La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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Lázaro estuvo un momento silencioso contemplando la bárbara efigie deaquella mujer, oráculo de su desventura. Después se hizo repetir lasseñas de la nueva casa, y salió.

Ya la determinación de ir allí era inquebrantable, y antes hubieramuerto que dejar de hacerlo. La curiosidad, los celos, la necesidad deencontrar una solución á aquella serie precipitada de dudas, leimpulsaban hacia la nueva casa. ¿Y la abjuración exigida? Casi nopensaba ya en tal cosa. Sin duda alguna podía asegurar que el militar,de quien le habló Pascuala, era el mismo que le acababa de poner enlibertad.

¡Nuevo y doloroso misterio! Hubiera dado muchos días de vidapor saber todo con claridad, y al mismo tiempo se horrorizaba al pensarque iba á saberlo. La idea de la deslealtad de Clara, de su deshonra,era demasiado grande en su horror, y no le cabía en la cabeza. Lo quemás le confundía era la extraña rapidez, la fatal impaciencia con quese precipitaban sobre él tantas contrariedades, tantas amarguras, queno le daban tiempo para buscar aliento y esperanza en su inteligencia yen su corazón.

Entró en la casa, y subió lentamente la escalera de la casa del siglodécimoctavo. No pudo prescindir de una sensación de respeto haciaaquellas tres damas, desconocidas todavía para él, que le parecían tresperfectos modelos de virtud. Tocó, y le abrió una de ellas. Ladecoración le afectó un poco: los retratos históricos de la antesala lemiraron todos con sus ojos apolillados. Lázaro tuvo miedo. Precedido porPaz, atravesó por entre aquellas sombras que la débil luz del pasillohacía más misteriosas, y entró en la sala.

CAPÍTULO XXIII

#La Inquisición.#

Cuando Coletilla, después de instalado en el piso segundo, manifestó álas señoras la probabilidad de que su sobrino fuese á vivir con él,Salomé se quedó un poco pensativa; pero María de la Paz dijo que nohabía inconveniente, supuesto que el joven, bajo la vigilancia y tutelade su tío, habría de tener el comedimiento y la dignidad que aquellacasa imponía á sus habitantes.

Lázaro, precedido por María de la Paz, entró en la sala. Lo primero quevieron sus ojos fué á Clara, que estaba sentada junto á la devota ycosía con la cabeza baja, sin atreverse á mirar á nadie. Vió suturbación y su empeño en disimularla. Después miró á todos lados y vió ásu tío, respetuosamente sentado al lado de Salomé, cuyos reales estabanplantados al extremo oriental de María de la Paz. Lázaro les vió á todosinmóviles, como figuras de palo: todos le miraban, excepto Clara, lacual insistía en acercar tanto los ojos á su labor, que era difícilcomprender cómo no se sacaba los ojos con la aguja.

Elías miró á Lázaro con asombro. Paz con asombro, Salomé con asombro,todos con asombro, y él mismo llegó á creer que era un fantasma evocado,el temeroso espectro del sobrino de Coletilla. Salomé le indicó unasilla con el dedo en que tenía las sortijas, y Paz le dijo con elregistro de voz más desdeñoso y augusto:

—Siéntese usted, caballerito.

Cuando el joven dijo "gracias, señora," su voz resonó débil y dolorida,anunciando tanto sufrimiento y postración, que Clara no pudo menos dealzar los ojos y mirarle con súbita impresión de interés. Le encontrómuy pálido y abatido; comprendió lo que el infeliz había pasado enaquellos días, y necesitó todo el esfuerzo de que su alma valerosa eracapaz para no echarse á llorar como una tonta en presencia de aquellastres rígidas damas y del furibundo Coletilla.

—Ya estas señoras saben lo que has hecho al llegar á Madrid—dijo Elíasá su sobrino con mucha severidad.

Paz y Salomé fruncieron el ceño paraque nadie pudiera poner en duda su indignación. Lázaro no contestó,porque estaba muerto de vergüenza, y en aquel momento las dos damas leparecían las dos personificaciones más perfectas de la justicia humana.

—¿Recuerdas lo que te dije cuando fuí á verte á la cárcel?

—Sí, señor: no lo he olvidado.

—Ahora vivo aquí, en casa de estas señoras que nos han ofrecido á mí y á Clara un asilo.

—Sólo por usted, señor don Elías—dijo Salomé.

—Ya lo sé; sólo por mí—contestó el viejo.—Pero yo—continuódirigiéndose á Lázaro,—si te llamé estando en la otra casa, ahora no meatrevo á darte hospitalidad porque….

—Señor don Elías—dijo Paz,—de lo de arriba puede usted disponer á suantojo. Ya sabe usted lo que hemos convenido. Sólo lo hacemos por usted.

—Yo no puedo—prosiguió Elías, haciendo una gran reverencia,—yo nopuedo decir á este muchacho que se quede en esta casa. Su conducta hasido tan escandalosa, que no me atrevo….

—No hay falta, por grande que sea, que no pueda corregirse—dijoSalomé, mirando con sublime protección al desdichado Lázaro, á quienparecieron aquellas palabras el colmo de la generosidad.

—Efectivamente—dijo Paz en tono de enfática indulgencia.—Hay faltastan enormes, que por su misma enormidad necesitan indulgencia. Miopinión es que este caballerito debe quedarse con usted, señor donElías, porque si no, ¿qué va á ser de él?

Elías manifestó comprender.

—¿Qué va á ser de él si continúa abandonado y sin guía?—prosiguió ladama.—Por lo que ha pasado podemos colegir lo que pasará. Sin el amparode una persona tan virtuosa y magnánima como usted, ¿qué será de estecaballerito, en quien han germinado las semillas de todas las malasideas del día?

—Yo creo que aún es tiempo, porque, aunque ha brotado la cizaña en esatierra malignamente fecunda, con un buen sistema de educación podrá serarrancada de raíz esa mala hierba, y aun expurgar y purificar la malatierra—dijo Salomé, que, desde el tiempo en que los poetas le dedicabanmadrigales, había conservado gran afición á las alegorías.

—¿Qué te parece, Paula?—dijo Paz, que creía á veces que en aquellacasa no podía emitirse palabra ni consejo de ningún valor, sin serrefrenado por el

exequatur

ortodoxo de la devota.

—Ella, que es una santa, dirá lo que se ha de hacer—exclamó Elías.

Mientras todos le pedían su opinión, la devota contemplaba el rostro delestudiante, como si quisiera leer en él su delito. Expresión de lástimaafectuosa y aun de admiración ingenua brillaba en los ojos de doñaPaulita, que en aquel momento parecía manifestarse naturalmente. Pero encuanto advirtió que le pedían un consejo, recordó su misión, arqueó lascejas, y dió al viento la metálica voz con estas palabras:

—¡Oh! ¿Qué hay que consultar sobre este punto? ¿Quién dice si se debeperdonar al que ha faltado? ¿Quién hay tan poco cristiano que hagasemejante pregunta? ¡Perdonar! ¿Qué es grave la culpa? Mejor: Por lomismo necesita perdón y olvido. Y si fuera más delincuente más pronto laperdonaría.

Paz y Salomé miraron á la par á don Elías para complacerse en leer ensus ojos la admiración que había de causarle tanta sabiduría.

—¿Cómo me consultan ustedes eso?—continuó Paulita.—Digan dónde haypecadores para perdonarlos á todos. ¿Y os priváis de la alegría deperdonar? No sólo digo á todos que le perdonen, sino también que le amencomo si nunca hubiera pecado. Acordaos del hijo pródigo. Hoy es día dejúbilo en esta casa, porque ha vuelto el delincuente, ha vuelto el quese creía perdido para siempre. Voy á dar gracias á Dios por habermeproporcionado el favor inefable de recibir en mi casa un delincuentecargado de culpas, de poderle decir: "levántate y no vuelvas á pecar."

Era fácil conocer en la mirada de la santa que hablaba en aquel momentocon profunda verdad y gran convicción. El pecador se sintió conmovido degratitud. Clara no hubiera hablado con tanta elocuencia; pero de seguropensaba y decía interiormente cosas parecidas.

La devota se sonrió al concluir su homilía, acontecimiento rarísimo quehubiera sorprendido á todos, si la preocupación de aquellos momentosles hubiera permitido repararlo. El joven vió aquella sonrisa en laboca de la que juzgaba santa (y lo era), y le pareció la cosa másnatural del mundo. Se sintió aligerado de un gran peso, respirótranquilo ante aquella profesión de bondad é indulgencia, y creyóasistir al juicio supremo.

—Visto el admirable dictamen de esta santa—dijo Elías, porque es unasanta, Lázaro, entiéndelo bien, te quedarás conmigo; pero enexpectativa, en entredicho.

—No admito entredicho: perdón definitivo—dijo la devota.

—Bien: perdonado, pero sujeto á vigilancia. A pesar de la actitudsevera de las dos damas y de su tío, Lázaro experimentó cierto descansomoral en aquella casa. Advirtió á Clara silenciosa y apartada: no alzabalos ojos, no decía palabra.

Lázaro, siempre que miraba hacia aquel sitio, encontraba los ojos negrosde la devota fijos en él con tenaz atención.

La escena se hallaba dispuesta de este modo: Paz y Salomé estabansentadas en la actitud ceremoniosa que les era habitual. A la derechatenían á Elías, y Lázaro se hallaba frente á ellas en la postura de unreo. Detrás de las dos viejas, Clara y la devota formaban otro grupojunto á un pequeño velador que sostenía la lámpara, cuya débil luziluminaba aquel cuadro. El resplandor daba de lleno en el rostro deljoven: en la sombra quedaban Clara y la devota, y los ojos negros,profundamente negros de ésta, brillaban en el fondo sombrío de la salacon vivacidad felina. Las dos viejas, que volvían la espalda al segundogrupo, no veían nada; pero Lázaro, que estaba de frente, notaba laexpresión atentamente curiosa y fascinadora de aquellos dos ojos, y sepreguntaba qué podía haber en su fisonomía y en su persona que pudieraexcitar la curiosidad infatigable de aquella señora.

Elías entre tanto no hubiera creído que aquel concilio ecuménico eradecoroso, sin hacer un pomposo elogio de las virtudes de los tresvenerandos restos de la ilustre familia de los Porreños.

—En verdad, señoras—dijo,—que no sé cómo agradecer tantas bondades.No sé á qué debo yo, persona de tan humilde origen, el que usías metraten con tanta benevolencia y me colmen de favores. ¿Qué he hecho?¿Quién soy? ¡Ah! Usías son la bondad y nobleza misma. ¡Cómo se conocenla alteza del origen y la excelencia de la sangre! ¡Ah! ¡Usías se hanpuesto de ser redentoras de todos los que en torno mío me abruman ápenas, amargando mi vida! ¿Y qué sería de esa pobre niña sin el amparode usías, cuando las ideas del día han echado en su corazón tanperniciosas raíces?

La devota dejó de mirar al recién venido y dijo:

—No me la riñan más, que bastante ha padecido. Lázaro advirtió que Clara se estremecía, poniéndose roja como una amapola.

—No me la riñan más, que bastante la han reñido—añadió compungidamentela devota.—Yo respondo de ella. Yo sé que tiene buen fondo, aunque alexterior aparezcan los defectos de las pestilenciales ideas del siglo.Yo sé que tiene buen fondo: ¿qué importan las faltas más graves, cuandovan seguidas del arrepentimiento?

Lázaro advirtió que Clara hizo un movimiento, como si tratara decontradecir aquellas palabras; pero en su ceguera no supo ver, no supoapreciar que en aquel instante el alma de su amiga pasaba por el másduro trance de dolor y paciencia de que es capaz la naturaleza humana.

—Yo sé que se corregirá—continuó la devota.—¡No se ha de corregir!Grandes pecadoras ha sido santas.

Animo, amiga mía. Con la vista fija enDios, ¿qué se puede temer? Yo sé cómo se curan los males del espíritu, ymi amiga Clara aparece ya bajo la benéfica influencia de una reacciónfeliz. Perdonémosla también; yo respondo de que se corregirá.

A Lázaro le llenaron de confusión estas palabras. ¿Qué había hechoClara? Estuvo casi dispuesto á levantarse, acercarse á ella y decirle enalta voz: "Clara, ¿qué has hecho?" La miró y la vió llorar; miró átodos, buscando en aquellas caras de pergamino la solución de tan granmisterio; pero ninguna le reveló la culpa de la muchacha, ni aun la carade la devota, que, después del sermón, volvió á fijar en él, desde elfondo sombrío de la sala, el intenso rayo de su mirada escrutadora yansiosa, suficiente á turbar á otro menos tímido.

CAPÍTULO XXIV

#Rosa mística.#

—Hoy no he rezado nada—decía la devota á Clara al día siguiente de laentrada de Lázaro en casa de las Porreñas.

Estaban sentadas las dos en el sitio de costumbre. Doña Paulita tenía enla mano nada menos que á San Juan Crisóstomo. Clara bordaba en unpequeño telar. Su cara expresaba la más calmosa y profunda melancolía.En cambio la otra parecía muy inquieta, contra su costumbre.

El observador hubiera visto moverse sus labios, deletreando en silenciola lectura mística, mientras dirigía con súbita mirada los ojos hacia lapuerta, los tornaba en derredor, miraba á Clara sin fijeza, y, porúltimo, se quedaba con la vista fija en el espacio, como cuando nosabandonamos á la contemplación de lo que no está junto á nosotros nidonde estamos nosotros. A veces parecía prestar atención á algo quepasaba fuera del cuarto; salía, se paraba en la puerta poniéndose enescucha, volvía á entrar, se sentaba de nuevo, cogía el libro santo,leía un poco, pasaba con la vista hojas enteras, miraba á Clara,murmuraba un rezo, cerraba el

in folio

, lo volvía á abrir, y asísucesivamente. Sin duda su espíritu vagaba sobre San Juan Crisóstomo,sin penetrar, como de costumbre, en las entrañas de la teología.

—Clara—dijo después de meditar un momento,—Clara, ¿sabes que meparece que el cuarto donde se ha puesto al sobrino del señor don Elíases un poco estrecho?

—¿Estrecho?—dijo Clara, afectando indiferencia.—No: para unhombre solo….

—¡Ah!—exclamó la devota.—¡Cómo se pervierte la juventud del día!

Porque un joven como ese, que parece tener buenos instintos … ¿No?

—Sí—contestó la otra sin levantar la cabeza.

—¿Usted no le conocía antes?

Clara, que quería guardar la más absoluta reserva, se decidió á deciruna mentira. Se avergonzaba de una denegación; pero en aquellascircunstancias y en aquella casa, la verdad no sólo la avergonzaba, sinoque le daba miedo. Así es que dijo:

—¿Yo? No….

—Es una lástima que se perviertan jóvenes así. ¡Ah! Pero no faltaránbuenas almas que oren por ellos y les ayuden á salir de la miseria. ¿No?

—Es verdad—contestó Clara.

—Y cuando se tiene buen fondo como ese joven, es cosa fácil. ¡Ah! Perousted me dijo que estuvo en el pueblo de donde es ese joven, ¿No estabaél allí entonces?

Clara, que no tenía costumbre de mentir, se vió muy apurada con aquellapregunta; pero evocando toda la poca malignidad de su carácter, sedominó y mintió otra vez diciendo:

—No, no estaba.

—Y allí, ¿qué decían de él?—preguntó la devota, abriendo á San Juan Crisóstomo.

—¿Qué decían?—contestó la huérfana, mirando la labor lo más de cercaque le era posible.—Decían que era un joven muy leal, muy generoso, muybueno y de mucho talento.

—Sí, ya se conoce que es un joven de buenas prendas—dijo la de Porreño, abriendo á San Juan Crisóstomo.—¿Y tiene padres?

—Tiene á su madre—contestó Clara, bajándose para recoger una cosa queno se le había caído;—su madre, que es una cariñosa mujer, muy santa ymuy buena.

—Pues ya … Bien se conoce que así había de ser—afirmó Paula,hojeando al santo.—Me figuro que será una mujer excelente.

—Así es.

—Bien merece ese joven que se le proteja. Cuando el alma es buena …

¿Quien no pecará alguna vez?

Al decir esto arqueó las cejas, miró el libro, hizo todos los esfuerzosimaginables para leer medio renglón, y después de emplear cinco minutosen tan importante tarea, volvió á hablar diciendo:

—¿No tiene ninguna hermana?

—No, señora.

—¡Oh!—exclamó Paulita, dejando definitivamente á San JuanCrisóstomo;—me olvidaba de mi rezo.

Hermana, con la conversación deusted me he distraído. Vamos á rezar.

Pero en lugar de tomar el libro de oraciones, tomó un libro de SantaTeresa, y lo abrió maquinalmente.

Clara tomó el rosario, mientras ladevota empezó la salmodia con la vista fija en el libro y equivocándoseá cada momento. En lugar de decir un

Padre nuestro

decía una

Salve

,y se trastornó de tal modo el rezo, que al cabo de un momento seencontraron perdidas en un laberinto sin saber en qué parte del rosariose hallaban.

—¡Ah, qué cabeza la mía!-dijo la santa deteniéndose;—pero ¡ay! con laconversación de usted me he distraído. Sigamos.

Pero en vez de pronunciar el

Pater noster

fundamental, que es lo queprocedía para empezar de nuevo, clavó los ojos en el libro, ymaquinalmente leyó:

—De dos maneras de amor quiero yo ahora tratar: uno es espiritual,porque ninguna cosa parece le toca la sensualidad ni la ternura denuestra naturaleza; otro es espiritual, y que junta con él nuestrasensualidad y flaqueza …—Qué distracción!-observó después.

Y apartó el libro con desdén, miró al techo y se estuvo quieta un buenrato, sin dar señales de vivir en este mundo, permaneciendo tantotiempo inmóvil y con tal profundidad extasiada, que Clara se alarmó, ytuvo al fin que decidirse á tirarle de la manga, con lo cual la devotabajó del cielo.

—¡Ay, hermana!—dijo vivamente.—Usted no sabe rezar el rosario; démeacá.

Y le quitó á Clara el rosario de las manos, lo tomó y empezó á contarlas cuentas una por una con tanta escrupulosidad, que empleó lo menosdiez minutos en tan difícil operación. Después rezó una Salve, á la quecontestó Clara con un

Pater noster

: las dos se miraron. Clara tembló,porque creía que la devota la iba á reprender duramente, como decostumbre, por su equivocación, pero ¿cuál fué su asombro al ver que lasanta desplegó suavemente los labios, se sonrió con una expansióninefable, que nadie, absolutamente nadie, había observado jamás enaquella casa, y acabó por reír con franqueza y desahogo, cosa fenomenaly nunca vista en tan ejemplar mujer?

Pero Clara, aunque se sorprendió mucho, no dió importancia al hecho. Laotra se sonrojó ligeramente, y tomando de nuevo el libro de SantaTeresa, dijo:

—Voy á ver si encuentro un pasaje que hay aquí recomendando lapenitencia. Hojeó el libro, y leyó.

Sostenedme con flores y acompañadme con manzanas, porque desfallezcode mal de amores

. ¡Oh, qué lenguaje tan divino es éste para mipropósito! ¿Cómo, esposa santa, mataos la suavidad?

Porque, según hesabido algunas veces, es tan excesiva, que deshace el alma de manera queno parece ya la hay para vivir y pedir flores.—No, no es esto; á veresto otro—dijo hojeando más:—Es, pues, esta oración una centellica quecomienza el Señor á encender en el alma del verdadero amor suyo, yquiere que el alma vaya entendiendo qué cosa es este amor conregalo.—Vamos, tampoco es esto. No he de encontrar hoy el pasaje.Sigamos, hermana, en nuestro rezo.

Empezó formalmente el rosario. Paula dijo un

Dios te salve

el númerode veces necesario; pero al llegar al sitio del

Padre nuestro

, siguiódiciendo

Dios te salve

hasta treinta veces, con tanta prisa, que noesperaba á que la otra concluyera su Santa María.

Clara contestabatambién muy á prisa para no quedarse atrás: así es que, por último,apresurándose una y otra, resultaba que aquello parecía una apuesta develocidad en la pronunciación. Llegaron al fin sin aliento y muycansadas. Paulita tuvo necesidad de respirar el aire libre, abrió elbalcón y miró á la calle; hecho inusitado, cuya gravedad no comprendióClara tampoco.

—¡Ay, que he abierto el balcón!—exclamó, comprendiendo la atrocidadque había cometido.—¡He abierto el balcón!

Y lo cerró con sobresalto, como una monja que hubiera sorprendidoabierta la reja del locutorio.

—Hermana—dijo después,—¿sabe usted que he decidido no ayunar mañana?

—Hará usted bien: es usted una santa; pero no ayune usted tanto,señora: eso no es bueno.

—Tienes razón, Clarita, y yo creo que esto que tengo es causado por elexcesivo celo. Bien me decía el padre Silvestre que la piedad en demasíaes perjudicial, porque mata el cuerpo, sin el cual el alma no puedetener fortaleza.

—Pero, ¿qué tiene usted?—preguntó Clara un poco alarmada.

—No estoy buena—dijo la mujer mística restregándose entrambos ojos,como si los tuviera doloridos por la vigilia ó cansados demirar.—Siento un calor aquí dentro … y una agitación … Pero es delayuno, hermana; es del ayuno.

—Pues debe usted moderarse. Descanse unos días.

—Sí, lo haré, y esta semana no rezaré oración doble, como hasta aquí, ysuprimiré horas por la noche.

—Ya lo creo. ¿No es bastante rezar una vez? Si es usted unaperfecta santa.

—¿No le parece á usted que es bastante una vez?—preguntó Paula conmucha, ansiedad.

—Sí; y debe usted tratar de reponerse.

—¿Cómo ha dicho usted, Clarita? ¿Reponerme? Veo que sabe usted dar muybuenos consejos.

—Reponerse, sí … Distraerse un poco…. Salir….

—¡Salir!—exclamó la mística tan asustada, que Clara se arrepintió delconsejo—¡Salir! y ¿á dónde?

—Pues … quiero decir … que usted debe procurar … pues…. Cuandose está mucho tiempo encerrada en la casa, la salud se quebranta … asíes que … siempre es bueno … salir un poco….

—¡Clara!—dijo doña Paulita con la expresión de estupor y gravedad delque hace un gran descubrimiento.—¿Sabe usted que su consejo es muysabio? No creí yo … Es verdad. Eso ¿por qué ha de ser malo? Yo sientoahora que tengo necesidad de … salir, de andar, de respirar…. Sí,es preciso.

Estaba inmutada. Parecía que en su espíritu y en su organismo severificaba una crisis muy transcendental.

Toda ella se dilataba, como siaquel día hubiera perdido de una vez la fuerza de concentración, laligadura interna que la comprimía desde el nacer. No podemos explicarnostodavía nada de lo que por ella pasaba.

—Debe usted cuidarse, debe usted vivir—dijo Clara.

—Sí: debo cuidarme, debo vivir—repitió Paula en el tono deestupefacción que emplea el que oye por vez primera la solución concisade un problema en que ha estado trabajando infructuosamente toda lavida.—

¡Debo vivir!

En aquel momento sus ojos miraban en derredor, asombrados, asustados,con melancolía y vaguedad, como el que no ha visto nunca un horizonte ylo ve por primera vez.

Pero de repente la dama se levantó agitada, se dirigió á sureclinatorio, se arrodilló, abrió el libro de horas, inclinó el rostrohacia él, ocultándolo entre las manos, y allí quedó sumergida enprofunda y concentrada meditación. Reposaba sin duda en el seno de Dios,que tenía reservado á su santa el goce inefable de vagorosos ycelestiales deliquios.

Durante el éxtasis, ¿quién podrá saber lo que pasó en aquella cabeza?

Dios tan solo.

CAPÍTULO XXV

#Virgo prudentísima.#

Visitemos á los dos huéspedes del cuarto segundo en la noche siguiente ála de su instalación. Prodigioso esfuerzo del genio doméstico de Maríade la Paz Jesús había podido acomodar dos camas en la habitación alta.

Lázaro acababa de acostarse en la suya, tratando de reparar las fuerzasperdidas; su tío velaba sentado en el sillón de vaqueta que junto á lacama tenía, y se ocupaba en hojear unos papeles, leyendo á ratos yescribiendo un poco algunas veces.

De repente el viejo se volvía; miraba á su sobrino, que no podíalibrarse de cierto temor cuando veía, dirigidos hacia él aquellos dosojos de lechuzo. Parecía querer hablar al joven de alguna cosaimportante, y no atreverse por no tener confianza en su discreción.Después de la llegada de Lázaro á la casa, tío y sobrino no habíanhablado nada de política. El fanático creyó que su protegido no eracapaz de tener entereza y tesón para sostenerse en sus creencias. Entanto, el exaltado liberal tuvo tanto que pensar en otras cosas, querelegó á segundo término aquella cuestión, y se acordaba poco de laapostasía que su tío le había exigido.

Lázaro cedía á la fatiga, se dormía lentamente, cuando el viejo dijo convoz fuerte:

—Lázaro, ¿duermes?

—¿Qué?—contestó el muchacho, despertando sobresaltado.

—Voy á preguntarte una cosa. ¿Conoces en Zaragoza á un liberal que sellamaba Bernabé del Arco?

—Sí, señor—contestó Lázaro, que conocía y apreciaba mucho á aquellapersona, orador y escritor de nota.

—Era de los exaltados, ¿eh?—indicó el fanático con mordaz ironía.

—Sí, señor: es de los que sostienen las ideas más avanzadas—contestóel sobrino, temeroso de pronunciar una palabra que ofendiera á su tío.

—Es … no: era, debes decir, porque pasó á mejor vida.

—Cómo, ¿ha muerto?

—Le han matado—dijo Elías con glacial indiferencia.—Mira la suerteque aguarda á los locos, depravados, ilusos y perversos. ¿Ves? ¡Asícastiga el pueblo á los que le engañan! ¡Oh! Así deberían perecer loshabladores.

El sobrino se calló; volvió el tío á su lectura, y no había pasado uncuarto de hora, cuando se dirigió de nuevo al lecho del joven que,vencido por el sueño, dormía ya profundamente, y gritó:

—¡Despierta, Lázaro!

Y despertó dando un salto, aterrado y convulso, como debemos despertarel último día, cuando suene la trompeta del Juicio. Aquel viejo le habíade quitar también los únicos momentos de reposo que sus desventuras lepermitían.

—¿Conoces aquí á un jovencito que se llama Alfonso Núñez, y á otro quese llama Roberto, conocido generalmente por el Doctrino?

—Sí, señor—contestó Lázaro atemorizado, por creer que también le ibaá participar la muerte de sus dos amigos.

—Buenos chicos, ¿eh?—dijo Elías, riéndose como deben reír los brujosen el aquelarre.

El sobrino no contestó, contentándose con encomendar mentalmente á Diosá su buen amigo Alfonso Núñez.

—¡Tengo un plan!…—añadió el fanático con cierta satisfacción de símismo,—plan soberbio. Si supieras, Lázaro. Pero tú eres muy tonto y nopuedes comprender esto. Son buenos chicos esos que te he dicho, ¿no?

Así… muy exaltados, muy amigos de embaucar al pueblo y pronunciardiscursos … pues, así como tú.

Lázaro su asustó más y comprendió menos.

—Esos chicos valen mucho. ¡Si supieras qué útiles son! Amantes de lalibertad, habladores, impetuosos, entusiastas. ¡Ah! No temo yo á éstos… Lo harán bien. ¡Plan magnífico!

Después, como si se arrepintiera de haber dicho demasiado, apartó lavista de su sobrino, murmuró algunas voces incoherentes, y volvió áhojear sus papelotes, escribiendo algo y gruñendo siempre, sin dejar degesticular como si hablara con alguien.

Lázaro miró un buen rato la lívida faz del viejo realista, que,iluminada de lleno por la luz, ofrecía fantástico é infernal aspecto.Las orejas se le transparentaban, los ojos parecían dos ascuas, y elcráneo le lucía como un espejo convexo. Los singulares objetos que lerodeaban, ó los que cubrían las paredes de la habitación, aumentaban elterror del estudiante. Aquel sillín de vaqueta, testigo mudo del paso decien generaciones; aquellos cuadros viejos; los muebles de talla,exornados con figuras grotescas y de rarísima forma, daban á ladecoración el aspecto do uno de esos destartalados laboratorios en queun alquimista se consumía devorado por la ciencia y las telarañas.

Después de cerrar los ojos, entregado por fin al sueño, el joven Lázarocontinuó viendo á su tío con los objetos que le rodeaban.Representár