morreu
porque
Deus
quiseira,
que
si
non
quiseira
naon
morreira;
e
por
que
lo
necesitó
nasua
capella,
díjole
Deus:
canta.
¡Cantou
cosa
bella!
Dijo Deus á os anjos: id vos á pradeira,
Que melhor canta ó senhor de Madureira.
—Rafael—dijo la condesa—, mofador eterno, ¿quién se escapa de tustijeras? Voy a mandar hacer tu retrato en figura de pájaro burlón, comose ha hecho el de Paul de Kock en forma de gallo.
—De esa suerte—repuso Rafael al irse—haré una Arpía masculina, locual tendrá la ventaja de que se pueda propagar la casta.
Capítulo XXII
Había pasado el verano y era llegado septiembre; los días conservabanaún el calor del verano, pero las noches eran ya largas y frescas.Serían las nueve y aún no había en la tertulia de la condesa sino laspersonas más allegadas y de mayor confianza, cuando entró Eloísa.
—Toma asiento en el sofá, a mi lado—le dijo la dueña de la casa.
—Te lo agradezco, Gracia; pero vuestros sofás de aquí, son mueblesrellenos de estopas o crin: son de lo más duro e inconfortable quedarse puede.
—Así son más frescos, hija mía—dijo Rita, a cuyo lado se había sentadoEloísa en una estudiada postura.
—¿Sabéis lo que se dice?—dijo a esta última el poeta Polo, jugando consu guante amarillo y extendiendo la pierna para lucir un lindo calzadode charol—. Se dice que nombran a Arias mayor de la plaza; pero lo creoun solemne puff.
—Cosas de lugarón, de poblachón, de villorro como es este—
repusoremilgadamente Eloísa—. Rafael merece mejor. Es un hombre muy espiritual, un joven muy Fashionable y un bravo militar.
—¿Qué estáis diciendo, señorita?—preguntó el general, que absortoescuchaba la conversación de los dos jóvenes de buen tono.
—Digo, señor, que vuestro sobrino es un bravo oficial.
—¿Y qué queréis decir con eso?
—Señor, lo que dice su hoja de servicio y repiten todos los que loconocen; que se ha distinguido en la guerra como un hombre de honor.
—Pues... si lo habéis querido decir, ¿por qué no lo habéis dicho?,según la célebre expresión de don Juan Nicasio Gallego, el cual, asícomo el duque de Rivas, Quintana, Bretón, Martínez de la Rosa,Hartzenbusch y otros muchos, han cometido la pifia de ser hombreseminentes y poetas de primer rango sin dejar de ser españoles en laforma ni en la esencia. ¿Habéis por ventura querido decir valiente?
—Pues es claro, general, ¿acaso no lo he dicho?
—No, señorita—dijo impaciente el general—, lo que habéis dicho es bravo, epíteto que sólo he oído aplicar a los toros montaraces y alos indios salvajes para ponderar su brutal fiereza. No usáis a fe mía,tal palabra, por falta de voces adecuadas al caso, pues además de valiente, tenéis puestas en uso otras muchas, como son: bizarro,valeroso, denodado.
—Jesús, señor, esas son voces anticuadas, muy vulgares y muy gansas; espreciso admitir las que introduce la elegancia y el buen tono, pésele al Diccionario y a sus ramplones compiladores y secuaces.
—¡Hay paciencia para esto!—exclamó el general tirando los naipes.
—¿Qué es lo que exalta de esta suerte la bilis de nuestrotío?—
preguntó Rafael, que había entrado, a su prima Rita.
—La noticia que corre.
—¿Qué noticia?
—Que te nombran mayor de plaza y lo ha tomado por una ironía.
—Tiene razón; yo no puedo aspirar a más dictado que al más chico dela plaza. Pero traigo una noticia que puede aspirar con razón a laprimera categoría.
—¿Una noticia? Una noticia es un patrimonio de todos. Así, suéltalapronto.
—Pues han de saber ustedes—dijo Rafael levantando la voz—
que la Griside Villamar está ajustada para salir a las tablas a lucir su voz.
—¡Oh!, ¡qué felicidad!—exclamó Eloísa—, el que algún evento notablesaque a esta monótona Sevilla del carril rutinario en que vegeta desdeque San Fernando la fundó.
—La conquistó—le dijo por lo bajo su simpático amigo Polo.
Pero Eloísa, sin atenderle, prosiguió:
—¿En qué ópera hará su debut?
—¿Pues qué, se ha ajustado para salir a las tablas de Bu?—
preguntó lamarquesa.
—Sí, tía—respondió Rafael—, y Stein de cancón es una piezacompuesta expresamente para ambos.
—¡Tales cosas!—exclamó la buena señora.
—Madre, ¿no echáis de ver que Rafael se está chanceando, según suloable e inveterada costumbre?—dijo la condesa.
—Desde que se ha dado La pata de cabra, ningún título de piezasteatrales me sorprende—repuso la marquesa; y desde que se hanrepresentado la Lucrecia, Ángela, Antony y Carlos el Hechizado, no hayargumento que se me haga increíble.
—Como el teatro es la escuela de las costumbres—dijo con ironía elgeneral—, lo ponen al nivel de las que quieren introducir.
—¡Qué bien opinan los franceses, cuando dicen que pasados los Pirineosempieza el África!—decía entre tanto a media voz Eloísa a Polo.
—Desde que ellos ocupan parte del litoral—repuso este—ya no lo dicen;sería hacernos demasiado favor.
Eloísa sofocó una carcajada en su diminuto pañuelo guarnecido de encaje.
—Aquellos están conspirando—dijo Rita a Rafael—. Polo tiene unamáquina infernal entre sus gafas y sus ojos, y Eloísa esconde en elpañuelo que lleva a la boca, una asonada en escabeche de almizcle contrala pícara estacionaria España.
—¡Ca!, no son conspiradores—repuso Rafael.
—¿Pues qué son, máquina infernal de contradicción?
—Son...; yo te lo diré para que los juzgues en toda su altura.
—Acaba, pesado.
—Son—dijo
solemnemente
Rafael— regeneradores
incomprendidos.
Algunas noches después de esta escena, las vastas galerías de la casa dela condesa estaban desiertas. No se veían allí más figuras que las delantiguo testamento, como Arias llamaba a los jugadores de tresillo.
—¡Cómo tardan!—dijo la marquesa—. Las once y media y todavía noparecen.
—El tiempo—dijo su hermano—no parece largo a los filarmónicos, cuandoestán en la ópera pasmándose de gusto como unos panarras.
—¿Quién había de pensar—continuó la marquesa que esa mujer tendría losestudios y el valor necesarios para salir tan pronto a las tablas?
—En cuanto a los estudios—dijo el general—, una vez que se sabecantar no se necesita tantos como tú crees.
En cuanto al valor, no quisiera más que un regimiento de granaderos porese estilo, para asaltar a Numancia o Zaragoza.
—Contaré a ustedes lo que ha pasado—dijo entonces uno de losconcurrentes—. Cuando llegó, hace tres meses, esta compañía italiana,nuestra prima donna futura tomó por temporada uno de los palcos máspróximos al tablado. No faltó a una sola representación y aun logróasistir a los ensayos. El duque consiguió de la primera cantatriz que ladiese algunas lecciones, y después, del empresario, que la ajustase ensu compañía. Pero el ajuste a que se prestó el empresario, fue encalidad de segunda; propuesta que fue arrogantemente desechada por ella.Por una de aquellas casualidades que favorecen siempre a los osados, la prima donna cayó peligrosamente enferma y la protegida del duque seofreció a reemplazarla. Veremos qué tal sale de este empeño.
En este momento, la condesa, animada y brillante como la luz, entró enla sala acompañada de algunos tertulianos.
—Madre, ¡qué noche hemos tenido!—exclamó—. ¡Qué triunfo!, ¡qué cosatan bella y tan magnífica!
—¿Me querrás decir, sobrina, la importancia que tiene, ni el efecto quepuede causar, el que una gaznápira cualquiera, que tiene buena garganta,cante bien en las tablas, para que pueda inspirarte un entusiasmo y unaexaltación, como te la podrían causar un hecho heroico o una acciónsublime?
—Considerad, tío—contestó la condesa—, ¡qué triunfo para nosotros,qué gloria para Sevilla, el ser la cuna de una artista que va a llenarel mundo con su fama!
—¿Como el marqués de la Romana?—replicó el general—, como Wellingtono como Napoleón? ¿No es verdad, sobrina?
—¡Pues qué, señor!—contestó la condesa—¿No tiene la fama más que unatrompeta guerrera? ¡Qué divinamente ha cantado esa mujer sin igual!¡Con qué desenvoltura de buen gusto se ha presentado en la escena! Es unprodigio. Y luego, ¡cómo se comunican de uno en otro el entusiasmo y laexaltación! Yo, además, estaba muy contenta, viendo al duque tansatisfecho, a Stein tan conmovido...
—El duque—dijo el general—debería satisfacerse con cosas de otrojaez.
—General—dijo el tertuliano, que había hablado antes—, son flaquezashumanas. El duque es joven...
—¡Ah!—exclamó la condesa—. No hay cosa más infame que sospechar ohacer que se sospeche el mal donde no existe. El mundo lo marchita todocon su pestífero aliento. ¿No saben todos que el duque, no satisfechocon practicar las artes, protege a los artistas, a los sabios y todo loque puede influir en los adelantos de la inteligencia? ¿Además no esella mujer de un hombre a quien el duque debe tanto?
—Sobrina—repuso el general—, todo eso es muy santo y muy bueno; perono alcanza a justificar apariencias sospechosas. En este mundo, nobasta estar exento de censura; es preciso, además, parecerlo. Por lomismo que eres joven y bonita, harías bien en no declararte defensora deciertas causas.
—Yo no tengo la ambición de que se me crea perfecta—dijo lacondesa—erigiendo en mi casa un tribunal de justicia; lo que sí quieroes que se me tenga por leal y sólida amiga, cuando hago respetar ydefiendo a los que me dan ese título.
Rafael Arias entró en aquel instante.
—Vamos, Rafael—dijo la condesa—, ¿qué dirás ahora?, ¿te burlarás deesa encantadora mujer?
—Prima, para darte gusto, voy a reventar de entusiasmo por imitar alpúblico, como hizo la rana, queriendo alcanzar el tamaño del buey. Acabode ser testigo de la ovación imperial que se ha hecho a esa octavamaravilla.
—Cuéntanos eso—dijo la condesa—. Cuéntanoslo.
—Cuando bajó el telón, hubo un momento en que se me figuró que íbamos atener una segunda edición de la torre de Babel.
»Diez veces fue llamada a las tablas la Diva Donna, y lo hubiese sidoveinte, a no haberse puesto los insolentes reverberos, causados por laprolongación de sus servicios, a echar pestes y suprimir luz.
»Los amigos del duque se empeñaron en que los llevase a dar laenhorabuena a la heroína. Todos nos echamos a sus pies con el rostro entierra.
—¡Tú también, Rafael!—dijo el general—; yo te creía más sensato bajoesas apariencias de tarambana.
—Si no hubiera ido adonde iban los otros, no tendría ahora lasatisfacción de referiros el modo con que nos recibió esta reina de lasMolucas, emperatriz del Bemol. En primer lugar, todas sus respuestas sehicieron en una especie de escala cromática, de su uso, que consta delos siguientes semitonos: primeramente la calma, o llámese indiferencia;después, la frescura; en seguida, la frialdad, y por último, el desdén.Yo fui el primero en tributarle homenaje. Le enseñé mis manos,desolladas a fuerza de aplaudir, asegurándole que el sacrificio de mipellejo era un débil homenaje a su sobrenatural habilidad, comparabletan sólo con la del
señor
de
Madureira.
Su
respuesta
fue
una
gravedosa inclinación de cabeza, digna de la diosa Juno. El barón le suplicó portodos los santos del cielo que fuese a París, único teatro capaz deaplaudirla dignamente, en vista de que los bravos franceses resuenanen todos los ámbitos del universo, llevados por su bandera tricolor. Aesto respondió con la mayor frescura: «Ya veis que no necesito ir aParís para que me aplaudan; y aplausos por aplausos, más quiero los demi tierra que los de los franceses.»
—¿Eso dijo?—preguntó el general—, ¿quién habría pensado que esa mujerdijese una cosa tan racional?
—El mayor moscón—continuó Rafael—, con su indefectible desmaña, ledijo que todas cuantas cantantes había oído, sólo la Grisi lo hacíamejor que ella. A lo cual respondió con frialdad:
«pues una vez que laGrisi canta mejor que yo, hacéis mal en oírme a mí en lugar de oírla aella». En seguida llegó sir John dando la mano y pisando a todo elmundo. Le dijo que su voz era un wonder (una maravilla), y que si sela quería vender, estaba muy pronto a pagarle cincuenta mil libras. Ellarespondió con desdén que aquello no se vendía. Pero, a todo esto, prima,¿qué dices del misterio con que han procedido en este asunto?
—¿De qué misterio se trata?—preguntó el barón, que había llegadodurante esta conversación.
—De esa brillante salida a las tablas—respondió Arias—que ha venido areventar de pronto, como una bomba, cuando menos se pensaba. Ahora,ahora voy cayendo en ciertas cosas...: las entrevistas del duque con elempresario, la constancia con que esa Norma en ciernes asistía a lasrepresentaciones..., ya se van despertando mis quién vives.
—¡Despertar los quién vives!—dijo el barón—¡Qué expresión tansingular!
—Es una metáfora muy común—repuso Rafael.
—No lo sabía—continuó el barón—; ni la entiendo. ¿Queréis tener labondad de explicármela, señor Arias?
Rafael miró al soslayo a su prima, alzó los ojos al cielo, como si fueraa hacer un sacrificio, y dijo:
—Cuando ocurre un accidente sin percibirlo, es porque la atención lo hadejado pasar sin darle el quién vive, es decir, sin averiguar de dóndeviene ni adónde va. Si después otro accidente, que tiene relación con elprimero, nos obliga a pensar en el anterior, se dice que despertamos un quién vives; es decir, se despierta la atención que estaba en elprimer caso, ociosa o adormecida. De este modo tenemos en español muchaspalabras sueltas, que explican tanto como una larga frase. Una palabrabasta para encerrar un lato sentido. Es cierto que para ello se necesitatanto de la inventiva como de la comprensión. En las gentes del campo,corre una expresión que demuestra esto: suelen decir de un hombreinteligente y vivo, «ese es de los de ya está acá». Tiene estaexpresión su origen en que cuando en el campo, a distancia, tiene elcapataz que dar alguna orden, o hacer algún encargo a alguno de lostrabajadores, al darles voces contesta el llamado: ya está acá, desdeluego que se ha hecho cargo de lo que se le manda. Pero al dicho que hallamado vuestra atención (en vista de que no todos son de los quedesigna el pueblo con el epíteto de los de ya está acá) se le da lasiguiente etimología. Un español que estaba en San Petersburgo,paseándose una hermosa mañana de primavera con un ruso amigo suyo, quedóatónito, oyendo en el aire un sonido bastante agradable. Este sonido,que se oía unas veces próximo, otras lejano, cuándo a la derecha, cuándoa la izquierda, no era más que una repetición en diversos tonos de lapalabra quién vive. El español creía que eran pájaros; pero levantó lacabeza y no vio nada. ¿Era un canto? ¿Era un eco? No, porque no salía deun punto determinado, sino que se oía en todas partes.
Entonces creyóque su amigo era ventrílocuo y le miró con atención. El ruso se echó areír. «Ya veo—le dijo—que no sabéis de dónde provienen estas vocesque aquí se dejan oír todos los años por este tiempo. Son los quiénvives que dan los soldados de la guarnición, durante el invierno. Conel frío se hielan y con los primeros calores se deshielan y resuenan porel aire de la primavera que nos vivifica.»
—No está mal discurrido—dijo el barón, con distracción.
—Favor que le hacéis—contestó Rafael, haciendo una cortesía irónica.
—¡Ah! Aquí tenemos a la señorita Ritita—dijo el barón, viéndolaentrar, después de haberse quitado la mantilla—. Me parece, señorita,que he tenido la honra de veros esta mañana en la calle de Catalanes.
—Yo no os vi—contestó Rita.
—Esa es una desgracia—dijo Rafael a Rita—que no sucederá al mayormoscón, ni a la Giralda, a quien él quiere hacer coronela de suRegimiento de Life Guards (Guardias de la Reina).
—Os vi—continuó el barón—cerca de una cruz grande que está pegada ala pared. Pregunté...
—Me hago cargo—dijo en voz baja Rafael Arias.
—Y me respondieron que se llama la Cruz del Negro. ¿Podéis decirme,señorita, por qué se le ha dado un nombre tan extraño?
—No lo sé—contestó Rita—. Quizá será porque habrán crucificado enella a algún negro.
—Sin duda así es—dijo el barón—; sería en tiempo de laInquisición.—Y murmuró en voz baja: «¡Qué país!, ¡qué religión!»—.Pero ¿podréis decirme—añadió con aquella insoportable ironía, conaquella insolencia de que hacen uso los incrédulos, con los que creen yestán de buena fe—, podréis decirme por qué está colgado del techo uncocodrilo, en aquel corredor de la catedral, cerca del patio de losNaranjos, entrando por la puerta a la derecha de la Giralda? ¿Sirvetambién la catedral de museo de historia natural?
—¿Aquel gran lagarto?—dijo Rita—. Está allí porque lo cogieron sobrela bóveda del techo de la iglesia.
—¡Ah!—exclamó el barón, riéndose—. Todo es gigantesco en estacatedral; ¡hasta los lagartos!
—Esa es una vulgaridad propagada en el pueblo—dijo la condesa,mientras que Rita, sin oír las palabras del barón, había ido a ocupar suacostumbrado asiento—. Ese cocodrilo fue presentado al rey don Alfonsoel Sabio, por la famosa embajada que le envió el soldán de Egipto.También están colgados de la misma bóveda un colmillo de elefante, unfreno y una vara; y estos objetos, juntamente con el lagarto,representan las cuatro virtudes cardinales. El lagarto es símbolo de laprudencia; la vara, de la justicia; el colmillo del elefante, de lafortaleza; y el freno, de la templanza. Así pues, hace seiscientos añosque estos símbolos están a la entrada de aquel grande y noble edificio,como una inscripción que el pueblo comprende, sin saber leer.
El barón sentía mucho no poder adoptar la versión de Rita. La cruelcondesa le había privado de un precioso artículo satírico, crítico,humorista, burlesco. ¿Quién sabe si el cocodrilo no habría hecho elpapel de un Espíritu Santo, de nueva invención, en el chistoso relato deese francés, que tenía la ventaja nacional de haber nacido malin(satírico)? Entre tanto la marquesa dijo a Rita:
—¿Por qué has ido a decirle esa tontería del negro crucificado? ¿Nohabría sido mejor contarle la verdad?
—Pero tía—contestó la joven—, yo no sé por qué esa cruz se llama delNegro; además, ya me tenía seca tanta conversación.
—Entonces—prosiguió la tía—deberías haberle dicho que lo ignorabas; yno inducirle en un error tan craso. Estoy segura de que insertará esedisparatón cuando escriba su Viaje a España.
—¿Y qué importa?—dijo Rita.
—Importa, sobrina—repuso la marquesa—; porque no me gusta que hablenmal de mi patria.
—¡Sí—dijo el general con acritud—, anda a atajar el río cuando sesale de madre! Pero ¿qué extraño es que digan mal del país losextranjeros, si nosotros somos los primeros en denigrarnos? Sin tenerpresente el refrán de que «ruin es, quien por ruin se tiene».
—Has de saber, Rita—prosiguió la marquesa—, para que de ahora enadelante no des lugar a semejantes errores, que el nombre de esa cruzviene de un negro devoto y piadoso, que en el séptimo siglo, viendo quese atacaba el misterio de la Pura Concepción de la Virgen, se vendió así mismo en el sitio en que se hallaba esa cruz, para costear con eldinero de su venta una solemne función de desagravio a la Virgen, porlas ofensas que se le hacían. Algo se diferencia este rasgo piadoso yfervoroso de abnegación, de la necedad que has hecho creer al barón.
—Bien puedes también, hermana—dijo el general—, regañar al loco deRafael, por haber respondido a ese Monsieur le Baron, a una preguntapor el mismo estilo, acerca de la Cruz de los Ladrones, junto a laCartuja, que se llamaba así porque a ella iban a rezar los ladrones,para que Dios favoreciese sus empresas.
—¿Y el barón se lo ha creído?—preguntó la marquesa.
—Tan de fijo, como yo creo que no es barón—repuso el general.
—Es una picardía—continuó la marquesa, irritada—dar lugar nosotrosmismos a que se crean y repitan tales desatinos.
La cruz fue erigida en aquel sitio por un milagro que hizo allí NuestroSeñor; porque en aquellos tiempos, como había fe, había milagros. Unosladrones habían penetrado en la Cartuja y robado los tesoros de laiglesia. Huyeron espantados, corrieron toda la noche y a la mañanasiguiente se encontraron a corta distancia del convento. Entonces viendoclaramente el dedo del Señor, se convirtieron; y en memoria de estemilagro, erigieron esa cruz, a la que el pueblo ha conservado sunombre. Voy a decirle cuatro palabras bien dichas a ese calavera.—Rafael, Rafael.
Entre tanto su prima Gracia, sentada en el sofá, le decía:
—Estoy en mis glorias. ¡Qué buenos ratos vamos a pasar!
—No durarán mucho, condesa—dijo el coronel—. Corren voces de que elduque quiere llevarse a Madrid a la nueva Malibrán.
—Y a todo esto—dijo la condesa—, ¿qué nombre de guerra ha tomado?Supongo que no será el de Marisalada; que muy bonito, y con algo decariñoso, no es bastante grave para una artista de primer orden.
—Quizá continuará bajo el apodo de Gaviota—dijo Rafael—.
Un criadodel duque ha dicho al mio, que así era como la llamaban en su lugar.
—Puede que adopte el nombre de su marido—observó el coronel.
—¡Qué horror!—exclamó la condesa—; necesita un nombre sonoro.
—Pues bien, que tome el de su padre: Santaló.
—No, señor—dijo la condesa—. Es preciso que acabe en i para que le déprestigio; mientras más íes, mejor.
—En ese caso—dijo Rafael—, que se nombre Misisipí.
—Consultaremos a Polo—dijo la condesa—. Y a propósito,
¿dónde se haescabullido nuestro poeta?
—Apuesto cualquier cosa—dijo Rafael—a que a la hora esta se ocupa enconfiar al papel las inspiraciones armónicas que ha hecho brotar en sualma la divinidad del día. Mañana sin falta leeremos en El Sevillano una de esas composiciones que, según mi tío, si no es fácil que lelleven al Parnaso, le precipitarán indefectiblemente en el Leteo.
En ese instante fue cuando la marquesa llamó a Rafael.
—Seguro estoy—dijo este a su prima—de que mi tía me hace la honra dellamarme para tener la satisfacción de echarme una peluca. Ya veodespuntar un sermón entre sus labios apretados, una filípica en sunebuloso entrecejo y una reprimenda de a folio, a caballo sobre suamenazante nariz. Pero... ¡qué feliz ocurrencia! Voy a armarme de unbroquel.
Diciendo estas palabras, Rafael se levantó, se acercó al barón, a quienel oidor ofrecía a la sazón un polvo de rapé, le dio el brazo y en sucompañía se acercó a la mesa del juego. La marquesa se guardó laregañadura para mejor ocasión.
Rita se tapaba la cara con el pañuelo para comprimir la risa.
Elgeneral golpeaba el suelo con el tacón de las botas, que en él era señalindefectible de impaciencia.
—¿Está incomodado el general?—preguntó el barón.
—Padece ese movimiento nervioso—respondió a media voz Rafael.
—¡Qué desgracia!—exclamó el barón—, eso es un tic douloureux.[29]¿Y de qué le ha provenido? ¿Algún tendón dañado en la guerra quizá?
—No—contestó Rafael. Ha sido efecto de una fuerte impresión moral.
—Debió ser terrible—observó el barón—. ¿Y qué se la causó?
—Una palabra de vuestro rey Luis XIV.
—¿Qué palabra?—insistió el barón espantado.
—El célebre dicho—contestó Rafael—«YA NO HAY
PIRINEOS».
Con tanto como se hablaba en las tertulias acerca de la nueva cantatriz,se ignoraba un hecho significativo, que había ocurrido aquella mismanoche.
Pepe Vera no había cesado de seguir los pasos de María; y como erafavorito del público, le había sido fácil penetrar en lo interior deltemplo de las Musas, no obstante la enemistad que estas han jurado a lascorridas de toros.
María salía a la escena, al ruido de los aplausos, cuando se dio demanos a boca en el vestuario con Pepe Vera y algunos otros jóvenes.
—¡Bendita sea!—dijo el célebre torero, tirando al suelo y extendiendola capa, para que sirviese de alfombra a María—;
¡bendita sea esagarganta de cristal, capaz de hacer morir de envidia a todos losruiseñores del mes de mayo!
—Y esos ojos—añadió otro—que hieren a más cristianos que todos lospuñales de Albacete.
María pasó tan impávida y desdeñosa como siempre.
—¡Ni siquiera nos mira!—dijo Pepe Vera—. Oiga usted, prenda. Un reyes y mira a un gato. Y cuidado, caballeros, que es buena moza; a pesarde que...
—¿A pesar de qué?—dijo uno de sus compañeros.
—A pesar de ser tuerta—dijo Pepe.
Al oír estas palabras, María no pudo contener un movimientoinvoluntario y fijó en el grupo sus grandes ojos atónitos. Los jóvenesse ech