La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Clara estaba tan consternada y era tan resuelta su actitud, queBozmediano empezó á dudar del éxito de su aventura, y estuvo unrato indeciso.

—Clara—prosiguió sentándose con familiaridad,—tu no me conoces. Nosabes de lo que yo soy capaz. Yo soy capaz hasta de sofocar missentimientos haciendo por tu felicidad el sacrificio de la mía. Tú no meconoces, ni aciertas á juzgarme, ni ves en esta empresa que acometo otracosa que una intención dañada y vil. Si viera junto á ti á algunapersona capaz de sacarte de esta miseria, no me opondría á que medijeras, como me has dicho, que no me quieres ver. Yo dejaría entonces áotro el orgullo de quererte y hacerte feliz; pero esto no es posible. Tusituación es tan desesperada, que quiero salvarte á pasar tuyo,arrostrando hasta tu ingratitud, que es lo que más temo. Si me ves aquí,es porque nadie existe en esta casa que pueda ampararte.

—Bien: yo lo agradezco, señor caballero; pero déjeme usted. ¡Ay! Si Lázaro sabe que ha estado usted aquí….

—Si lo sabe, nada le importa. El no piensa más que en política; ni enaquella cabeza hay la discreción y la astucia que tú necesitas parasalir de aquí. En aquel corazón no caben más que las desenfrenadas yvulgares pasiones del pueblo, capaces tal vez de un hecho notable, peroinútiles para consolar á un ser débil y delicado.

—Sí, él me salvará: yo lo sé—repitió Clara un poco menos asustada ymás triste.—No, no lo esperes.

—Sí, lo espero. ¿Por qué no lo he de esperar? ¿Por qué me dice ustedeso? ¿Qué sabe usted lo que él puede hacer por mi?

—¿Pero es posible que le quieras tanto?—dijo Bozmediano, que no creíaencontrar tanta firmeza.

—Sí, le quiero. Pero usted, ¿á qué me pregunta esas cosas?

—Lo pregunto por saberlo—dijo con mucha calma el militar.—Ahorarepito que tú no sospechas de qué acciones soy yo capaz. ¿Creerás que esposible, si me pruebas que le quieres tanto, que yo le comprenda en estaprotección generosa que te consagro, y me interese por los dos tantocomo ahora me intereso por ti?

Pero falta una condición para esto. Dudomucho que él te quiera como tú mereces, y si es como yo sospecho, lecreeré un hombre indigno y le apartaré de ti cuanto pueda. Le saqué dela cárcel para probarte que procedo en estas cosas, como en todo, conbuena fe y caballerosidad. Cuando te vi por primera vez, y comprendí loque era tu vida, la poca esperanza de tu porvenir y la bondad de tucorazón, me dió tanta lástima, que … no sé … casi te amé desde aquelmomento como ahora. Para mí fué entonces el amor tan poco egoísta, queno entraba para nada mi persona en las cavilaciones que día y nocheocupaban mi imaginación. Después supe que existía, un joven á quien túquerías mucho; supe que este joven estaba preso y le puse en libertadpor ti y para ti. Nunca tuve intención de apartaros á los dos; alcontrario, mi deseo era uniros si él lo merecía. Pues bien: yo me heconvencido de que él no merece tal cosa y es indigno de ti.

Clara nosupo qué contestar á estas palabras. Y á la verdad que no era fácilconocer si tan elocuente expansión de bondad y afecto era verdadera ósimplemente un ardid galante de los que también usan los seductores.

—Sí; pero entre tanto—dijo la muchacha,—usted me compromete; usted mepierde para siempre. Si viene alguno de la casa y lo ve, ó descubre queha entrado aquí….

—Nadie lo puede descubrir…. ¿Pero es cierto, Clara que quierestanto á ese muchacho?—dijo Bozmediano, queriendo imprimir á suspalabras cierto tono de jovialidad, que estaba muy lejos de tener enaquel momento.

El joven galanteador había errado el tiro; el aventurero de amor creyóque había deslumbrado á Clara con la conversación de sus dos primerasvisitas. "Y era que tenía muy alta idea de sus propias dotes personalespara dudar de que una muchacha sencilla, educada por un fanático, y sinconocer otras pasiones que las vulgares inclinaciones de aldea, pudieraresistir á ellas. Creyó asimismo que el hecho de poner en libertad alque podía considerar como rival, influiría mucho en el ánimo de lahuérfana. El había empleado otras veces con mucho éxito procedimientosparecidos. Además, Lázaro le había parecido algo brusco, poco amable,poco digno de ser amado, poco interesante."

—Sí—contestó Clara,—le quiero. Se lo juro á usted, que dice que metiene amistad.—¿Y le quiere usted mucho?—Mucho. Vaya, ahora se puedeusted marchar. El militar se quedó muy pensativo. Vióse un poco ridículoen aquella situación; pero siempre triunfaba de su amor propio la bondadde su corazón. En aquel momento pensaba en renunciar por completo á todoy tratar por cualquier medio de contribuir á la felicidad de los dosmuchachos.

—¿Pero no se marcha usted?—dijo Clara, volviendo á su inquietud.

—Sí, me marcho ya. Pero … no—añadió con determinación,—no puedoconsentir que te quedes en este sepulcro. Me parece que si te dejo aquíno he de verte más. Pero ese hombre, ese exaltado, ¿en qué piensa?

¿quéhace? ¿cómo tiene alma para verte en poder de esas arpías, y no pegarfuego á esta casa maldita?

—El me quiere—dijo Clara, resuelta á decir todo lo que pudieradeterminarle á marcharse.

—No: te dejará morir de hastío en esta cárcel. Lo sé; conozco biená ese loco.

—¡Oh! se interesa por mí: estoy segura de ello.—¿Nada más que eso? ¡Seinteresa!—Padece mucho al verme así—exclamó Clara con dolor.

—¡Oh! Las tres pécoras de esta casa me la han de pagar. ¿Pero es ciertoque te mortifican?

—¡Oh! me consumo—dijo Clara sin poder contener una triste franqueza.

—¡Malditas! ¿Pero ese hombre, qué hace?

—Hará mucho, hará lo que pueda. Es pobre….

—¡Pobre!—dijo él muy pensativo.—¿Y qué esperas de una persona quesólo podrá hacerte más infeliz?

¡Oh, juro que si ese joven no tecorresponde, me la ha de pagar! Bozmediano se levantó. En aquel momentola palidez de Clara aumentó súbitamente, porque creyó que sentía abrirla puerta de la escalera; pero Claudio la tranquilizó diciéndole que seequivocaba.

—No temas nada—dijo prestando atención;—nadie puede venir.

—¿Pero á qué está usted aquí más tiempo?—dijo ella, repuesta delsusto.—¿No le he dicho ya lo que quería saber?

—Sí, y me voy. Ahora sí, me voy; pero es para volver.

—¿Otra vez?

—Sí: insisto en creer que no hay para ti más esperanza que yo. Elmarcharme ahora no quiere decir que te abandone, no. Me voy paraocuparme de ustedes; yo me enteraré de lo que vale ese muchacho. Si noes digno de ti….

En este momento una voz apagada, trémula y conmovida pronunciódistintamente en el corredor la palabra

"Clara".

La joven se quedó petrificada de espanto, y la mirada que dirigió áBozmediano hizo comprender á éste cuánto la había comprometido. El galáncreyó que el mejor partido que podía tomar era marcharse muy quedo,seguro de que la persona que había dicho "Clara", con voz que noconoció, no podía haberle sentido.

Hizo señas á la huérfana de quecallara, y se dirigió rápidamente, y con mucha cautela, á la puerta pordonde había entrado. La joven no se movía, y sólo en sus facciones sepodía conocer su gran turbación.

Bozmediano salió. La voz dijo más fuertemente: "Clara, Clara, abre."Era la voz de Lázaro. El sintió desde fuera que había un hombre enel cuarto; sintió sus pasos al huir. Después oyó en lo más interiorde la casa ruido como de un mueble que cae, y corrió allá frenéticode indignación y sobresalto. Entró en el comedor, luego en unpequeño pasillo que daba á un patio, subió la escalera que conducíaal piso segundo y á la buhardilla; pero al llegar arriba, yaBozmediano había desaparecido, y sólo pudo ver un bulto que seocultaba, cerrando vivamente una puerta desconocida. También lepareció ver la figura diabólica del abate en el momento brevísimo enque la puerta estuvo abierta.

—¡Bandidos!—gritó con voz terrible. Nunca, había sentido impresión tanfuerte. Trató de derribar aquella puerta misteriosa; pero manos muyfuertes lo impedían de la otra parte. Bajó como un loco, volvió alcomedor, entró en la alcoba de la devota por donde mismo había entradoBozmediano, y pasó al cuarto donde estaba Clara. Encontróla temblando,con los ojos llenos de lágrimas.

Cuando le vió entrar, la infeliz dijo, casi sin poder articularlas palabras:

—¡Ah! Lázaro, Lázaro, oye … te diré … espera. Pero la voz se leanudó en la garganta, y no pudo hacer otra cosa que llorar como un niño.

—¿Qué me vas á decir? Calla—exclamó Lázaro con voz colérica.—Calla, yno hables más delante de gentes. ¿Aquí quién estaba…? ¡Ese militar…!¿Pero es cierto lo que dicen…? Yo no lo había querido creer,aunque lo creían todos. Clara, Clara, ¿qué ha sido de ti, qué has hecho?¡Yo no lo quería creer! Si todos los santos del Cielo me lo hubieranjurado hace un mes, les hubiera dicho que mentían. Pero ya lo he visto,ya lo he visto.

La huérfana lloraba como si fuera culpable … Por fin pudo decir:

—Por Dios, escúchame. Yo te contaré.—¿Qué me vas á contar?—dijo élmás colérico.—Pero si voy á matar á ese hombre … ¡Oh! Clara—añadiótransformando su ira en intenso dolor.—¿Cómo has podido tú …? Yo estoyloco, sin duda. Lo que he visto es una locura.

—No … yo te explicaré—le dijo ella recobrando su valor.—Ese hombre,yo no lo conozco … Un día entró en casa … me dijo….

—No me hables, no me mires … Todo lo he sabido. ¿Por qué mi tío tepuso en esta casa? ¿Qué hiciste allá?

¿Por qué estas señoras te tienenencerrada y sin ver á nadie? ¿Qué has hecho? No te puedes disculpar, no.Soy un necio si hago caso de las disculpas que me vas á dar. Bastantespruebas he tenido. ¡Y fuí tan ciego que nada quise creer! … Nada másdebo decirte … ¿Por qué te he conocido? Mía es la culpa; no tengoderecho para acusarte. Eres libre. Adiós.

Y salió muy á prisa sin esperar respuesta. Salió como un demente, y diómuchas vueltas por la casa sin saber á dónde iba. Si en aquel momentose le hubiera presentado su tío, reprendiéndole con su impertinenciaacostumbrada, Lázaro le hubiera atropellado, le hubiera maltratado,hiriéndole tal vez. Al fin llegó á la puerta, trató de recobrar suserenidad, abrió y bajó. Una vez en la calle, sintió el corazón tanoprimido, que le fué imposible dejar de llorar.

Pero no le faltó calma hasta el punto de olvidar que las viejas leesperaban, y que su ausencia podía aumentar la gravedad de aquellaaventura. Dirigióse á la calle de San Mateo, procurando por el caminodominar su agitación y disimular todo lo posible. Después de atravesarvarias calles sin acertar con lo que buscaba, llegó á la casa de losEntrambasaguas. Felizmente aun duraba la procesión. Entró en la casa,subió y halló á Salomé en extremo impaciente, mientras María de la Pazse hallaba en un estado de irascibilidad terrible.

—Ha tardado usted más de una hora: ¿dónde ha ido usted?—exclamómirando al joven con recelo.

—Señora … señora …—dijo Lázaro balbuciente,—no he podido … Seha agolpado la gente en la calle … y me he encontrado entre lamultitud sin poder volver. Después una mujer cogió el ridículo y echó ácorrer por esas calles. Ya se ve: tuve que seguir tras ella, y casi nola alcanzo.

—Vamos, caballerito … Si ha estado despejada la calle desdehace una hora.

Salomé se apoderó de la prenda que creía perdida, y registró á ver sifaltaba algo.

—Sin duda se ha ido á perorar á algún club—dijo cuando vió que nadafaltaba y que lo era imposible reprender á Lázaro por otro motivo.

—¡Hombre, hombre!—dijo Entrambasaguas:—¿también tú charlas en los clubes

? Eso es una iniquidad: mira que te condenas.

La devota no dijo nada: pudo su admirable instinto, que recientementehabía adquirido extraordinaria fuerza, comprender que á Lázaro le habíapasado algo durante su ausencia. No llegó á sospechar lo que fué, nidónde fué; pero pensó mucho en aquello, mientras las últimas figuras dela procesión desfilaren por la calle.

—¡Ay! vámonos, que es tarde—exclamó María de la Paz.

—¿Ya se van ustedes?—dijo el clérigo, que no veía la hora de que semarcharan, porque desde la cocina llegaban á sus narices los olores dela olla de carnero que le estaban preparando.

—Mi señor don Silvestre—dijo Paz,—no podemos detenernos, porqueahora no somos libres. Nos hemos echado encima una carga muy pesada: latutela y educación de una joven que nos dará muchos disgustos.

—¿Qué es eso?

—Es una joven desamparada—continuó Paz,—que estaba en casa de unamigo nuestro, soltero grave, el cual no podía sufrir sustravesuras. Parece que ella es algo levantada de cascos; y viendoque no la podía sujetar, nos la entregó para que la corrigiéramos… Todo por amor de Dios.

—¿Y les da á ustedes disgustos?—preguntó con oficiosidad la hermana dedon Silvestre Entrambasaguas.

—Todavía—contestó Paz,—la verdad sea dicha, no se ha portado mal;pero yo nunca me equivoco, y cuando á mí se me fija una persona aquí …(y señaló la frente) y aquélla me parece que es una buena pieza.

Lázaro oyó esta apología de su infeliz amiga con toda la atención de queera capaz. Pero no se agitó más de lo que estaba, porque era imposible.

—¿Qué tienes, Paula? dijo Paz á la devota, que estaba muy pálida y conmuestras muy claras de no encontrarse bien.

En efecto: todos la miraron, y notaron en ella las señales de unmalestar creciente. Tenía los ojos encendidos y el aliento penoso.

—Nada—dijo la devota, queriendo animarse.

—Sin duda se ha constipado en el balcón.

—Sí: corre esta tarde un airecillo, que ya, ya …—indicó elclérigo;—pero váyase usted á su casa, y abrigándose bien….

—Eso no será nada—dijo doña Petronila Entrambasaguas, que estaba muyimpaciente, porque ciertos olores, venidos en mensaje de la cocina, leanunciaban que el carnero se estaba quemando á toda prisa.

Las damas se dirigieron á la puerta. El clérigo se dió un golpe en lafrente como quien recuerda una cosa importante, y dijo á doña Paulita:

—¡Ah! señora mía, si tuviera usted la bondad de hacerme un favor….

—¿Qué, señor don Silvestre?

—Que se dignara usted repasar un sermón que he escrito y voy á predicaren San Antonio el 17 de Enero.

Usted que es gran teóloga, y muchas vecesme ha dado su opinión sobre otros grandes sermones míos, deseo que veaahora éste.

—Yo no entiendo de eso—replicó la santa con repugnancia.

—Sí entiende—dijo Paz complacida.

—¡Qué modestia!—exclamó Entrambasaguas.—La santidad unida al talento.

Pero yo sé, aunque usted quiera ocultarlo, que es una gran teóloga. Si á veces la he estado oyendo con la boca abierta, como si oyera á todos los Padres de la Iglesia….

—Deje usted eso—murmuró la devota con visible disgusto.—Yo noentiendo de esas cosas.

—Es sobre el tema de la tentación quinta de San Antón. Bien sabeusted aquello, cuando el demonio se le presentó en figura de … demuchacha, pues….

Y corrió presuroso á su gaveta, cogió un legajo y se lo entregó á doñaPaulita, que lo tomó del peor humor del mundo. Cayósele de la mano,recogiólo con presteza el predicador, y se lo volvió á dar diciéndole:

—¿Pero está usted mala de veras? Veo que no puede usted tenerse en pie.Le tengo dicho que es bueno hasta cierto punto el ayuno, y nada más …y usted siempre en sus trece….

—Esta niña, con sus ayunos y sus penitencias…—dijo María de la Paz.

—¿Quiere usted una taza de caldo?—preguntó el clérigo; y seinterrumpió antes de concluir, porque su hermana, con tanta prestezacomo disimulo, le tiró del manteo, indicándole la indiscreción de laoferta que acababa de hacer.

—Gracias, no es preciso: esto no es nada.

—Recójase usted temprano—dijo la gorda.—No le conviene á usted tomarahora caldo ni cosa ninguna. A casa. Y poniéndole la mano en la frente,continuó:—Tiene usted mucha fiebre: á casa pronto.

La comitiva salió. El clérigo cogió el velón en sus robustas manos, yalumbró la escalera. Cuando ya estaban abajo, Entrambasaguas gritódesde arriba:

—Fíjese usted, señora doña Paula, en aquel pasaje quedice: "Cuando en diluvio de soles con corpulenta, corpórea efigie almundo vino…." Por aquello de corpus corporum in corpore uno

….Fíjese usted bien en este pasaje, que tengo algunas dudassobre si….

Doña Paulita no contestó ni miró siquiera al ramplón Gerundiano.Salieran á la calle, y Lázaro estaba tan enfrascado en sus pensamientos,que empezó á andar, dejando atrás á las dos señoras.

—¡Eh! caballerito—dijo Salomé, que estaba muy biliosa aquellatarde,—¿qué manera de portarse es esa?

¿Nos deja solas en mediode la calle?

—¡Oh! qué caballero tan cumplido hemos traído—dijo Paz, cuyotemperamento sanguíneo tenía aquella tarde, sin causa conocida, unairritabilidad inusitada.

Lázaro retrocedió y moderó el pago

—Y bien podría usted—añadió la dama,—portarse mejor delante de laspersonas extrañas. Ni siquiera ha saludado usted á aquellas … gentes(Paz usaba esta denominación general y vaga, para designar á todas laspersonas que por su progenie estaban en escalón más bajo que ella en lajerarquía social.) ¡Qué dirán de nosotras! ¡Ah! Paulita, no puede andar.Vamos, don Lázaro, dé usted el brazo á mi sobrina. Apóyate en donLázaro, Paula, que estás muy mala. ¡Ah! Triste cosa es llevar poracompañante á un caballerito como éste.

El aragonés balbuceó algunas excusas, y dió el brazo á doña Paulita.

Andando, sintió que la devota pesaba en su brazo como si fuera de plomo.

Iba muy arrebujada, en su mantón y caminaba con dificultad.

—Va usted muy á prisa—dijo, pesando más fuertemente en el brazodel joven.

Lázaro moderó el paso.—Ande usted un poco más—dijo después,aligerándose de peso, hasta el punto de que él se sintió arrastrado.

Lázaro avivó el paso.

—¡Qué noche tan clara!—exclamó ella deteniéndose y mirando al cielo.

Lázaro se detuvo y miró al cielo. Las otras dos marchaban detrás áalguna distancia.

—Nunca he visto una noche así. Nunca he visto las estrellas brillarde ese modo, ni moverse así … con esa vibración que parece queestán hablando.

—¡Hablando!—dijo Lázaro muy sorprendido del símil de la santa.

—¿Usted extraña eso?—dijo ella, mirándole con tal fijeza é intensidad,que el mancebo creyó que dos estrellas habían bajado á esconderse en losojos de Paulita.

—Sí: ¿no le parece á usted…?

—Señora, yo las veo; pero….—Pues á mí me parece que las oigo.

En esto se cayó al suelo, desprendido de las manos de la dama, elmanuscrito de Silvestre Entrambasaguas.

—Señora—dijo el joven, inclinándose para recogerlo, observe usted quese ha caído este sermón.

—Déjelo usted—exclamó ella con mucha viveza; y tirándole del brazopara impedirle que recogiera el manuscrito, avivó después el paso.

—No hay duda—dijo Lázaro para sí.—Esta mujer tiene mucha fiebre; yaempieza á delirar.

Y entonces la mujer mística andaba tan á prisa, que bien prontoalcanzaron á las dos ruinas mayores. Mas pronto hubo de moderarse suímpetu, y tan despacio iba, que tardó mucho para avanzar veinte pasos.Cada vez pesaba más la teóloga en el brazo del estudiante: al llegar ála casa, la enferma no podía ya dar un paso, y Lázaro le rodeó con subrazo la cintura para impedir que cayera. Erale imposible subir, porquela dama se inclinaba á uno y otro lado sin poderse tener. En tanto, eljoven observaba que tenía demudado el semblante, cerrados los ojos,flojos y caídos los brazos; hizo un esfuerzo heroico, la cogió en susbrazos y la subió. La cabeza de la enferma descansó sobre sus hombros, yLázaro notó que el contacto de su frente le quemaba el cuello.

—Tiene mucha fiebre—dijo depositándola en el pasillo, porque Paz no lepermitió que llegara á la alcoba.

Entráronla en su cuarto las otras dos,bastante alarmadas con tan repentina desazón; pero pronto volvieron mástranquilas, y se fueron al comedor á cenar un salpicón que habían dejadopreparado.

Reinaba en la casa profundo silencio. Lázaro subió la escalera interiorpara irse á su cuarto; y al subir no pudo menos de detenerse, porquesintió una voz que le hería el corazón. Era la voz de Clara, quepreguntaba ó contestaba no sabemos qué cosa á la devota. El jovenapresuró el paso para huir de aquella voz que no quería oír más.

CAPÍTULO XXX

#Virgo fidelis#.

Lázaro no encontró arriba á su tío. Estaba el infeliz mancebo sumamenteimpresionado por el incidente ocurrido, y no cabía en sí de cólera, deamargura, de sobresalto. Imposible le era tranquilizarse, tanto más,cuanto que tenía siempre ante la imaginación la figura de Clara, derodillas, con los ojos llenos de lágrimas y los brazos cruzados. Dábalecompasión y después ira, sucediéndose tan atropelladamente estos dossentimientos, que creyó sentir como una ebullición en el pecho y unvértigo en la cabeza. A los arrebatos del encono sucedía el abatimientodel desengaño, ignorando al mismo tiempo si amaba aún á aquella infelizó si la despreciaba.

Pasaron las horas; la noche avanzó, y él continuaba en la agitación. Nopensaba acostarse, ni sentía sueño, ni necesidad de reposo; antes alcontrario, los impulsos de su naturaleza eran hacia la zozobra, lainquietud, el movimiento. Silencio lúgubre, no interrumpido por ruidoalguno, reinaba en la casa. Parecía que todos dormían: él tan sólovelaba sin duda; y saliendo al corredor, donde le causaba algún alivioel aire fresco de la noche, se paseó allí mucho tiempo. Dieron lasnueve, las diez, las once. Al fin se detuvo, aturdido por su propiovaivén: apoyóse en el antepecho, y ocultando entre las manos su cabeza,estuvo de este modo un largo rato devorando su agonía. De pronto creyósentir rumor extraño, alzó la cabeza, y en el fondo del corredor creyóver una figura humana que avanzaba. El corazón le latió con talviolencia, que creyó que el pecho se le rompía. La forma aquella, quesin duda era de mujer, avanzó, destacándose en la obscuridad.

Veníacubierto de una cosa enteramente blanca, que la hacía más fantástica, yel reflejo de la luna parecía despedir de sí cierta luz misteriosa.Cuando estuvo cerca, Lázaro la reconoció: era la devota cuyo semblantetraía las señales del insomnio y la fiebre.

—¡Lázaro!—dijo con voz muy débil y muy conmovida.

—Señora—contestó con mucha sorpresa.—¿Usted aquí á estas horas? …con esa fiebre … ¿No está usted enferma?

—¿Yo? …—murmuró ella con una especie de extravío;—¿yo? … no …yo estoy buena. Estoy mejor.

—Creí que estaría usted durmiendo. Le conviene el reposo.

—Yo—contestó ella con una singular entonación que alarmó áLázaro,—yo … yo no duermo, yo no puedo dormir. Hace muchas nochesque no cierro los ojos.

—¿Pues qué tiene usted?—preguntó Lázaro mirándola con muchaatención.—Usted no está buena. Usted es una santa: pero la santidad conexceso es perjudicial, señora.

—Yo no soy santa—dijo la dama:—soy una pecadora.

—No diga usted eso, por Dios. Usted es una santa, ¡qué felicidad!¡Tener tranquila la conciencia! Dirigir todo su amor al que no engaña,ni es falso, ni desleal: á Dios…. Esta es la mayor de las felicidades.

—Hable usted bajo—dijo la devota.

—Y luego—continuó él,—estar libre de odios, de rencores, dedesengaños….

—Más bajo—indicó la dama, y su voz parecía un suspiro.

—Estar libre de rencores—prosiguió Lázaro en voz muy baja:—¡amar sinrecelo, sin temor; despreciar el mundo, las traiciones, las asechanzas;hallar regocijo en las persecuciones, y sacar consuelo hasta de lasdesventuras!… ¡Oh, qué feliz es usted…!

Después de una pausa, la voz de la mujer mística resonó como un ecolejano para decir:

—No, amigo mío: yo no soy feliz; soy muy desgraciada.

Sólo estando muy cerca de ella, como estaba el sobrino de Coletilla enaquel momento, era posible oír aquellas palabras.

—¡Soy muy desgraciada!—repitió con un rumor débil, sordo, apagado,como esos murmullos de rezo que turban en las horas de tranquilidad elprofundo silencio de las catedrales.

—¿Qué mayor consuelo—dijo Lázaro,—que vivir con el espíritu enregiones de paz, donde no hay infamias ni perfidias? Elevarse conexaltación y amor, disfrutar con toda pureza de las dulzuras de unacomunicación con Dios, y vivir orando, confiada en el pago de tantoamor, en la gratitud infalible del objeto amado. ¡Oh, qué felicidad!

El joven aragonés tenía tan ocupado el ánimo con sus propias amarguras,que no atendió; con la observación y la curiosidad que el caso exigía, álas raras señales de alteración física y moral que otro menos abstraídohubiera visto en la santa y edificante faz de doña Paulita.

—¡Vivir en la oración!—continuó.—¡Vivir orando con los ojos del almafijos en el eterno y leal amor!

¡Repetir incesantemente su nombre y susalabanzas! ¡Eso si es felicidad!

—No—dijo del mismo modo la mujer perfecta;—yo no rezo, yo nopuedo rezar.

—¡Ay!—exclamó él.—Eso lo dice usted porque en su modestia le pareceque aún no es bastante perfecta. Si usted conociese la miseria de otros,comprendería á qué inmensa altura se halla sobre los demás.

La devota bajó los ojos, y con gran melancolía y tierna voz dijo:

—¿Y qué miseria hay mayor que la mía?

—Es usted demasiado buena. Todo el mundo sabe muy bien que usted esuna santa, una verdadera santa.

—¿Quiere usted que le haga una confesión?—dijo Paula, mirándole comose mira á un confesor.—Pues yo también lo creí; yo también creí que erauna santa; pero ya no lo creo.

—¡Ah!—exclamó Lázaro:—yo no necesito que nadie me diga lo que ustedes para saberlo. Yo mismo lo he comprendido. Cuando una criatura tanperfecta ha descendido hasta mí para defenderme y disculpar mis faltas,es indudable que no es como los demás. Yo me veía acosado por todaspartes, me trataban todos aquí con acritud ó menosprecio. Usted solaalzó la voz, y la ha alzado varias veces después en favor mío, paradecir que no era yo tan malo como creían. ¿cree usted que yo heolvidado, que podría, olvidar eso? No, señora. Yo seré todo lo quequieran; pero no soy ingrato. Yo tendré siempre grabadas en mi memorialas palabras que usted ha pronunciado en defensa mía. Usted es unasanta: yo lo diré á todo el mundo.

—¡Oh!—dijo la devota con la misma plañidera voz: nunca creí que fuerausted tan malo como decían. En la cara conozco yo esas cosas. No meequivoco nunca, y estoy casi segura de que le han calumniado, de quequieren agobiarle y confundirlo con acusaciones impertinentes.

—¿Eso pensó usted de mí?

—Sí: segura estoy—contestó ella,—de que su corazón es bueno y recto;que si alguna falta ha cometido, fué por ligereza y falta de previsión.Creo también que no le aman á usted como se merece.

—Señora, ¿qué ha dicho usted?—preguntó el estudiantevivamente.—Eso me parte el corazón porque es una verdad en que estabayo pensando ahora.

—Sí: no le aman á usted como se merece—repitió Paulita.—Su tío esdemasiado duro.

Un observador despreocupado hubiera advertido que la santa se acercóunas pulgadas más á Lázaro, el cual, impresionado por la verdad que oyóde boca de aquel oráculo, estuvo á punto de abrazarla, y lo hubierahecho á no impedírselo el respeto que la jerarquía y decoro evangélicode la teóloga la infundían.

—Su tío de usted, el señor don Elías—continuó la mujermística,—observo que trata á su sobrino con demasiado rigor.

—Y otros también—dijo Lázaro, volviendo el rostro.

—¿Y cómo quieren que sea buena una persona que no es amada?—dijo conadmirable misticismo la dama.

Cuando un ser recibe ingratitudes ydesprecios, sus sentimientos se agrían, se esteriliza la fuente del bieny del amor que hay en todo pecho humano.—Cuando un ser no es amado, hade ser malo por precisión.

—¡Qué discreción, qu