—Sí, señor, aquí me ha traído un asunto que, por fortuna, ya tengo casiarreglado—
respondí con tonillo impertinente, contestando a su miradaburlona con otra de desafío.
El amor propio herido hizo despertar la cólera en mi pecho. Y sin entraren más contestaciones y sin volverme hacia D. Oscar, cuyos ojos sentíasiempre posados sobre mí, dije:
—Vaya, señores, ustedes tendrán que hablar... Hasta la vista.
—Vaya usted con Dios, amigo... Y que el asunto se arregle del todo—merespondió Suárez.
Don Oscar no dijo una palabra. Pero al salir arrogante y altanero deldespacho, resuelto a cualquier violencia si se me provocaba a ella,todavía sentí su mirada luciente y acerada en el cogote.
X
TROPIEZO CON UN GRAVE ESCOLLO
UANDOse hubieron pasado los primeros momentos de sorpresa y de cóleray, ya en la calle, pude reflexionar, caí en un profundo abatimiento.Creí que todo había venido al suelo, todo lo que constituía mifelicidad. La intención del malagueño no podía ocultárseme. Lo queseguiría después de doña Tula y el bendito señor se enterasen de miintriga podía sospecharlo. Maldije la hora en que había conocido a aquelantipático sujeto, y le deseé de todas veras la muerte. Hecho lo cual,me dije con heroica decisión que yo no renunciaría por él ni por todoslos malagueños diseminados por el globo al amor de Gloria y que nosveríamos las caras.
Sin embargo, el horizonte se presentaba muy oscuro, había quereconocerlo. Era menester comenzar de nuevo y urdir otras intrigas. Seurdirían. ¡Vaya si se urdirían!
Pero ¿cómo empezar, si cortaban todaclase de relaciones entre Gloria y yo y se la llevaban a otro sitio, aun convento quizá? Pues la seguiría adondequiera que fuese y armaría untejido tal de invenciones, que concluyesen por marearlos y hacerlesceder.
Ceder, ¡ay! Si no estuviesen los cien mil pesos de Gloria por elmedio, ya lo creo que cederían. «Pues yo no renuncio tampoco a ellos,aunque me hagan tajadas—dije con energía, entre dientes—. Podríarenunciar si no se tratase más que de mí, y aun, si se quiere, de ella,pero hay que tener presente que mañana tendremos hijos, y que yo nopuedo, en conciencia, despojarlos de lo que es suyo.» Pensando en estoshijos nonatos, despojados sin culpa del haber materno, me enternecí.Pasé aquel día en un estado de fuerte excitación, ideando milmonstruosidades y majaderías. Por la noche, al llegar las once, asabiendas de que Gloria no podía estar en la reja, las piernas mellevaron a la calle de Argote de Molina. Calcúlese mi sorpresa y alegríacuando al pasar por delante de la casa vi la ventana abierta y percibí,como todas las noches, blanquear la figura indecisa de mi adorado sueño.Acerqueme con precaución, temiendo una emboscada; pero en seguida meconvencí, al escuchar su voz, de que eran infundados mis temores. Mesaludó muy enfadada, llamándome chinchoso, feo, ente, fatuo...,¡gallego! Este era siempre el último insulto y el que, en su opinión,resumía y compendiaba todos los demás. La razón de aquella granizada dedenuestos: que hacía diez minutos largos que eran sonadas las once y queesperaba.
Quedé estupefacto.
—Pero, chica, ¿no sabes?
—¿Qué?...
Quise contarle el encuentro que había tenido por la mañana.
—Toíto lo sé; no me cuentes... ¿Y qué hay con eso?
—Pensé que tu mamá y don Oscar, al saber el engaño, te regañarían...
—¿Regañar?... Me armaron una escandalera atroz... Por supuesto, yo tenegué con más desvergüenza que San Pedro a su Maestro... ¡Qué quieres,hijo..., las circunstancias!... Me preguntaron si te conocía... «En mivida le he visto», contesté.
«Pues ha estado en Marmolejo cuando tú.»«Pues no he reparado en él.» No es fácil que se hayan tragado la bola,porque es muy gorda; pero Daniel no debió de decirles nada. Se haportado mejor de lo que podía esperarse.
—Si no lo ha dicho, lo dirá—manifesté con mal humor, producido poroírle llamar al malagueño por su nombre de pila, lo cual me parecía yauna infidelidad.
—¡Pues que lo diga! Si me aburren mucho, me planto como losborriquillos gallegos... (¡perdona, chico!) y digo: Señoras ycaballeros, hasta aquí he llegado...
Me enteré de la edad que tenía, diecinueve años cumplidos, y propúsemeconsultar a algún abogado para saber si podría casarme contra lavoluntad de su madre. Le dije también que, aunque Suárez hubiera sidodiscreto, tenía el convencimiento firme de que tramaba algo contranosotros y que pronto se había de ver el resultado. Convino conmigo enque era imposible que volviese a presentarme en su casa.
Aunqueignorasen los pormenores, lo mismo don Oscar que su madre estabanseguros de que yo no era tal oficial carlista y que venía en seguimientode ella desde Marmolejo. Cuando le expresé mi temor de que cortasenaquellos coloquios a la reja, me respondió con resolución:
—Si me quitan la reja, ya buscaremos otro medio.
El ánimo de Gloria y la confianza que mostraba en los recursos de suimaginación me la infundían a mí también y me tranquilizaban. Al díasiguiente, no conociendo a más jurista en Sevilla que a Olóriz, queestaba en el último año de la carrera, le consulté sobre los requisitosdel matrimonio. Aunque se atusó gravemente la preciosa barba y metió doso tres veces los dedos por la rizada selva de sus cabellos, masticandoalgunas generalidades, comprendí que sabía tanto como yo sobre elparticular. Fui con él a su cuarto y examinamos los libros donde sedeclaraban. Allí vi que mi adorada pronto estaría en edad de casarse conquien quisiera. Por la noche comuniqué a ésta la noticia; pero, en vezde recibirla con alegría, se me puso muy enojada.
—¿Qué? ¿Un año todavía? ¿Y me lo cuentas con esa tranquilidad?...Ceferino, mira que te lo digo yo, ¡tú no tienes corazón!
—¡Oh Gloria!—respondí, todo sofocado, llevándome la mano al pecho—.No me digas eso. Aquí lo siento latir sólo por ti. Si dejases de amarmealgún día, tengo la seguridad...
—Pero, hombre, repara que te estás llevando la mano al lado derecho, yahí no puede estar el corazón.
Después dijo proféticamente, con una resolución que me inundó dealegría:
—¿A cuántos estamos hoy? A cuatro de agosto, ¿verdad?... Bien; pues eldía primero de octubre será nuestra boda.
Sin estorbo alguno, con igual seguridad y placidez que antes,proseguimos nuestros coloquios nocturnos a la reja. Yo estaba algunasveces inquieto, sin embargo, imaginando que la hora menos pensada unadelación del malagueño podría concluir con ellos. Su mismo silencio medaba miedo, haciéndome pensar en terribles asechanzas. Pero Gloria nosentía preocupación alguna. Cuando le interrogaba acerca de Suárez, merespondía que frecuentaba, en efecto, la casa, porque traía negociosmercantiles con don Oscar, que le hablaba alguna que otra vez; masnunca, en su conversación, había hecho alusión a nuestras relaciones, nitampoco se había propasado a galantearla más que en los términos vagosque en Andalucía carecen por entero de significación. Poco a poco me ibaserenando. Allá, en el fondo, estaba quizá contento por haber sacudidode los hombros el tremendo cuadro sinóptico de don Oscar.
Las noches eran calurosas, asfixiantes. Cuando no iba a casa de Anguita,después que dejaba al amigo Villa, me agradaba dar vueltas por la ciudaden espera de las once, a pasos cortos y lentos, arrastrando los pies.Pasear a aquellas horas por las calles de Sevilla era lo mismo quevisitar lo interior de las casas. Las familias y los tertulios sehallaban reunidos en los patios, y los patios se veían admirablementedesde la calle, al través de las cancelas. Veía a las jóvenes, contrajes claros, columpiándose en las mecedoras, los negros cabellos entrenza, adornados con alguna flor de vivos colores, mientras susgalanes, montados sin etiqueta en las sillas, departían con ellas en vozbaja o les daban aire con el abanico. En algunos patios se tocaba laguitarra y se cantaban alegres malagueñas o peteneras, de notasprolongadas, melancólicas, coreadas por los «¡olés!» y el palmoteo delconcurso. En otros, una o dos parejas de niñas bailaban seguidillas. Lospalillos sonaban con gozoso chasquido; las siluetas de las bailaoraspasaban y repasaban por delante de la cancela, en actitudes oraarrogantes, ora lánguidas y desmayadas, siempre provocativas, llenas depromesas voluptuosas.
Estos eran los patios que podían llamarsetradicionales. Los había también modernos o modernizados, donde sonabanen el piano los valses de moda o los trozos más notables de laszarzuelas estrenadas en Madrid recientemente, cuando no se cantaba el Vorrei morir, o La stella confidente, u otra de las piezas que lositalianos componen para recreo de las familias sensibles de la clasemedia. Habíalos, por último, de carácter misterioso, donde la luz andabasobradamente regateada, silenciosos, tristes, en la apariencia.Fijándose un poco, solía percibirse, a la media luz que reinaba entre elfollaje de las plantas, alguna pareja amartelada. Y si el transeúntedetuviese el paso, quizá llegara a su oído el leve, blando, rumor de unbeso, aunque no lo doy por seguro.
De todos modos, aquellos fuertes toques de luz que salían de los patios,aquel soplo rumoroso que pasaba a través de la enrejada puerta, animabanla calle y esparcían por la ciudad ambiente de cordialidad y de alegría.Era la vida meridional, franca, bulliciosa, expansiva, que no teme lamirada curiosa del paseante, antes la solicita y se huelga con ella,donde aún late vivo, después de tantos siglos, el sentimiento de lahospitalidad, la religión de los árabes. Sevilla ofrecía a tal hora unaspecto mágico, un encanto que turbaba el ánimo y convidaba a soñar.Creíase estar dentro de una ciudad calada, transparente, de un inmensocosmorama de aquellos que, cuando niños, inquietan nuestra fantasía ydespiertan en el corazón ansias invencibles de lanzarse a otras regionesmisteriosas y poéticas. Aspirábanse aromas embriagadores. Ni un levesoplo de brisa refrescaba la frente. Mis pasos eran cada vez más cortosy más tardos, recorriendo, mareando, el confuso laberinto de las calles,animadas con vivas ráfagas de luz, regaladas de músicas y vibrantes degritos y carcajadas femeninas.
Llegaban las once, y entonces mis pies se movían presurosos por larevuelta calle de Argote de Molina, hasta alcanzar la casa de Gloria. Elmisterio daba a nuestras entrevistas un encanto infinito. Con la frenteapoyada en las rejas de la ventana, sintiendo el hálito blanco de miamada y el roce de sus cabellos perfumados, dejaba transcurrir lashoras, que tal vez serán las más felices de mi existencia. Gloriahablaba, hablaba sin cesar. Yo, ofuscado por la luz de sus ojos, que,como dos acumuladores eléctricos, iban lenta y suavementemagnetizándome, la escuchaba sin pestañear, acariciado por aquel acentoandaluz, dulce y salado a la vez, cuyo recuerdo hace suspirar a más deun inglés en las brumas de la Gran Bretaña. ¿De qué hablaba?
Apenas losé: de los sucesos insignificantes del día, de las nonadas de la vida;algunas veces, de lo por venir, imaginando mil proyectos contradictoriosque me hacían reír; algunas también, de sus recuerdos de convento.Gozaba extremadamente oyéndole contar las travesuras de su época decolegiala, los mil incidentes, tristes o cómicos, que le habían pasadoen el colegio.
De niña era un diablejo irresistible, lo reconocía ingenuamente. Apenasse pasaba día sin que dejase de proporcionar algún disgusto a lashermanas. La vida triste y monótona del colegio no era para ella. Selevantaban muy temprano y hacían media hora de oración en la sala declases. Luego oían misa. A la salida se hablaban, preguntándose por lasalud únicamente. A la hora de recreo, o récréation, como allí sedecía, también se hablaban. Fuera de estas horas estaba prohibidocomunicarse. Pero ella nunca había cumplido esta orden, ni mientrascolegiala, ni cuando hermana. «No podía, hijo, no podía. Se me agolpabanlas palabras a la lengua, y, o salían, o estallaban.» En cierta ocasión,por haberse burlado de la hermana San Onofre, la habían encerrado en labuhardilla. Desde allí se veía un cuartel, y, oyendo gritar alcentinela: «¡Centinela, alerta!», contestó a grito pelado: «¡Alertaestá!» Esto produjo un verdadero escándalo en el colegio, y le acarreóun castigo ejemplar. Pero se burlaba de los castigos lo mismo que de lashermanas. Muchas veces le imponían por penitencia entrar en todas lasclases, hincarse de rodillas en medio de ellas y hacer algunas cruces enel suelo con la lengua. No le importaba. Al contrario, lo que hacía eraexcitar la risa de las otras niñas con sus muecas. Quise saber algo dela madre Florentina. Lo que me había dicho la monja francesa habíadespertado mi curiosidad.
—¡Ah! La madre Florentina era muy buena. Nos llamaba siempre filletas y nos dejaba hacer cuanto queríamos, menos cuando tocaban a trabajar.¡Oh! Entonces no había más remedio que apretar durito. No consentía ennuestros cuartos ni un tantico así de polvo. Nos tenía barriendo hastaque quedaban como un espejo. ¿No sabes que ella también pagó caro elbailoteo de Marmolejo? Se la depuso y se la obligó a pedir perdón derodillas a la comunidad. ¡Pobre madre? Por culpa nuestra..., quierodecir, por culpa tuya.
—He sabido que no era ya superiora por la monja que salió a abrirme enel colegio; una monja guapa, por cierto, con ojos muy severos y acentoextranjero.
—¡Ah, sí! La hermana Desirée.
—Mal genio debe de tener.
—¡Condenadísimo! No somos amigas. Cuando era educanda no me dejabavivir.
Hasta que un día vino el trueno gordo, ¿sabes?, quiero decir,hasta que le rompí la cabeza. Desde entonces quedó como un guante.
—¡Romperle la cabeza!—exclamé, sorprendido.
Me lo explicó con lujo de pormenores. Un día, a la comida, advirtió quesu cuchara tenía cardenillo, y lo dijo en voz alta. La hermana Desirée,que tenía la intención de un veragua, tomó la cuchara, la limpió y sefue a la superiora con el cuento de que no quería comer con ella porcapricho. La superiora, entonces, le había mandado lamerla delante de lacomunidad y de las otras niñas. Lo hizo por no dar mal ejemplo; pero enseguida se levantó y se fue a encerrar en su celda. La hermana Desiréela siguió y quiso traerla de nuevo a la mesa, a viva fuerza. Comenzó areprenderla ásperamete, diciéndole mil insultos, y hasta trató degolpearla. Entonces, al sentir la mano de la profesora en la mejilla,había perdido la razón, cogió un taburete y se lo zampó sobre la cabeza.«¡Qué susto, chiquillo, al verla con la cara llena de sangre!» Seprecipitó a socorrerla, limpiándola con el pañuelo, lavándole la herida,y, llorando como una Magdalena, se arrojó a sus pies, pidiéndole perdón.Luego, cuando quisieron que hiciese lo mismo delante de la comunidad, senegó a ello. La misma hermana Desirée intervino para que no se laviolentase ni castigase. Desde este suceso parece que la miraba conmejores ojos o, al menos, no la reprendía tanto como antes. Gloria habíaadvertido que alguna que otra vez, muy rara, la hermana se enternecía.Cuando pensaba que nadie la miraba, quedábase largo rato con los ojos enel vacío, pasaba por ellos una ráfaga de ternura y concluían porarrasársele. Entonces se ponía guapa de veras. Apetecía ir a besarla.Mas si se advertía que la estaban mirando, volvía a poner aquellosojazos crueles que a todas nos asustaban. Más tarde se había enterado deque se había hecho monja por unos amores desgraciados.
Además de esta, pintábame con gracia el tipo de otras hermanas que habíatenido por profesoras. Había una, francesa también, llamada la hermanaSaint-Etienne, a quien remedaba con singular donaire: «Oh, silence,enfant! Oh malheureux enfant, je vous mettrai en cachot!» Era deliciosooírle pronunciar el francés. «Tenía razón la pobrecita—concluíariendo—, porque yo era un bicharraquillo muy malo.»
En aquellas noches me enteró también de los pormenores de su profesión.Estaba tan aburrida en casa, que resolvió volverse al convento. Noquería, sin embargo, profesar.
Pero su estancia allí, de otra suerte, seharía imposible. Al fin, obligada por la necesidad y bajo la presióncontinua y persistente de cuantos la rodeaban, se decidió a hacerlo. Erael día 9 de mayo. Su madre y algunas tías y primas que tenía en Sevillahabían ido al convento para asistir a la toma de hábito.
Después que había oído una plática del confesor en la capilla y habíanterminado todas las ceremonias, una hermana la llevó a su celda y ladejó sola para que se vistiera el hábito y se pusiera la cofia. Elhábito se lo había metido sin vacilar; pero al llegar a la cofia lehabía entrado una repugnancia tan grande, que por tres veces la arrojóal suelo diciendo: «¡Yo no me pongo este gorro!» Y otras tres la habíarecogido. Por fin, se la puso. Llegó otra vez la hermana y le pidió unespejo. En el colegio no lo había; pero dijo que iba a llevarla a lasacristía, donde lo encontraría y podría verse bien. No quiso ir. Estabade un humor de todos los diablos. Al pasar por delante de una puertavidriera que tenía cortinillas encarnadas había podido ver su imagenreflejada.
—¿Y sabes que no me pareció que estaba feílla con la cofia?
—Al contrario—repuse yo—: te sentaba admirablemente, estabasguapísima.
—¡Chitón! Déjame concluir. Después que me vi en la vidriera me animé unpoquirritillo. Fui otra vez a la capilla y allí me abrazaron todas misamigas. ¡Ay hijo, entonces comencé a soltar lágrimas a chorro! ¡Me diouna perrera, que pensé liquidarme!
Pero, como era una chiquilla, pasó al instante de la tristeza a laalegría. La comunidad celebró su toma de hábito con un refrescoespléndido y una comedia en que trabajaron las educandas. Aquel díahabía estado fuertemente excitada: tan pronto reía como lloraba. Despuésque se vio monja se había modificado un poco. Hasta hubo temporadas enque se había creído realmente con vocación, en que exageraba comoninguna hermana las penitencias y los escrúpulos. Poco faltó para que lacreyeran santa. La más leve falta le producía tal escozor en laconciencia, que no se contentaba con ir a pedir perdón de rodillas aaquella a quien había ofendido, sino que, al reunirse la comunidad a lahora de comer, se arrodillaba delante de todas y decía con lágrimas:«Hermanas mías, me acuso de haber ofendido a Fulana, de este o de otromodo, dando mal ejemplo a la comunidad», y también se acusaba de suspensamientos malos: «Hermanas mías, me acuso de ser soberbia, de tenermucho amor propio y creer que hago las cosas mejor que ninguna. Hermanasmías, ¿me perdonan vuestras caridades el pecado de haberme distraídodurante la misa?»
—En fin, hijo: que las traía fritas a perdones. No sé cómo meaguantaban.
Después pasaba al extremo opuesto. Había temporadas en que le daba porser mala y mortificar a todo bicho viviente. Las niñas le temblaban.Buscaba pretextos para castigarlas. Armaba riñas entre las hermanas. Erael genio malo del convento. Estas temporadas terminaban, como las otras,por una gran crisis nerviosa, un fuerte ataque, que la dejaba postradaalgunos días en cama. También tenía momentos de tristeza tan profunda,que apetecía y aun buscaba la muerte. En cierta ocasión se arrojó alpozo, y de allí la sacaron medio asfixiada; pero nadie supo, mas que elconfesar, que había tenido intención de suicidarse. Los únicos díasfelices fueron algunos que pasó en el convento de Vergara, cuando habíaestrechado amistad con Maximina. El cariño ciego, mejor dicho, laadoración extática de aquella niña, la había consolado de bastantespesares. «¡Dios perdone a quien me separó de ella!»
La charla incesante, suave, monótona, de Gloria, donde se percibía elsilbido continuo de la ese, me producía un mareo lánguido, ciertoretardo voluptuoso, al cual contribuía el ambiente abrasador que serespiraba, el perfume penetrante de las flores y plantas de almoraduj yalbahaca, entre las cuales aquella se sentaba.
Durante estas confidencias íntimas, preocupada enteramente por susrecuerdos, me abandonaba la mano. El tibio contacto de su piel delicada,al través de la cual sentía palpitar el calor misterioso de la vida, mellenaba de dicha, una dicha profunda, incomparable, infinita; jugabasuavemente con los dedos torneados y creía sentir en ellos
tan
prontofebriles
estremecimientos
como
languideces
invencibles,
ardientespromesas y ahogados anhelos de ternura. De cuando en cuando separaba lacabeza, porque me sentía sofocado, y aspiraba fuerte y prolongadamenteel aire con un suspiro extraño que hacía reír a la hermosa. Segúnavanzaba la noche, iban cerrándose, uno a uno, los agujeros de luz quehabía en la calle. La atmósfera, quieta y abrasada, nos traía rumoresconfusos de puertas que se cierran, saludos que se cambian, pasos que sealejan; los ruidos todos que preceden al reposo. Y este llegaba al fin.El aire desierto y melancólico ya no vibraba con ningún sonido. Sólo detarde en tarde el golpe lento del reloj de la Giralda lo estremecía deimproviso con metálico clamor. La sultana de la Andalucía se entregabaal sueño debajo de su espléndido dosel de estrellas. Dentro de surecinto, no obstante, velaba siempre el amor. Hasta el amanecer podíanverse en sus estrechas y misteriosas encrucijadas algunos galanes que,como yo, yacían inmóviles, con la frente pegada a alguna reja.
Las horas corrían veloces; pero nosotros no oíamos o no queríamos oírlos golpes del reloj sonando lentamente en el silencio y soledad de lanoche. Sin embargo, la seca campanada de la una nos estremecía y nosllenaba de inquietud. Aún permanecíamos hablando algún tiempo. Sonaba launa y media...
—Vete, vete.
—Cinco minutos nada más.
Pasaban cinco minutos, y otros cinco después, y yo no me movía. EntoncesGloria, de repente, a la mitad de una frase, se levantaba enojadaconsigo misma y me decía bruscamente:
—Adiós; hasta mañana.
—Dame la mano siquiera para despedirte.
Me la daba, y yo la retenía a la fuerza algunos minutos más. De prontoalzaba la cabeza en señal de susto, y decía en voz alterada:
—¡Siento ruido!
Yo, estremecido, soltaba la mano, y ella se alejaba riendo del engaño.
De malísima gana también me alejaba yo de aquel rincón oscuro ydiscreto, donde dejaba mi felicidad. A paso rápido iba salvando lasestrechas calles anegadas en sombra, no viendo por encima de mi cabezamás que una banda de azul profundo sembrada de estrellas.
Todos los días me condecoraba, esto es, me ponía en el ojal la flor quellevaba en el pecho. Al día siguiente era menester llevársela marchita;la deshojaba cuidadosamente y me ponía la nueva. La idea de que pudieraregalar aquella flor a otra mujer la estremecía. Empezaba a notar condeleite que sentía celos, celos inconscientes y vagos que ansiabanformularse, sin llegar a conseguirlo. Hacíame mil preguntas acerca de latertulia de Anguita, me obligaba a describirle minuciosamente todas lasjóvenes que allí asistían, y luego, repentinamente, mirándome con fijezaa los ojos, me preguntaba:
—Vamos a ver: ¿y cuál es de todas la que más te gusta?
—Ninguna. Todas me gustan por igual.
—¿Por qué sueltas esas simplezas? ¿Crees que me voy a enojar porque teguste una más que otra? Al contrario, hijo.
—Yo no tengo ojos nada más que para mirarte a ti. Y desde que tú megustas he perdido el gusto de todas las demás.
Ella, insistía con calor, llamándome embustero, gitano, comediante. Alfin, una noche, más por complacerla que por otra cosa, le dije:
—Pues, si he de serte sincero, la que allí me parece mejor es tu primaIsabel.
¡Dios eterno, qué hice! A pesar de la poca claridad que había, la viponerse densamente pálida.
—¡Ya me lo sospechaba!—exclamó con voz ronca y extraña, que measustó—. ¡No había de gustarte una chica tan hermosa! Tú también lehabrás gustado a ella, como si lo viera... ¡Lucido papel me habéis hechorepresentar! Pero esa es una infamia; sí, una infamia... Desde elmomento en que has comenzado en recaditos con ella debí comprender quelo que ella quería era un novio más; mejor dicho, un esclavo más de losque lleva sujetos con un cordelito...
—Pero, Gloria, ¿qué estás diciendo ahí?
—No me trate usted de tú—exclamó, mirándome con ojos chispeantes defuror—.
Yo no tengo ya nada que ver con usted... Márchese usted ydéjeme el alma quieta...
Asombrado, dolorido, sin saber lo que me pasaba, traté de hacerla entraren razón.
Todo era inútil. No me escuchaba. Excitada por sus mismaspalabras, que se atropellaban unas a otras, colérica, descompuesta, mecubría de denuestos, repitiendo a cada instante: «¡Márchese usted! ¡Noquiero verle a usted delante!»
No hubo más remedio que aguardar a que se desahogase. Cuando lo hubohecho, cayó en un singular abatimiento. Tapose la cara con las manos ycomenzó a sollozar fuertemente. Aproveché aquellos momentos para decirlelo que creí del caso, demostrándole con razones irrefutables su engaño yel agravio que me hacía. Parece que mis palabras y mi actitud firme yserena hicieron sobre ella impresión, porque no tardó en parlamentar.
Sin embargo, me asaeteó a preguntas, procurando cogerme encontradicciones, observando mi rostro fijamente con ojosinquisitoriales. Después me hizo jurar más de cien veces, por todos losseres queridos que se me habían muerto, por todos los santos del Cielo,que sólo ella me gustaba de veras y sólo a ella quería. Uno de losjuramentos, el último y más solemne de todos, me obligó a hacerlo derodillas sobre las piedras de la calle.
—Si
me
engaña—concluyó
diciendo,
con
la
frente
fruncida
y
mirándomeseveramente—, cuenta que te clavo un puñal en el corazón.
—Ahí va el puñal—dije, sacando el que me habían regalado en el Fomentode las Artes y que llevaba por precaución en mis excursionesnocturnas—. Te clavarás a ti misma clavando mi corazón—añadí,sonriendo.
—¡Ah gitano, macareno!—exclamó, mirándome al mismo tiempo consorpresa y cariño—. Venga... Lo guardo... Ten por seguro que no escapasvivo si me haces traición.
—Casi me entran ganas de hacértela por el gusto de morir a tus manos.
Pasó del dolor a la alegría instantáneamente. Las carcajadas sesucedieron a los sollozos. Como si quisiera indemnizarme del susto y delas injurias que me había dicho, ninguna noche estuvo tan cariñosa yzalamera. Tirándome por las manos y sonriendo con sus ojos llorosos aún,exclamaba:
—¿No parece mentira que haya llegado a enamorarme de este modo de ungallego?
No obstante, desde entonces había días en que me hacía padecer mucho consus celos injustificados. Tenía un miedo tan grande a que se la pegara,como ella decía, que sólo con la idea se estremecía y empezaba ainjuriarme. Después me pedía perdón, riendo de sí misma.
Cerca de su casa había un establecimiento de bebidas, que solía estarabierto hasta hora muy avanzada. Una noche, hallándome, como decostumbre, en coloquio amoroso, se me presentó de improviso un chico,trayendo en la mano una batea de cañas de manzanilla. Acercose a mí y medijo:
—De parte de unos señores que están ahí bebiendo, que haga usted elfavor de beber a la salud de la señorita.
Quedeme estupefacto mirándole, y pensando después que era una broma,dije con malos modos:
—Yo