La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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La

Fontana

estaba aquella noche elocuente, ciega, grande en sudesvarío. Iba á perpetrar un crimen sin conocerlo.

Su elocuencia era lajustificación prematura de un hecho sangriento; y para el que conocía supróxima realización, las galas de aquella oratoria juvenil eranespantosas y sombrías.

Lázaro entró en el café: aún no se atrevió, aunque tema la persuasión deser recibido con benevolencia, á presentarse en el centro del club. Sequedó en un rincón, dispuesto á ser simple espectador; pero algunospidieron que hablara; Alfonso le empujó hacia la tribuna; el mismo dueñodel café se lo suplicó con insistencia, y la mayor parte de la juventud,que formaba el público, le aplaudió, tributándole una ovaciónanticipada. No pudo eximirse: se resolvió á hablar, subió á la tribuna yempezó. Felizmente no le aconteció aquella vez lo que en la desgraciadanoche de su llegada; no perdió la serenidad al encararse con las milcabezas del público y ver abierto ante sí el abismo de tanta atención,expresada en tantos ojos. Sin dificultad ninguna encontró el asunto desu discurso, y desde las primeras frases vió desarrollarse ante suimaginación en serie muy clara todas las ideas que habían de constituirla disertación. A cada palabra sentía presentarse la siguiente; pero sinatropellarse, con la calma de la verdadera inspiración que afluye alespíritu y no se precipita. La elocuencia muda de sus horas de silencioy soledad, salía por primera vez á su boca, sorprendiéndole á él mismo,que se oía con tanto gozo como podía oírle el público. Aquellas páginasno escritas, aquellas oraciones no emitidas por voz humana, salían á suslabios con tanta facilidad que parecían aprendidas de memoria desdelargo tiempo. Sin darse cuenta de ello, dejó de ser retórico aquellavez. Su instinto de orador se alejó de aquel peligro, y expresándose áveces con demasiada sencillez, no ocurrió tampoco en el desaliño ni lavulgaridad. La espontánea brillantez de sus medios oratorios, laprofunda entonación de verdad y sentimiento que daba á sus afirmaciones,la habilidad con que sabía explotar la pasión y la fantasía delauditorio, le ayudaron en aquella empresa, en la cual su ingenioapareció en altísimo lugar, grande, espontáneo, robusto de ideas yformas, como realmente era.

—¿Cómo queréis que haya libertad—decía,—si unos cuantos se erigen ensacerdotes exclusivos de ella, cuando ese gran sacerdocio á todos noscorresponde y no es patrimonio de ninguna clase? Pasó el monopolio de lariqueza, de la ilustración, del predominio y de la influencia, ¿Hemos deconsentir ahora el monopolio de las ideas?

(Grandes aplausos.)

Poreste camino vamos á tener aquí una cosa parecida á las castas delOriente.

(Risas.)

Entre los millones de ciudadanos que pertenecen á lasagrada comunión del liberalismo, vemos surgir una casta privilegiada,que se cree única conservadora del orden, única cumplidora de las leyes,única apta para dirigir la opinión. ¿Hemos de consentir esto? ¿Hemos deser siempre esclavos? ¿Esclavos ayer del despotismo de uno, esclavos hoydel orgullo de ciento? Mil veces peor es este absolutismo que el quehemos sacudido. Prefiero ver al tirano desenmascarado y franco,mostrando su torva, sanguinaria faz de demonio; prefiero la insolenciadesnuda de un bárbaro abominable, abortado por el infierno, á lahipócrita crueldad, al despotismo encubierto y disfrazado de estoshombres que nos mandan y nos dirigen escudados con el nombre deliberales, haciendo leyes á su antojo, para después obligarnos con elrespeto á la ley; seduciéndonos con el nombre de libertad para despuésametrallarnos en nombre del orden; llamándose representantes de todosnosotros para después insultarnos en las Cortes llamándonos bandidos.

(Aplausos.)

No puede durar mucho tiempo el imperio de la injusticia.Felizmente aún no han puesto mordazas en todas nuestras bocas; aún nohan atado todas nuestras manos; aún podemos alzar un brazo paraseñalarles; aún tenemos alientos en nuestros pechos para poder decir:"ese." Están entre nosotros, les conocemos. Esta gran revolución no hallegado á su augusto apogeo, no ha llegado al punto supremo de justicia:ha sido hasta ahora un paso tan sólo, el primer paso. ¿Nos detendremoscon timidez asustados de nuestra propia obra? No: estamos en unintermedio horrible: la mitad de este camino de abrojos es el mayor delos peligros. Detenerse en esta mitad es caer, es peor que volver atrás,es peor que no haber empezado. Hay que optar entre los dos extremos: óseguir adelante, ó maldecir la hora en que hemos nacido.

(Grandes yestrepitosos aplausos.)

Lázaro notó, mientras pronunciaba estos párrafos, que entre las milfiguras del auditorio, y allá en lo obscuro de un rincón, había una caraen cuyos ojos brillaban el entusiasmo y la ansiedad. Las manos flacas yhuesosas de aquel personaje aplaudían, resonando como dos piedrascóncavas. Le miraba sin cesar mientras hablaba, y á no encontrarse elorador muy poseído de su asunto y muy fuerte en su posición respecto alauditorio, se hubiera turbado sin remedio, dando al traste con eldiscurso. La persona que así le miraba y le aplaudía era su tío. Aquelloera incomprensible, y el joven hubiera pensado mucho en semejante cosa,si las cariñosas y ardientes manifestaciones de que fué objeto no ledistrajeran mucho tiempo después de concluido su discurso.

Otro habló después de él, y al fin, después de tantos discursos, elpúblico empezó á desfilar. Alfonso y Cabanillas se fueron á la calle,llevados por los grandes grupos en que se descompuso aquella masa degente. Agitada fué aquella noche en todo Madrid, y es positivo que laautoridad, ordinariamente bastante descuidada y débil, tomó algunasprecauciones. En la Fontana

quedaban á la madrugada el Doctrino,Pinilla, Lobo, Lázaro y otros.

—¡Bien lo ha hecho usted!—le decía el Doctrino á Lázaro.—Yo me loesperaba. Esta noche nuestro partido adquiere con la palabra deusted una fuerza terrible. Don Elías, puede usted estar orgulloso desu sobrino.

—Sí que lo estoy—dijo Coletilla sonriéndose como acostumbran hacerlolos chacales y las zorras, á quienes ha puesto la Naturaleza unacontracción diabólica en el rostro.—Sí que lo estoy: no creí yo quefuera este chico tan listo, que, á saberlo, ya hubiera yo hecho loposible para que….

Lázaro comenzó á ver obscuro en aquella intrusión de su tío en lassesiones de los exaltados. Cruzó por su imaginación una sospechahorrible. Cuando se marchó á la casa iba recordando la acusación que enla noche de su expulsión le habían dirigido en aquel mismo sitio;recordó el diálogo que con su tío había tenido en la cárcel; recordótodas sus palabras, expresión del más ciego fanatismo; y cuanto másmeditaba y recordaba, menos podía explicarse que su tío permitiera elser llamado gran liberal

. Aunque algunas sospechas vagas leatormentaron, no vió el gran abismo en todo su horror y profundidad; nopresagió el movimiento á que había dado impulso con su palabra, nicomprendió el ardid tenebroso, la colisión sangrienta que de las cabezasaturdidas de la Fontana

y de las voluntades agitadas de algunosjóvenes, hacía su arma mas terrible.

Pero al llegar á la casa esperaba á Lázaro una sorpresa que había dehacerle olvidar su discurso, á su tío y á la

Fontana

. Al entrar, yacercano el día, encontró á doña Paz muy alborotada, á Salomé rondando lacasa con luz, y á las dos tan coléricas y destempladas, que no pudomenos de reír á pesar del estado de su espíritu.

—¡Gracias á Dios que viene usted! Estamos solas—le dijo temblando lamás vieja.

—¿Qué hay, señoras?

—Tememos que alguien se entre por esos tejados.

—¿Cómo, quién se va á atrever?

—¿No sabe usted lo que ha pasado, caballerito?—dijo Paz.—Esa Clarita…. ¡Qué horror, qué perversión!…

—¿Para cuándo es el patíbulo?—exclamó Salomé.—¡Un hombre, un hombreha entrado aquí por esa niña, un seductor! ¡Y nosotras tan ciegas que larecogimos!

—¡Ay, mi Dios! ¡qué horrible atentado!

—¿Y cuándo entró ese hombre?—preguntó, comprendiendo que habíandescubierto la entrada de Bozmediano.

—El domingo, aquella tarde que estuvimos en la procesión.

—Y ella, ¿dónde está?—preguntó el joven, creyendo que había llegado elmomento de aclarar aquel asunto.

—¡Qué horror! ¿Y usted pregunta dónde está? ¡La hemos arrojado, lahemos echado!—dijo Paz, con expresión de venganzasatisfecha.—¿Habíamosde consentir aquí semejante monstruo?

—¡Qué degradación! ¡Y en esta casa!—exclamó Salomé, poniéndoseambas manos sobre la cara.—Señor,

¿qué expiación es esta? ¿Quépecado hemos cometido?

—¿Y dónde está?

—¿Que dónde está? ¿Qué sé yo? La hemos arrojado.

—¿Pero dónde ha ido?

—¿Qué sé yo? Vaya á la calle, que es donde siempre ha debido estar.

¡Oh! Ella se habrá ido muy contenta por ahí.

—Si esa gente ha nacido por la calle—dijo Salomé, con un gesto derepugnancia.—¡Qué ignominia!

—¿Pero ustedes la han arrojado así…? ¿Dónde ha de ir lapobrecilla?—preguntó Lázaro, que, á pesar de su agravio, no podía vercon calma que se injuriara y se maltratara de aquel modo á un serdesvalido.

—¿Qué sé yo dónde ha ido? ¡Al infierno!—dijo María de la Paz riendo.

—Señor, ¿es posible que haya tanta infamia en el mundo? ¡Oh! Las ideasdel día …—murmuró Salomé, alzando las manos al cielo en actituddeclamatoria.

Antes de decir lo que hizo Lázaro al encontrarse con tan estupendanovedad, contemos lo que pasó aquella noche en la vivienda de las tresdamas. Coletilla había salido diciendo que no volvería hasta dentro detres días, por tener que ocuparse fuera de cierto asunto; y ellasestaban comentando esta rara determinación, cuando aconteció un sucesoque dió por resultado la expulsión definitiva de la huérfana.

CAPÍTULO XXXV

#El bonete del Nuncio.#

La sastrería clerical fué industria muy socorrida y floreciente en elsiglo pasado. Había muchos clérigos, y además gran cosecha de abates,gente toda que vestía con primor y coquetería. Los que á tal industriase dedicaban obtuvieron pingües ganancias, y esto fué causa de que sededicaran á explotarla muchos menestrales de ambos sexos, educados alprincipio en la sastrería profana. En el presente siglo la industria encuestión estaba muy decaída, no sabemos si porque había menos clérigos óporque había más sastres. En el quinto piso de la casa de Tócame Roque,situada en la calle de Belén, tenían su nido dos hermanas, sastras deropas sagradas, que habían venido muy á menos. En sus mocedades habíancosido muchos manteos y sobrepellices para los canónigos de Toledo ypara los clérigos de la corte; pero en la época de nuestra historia, porrazones sociales que no es oportuno consignar, sólo consagraban sumísera existencia á remendar las verdinegras hopalandas de algúnescolapio ó de algún teniente cura pobre y andrajoso. Hacían de peras áhigos un bonete para un capellán de Palacio ó para el señor fiscal de laRota, y nada más. Eran muy pobres, pero soportaban con paciencia ladesgracia sin exhalar una queja. Sólo una de ellas decía de cuando encuando con un suspiro, mientras revolvía los escasos trapos negros de susanta industria: "Ya no hay religión."

No tenían otro amigo que el abate don Gil Carrascosa, que, según hallegado á nuestra noticia, tuvo en sus tiempos ciertos dimes y diretescon una de ellas. El las visitaba, les proporcionaba algún trabajo ysolía darles algún rato de tertulia, contándoles las cosas de Madrid.Pero si las de Remolinos (que así se llamaban) no tenían más que unamigo, en cambio tenían un enemigo implacable, sanguinario, feroz.

Esteenemigo era otra sastra, que vivía pared por medio, y que, por lanatural divergencia de opiniones entre los que se dedican á una mismaindustria, les había declarado guerra á muerte. Para martirizarla,además de sus improperios y apodos, tenía un gato, que creemos nacidoexpresamente para entrarse en el cuarto de las dos hermanas y hacer allícuantas inconveniencias puede hacer el gato de un enemigo. Tenía ademásla doña Rosalía un amante

del comercio

, que la visitaba todas lasnoches, en compañía de una guitarra; y era este amante un ser creado deencargo por el infierno para cantar y tocar toda la noche en aquellacasa y no dejar dormir á las dos sastras de ropas sagradas.

Doña Rosalía tenía más trabajo que sus vecinas las de Remolinos (ó las Remolinas

, como generalmente las llamaban), y además hacía cuantopuede hacer una mujer envidiosa para quitarles á sus rivales el pocoque tenían. Aconteció que un paje de la Nunciatura, feligrés antiguode doña Rosalía, y muy admirador de su buen color, se atrevió áaspirar á no sabemos que honestas confianzas; picóse la dama, picósemás el paje, y al día siguiente, al traer el bonete del Nuncio paraque le echaran un zurcido, en vez de dárselo á doña Rosalía se loentregó á las dos hermanas.

Cuando doña Rosalía supo que el bonete de la Nunciatura estaba en manosde sus rivales, le pareció que había recibido la más grande ofensa:rompió relaciones con la Curia romana, dijo mil improperios al paje,encargó á su gato ciertas sucias comisiones cerca de las dos vecinas(comisiones que el animal cumplió con gran puntualidad), se acercó á lapuerta de las dos infelices, y les dijo mil cosas estupendas, quehicieron proferir á la más vieja de las dos en su lamentaciónacostumbrada: "Ya no hay religión."

Pero Rosalía buscaba una venganza terrible. ¿Cómo? Mucho le asombró verentrar al abate con un militar desconocido. La casa estaba dispuesta detal modo, que acercándose á la puerta se oía cuanto en los cuartosinmediatos se hablaba. Todos sabemos los fines de la visita deBozmediano á las de Remolinos.

Doña Rosalía lo adivinó también, cuando,poniéndose en acecho, le vió pasar á la casa inmediata por una puertacondenada que daba al desván antiguo. Se calló y esperó. Comprendió lataimada que allí había aventura amorosa, y en esto supo hallar un mediofeliz para su venganza. Vió entrar y salir á Bozmediano, y calculandoque aquella entrada fraudulenta se repetiría, esperó á que se repitiera,para ir inmediatamente, y mientras el joven estuviera dentro, á la casacontigua á denunciar el hecho. El joven sería sorprendido, habría ungran escándalo, se harían averiguaciones, ella declararía por dóndehabría entrado, y cátate á las Remolinas camino de la cárcel en castigode su complicidad en aquel delito de escalamiento y abuso de confianza.

Esperó un día, dos, tres, hasta que viendo que la escena no se repetía,resolvió en su alto criterio denunciar el hecho de una vez á la familiainteresada, no sea que, retardándolo, pudiera ser puesto en duda.

Pensado y hecho. Púsose un mantón, bajó, entró en casa de las Porreñas,tocó, le abrieron, y se encaró con la faz majestuosa de María de la PazJesús, que de muy mal talante le preguntó:

—¿Qué quiere usted?

—Venía á ver al amo de esta casa para decirle una cosa,—dijo Rosalía entrando.

—¡Qué irreverencia!—pensó María de la Paz, viéndola entrar derondón.—Salomé, una luz.

Anochecía, y con la obscuridad no podía la dama ver claramente el rostrode la que la visitaba. Salomé trajo un quinqué á la sala, donde las dosse personaron.

—¿Qué se le ofrece á usted?—preguntó Paz, midiendo con una mirada elcuerpo de doña Rosalía.

—¿Quién es el amo de esta casa?

—Yo soy—dijo Paz un poco alarmada con el misterio que parecía envolveraquella inesperada visita.

—Pues vengo á decirla á usted … ¿usted no sabe lo que pasa?

—¿Qué pasa?—dijo Salomé, creyendo que se hundía el techo.

—No se asuste usted, señora, porque al fin y al cabo, sabiéndolo, sepuede evitar que vuelva á suceder.

—¡Por Dios, explíqueme usted, señora!—dijo Paz, en el tono de laimpaciencia y la superioridad.

—Pues han de saber ustedes—dijo con misterio doña Rosalía,—que estacasa… Pues … les diré á ustedes: yo vivo en la casa de al lado en elcuarto piso, y soy sastra, con perdón de ustedes, y coso toda la ropa decasa del señor Nuncio del Papa, y la del Patriarca de las Indias; coso átodo el arzobispado de Toledo, y á veces coso á la capilla de Palacio.

Esta relación de las altas jerarquías que servía la aguja de doña Rosalía, le dió cierta importancia á los ojos de María de la Paz Jesús.

—Yo vivo allá arriba y he visto… ¿Pero ustedes no han caído en ello?

—¿En qué?

—En ese hombre que ha entrado aquí.

—¿Qué hombre? ¿qué dice?—exclamaron á una las dos ruinas en el tonodel que siente estallar un volcán.

—Pues yo venía á avisárselo á ustedes para que evitaran que otra vezpasara. Es el caso que en la buhardilla de la casa en que yo vivo hayuna puertecilla que da á la buhardilla de esta casa.

La cara que pusieron las Porreñas no cabe en ninguna descripción.

—Sí—continuó la sastra—y un joven militar se metió una tarde por esapuerta de que hablo; se metió aquí… Yo me malicié, cuando le vi, quehabla aquí alguna jovencita.

—Pero señora—dijo Paz, poniéndose en pie—¿está usted segura de lo quedice? ¡Un hombre ha entrado aquí … aquí, en esta casa!

—Sí, señora: yo lo he observado. Se coló por el cuarto de unas vecinas… amigas mías. Yo lo he visto.

—¿Cuándo? preguntó Salomé tomando aliento, porque ya el alientole faltaba.

—El domingo por la tarde.

—¿A qué hora?

—A eso de las cinco.

—¡Cuando estábamos en la procesión! ¡Qué escándalo! Esa niñadesvergonzada … esa muchachuela….

Bien me lo sospechaba yo—dijoPaz, con las manos puestas en la cabeza y paseándose por la salacomo una loca.

—¡Ay! no sirvo para estas cosas… ¡Yo me descompongo!—balbucióSalomé, inclinándose sobre el sofá con muestras de experimentarun vahído.

—Pero, señoras, no se alarmen ustedes—dijo doña Rosalía, queriendocalmar á las dos damas.—¿Tienen ustedes alguna hija?

—No, señora: nosotras no tenemos ninguna, hija—contestó con muchoenfado María de la Paz:—es una mozuela, una loca que admitimos aquí porcompasión, esperando que se corrigiera; pero … ya me lo sospechaba yo.¡Qué alhaja! ¿Ves lo que yo decía? Dios mío, ¿para qué admitimos aquí ásemejante mujerzuela?

—Señora—manifestó Salomé, oprimiéndose el estómago y rehaciéndose desu vahído.—Cuente usted, aclare usted eso. ¡Ay! Es demasiado horrible.Nosotras no estamos acostumbradas á esas cosas, y tales hechos nosconfunden; yo, sobre todo, no puedo soportar….

—Pues no lo duden ustedes. El joven se coló en la casa el domingo porla tarde, y estuvo aquí como una hora. Averígüenlo ustedes y verán cómoes cierto.

—Si parece increíble—dijo Paz, sentándose otra vez. Esta casa, estahonrada casa … ¿Y cómo existe esa puerta? ¿Cómo es posible…?

—Existe de muy antiguo, sólo que estaba condenada. Si ustedes quierenverla pueden subir á la buhardilla, y examinando bien, la encontrarán.

—Pero él, ese monstruo, ¿por dónde pudo llegar?

—La tal puerta—continuó doña Rosalía—da al cuarto de unas costurerasamigas mías. Las pobrecillas no cosen más que á sacristanes y curas dealdea¡ y cosen mal. Ellas quieren darse tono, y dicen que cosen á lacatedral de Segovia; pero es mentira. No las crean ustedes.

—Y él, ¿entró por ese cuarto?

—Sí: es un militar, alto, buen mozo.

—¡Jesús, qué horror! Yo no puedo oír esto—exclamó Salomé,estirándose, con muestras de un segundo ataque. Les dió dinero á esasmujeres—continuó doña Rosalía—porque ellas están muy pobres: no ganannada. Como lo hacen tan mal … No cosen más que al teniente cura deSan Martín.

—Es preciso tomar una determinación, Paz; una determinaciónpronta—dijo Salomé volviendo en sí.—

Porque si no, la honra de la casaestá comprometida.—Señora—añadió, volviéndose á doña Rosalía—

noextrañe usted esta congoja; no estamos acostumbradas á golpes de estaclase. Nosotras, por nuestro nacimiento, nuestra educación y nuestrareligiosidad, hemos estado siempre por encima de todas esas miserias.¡Ay! nosotras hemos tenido la culpa por nuestra excesiva caridad.Figúrese usted que acogimos sin recelo á una víbora en nuestra casa,aunque teníamos malos informes de su conducta; la acogimos creyendo quese enmendaría. ¡Pero ya ve usted qué almas tan perversas! ¡Qué sociedad!¡Qué siglo! Bien me lo figuraba yo, á pesar de lo que decía mi sobrina,que es una santa, y se empeñaba, guiada por su buen corazón, en que esamuchacha se iba á corregir. ¿Cómo puede corregirse un monstruosemejante? ¡Qué deshonra, qué vilipendio! ¡Ay! yo no sirvo para estoscasos; me confundo, me descompongo y no puedo tomar ningunadeterminación.

—Sí, hay que tomar una determinación—afirmó con mucho encono María dela Paz.—Si no, ¿qué va á ser de la honra de nuestra casa? Hay que ponerinmediatamente á la puerta de la calle á esa mozuela, sin consultar ádon Elías. El ha de aprobarlo; y sobre todo, aunque no lo apruebe. ¿Puesno se ha atrevido á decirnos esta mañana que su sobrino se enmendará?¡Si está una viendo unos horrores! … ¡Qué siglo, qué costumbres!¡Hasta él…!

—Haz lo que quieras, Paz—dijo Salomé, afectando mansedumbre y ciertapostración, que ella creía sentaba muy bien en su nerviosocuerpo.—Haz lo que quieras, sin reparar en lo que pueda opinar eseseñor mayordomo, que él nada tiene que mandar aquí. Despide á esamuchacha; que se vaya con las de su calaña.

¡Oh! No quiero recordar loque esta señora ha contado.

Hasta el perro, que no ladraba; el melancólico Batilo, estabaconsternado. Habíase plantado frente á doña Rosalía, y miraba, con laatención de un can preocupado, el buen color de la costurera que habíatraído la desolación á aquella casa.

—Señora—dijo Paz con un poco de cortesía,—le agradecemos á usted elaviso que nos ha dado, mostrando, como es natural, su celo é interés porla honra de nuestra casa. Cuando despidamos á esa muchacha, nosmudaremos de aquí. ¡Ay, y yo que le había tomado cariño á este santoretiro! Aquí vivíamos tranquilamente y en paz, no con la comodidad queen nuestra antigua casa; pero, en fin, tranquilas y …

Señora, ustednos ha librado de la deshonra, porque ¿qué hubiera sido de nosotras,solas aquí y expuestas á las asechanzas alevosas de ese militar? ¡Oh! nolo quiero pensar.

—Es un militar joven, alto, buen mozo, y parece ser persona muydistinguida.

—¡Joven, buen mozo y de buen porte!—dijo Salomé disponiendo su cuerpopara el tercer paroxismo.

—¡Joven, buen mozo y de buen porte!—exclamó Paz en el colmo de laindignación.—¿Es esto creíble?

¡Qué circunstancias tan agravantes!

—¡No siga usted, por Dios!—dijo Salomé ya medio desmayada.

—No siga usted, que mi sobrina es muy impresionable y no puede oírciertas cosas. Estamos acostumbradas….

Doña Rosalía se levantó para marcharse, porque creía haber cumplidosatisfactoriamente su misión.

Entonces pasó una cosa singular: cuandola sastra se acercaba á la puerta, Batilo, el perro misántropo, que enaquella mansión había olvidado los hábitos propios de su raza, corriótras ella, se agitó convulsivamente como quien hace un gran esfuerzo, yladró, ladró como un mastín ante un salteador; persiguió á la mujerdando agudos aullidos, y hasta llegó á pillarle entre sus inofensivosdientes el traje y el mantón. Paz se alarmó y Salomé se tapó losoídos, como si oyera el aullido, de un chacal. Defendieron entre lasdos á doña Rosalía de la agresión inesperada del animal; fuese lasastra, y las dos arpías se miraron cara á cara, comunicándosemutuamente su respectiva bilis.

Es indispensable apuntar que en su afán de llegar pronto á donde estabaClara, se aturdieron, sin poder tomar la puerta, y al fin chocaron unacon otra con gran confusión.

—Mujer, que me echas al suelo—dijo una.

—Mujer, qué cosas tienes—gruñó la otra.

Entraron en el cuarto donde estaba acostada la devota … Esta reposabatranquilamente, pero no dormía; tenía clavados los ojos en el techo conmuestras de meditación profunda. Sentada junto á la cama estaba Clara,que hacía de enfermera y acompañante de la santa. Cuando las dosPorreñas entraron, Clara les conoció en las caras que se preparaba unaescena terrible. Asustóse mucho, y se acercó más al lecho, como buscandoun refugio al lado de la sagrada persona de doña Paulita.

—¡Niña!—dijo Paz con la lengua turbada y muy alterado el rostro.—Yasabemos todas las infamias de usted. Merece usted ir á la cárcel porcomprometer la honra de una casa como ésta. Si no temiera rebajar midignidad….

—Señoras—murmuró Clara temblando,—¿pues yo qué he hecho?

—¿Pues yo qué hecho?—dijo, remedándola con gesto grotesco,

Salomé.—Miren la hipócrita, ¡qué monstruo, Dios mío! Paula, no te asustes—añadió, acercándose á la cama;—no nos des un nuevo disgusto.

Ya sabemos qué clase de persona hemos recibido en nuestra casa.

—Todo se ha descubierto, niña—continuó Paz—Ya no nos engañará ustedmás con su cara de mosquita muerta. Pero ¡qué atrevimiento, quéiniquidad! Debiera usted morirse de vergüenza.

—Señora, yo no sé de qué habla usted—dijo Clara, perdiendo porcompleto la serenidad.

—¡Insolente! Y aún se atreve á disimular, después de tantadesvergüenza. ¿Cree usted que está tratando con personas como usted?¡Miren la necia! tan necia como perversa. Ahora mismo va usted á salirde esta casa.

El primer sentimiento de Clara al oír esto, fué una repentina alegría.¡Salir de allí! Ya había perdido esa esperanza. Pero la situaciónaquélla no era para alegrarse. Pronto lo conoció, y esperó resignada elfin de su sentencia.

—Dile, dile la causa—indicó Salomé, afectando gran respeto alprocedimiento.

—La causa bien la sabe ella—dijo Paz;—pero no puedo contener lacólera. De veras digo que si no fuera porque soy persona … ¡quéhorror! La causa es … no te asustes, Paula; la causa es que mientrasnosotras salimos de casa á alguna visita, se entra aquí un hombre porlos tejados; sí: un militar, buen mozo, alto, persona … ¿cómo dijo? debuen porte … pero no te asustes, Paulita: esto hay que aceptarlo conresignación.

Si no temiera asustar á su prima, que estaba enferma, á Salomé lehubiera dado un cuarto conato de vahído.

Pero se contentó con mirar á ladevota con ojos muy aterrados. La santa no hizo más que mirar á Claracon cierta perplejidad; y contra lo que sus parientes esperaban, no citóningún texto latino, ni predicó ningún sermón sobre la inconveniencia éirreligiosidad de que entraran por los tejados los militares buenosmozos, altos y de buen porte. Clara, á pesar de su inocencia, se quedóaterrada como una culpable.

—¿Se atreve usted á negarlo?—dijo Paz, dando algunos pasos hacia ellacon el resplandor de la ira en los ojos.

—Yo … no—dijo Clara, retrocediendo con espanto.—Sí … sí loniego.—Después añadió, haciendo un esfuerzo por calmarse y calmar á sujuez:—Óigame usted, señora: yo le contaré la verdad; le diré lo que hasido. Yo soy inocente; yo no he permitido….

—¡Jesús, Jesús! Yo no sirvo para estas cosas—clamó Salomé volviendo elrostro.—No puedo, no puedo oír esto.

—¿Que usted no ha permitido…? ¿Todavía tiene atrevimiento paranegarlo?

—Yo … yo no niego—contestó la huérfana muy consternada.—Pero yo,¿qué culpa tengo de que ese hombre…?

—¿También le quiere usted disculpar á él? Esto nos faltaba que ver. Nopuede haber perdón para tanta alevosía. ¡Pagar de este modo el asilo quele hemos dado sin merecerlo! Pero bien dije yo que de usted no podíamossacar cosa buena.

—Señoras—dijo Clara deshaciéndose en lágrimas,—yo les juro á ustedespor Dios y por todos los santos, que por mí no ha entrado ningún hombre;que yo no soy culpable de todo eso que ustedes dicen. Yo se lo juro porDios y por la Virgen.

—¡Insolente! Aún se atreve á disculparse.