La Fontana de Oro by Benito Pérez Galdós - HTML preview

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—Oye, chica: ven conmigo y le sacaremos un duro al tío gordo de laesquina.—¿Qué?—dijo Clara, confusa ante aquella proposición.—¿Apostamos á que no

tan dao

ni un bendito

chavo

esta noche? Yo he

sacao

ya un

rial

: mira. Pero hay en aquella tienda un

mardito

pañero que es muy caritativo. Ayer le

ije

que tenía una hija enfermaen cama, y me dió una peseta. Si

quiés

que le saquemos más, venconmigo esta noche, chica, y verás. Entramos: tú te haces que te vascayendo, y te pones un pañuelo

atao

á la cara, y empiezas ó dar unos

chillíos

que partan el corazón. Oye, así: ¡ay! ¡ay! ¡ay!

Y dió unos cuantos quejidos tan lastimeros, que Clara tuvo angustia deoírlos. Después siguió:

—Mira, ven; entramos: yo le digo que eres mi hija y que no has comidoun bocao

, y que el

méico

te ha recetado una cosa que cuesta un duro.Tú dices que no la quies

tomar, y que si saco el duro, compre pan

pa

estos niños que se están muriendo. Yo digo que sea el duro

pa

la

meicina

; tú que sea

pa

los niños, y así … verás cómo se ablanda…y

pué

que nos dé dos… partiremos: te daré á ti dos

riales,

y….Anda, ven: ponte este pañuelo en la cara.—Señora, yo tengo que hacer,no puedo—dijo Clara, que creía no deber darle otra razón menoscortés. ¿Sabe usted dónde está la calle del…?

—¡Qué calle de los

dimonios

!—dijo la mujer; y viendo que pasabandos caballeros se acercó á ellos, diciéndole al chico que llevaba de lamano:—Muchacho, cojea.

El muchacho cojeó, y se acercaron á los caballeros, repitiendo sumuletilla. Clara se retiró entonces; anduvo á buen paso, y llegó, porúltimo, á la plazuela del Espíritu Santo; subió más, hasta que seencontró en la esquina de la calle del Prado, y por allí pensó seguir,porque veía en ella bastantes personas, y creía encontrar allí quien lainformara bien.

Batilo iba delante. Un perro vivaracho y pequeño, descarado, ratonero,de éstos que pasean su vanidad por las calles de Madrid, se acercó alcan melancólico, y le dió una embestida con el hocico. Batilo era muytímido; pero sintiendo herido su amor propio, ladró. El ratonero, que nodeseaba sino provocación, ladró también, atreviéndose á dar un mordiscoal pobre faldero. Este te defendió como pudo; y á poco rato vino unporrazo que, con terribles aullidos, empezó á perseguir al ratonero.Luego vino otro perro, y otro, y otro: en dos segundos se reunieron allídoce perros, que armaron espantosa algarabía. Luchaban unos con otros,cayendo y levantándose en revuelta confusión, mordiéndose, saltando yatropellando entre los movimientos de su horrible contienda á Batilo yal ratonero, que, revueltos entre las patas de los contendientes,recibían los ultrajes de todos. Al ruido se detuvieron algunas personas;el amo de uno de los perros terció en la pelea, y dijo ciertas frasesinjuriosas al amo de otro. Clara, al ver que se reunía tanta gente, yque algunos mozos la miraban con atención impertinente, avivó el paso;tomó la calle arriba para huir de aquellas miradas. Pero los mozos lasiguieron, y ella quiso ir más á prisa; ellos también; ella más aún,hasta que se decidió á correr, y corrió con toda la velocidad que podía.Entonces una mujer gritó desde una puerta con voz chillona y angustiada:"¡A esa, á esa, á esa!" Un hombre la detuvo por el brazo; muchas mujeresla rodearon, y se formó en un momento un grupo de más de treintapersonas en torno á ella. La huérfana estaba tan trémula y aterrada, queno dijo palabra, ni trató de huir, ni lloró siquiera. Creyó tener enderredor un círculo de asesinos.

—¿Qué ha hecho? ¿qué hay?—dijo uno.

—Que ha

robao

ese lío que lleva bajo el brazo.

—Muchacha, ¿donde has tomado ese lío?—dijo el que la tenía asida.

Clara no contestó

—A la cárcel con ella—dijo uno de los presentes.

—¿Dónde has tomado ese lío, muchacha?

La joven se repuso un poco, y con voz tenue, dijo:

—Es mío.

—¿Qué es suyo?—dijo una de las mujeres.—Si la vi yo correr como una desalación.

Apuesto á que lo cogió en la casa del número 15.

—No, que venía de más abajo—dijo otra.

—Apuesto que es de casa de la

sa

Nicolasa, la pupilera de ahíenfrente—dijo otra mujer.

—Usted miente, señora—dijo un hombre alto, que parecía ser persona deltoreo, á juzgar por su vestido y el rabicoleto que tenía en lanuca.—Usted miente: esta señora no ha salido de casa de la pupilera, nidel número 16; venía de más abajo.

—¡Miren ese pelele!—gritó la mujer.—¿

Poz

no dice que yo miento?

—Usted miente, señora. Esa muchacha no ha

robao naa

, que venía deabajo, y corrió porque la venían siguiendo esos lechuguinos. Yo lo he oservao

, y si hay alguno que me desmienta, aquí estoy yo, que soy unhombrera pa

otro hombre.

—Tanta bulla

pa naa

—dijo, soltando á Clara, el que la tenía asida.

—Pues que si lo ha robado, si no lo ha robado … Cuando yo digo unacosa…. Si estuviera aquí mi Blas, se vería si hay un hombre

pa

otrohombre—murmuró, volviendo la espalda, la promovedora de aquel alboroto.

—Vamos, señores, aquí no se ha

robao naa

—dijo el majo condecisión.—Aquí están ustedes de más. Largo el camino.

El público (llamémosle así) encontró muy convincentes las últimasrazones del hombre de los toros, y aún más las insinuaciones que hizocon un tremendo palo de puño de plomo que llevaba en la mano, y empezóá desfilar.

—-Vamos, prendita, no tenga usted miedo—dijo el hombre del rabicoleto,cuando se quedó solo con Clara.—Venga usted conmigo, y no tenga reparo,que yo soy un hombre pa

otro hombre. ¿Pero se

pué

saber á dónde ibala personita? Yo la llevaré á usted, porque soy un hombre pa

….

—Voy á la calle del Humilladero.

—Del Humilla … ¿que?

—Del Humilladero.

—Ya sé … ¿pero

pa

qué va usted tan lejos? Si usted se echa áandar ahora, llegara allí pasao

mañana por la noche. Con que no tengausted prisa….

—Sí, señor, tengo prisa; y aunque esté lejos, he de ir en seguida

¿Quiere usted hacerme el favor de decirme por dónde debo ir?

Miste

: coge usted esta calleja arriba, siempre

pa

arriba … peroyo la voy á llevar á usted. Aunque,

pa

decir verdad, más valía que seviniera conmigo. ¡Ay! ¡Jesús, qué guapa es usted!

Poz

no habíareparado … Venga usted.

—No puedo detenerme,

señor caballero

—dijo Clara con muchomiedo.—Dígame dónde está esa calle, y yo me iré sola.

—¡Sola! ¿Y yo podía ser tan becerro que la iba á dejar ir sola por esascalles, esta noche que hay rivolución

…? Bueno soy yo

pa

… Vengausted conmigo. Le

igo

que no lo pasará mal: yo conozco aquí cerca un

colmao

donde hacen unas magras que….

Diciendo esto, el torero tomó á Clara por un brazo y quiso internarlapor la calle del Lobo.

—Suélteme usted, caballero—dijo Clara desasiéndose:—tengo que hacer;por Dios, suélteme usted.

—Pues es lo

mesmo

que un puerco-espín. ¡Bah! Si es usted muy guapapara ser tan picona. Le igo

que … Pero, en fin, yo la acompañaré áesa calle.

—No: dígame usted por dónde debo ir. Yo iré sola.

—¿Sola? si hay _rivolución. ¿

Pa

que le peguen á usted un tiro y me la

ejen

frita en

mitá

la calle?…

—Yo quiero ir sola—dijo ella separándole.

La compañía y la solicitud impertinente de aquel hombre le inspirabamucha desconfianza. Su intento era huir de él y preguntar á otro. Peroaunque avivó mucho el paso, él seguía siempre á su lado diciéndole milcosas. Un incidente feliz (algo feliz había de pasar aquella noche) vinoá librar á Clara de aquel moscón.

Iban por la plazuela de Santa Ana,cuando sintieron detrás gritos de mujer. El majo no volvió la cara; perotuvo buen cuidado de embozarse bien en su capa para no ser conocido.

Arrastrao, endino

—dijo la mujer, que era alta, gruesa hombruna ycon voz aterradora y aguardentosa.—Espera, espera, que te voy á sentarlos cinco en esa cara de documento.

Al decir esto, tiro al majo de la capa, y con mano más pesada que unamaza de batán, cogió á Clara por un brazo y la detuvo.

—Si no fuera porque está aquí esta señora—dijo el chulo, cuadrándoseante la jamona—ahora mesmo

te volvía las narices al revés.

—¡

Arrastrao

!—dijo la maja cuadrándose y moviendo la cabeza—¿tengoyo cara de cabrona? ¿Te paece

que por una cara de escoba como esta voyyo á consentir?…

—¡Calla!—exclamó el otro—ó te

ejo

sin piernas.

—Mira, Juan Mortaja, que voy á sacarle los ojos á esta rabuja si ahora mesmo

no vienes conmigo. ¿Le parece á usted que á una mujer como yo sela…? Juan Mortaja, cuando igo

que vamos á tener que….

—No haga usted caso—dijo el torero, dirigiéndose á Clara, que estabasin aliento, oprimida por la mano de la jamona, como la tórtola en lasgarras del gavilán—No haga usted caso, niña, que ésta suele rezarle unPadre nuestro á

san cuartillo

.

¡Reendino!

—exclamó con trágico furor la maja, soltando á Clara yechando rápidamente mano á la cintura, de la cual sacó una navaja, queesgrimió con el donaire y la presteza de un matutero.

—¡Saco

e

demonios!—dijo el otro, enarbolando el palo.

No sabemos cómo concluyó la pendencia, porque hemos de seguir á Clara; yésta, en cuanto se vió libre de la zarpa de la dama de Juan Mortaja, seescapó ligeramente, y á buen paso, seguida siempre de Batilo, llegó á laplazuela del Ángel. La desventurada no sabía ya qué partido tomar; sehorrorizaba al pensar que entre los miles de habitantes de este enjambreno había uno que le dijera el nombre de la calle donde estaba el únicoasilo que podía acojer á la huérfana abandonada, sola, injuriada, mediomuerta de miedo y dolor.

Creyó que Dios la abandonaba ó que no habíaDios; que su destino la obligaba á optar entre la inquisición espantosade las dos Porreñas, y aquel abandono, aquel vagar por un desierto,repelida por todos ó solicitada por la depravación ó el vicio.

Se decidió á hacer otra tentativa. Detúvose ante un hombre que, con unfarol y un gancho, revolvía escombros, y le hizo su pregunta.

—¿La calle del Humilladero?—dijo el trapero, incorporándose yhaciendo con el gancho ciertos movimientos semejantes á los que hacecon su varilla un director de orquesta.—Esa calle está … Voy á darleá usted una receta para que la encuentre en seguida. Pues eche usted áandar … y vaya mirando con atención los letreros de todas las calles.¿Sabe usted leer?

—Sí, señor—dijo Clara.

—Pues cuando usted vea un letrero que diga así: "calle del Humilladero", allí

mesmo

es.

El trapero se quedó muy satisfecho de su apotegma, y volviendo áinclinarse, enterró su gancho investigador en el montón de inmundiciaque delante tenía. Clara se retiró muy angustiada; y principiando áperder ya el conocimiento exacto de su desventura, hallábase próxima áentrar en ese período de atonía que precede á las grandes enajenaciones.Dirigió de nuevo mentales súplicas á Dios y á la Virgen para que lasacaran de aquella situación; y aún rezaba, cuando vió llegarse haciaella á una persona que le inspiró mucha confianza.

Dió algunos pasoshacia aquella persona, que era un clérigo de más que mediana edad, gordoy pequeño.

Venía con su rosario en la mano y la vista fija en el suelo.La huérfana respiró con tranquilidad, porque aquel personaje venerableque tenía ante sí debía de ser un santo varón, de esos cuyo fin en latierra es consolar á los afligidos y ayudar á los débiles.

CAPÍTULO XXXVIII

#Continuación del "vía-crucis".#

Parecía el clérigo hombre pequeño, á juzgar por su vestido, que era muyraído y verdinegro. Era él de edad madura, y á juzgar por su pronunciaday redonda panza, parecía hombre que no se daba mala vida. Tenía la cararedonda y amoratada, con dos ojillos muy vivos y una nariz que parecíahaber servido de modelo á la Naturaleza para la creación de las patatas.No puede decirse que su fisonomía fuera antipática: sonreía con bondad,y, sobre todo, había en sus ojuelos cierta gracia y una volubilidadamable. Cuando vió á Clara y oyó la pregunta que ésta le hizo con elmayor respeto, guardó el rosario, se ladeó el sombrero (porque era éstetan grande, que tapaba con él á cuantos se le ponían delante), y dijo:

—¿La calle del Humilladero? Sí, hija mía, sí: sé dónde está, sí, peroes muy lejos. No podrá usted ir sola; su perderá usted, hija mía. Vengausted y yo la pondré en camino.

Y volvió atrás. Siguiéronle Batilo y Clara, que creyó al fin haberencontrado el hilo del laberinto.

—Pero, hija mía, ¿cómo es que usted va sola? ¡A estas horas … tansola!—dijo el padre con voz agridulce.

—Tengo que ir á una casa que conozco—repuso Clara por dar algunarespuesta.

—¿Pero va usted sola? ¡A estas horas! … Hija mía, ¿por qué es eso?

—No tengo quien me acompaña. Soy sola.

—¿Que es usted sola? ¡Jesús, María y José! ¡Qué calamidad! ¿Pero notiene usted padres?

—No, señor.

—¿Es usted sola, enteramente sola? ¡Jesús, María y José! Esto no vabien, hija mía. ¿Pero no tiene usted ningún pariente? Vamos, irá usted ácasa de algún pariente.

—No, señor, no. Voy á casa de una mujer que conozco. No conozco á nadiemás que á ella.

—Vamos, ya conocerá usted á alguna otra persona—dijo el cura parándosey fijando en el semblante de Clara sus picarescos ojuelos.—¿De dóndeviene usted ahora?

—De casa de unas señoras, donde estaba.

—¿Y allí no conoció usted más que á esas señoras?

—No, señor—dijo Clara asustada del giro que tomaban las preguntasdel clérigo.

—Vamos, juraría yo que ha conocido usted á algún muchachuelo … Eso notiene nada de particular, hija mía: para eso es la juventud. Eso notiene nada de particular. ¡Bah! no se ponga usted encarnada. Por lasllagas de Jesucristo, que no me enfado yo por eso … no.

Al decir esto, el cura se paró otra vez, y volvió á fijar en la huérfanasus pequeños y vivaces ojos, acompañando esta mirada con una santasonrisa de astucia, que haría honor á cualquier alumno de Seminario,conocedor de la obra de Sánchez, titulada

De Matrimonio

.

—Porque hija mía, el mundo es así—continuó.—Yo, que conozco lasdebilidades de ambos sexos, puedo hablar sobre este punto. Y luego yotengo una práctica tal, que en seguida comprendo. Sobre todo, como ustedes tan guapita….

Turbóse mucho la joven con aquellas palabras; pero la esperanza de quepronto llegarían á la decantada calle del Humilladero, la serenó,haciéndole más llevaderas las amabilidades del buen hombre.

—Si, hija mía: yo soy gran admirador de las obras de la Naturaleza, ycuando estas obras son bellas, las admiro más. Yo, francamente lo digo,no soy gazmoño. Lo cortés no quita lo valiente. Aunque uno seasacerdote … porque admirar á la Naturaleza no es pecado.

Con estas y otras cosas habían pasado la calle de Atocha y llegado á la Plaza Mayor; atravesáronla, dirigiéndose á la plazuela de San Miguel.

—Venga usted, venga usted—dijo, tomando el brazo á Clara, al ver quemanifestaba cierto recelo de internarse por el arco obscuro que da á laplazuela del Conde de Miranda.—Venga usted, que conmigo va segura…Pues decía que lo cortés no quita lo valiente… Pero no me ha seguidousted contando eso del muchachuelo.

—Si yo no he contado nada—dijo Clara, haciendo un movimientodisimulado para desasir su brazo de la mano del cura.

—Sí: algo hay, hija mía; yo lo he conocido. Si eso no tiene nada departicular. Ya… ¿hay vergüencilla?

Vamos, cuénteme usted, que yo iaabsuelvo en seguida. A las niñas bonitas se les perdona todo.

Diciendo esto, miró de nuevo á Clara; pero ya no se sonreía: estabaserio, y había en su voz cierta agitación que ella no pudo notar.

—Cuidado, no se caiga usted—dijo, extendiendo su brazo por la cinturade la huérfana, como si ésta hubiera tropezado.

—¡Ay!—dijo ella más confusa y separándose del cura.—¡Cuándollegaremos á esa calle!… ¿Está muy lejos todavía?

—Sí, hija mía: está lejos, muy lejos. ¿Pero qué prisa tiene usted?

—¡Ah! sí, tengo mucha prisa. Pero no se moleste usted más. Dígame pordónde debo ir … y seguiré sola.

—¡Ah! no acertará usted en toda la noche. Está muy lejos. ¿Pero quéprisa tienes, hija mía? Veo que estás muy cansada. ¿No te convendríadescansar un poquito?

—¡Oh! no, señor; no puedo descansar—dijo Clara, aterrada ante la ideade que la llevaran á una sacristía.

—Sí, hija mía: estás muy fatigadita, y yo no tengo corazón para verteandar por esas calles á estas horas y con este frío.

—No importa, señor cura: no me puedo detener.

—¡Jesús, María y José! No he visto nunca una muchacha más arisca.Yo … no gusto de gente así, porque me gusta que las niñas seanamables y buenas.

En esto entraban en el callejón de Puñonrostro. Paróse el cura y tomóuna mano á Clara, que se retiró, apartándose de él.

—Hija mía, por Jesús, María y José, te digo que se me parte el corazónde verte así sola por esas calles, á estas horas, con este frío… Mira:yo tengo un buen brasero arriba…. Porque aquí vivo yo, aquí á espaldasde San Justo, que es mi iglesia. Pues si quieres descansar un ratito….

—No, Padre: yo quiero ir á la calle del Humilladero. Dígame usted dóndeestá, ya que no me ha llevado á ella.

—¡Qué Humilladero, ni Humilladero! ya me tienes loco con tu calle. Puesno estás poco impertinente—dijo el clérigo con más agitación y muchaimpaciencia.—Ven, hija mía, y me contarás eso del muchachuelo.

El infame plan se reveló de pronto en el entendimiento de Clara con todosu horror y repugnancia.

—Señor—repitió—dígame por dónde voy.

—Sube, sube—dijo él colocado ya en la puerta de su casa.—Sube; no tepesará. Si supieras qué bueno soy yo…. Porque lo cortés no quita lovaliente. Y mañana te vas á tu Humilladero, ó si no quieres ir….

—Señor, por Dios, dígame por dónde debo ir. Yo me vuelvo loca. ¿Paraqué me ha traído usted aquí? ¿Y

dónde estoy? Puede ser que ahora estémás lejos del punto á donde quiero ir.

—Sube, hija mía, sube—dijo el clérigo abriendo la puerta—y hablaremosde eso. Yo te diré dónde está esa calle, y mañana podrás….

—No, yo no le quiero ver á usted más. Pero dígame por dónde debodirigirme. ¿Por qué me ha engañado usted?

La joven rompió á llorar como un niño. El cleriguillo había perdido suamabilidad; sus ojuelos expresaban el mayor despecho; su labio inferior,masa informe y pendiente, le temblaba por la rabia de la contrariedad ydel desengaño.

—¿Está lejos esa calle, señor? ¿Está lejos?

El cura miró á Clara con desdén, hizo un gesto despreciativo, yentró diciendo:

—Sí, chica: está lejos, muy lejos.

Y cerró violentamente con mano colérica la puerta, que produjo fuerteestampido.

Algo tranquilizó á Clara el verse libre de aquel malvado; pero al pensarque no había podido adquirir noticia alguna de lo que buscaba; al verseen aquel callejón estrecho y obscuro, donde no aparecían indicios devivienda humana; al considerar que por un extremo podía aparecer unhombre y por el otro extremo otro, avanzando hacia el centro ycogiéndola entre los dos, fué tal su pavor, que estuvo á punto de caeral suelo sin sentido. También se la figuraba que la enorme muralla de lacasa del Cordón y la de San justo iban á reunirse, aplastándola enmedio. Un supremo esfuerzo, una carrera en que el espíritu agitado, másbien que el cuerpo, parecía trasladarse, la llevó á la calle delSacramento. Al fin vió una luz que se movía; era un sereno. Aquelencuentro la infundió algún valor; acercóse á él, y le repitió supregunta, tantas veces hecha, y nunca contestada. El sereno, de muy malhumor, pero con buena intención, le dió la dirección verdadera.

—Baje usted esa cuestecita por detrás del Sacramento; baje ustedsiempre hasta que llegue á la calle de Segovia; en seguida sube ustedderecha, siempre adelante, hasta encontrar la Morería; entra por ellahasta llegar á la calle de don Pedro; después sigue por ésta hasta laplazuela de los Carros, y enfrente de la capilla de San Isidro,encuentra usted la calle del Humilladero.—Le repitió las señas y le diólas buenas noches.

La huérfana se retiró muy agradecida. Al fin encontraba la dirección deaquella maldita calle. Tomó por el camino indicado y bajó la cuesta delos Consejos. ¡Qué triste y pavoroso lugar! El piso parece que huye bajolos pies del transeúnte: tal es la pendiente. A Clara, que estabacompletamente desfallecida y con la cabeza debilitada, le parecía caerseá cada paso, y que el suelo se iba inclinando más cada vez, negándose ásoportarla. Llegó á creer que nunca terminaba aquel descenderprecipitado, hasta que por fin sus pies pisaron en llano. Estaba en lacalle de Segovia, y se le figuraba haber caído en un abismo. No eraposible, pensaba ella, que el sereno le hubiera dicho la verdad. ¿Estabaaquel sitio habitado por seres de este mundo?

De noche, y en aquellalobreguez, parecía la profundidad de un barranco, de esos que escogenpara sus conventículos los duendes y las brujas. Mirando hacia arriba,le parecía que se inclinaban, amenazando caer, las dos masas dehabitaciones que á un lado y otro de la calle se levantan.

Clara siguió, sin embargo, la dirección que el sereno le habíaindicado: distinguió delante de sí la cuesta escarpada de los Ciegos, ypensó que era imposible trepar por allí, intentólo á pesar de todo,tropezando con montones de escombros y ruinas: las casas se veíanarriba suspendidas, al parecer, como nido de buitre en lo alto de laeminencia. Ella se sintió sin fuerzas para escalar aquello; nodistinguía senda alguna, ni había allí nada que indicase el paso deseres humanos. No se oía voz alguna, sino de tiempo en tiempo, yresonando muy lejos, gritos de mujeres. Los gritos resonaban como siuna bandada de aves, con palabra humana, se cerniera graznando en lomás alto del cielo. De repente oyóse una voz infantil que venía deabajo. Era una niña que subía sola, y cantando, por la calle deSegovia, dirigiéndose á la Morería. Clara vió con asombro que la niña,sin cesar de cantar, subía la cuesta y trepaba, encontrando una veredaentre tantos escombros. Se levantó é intentó seguirla. La niña no lavió y marchaba delante muy alegre, al parecer. Pero de pronto advirtióel ruido de los pasos de la que la seguía; volvióse; vió aquel bultoque en medio de la noche andaba tras ella, y lanzándose en súbitacarrera empezó á gritar: ¡Madre, madre: brujas, brujas!

La huérfana sintió entonces más claros los gritos de las mujeres, yllegó también á creer que había brujas por allí. Las mujeres parecíacomo que bajaban, y sus voces confusas y discordantes semejaban elaltercado frenético de una horda de euménides. Retrocedió Clara y volvióá bajar, estando á punto de resbalar y caer algunas veces. Hallóse denuevo en la calle de Segovia, y entonces los gritos femeninos llegaban ásus oídos como si la horda de aves con palabra humana hubiera levantadoel vuelo tornando á las altas regiones.

Empezó á llover: caían gotas muy gruesas, que la imaginacióncalenturienta de la huérfana sentía en el piso como si éste fuera unacaja sonora. La lluvia aumentaba; las gotas caían con extraordinariarapidez, dejando en las piedras un disco obscuro, semejante á una piezade dos cuartos que, repetidos infinitamente, concluyeron por teñir denegro reluciente todas las piedras. Clara se arropó; apoyóse en una granpiedra sillar que allí había, y, con el alma agotada ya, miró al cielobuscando la luna, una estrella, cualquier cosa que no fuera negra yhorrible, cualquier cosa que no hubiera visto aquella noche en otraparte; pero no vió ni estrella ni luna: tan sólo allá abajo, en ladirección del puente y en el horizonte que tras la otra orilla delManzanares se dibuja, vió una lumbre rojiza, esa claridad violenta deencendido color, que es en noches tempestuosas como una fiebre delcielo. Se le ve arder calenturiento y agitado por súbitas y precipitadasexhalaciones, mientras toda su inmensa extensión permanece obscura yhelada. Aquella luz impresionó la mente de Clara de un modo muy extraño.Lejos de infundirle temor, le pareció ver allí alguna cosa interna, másprofunda que el profundo cielo, que parecía estar abierto por aquelpunto. Creía ver oleadas de luz, emanadas de un foco incandescente;formas humanas, cuerpos sin sombra, que oscilaban con caprichosasrevoluciones. Parecíale como una falanje de astros humanos, de cielos ymundos en forma de seres vivos, que allí se determinaban dentro delespacio mismo de una llama sin fin; cada uno engendraba miles, cada milun millón; se alejaban y volvían, se obscurecían tenuamente, y de nuevoadquirían el brillo de la más intensa luz.

Cuando apartó la vista de aquella claridad, miró al lado opuesto; miró ála calle, en derredor, y no vió nada.

Esperó un rato, mirando siempre, ytampoco vió nada. Creyó que estaba ciega, y en vano quería, con atenciónafanosa, descubrir algún objeto. La lluvia había crecido de una maneraespantosa: un torrente bajaba por la Cuesta de los Ciegos y otro por lade los Con