcejal llegó al domicilio de su adorada en un estado de relativatranquilidad. En cuanto a sus propósitos íntimos, sólo podemos decir queiba determinado a revestirse de un gran aspecto de dignidad y a oponerabierta resistencia a las tendencias invasoras de la niña de Calderón.

Para comenzar juzgó oportuno meter las manos en los bolsillos y plegarlos labios con una sonrisilla irónica y protectora. De esta suerte entróen el gabinete donde estaba reunida la familia del opulento banquero,balanceando la cabeza como si no pudiese con ella a causa del númeroincalculable de pensamientos que guardaba dentro, de los modaleselegantes a los modales groseros no hay más que un paso, como de losublime a lo ridículo. Así que, no nos atrevemos a asegurar queRamoncito, en la primera etapa de su conversación con Esperancita, semantuviese siempre del lado de acá de la elegancia. Hay algún fundamentopara pensar que no fué así. Lo que, salvando nuestra conciencia dehistoriadores veraces podemos afirmar, es que Esperancita tardó bastantetiempo en advertirlo, y que después de advertirlo no causó en ella lahonda impresión que debía esperarse.

En el gabinete costurero donde los introdujeron, estaban bordando D.ªEsperanza, Mariana y Esperancita. O

hablando con exactitud, las quebordaban eran doña Esperanza y Esperancita: Mariana se mantenía sentadaen una butaca, mirando al vacío en perfecto estado de inmovilidad. PepeCastro y Ramón eran amigos íntimos de la familia y se les recibía sinceremonia y con agrado. Después de algunos elusivos apretones de manos,con la sola excepción del de Maldonado a Esperancita, que no llegó arealizarse porque aquél se distrajo intencionalmente para dar comienzodigno a la gran serie de desaires de todas clases con que pensabaatormentar a su adorada, acomodáronse en sendas sillas. Pepe al lado deMariana; Ramón junto a D.ª Esperanza. Antes de hacerlo, el jovenconcejal tuvo ya un momento de debilidad. Viendo a Esperancita algoapartada de su madre y abuela, pensó que era propicia ocasión paramantener con ella conversación secreta, y vaciló en llevar allá susilla. Una mirada expresiva de Castro le hizo volver en su acuerdo.

—Buenos ojos le vean a usted, Pepe—dijo Esperancita clavando lossuyos, risueños y nada feos, en el famoso salvaje.

—Preciosos son los que le están viendo ahora—se apresuró a decir Ramoncito.

Castro, antes de responder, le volvió a mirar severamente. El concejal,aturdido, dijo para amenguar un poco su torpeza:

—Porque ésta es la familia de los ojos bonitos.

—Gracias, Ramón. Ya empieza usted a ser falso como todos lospolíticos—manifestó Mariana.

—¡Siempre justiciero, Mariana!—exclamó aquél, rojo de placer, oyéndosellamar hombre público.

—¿Cuántos días hace que no he estado aquí?—preguntó Castro a la niña.

—Lo menos quince…. Verá usted: ha estado la última vez, un lunes….

Estaba aquí Pacita…. Hoy es sábado…. Trece días justos.

Nunca había tenido tan presentes los días en que Maldonado visitaba lacasa. Castro acogió esta prueba de interés con indiferencia.

—Pensé que no hacía tantos días…. ¡Cómo se pasa el tiempo! añadióprofundamente.

—¡Claro! A usted se le pasa volando, lejos de nosotros.

El joven sonrió bondadosamente y pidió permiso para encender un cigarro.

Después dijo:

—No; aún se me pasa más de prisa al lado de ustedes.

—¿Más que en casa de tía Clementina?—preguntó la niña en un tonoinocente que hacía dudar de su intención.

Castro se puso serio y la miró fijamente. Sus relaciones con la hija deSalabert se habían mantenido hasta entonces bastante secretas. El que sedescubriesen en casa de la hermana del marido, le inquietó.

Esperancitase puso como una cereza bajo la penetrante mirada del joven.

—Lo mismo—concluyó por decir con frialdad—. Todos son buenos amigos.

—¿Va usted hoy a casa de mi cuñada?—dijo Mariana sin advertir lo quepasaba.

—Iremos Ramón y yo: ¿no es sábado hoy? ¿Y ustedes?

—Yo no tengo gana de recepción. Hace unos días que me encuentro un pocomolesta de la garganta.

—No digas que estás enferma, mamá. Dí que te gusta más meterte en lacama temprano—manifestó Esperancita con mal humor.

La madre la miró con sus ojos grandes, apagados.

—Tengo la garganta irritada, niña.

—¡Qué casualidad!—exclamó ésta en tonillo irónico—. No te he oído esohasta ahora.

—Si es que tú tienes ganas de ir—repuso Mariana acabando deadivinarlo—, que te lleve tu papá.

—Bien sabes que papá, no saliendo tú, no quiere salir.

El tono de Esperancita revelaba despecho. Por los ojos de Ramoncito pasóun relámpago de alegría legítima y dirigió una mirada de triunfo a suamigo Pepe. La niña mostraba deseos de ir desde que supo que élasistiría también.

La conversación comenzó a rodar sobre lugares comunes, deteniéndose conpredilección en el más común de todos en la corte, o sea sobre losartistas del teatro Real. Se habló de la belleza de la Tosti.

Ramoncito,enternecido por el triunfo que acababa de obtener, quiso negársela;maldijo de las mujeres altas, y sobre todo de las rubias. A él no legustaban más que los tipos morenitos, carirredondos, de mediana estaturay de ojos negros (en fin, el de Esperancita; no le faltaba más quenombrarla). Su amigo Pepe, alarmado por este desahogo que daba al trastecon todos los planes de asedio en que habían convenido, le hizo unaporción de guiños disimulados hasta que consiguió traerlo al buencamino. Pero lo hizo tal mal, esto es, comenzó a contradecirse de unmodo tan lamentable, que las señoras se lo hicieron notar en seguida.

Seaturdió y se hizo un lío, del cual no hubiera podido salir sin un capoteque muy a tiempo le echó su amigo y maestro. Para reparar un poco latorpeza se puso a contarles lo que había pasado el día anterior en elAyuntamiento, con tales pormenores, que Mariana no tardó en bostezarcomo una bendita que era, y D.ª

Esperanza se enfrascó en su bordado ydió señales de estar pensando en cosas muy distintas.

Esperancitaterminó por hacer una seña a Castro para que se acercase. Este obedeciótrasladándose a una sillita cerca de la de ella.

—Oiga, Pepe—le dijo la niña en voz baja y temblorosa—. Hace poco lehe visto a usted ponerse serio conmigo. No sé si habré dicho algo que lepudiera molestar. Si fué así, perdóneme.

—No sé a qué alude usted. A mí no puede molestarme nada de lo que mediga una niña tan linda y tan simpática como usted—manifestó el jovencon su bella sonrisa de sultán.

—Me alegro de que haya sido únicamente aprensión…. Muchas gracias porlas flores, si es que usted las siente, que lo dudo…. A mí me doleríaen el alma causarle a usted un disgusto….

Al decir estas últimas palabras, la niña se ruborizó hasta las orejas.

—Pues tengo noticia de que es usted aficionada a darlos.

—¡Oh, no!

—Eso dice mi amigo Ramón.

El rostro de Esperancita se oscureció al oir este nombre. Una arruguitasevera cruzó su frente virginal.

—No sé por qué lo dice.

—¿No le remuerde a usted nada la conciencia?

—Ni pizca.

—¡Oh, qué corazón tan emperdenido!

—¿Por qué? Si le he proporcionado alguna pena será que él se la habrábuscado.

—Eso mismo le he dicho yo…. Pero, en fin, creo que el enfermo ya estáen vías de curación y que no se pondrá más al alcance de sus dardos….Le veo bastante más alegre y despreocupado de algunos días a esta parte.

Castro trabajaba sinceramente y de buena fe por su amigo.

—Mucho me alegraría de que así sucediese—respondió la niña conperfecta naturalidad.

Castro hizo una defensa apasionada de su amigo, lo recomendó con todaeficacia a la benevolencia de Esperanza. Mas al verter en el oído deésta algunas exageradas frases de elogio, el tono displicente con quelas pronunciaba y la sonrisa burlona que no se le caía de los labios,las desvirtuaban bastante. Aunque así no fuese, la hija de Calderón lashubiera acogido con la misma hostilidad.

—¡Vamos, Pepe, usted tiene ganas de guasearse!

—¡Que sí, Esperancita, que sí! Ramón tiene un gran porvenir y no seríadifícil que con el tiempo le veamos ministro.

El concejal, mientras tanto, explicaba con la fluidez que lecaracterizaba, a Mariana y D.ª Esperanza, de qué modo había descubiertoun fraude de consideración en los derechos de consumos.

Trescientoscincuenta jamones se habían introducido, hacía pocos días, de matute conla anuencia de algunos empleados del municipio. Ramoncito pensaba llevara estos empleados a la barra en brevísimo plazo. Mariana le suplicabaque no fuese excesivamente severo con ellos; serían tal vez padres defamilia. Mas no lograba ablandarle. Indudablemente, sus principios dejusticia municipal eran más inflexibles que sus músculos cervicales, ajuzgar por el número incalculable de veces que volvía la cabeza hacia elsitio en que Esperancita y Pepe departían. No estaba celoso. Teníaconfianza plena en la lealtad de su amigo. Pero le gustaba que suadorada le escuchase cuando pronunciaba las frases: "

a la barra

", "

yopienso dictaminar en mal sentido

", "

la ley municipal exige que losaforos

",

etc.

, a fin de que el ángel de sus amores se fuerapenetrando de los altos destinos a que la suerte la tenía reservadauniéndose a un hombre tan enérgico y tan administrativo. Todos aquellosdiscursos pronunciados en alta voz, no eran más que una continua ytierna invitación para que de una vez entrase

"en el terreno de laformalidad".

Oyéronse en esto pasos en la habitación contigua, y una tos que lospresentes conocían admirablemente. D.ª

Esperanza, al escucharla, entregócon precipitación, mejor dicho, arrojó la labor que tenía entre manos enel regazo de su hija. Cuando Calderón entró, Mariana bordaba conafectada aplicación mientras su Madre se mantenía mano sobre mano, comosi hiciese largo rato que se hallase en tal postura. Ramoncito y Castroapenas se fijaron en esta maniobra. La razón de ella era que Calderón noperdonaba a su esposa la apatía, la pereza, juzgando estos vicios comoverdaderas calamidades, considerándose muchas veces desgraciado porhaberse unido a una mujer tan holgazana. No es que el trabajo de ellaimportase poco ni mucho en su casa; pero su temperamento de trabajadorinfatigable se revelaba en presencia de otro tan diametralmentecontrario. La flojedad, el abandono de Mariana crispaban sus nervios,daban lugar a agrias contestaciones y a reyertas frecuentes. Ella sedefendía suavemente. Alegaba que sus padres no la habían criado parajornalera, porque tenían medios suficientes para hacerla vivir comoseñora. Con esto D. Julián se enfurecía aún más; gritaba que todo elmundo tiene el deber de trabajar, por lo menos de hacer algo.

Lacompleta ociosidad es incomprensible. La mujer está obligada a cuidar deque no se desperdicie la hacienda de la casa, ya que no contribuya aacrecentarla, etc., etc. En fin, que la causa de los disgustosdomésticos era esta irremediable holgazanería de la señora. D.ªEsperanza era muy diversa de su hija. Temperamento activo, vigilante,tan avara o más que su yerno, no podía jamás estar un cuarto de hora sintener algo entre manos. En los negocios interiores de la casa no teníaintervención muy señalada.

Calderón se complacía en ordenarlo ymanejarlo por sí mismo todo. Y esto significa una contradicción quedebemos hacer resaltar para que se comprenda bien su carácter. Quejábaseamargamente porque su mujer no servía para llevar el gobierno de lacasa, porque él se veía obligado a hacerse cargo de él; y no obstante,sabiendo que su suegra servía muy bien para el caso, no queríaentregárselo. Esto hace sospechar que, aunque Mariana fuese un prodigiode actividad y de orden, no consentiría tampoco en abandonar ladirección de los asuntos interiores como de los exteriores. Su carácterreceloso y sórdido le hacía preferir siempre el trabajo al descanso.Quisiera tener cien ojos para ponerlos todos sobre los objetos de supertenencia.

Doña Esperanza también deploraba el carácter de su hija; marchaba muy deacuerdo con la ruindad de su yerno, ayudándole no poco en la vigilanciade la casa. Mas, aunque la reprendiese a menudo por su apatía, como alfin había salido de sus entrañas, le dolía que Calderón lo hiciese,sentía vivamente las reyertas matrimoniales. Por eso, siempre que podíalas evitaba aunque fuese a costa de un sacrificio, tapando las faltas deMariana, haciéndose ella misma voluntariamente culpable de ellas. Talera la razón de haberle entregado con tanta premura el cojín que estababordando.

D. Julián entró con un libro en la mano, que no era el

Diario

, ni el

Mayor

, ni el

Copiador de cartas

, sino lisamente el folletín de

LaCorrespondencia

, que acostumbraba a recortar con gran esmero y luegocosía. Aunque parezca raro, D. Julián era aficionado a las novelas; perono leía más que las de

La Correspondencia

, las piadosas que regalabana su hija en el colegio. Por impulso propio no había entrado jamás enuna librería a comprar alguna. No sólo era aficionado a leerlas, sino loque aun es más raro, se enternecía notablemente con ellas. Porqueguardaba en su pecho un gran fondo de sensibilidad. Era una flaqueza desu organismo, lo mismo que el asma y el reuma. Las desgracias delprójimo, la miseria, le compadecían extremadamente. Si pudiesenremediarse de cualquier otro modo que no fuese con dinero, es seguro quelas haría desaparecer en seguida. Los rasgos de generosidad le hacíanllorar de entusiasmo; pero se juzgaba, y con razón, impotente parallevarlos a cabo. Así y todo hacía esfuerzos supremos por violentar sunaturaleza. En realidad, no era de los ricos menos limosneros quehubiese en Madrid. Tenía una cantidad fija destinada a los pobres y lesllevaba la cuenta en sus libros como si fuesen acreedores. Una vezagotada la cantidad mensual, creemos que si viese morirse de hambre enla calle a un desgraciado, no le socorrería con una peseta, no por faltade sensibilidad, sino por las profundas raíces que tenían en su corazónlos números. La idea de desprenderse de algo suyo por otro medio deenajenación que no fuese la compra-venta, era para él casiincomprensible. Sus limosnas tenían por esto un mérito muy superior alas de otras personas.

Cuando entró en el costurero manifestaba en el rostro señales dehallarse conmovido. Después de haber saludado a los forasteros, profiriósentándose en una butaca:

—Acabo de leer en esta novela un capítulo precioso … ¡precioso!… Nopude resistir a la tentación de venírselo a leer a éstas….

Se detuvo porque no se atrevía a proponérselo a Castro y Ramoncito,aunque lo deseaba. Era muy amigo de leer en alta voz, por lo mismo quelo hacía medianamente. Mariana se complacía mucho en oir leer. De modoque, por este lado, marchaba bien el matrimonio.

—Léelo, hombre…. Creo que a Pepe y Ramón no les molestará—dijoaquélla.

Castro hizo un leve signo de aquiescencia, Ramoncito se apresuró amanifestar con ademanes extremosos que tendrían un gran placer … queél era muy aficionado a los bellos capítulos, etc. ¡Pocas gracias!Viniendo del padre de su amada, sería capaz de escuchar con atención lalectura de la tabla de logaritmos.

D. Julián se caló las gafas y se puso a leer, con una voz blanca de golaque tenía reservada para estas ocasiones, cierto capítulo en que sedescribían los sufrimientos de un niño perdido en las calles de París.Al instante comenzaron a arrasársele los ojos y a alterársele la voz.Concluyó por anudársele de tal suerte, que apenas se le entendía.Ramoncito se vió necesitado a tomarle el legajo y a continuar la lecturahasta el fin.

Castro, en presencia de aquellas ridiculeces, ocultaba susonrisa de hombre superior detrás de grandes bocanadas de humo.

Terminado el capítulo y comentado en los términos más lisonjeros paratodos los presentes, Mariana volvió los ojos hacia su labor. Observó queiba a hacer falta un pedazo de seda para el forro, pues estaba a puntode terminarse. D.ª Esperanza, con quien comunicó este pensamiento, fuéde la misma opinión.

—Ramoncito—dijo la primera—hágame el favor de oprimir ese botón.

El concejal se apresuró a cumplir el mandato. Al cabo de un instante sepresentó la doncella de la señora.

—Tiene usted que salir a comprar una vara de seda—le dijo ésta.

La doméstica, después de enterarse de las particularidades del encargo,se dispuso a salir para darle cumplimiento. D. Julián, que habíaescuchado atentamente, la detuvo con un gesto.

—Aguárdese un momento…. Voy a ver si por casualidad tengo yo lo queles hace falta.

Y salió con paso vivo de la estancia. No tardó tres minutos en regresarcon un paraguas viejo entre las manos.

—A ver sí os puede servir la seda de este paraguas—dijo—. Me pareceque es del mismo color….

Castro y Maldonado cambiaron una mirada significativa.

Mariana lo tomó ruborizándose.

—En efecto, es del mismo color … pero está todo picado…. No sirve.

Esperancita fingía estar absorta en su labor; pero tenía el rostro comouna amapola. Tan sólo D.ª Esperanza tomó en serio el asunto y lodiscutió. Al fin fué desechado, con disgusto del banquero, que quedómurmurando algunas frases poco halagüeñas acerca del orden y economía delas mujeres.

Ramoncito ya no podía sufrir más aquella pena de Tántalo a que laexperiencia de su amigo le condenaba.

No cesaba de mirar hacia el sitiodonde éste y Esperancita departían. Principió por levantarse de la sillacon pretexto de estirar un poco las piernas y dió unos cuantos paseos.Poco a poco fué acercándose a ellos: concluyó por detenerse delante.

—Qué tal, Esperanza…. ¿Hace mucho que no ha visto a su amiga Pacita?

¡Qué pretexto tan burdo para detenerse! El mismo lo comprendió así y seruborizó al pronunciar estas palabras. Castro le dirigió una miradafulminante; pero, o no la vió, o se hizo como que no la veía.Esperancita frunció el entrecejo y contestó secamente que no se acordabacon precisión.

Esto bastaría para que cualquiera se diese por advertido. Ramoncito nose dió. Antes quiso prolongar la conversación con frases absurdas oinsustanciales. Hasta tuvo conatos de agarrar una silla y sentarse allado de ellos: pero Castro se lo impidió dándole, al descuido, un ferozy expresivo pisotón en los callos que le hizo volver en su acuerdo.Continuó, pues, su paseo melancólico y no tardó en sentarse de nuevojunto a sus futuras suegra y abuela. Al poco rato estaba empeñado en unadiscusión animada con Calderón sobre si el adoquinado de las callesdebía de hacerse por contrata o por administración. De buena ganahubiera cedido.

Su interés estaba en hacerlo, porque al fin se tratabadel hombre en cuya mano estaba su felicidad o su desgracia; pero aquelpícaro temperamento terco y disputón con que la naturaleza le dotara, learrastraba a proseguir, aunque veía a su suegro encendido y a punto deenfadarse.

Afortunadamente para él, antes que llegase este punto, se presentó en laestancia un criado.

—¿Qué hay, Remigio?—le preguntó el banquero.

—Acaba de llegar un amigo del Pardo, el cochero de los señores deMudela, y me ha dicho que el señorito Leandro se encontraba un pocoenfermo….

—¡Claro! ¡Qué le había de pasar a ese chiquillo!… No estáacostumbrado a tales juergas. Toda la vida en el colegio o pegado a lasfaldas de su madre. De pronto le sacan a esta vida agitada…. ¿Y qué eslo que tiene?

Leandro era un sobrino carnal de D. Julián, hijo de una hermana queresidía en la Mancha. Había venido a pasar una temporada a Madrid y lapasaba alegremente reunido a otros muchachos de la misma edad.

Paracierta excursión de campo había pedido a su tío el carruaje. Este, porno ofender a su hermana a quien por razón de intereses estaba obligado aguardar consideraciones, se lo había otorgado, aunque con gran dolor desu corazón.

—Me parece que le ha hecho daño el sol y la comida….

—Bueno, una indigestión…. Eso pasará pronto.

—Yo creo que debías ir allá, Julián—, manifestó Mariana.

—Si hubiese necesidad, claro que iría. Pero por ahora no la veo…. Dítú, Remigio, ¿no puede trasladarse aquí? ¿Se ha quedado en la cama?

—Ahí está el caso, señor—, dijo el criado dando vueltas a la gorra ybajando los ojos como si temiese dar una noticia muy grave—. Lacuestión es que una de las yeguas, la Primitiva

, está enfosada.

Calderón se puso pálido.

—¿Pero no puede venir?

—No, señor, está bastante malita, según dice el cochero de Mudela….

¡Claro! como esos chicos no entienden, la han hartado de agua….

D. Julián se levantó presa de violenta agitación, y sin decir palabrasalió de la estancia seguido de Remigio.

Castro y Ramoncito cambiaron otra vez una mirada y una sonrisa.

Esperancita las sorprendió y se puso colorada.

—¡Qué a pecho toma papá estas cosas!

—¡Podría no tomarlo, niña!—exclamó D.ª Esperanza con voz irritada—.Un tronco que ha costado quince mil pesetas…. ¡Pues digo yo si es unagracia de Leandrito!

Y siguió buen rato desahogando su furia, casi tan grande como la de suyerno. Castro y Ramoncito se levantaron, al fin, para irse. Mariana, quehabía tomado con mucha filosofía la desgracia, les invitó a comer.

—Quédense ustedes…. Ya ha pasado la hora de paseo.

—No puedo—dijo Castro—. Hoy como en casa de su hermano.

—¡Ah! verdad que es sábado, no me acordaba. Nosotras iremos (si noestoy peor) a las diez, a la hora del tresillo.

—¿Come usted todos los sábados en casa de tía Clementina?—preguntólepor lo bajo Esperancita con inflexión extraña.

El lechuguino la miró un instante.

—Casi todos como en casa de su tío Tomás.

—Tía Clementina es muy guapa y muy amable.

—Esa fama goza—repuso Castro un poco inquieto ya.

—Tiene muchos admiradores. ¿No es usted uno de los entusiastas?

—¿Quién se lo ha dicho a usted?

—Nadie; lo supongo.

—Hace usted bien en suponerlo. Su tía es, a mi juicio, una de lasseñoras más hermosas y distinguidas de Madrid…. Vaya, hasta otro rato,Esperancita.

Y le alargó la mano con un aire displicente que hirió a la niña. Eldespecho de ésta se manifestó llamando a Ramoncito, que se mantenía unpoco alejado.

—Y usted, Ramón, ¿por qué no se queda? ¿Come usted también en casa detía Clementina?

—No: yo no….

—Pues quédese usted, hombre. Ya procuraremos que no se aburra.

—¡Yo aburrirme al lado de usted!—exclamó el concejal, casidesfallecido de placer.

—Nada, nada: definitivamente se queda ¿verdad? Que se vaya Pepe, ya quetiene otros compromisos.

Ramoncito iba a decir que sí con todas las veras de su alma; mas porencima de la cabeza de la niña, Castro principió a hacerle signosnegativos, con tanta furia, que el pobre dijo con voz apagada:

—No … yo tampoco puedo….

—¿Por qué, Ramón?

—…Porque … tengo que hacer.

—Pues lo siento.

El concejal estaba tan conmovido que apenas pudo murmurar algunaspalabras de gracias. Salió de la estancia casi a rastras. Una vez en lacalle, Pepe le felicitó calurosamente y le anunció que aquella firmezadaría buenos resultados. Pero él acogió las enhorabuenas con marcadafrialdad. Se obstinó en guardar silencio hasta su casa, donde su amigo ymaestro le dejó al fin llena la cabeza de lúgubres presentimientos y mástriste que la noche.

VII

#Comida y tresillo en casa de Osorio.#

Al día siguiente d