Dejemos de lado, por el momento, las otras dos habitaciones y concentrémonos en las
piezas que se nos han atribuido, donde, a fin de cuentas, se concentra el mayor número de
posibilidades de que se encuentre, si alguna vez existió. Lo primero que examiné fue el
interior de los armarios empotrados, seguidamente di un cuidadoso repaso a los muros, miré,
por la forma, debajo de la cama. Luego pasé a donde realmente tenía ganas de pasar, al
despacho, por supuesto. La literatura que existe con respecto a los mecanismos ocultos que
abren accesos a pasadizos secretos desde los despachos podría venderse al peso. Estatuillas que son en realidad palancas o que contienen botones en alguna de sus partes, sus ojos las más
de las veces, escritorios macizos como éste que se desplazan hasta que sus patas apoyan todo
su peso en determinadas baldosas, volúmenes que, al presionarlos, desencadenan el engranaje
que hace pivotar el panel de una estantería, o desplaza un mueble, o abre una trampilla situada
en el zócalo de madera, o en el suelo, chimeneas o braseros que, al encenderlos, el vapor
produce los mencionados efectos. Si bien, a juzgar por el informe policial desempolvado por
mi autor, este último procedimiento no hubiera podido actuar con la suficiente celeridad.
Deseché pues la chimenea y me concentré en las anteriores posibilidades. Observé de cerca
las baldosas, desplacé la mesa en las cuatro direcciones, examiné el zócalo, las paredes, los
paneles de la librería. Con respecto a las estatuillas u otros objetos semejantes, la cuestión
quedó pronto zanjada, pues no había nada parecido que pudiera desempeñar una función
similar. Y en cuanto a los libros, el problema que presentaban era el opuesto, había
demasiados. En todo caso, si el mecanismo estuviera conectado a los libros, sería preciso
encontrar algún criterio de selección. Retrocedí unos cuantos pasos de modo que mi mirada
pudiera abarcar el conjunto. Los diversos colores de los lomos me indicaban las distintas
colecciones, así que avanzaba y retrocedía para identificarlas; abría un volumen, le echaba un
vistazo, lo devolvía a su sitio y regresaba a mi punto de observación, apoyado en la pared
frontera. Me llamó la atención una enciclopedia médica en francés. Probé a ejercer una
moderada presión sobre los volúmenes que presentaban las letras que componían el apellido
de su propietario. Nada. Probé a extraerlos en lugar de pulsarlos, pero fue sin resultado. Así,
ensartando suputaciones a cuál de ellas más peregrina, consumí el tiempo que restaba hasta
mediodía. Unos golpes lejanos, dados sobre la puerta, me devolvieron a la dimensión
temporal exacta. No habían llamado a la puerta exterior, sino a la interior. La abrí y del otro
lado encontré a Moussa. ¿Qué? ¿Bajamos a comer? Son las doce. Salimos al pasillo, donde
nos encontramos con Nicolai y Dunia. Un agradable olor de madera antigua y polvorienta, iluminada por el sol, nos envolvía.
Al final de un pasillo, en la planta baja, vimos movimiento de soldados. Tyjanov daba
órdenes con sosiego mientras leía un periódico. En cuanto se apercibió de nuestra presencia,
dobló el diario y acudió a nuestro encuentro. Antes de alcanzar el umbral de la puerta, nos
hizo un signo para que pasáramos adelante. Le habló a Nicolai para que tradujera. Ése era el
comedor, necesitaba, obviamente, como el resto de la datcha, una mano de pintura, más bien
varias, y otras tantas de pulimento, pero es cierto que únicamente se usa como lugar de paso
para gentes, por lo general, dotadas de un capital de sensibilidad estética bastante exiguo.
Eché un vistazo a mi alrededor. La habitación había sido, en algún momento de la historia
rusa, pintada de blanco, desde el breve zócalo de madera que se alzaba tan sólo a unos cuantos
centímetros del suelo hasta el techo incluido, pero hoy en día se hallaba tan rajada y
descascarillada que semejaba haber vivido mil terremotos, amenazando con venirse abajo en
cualquier momento. El color que mejor había resistido al paso del tiempo era el rojo de los
marcos de las ventanas. Sin embargo, apenas quedaban rastros del mismo color que un día
había recubierto la formidable mesa que ocupaba el centro de la pieza, los dos largos bancos
que la flanqueaban y el piso, todo ello de madera. También había, aquí y allá, sillas de formas
diversas y variadas. Entre dos ventanas había un búcaro enorme, rojizo también pero como de
óxido, que contenía lo que podía calificarse a distancia de fósiles de ramas secas.
Tyjanov prosiguió. No disponemos de manteles, pero los soldados han frotado la mesa
como lo hacen con los cañones de sus fusiles. Permítanme que les muestre la cocina, mientras
ellos ponen los cubiertos.
La cocina ofrecía un aspecto aún más curioso, pues cada pared presentaba una etapa de ese
regreso, común a las casas y a las personas, a la infancia. Unos fragmentos de paredes
mostraban restos de arabescos pintados, otros la capa verde oscuro que los precedió y, en fin,
otros habían vuelto al encalado primitivo de sus primeros fulgores y a las palideces de sus primeras nevadas. En el techo, un artesonado de yeso había sido recubierto por una brillante
pátina verde como baba de sapo, pero en algunos lugares dicha capa se había desplomado
dejando ver grandes regiones blancas. Una maciza alacena conservaba aceptablemente su
color caoba, tal vez por hallarse poco expuesta a los rayos solares, pero las repisas y
escurrideras que se hallaban junto a las ventanas presentaban dos colores bien diferenciados,
claro en las superficies donde el sol, a lo largo de muchos años, se había ensañado, y oscuro
donde se había mantenido mejor el pulimento, al abrigo de las agresiones de aquél. Y qué
decir de las rústicas sillas y de los vastos y pesados bancos adosados a la pared que además
habían sufrido el frote continuo de rústicas telas durante generaciones de campesinos, la
madera que los conformaba aparecía de un gris desleído cubierto de verdín. También allí
dormitaba una mesa semejante, en su solidez y proporciones, a la del comedor, junto con otra
más pequeña en el otro extremo. Ambas parecían de época. Pero entre ellas, se alineaban otras
tres no menos cumplidas, si bien de construcción reciente y de material más basto.
La decrepitud, añadió Tyjanov, soñador, está sólo en la corteza, en la superficie, pero no en
el armazón, en la parte, digamos, consistente del edificio. Esta casa está hecha para durar
fácilmente otros doscientos años. Y con muy poco dinero se convertiría en una datcha
realmente coqueta, sobre todo que lleva anexa una buena porción de bosque. ¿Cuánto? –
pregunté, a pesar de que había notado que el capitán aguardaba pacientemente que concluyera
la traducción para añadir algo.- Pues yo diría que unos veinte mil metros cuadrados. No está
mal, en efecto. Cierto; bueno, si les apetece podemos sentarnos ya a la mesa, me parece que
todo está listo.
En efecto, los hombres que habían estado afanándose frente al fogón, preparaban ya su
propia mesa. Regresamos pues al comedor y al punto nos sirvieron una ensalada de arenque.
Este plato –siguió informando Tyjanov, pues se sentía obligado a adoptar la función de
anfitrión- recibe el curioso nombre de “Arenque bajo el abrigo”. La bodega está repleta de botellas de vino y también de vodka. En cuanto al primer género sólo se trata de vino de
Crimea. Aquí tienen un par de botellas. La vodka, en cambio, es excelente.
Las emociones de la mañana nos habían abierto el apetito, así que comimos con gusto ese
arenque bajo el abrigo sin efectuar demasiadas especulaciones a propósito del posible origen
de tan singular nombre. También gustamos todos, incluso Dunia, el vino de Crimea que yo
encontré ciertamente rústico y tal vez poco adecuado para el arenque, pero no del todo mal.
También debió resultar del agrado de la tropa, pues pronto comenzaron a llegar grandes
risotadas provenientes de la cocina. Tyjanov, acabó por levantarse de su asiento, tras secarse
la boca con una servilleta de papel. Adiviné que iba a poner en cintura a sus hombres. Le
rogué que no lo hiciera, pues un poco de alegría no le venía mal a esta casa. Puede, pero temo
que se propasen con la bebida y después confundan a un ciervo con un enemigo. Eso ya es
harina de otro costal, admití. Fue pues Tyjanov y les dijo con calma algunas palabras que
Nicolai no se dignó traducir, en cualquier caso el efecto fue el silencio casi completo.
Pisándole los talones a su capitán vino el soldado encargado del servicio de nuestra mesa con
una gran fuente humeante repleta de carne de vaca y luego regresó con otra que contenía la
guarnición.
No curándome de ocultar el interés que había suscitado en mí la casa, antes al contrario,
procurando que éste se hiciera patente en mi conversación, pues pensaba solicitar al final de la
comida su autorización para visitar la casa en su totalidad y pretendía que tal petición
resultara lo más natural posible, le pregunté si conocía la historia integral de la datcha y cómo
había llegado al estado de incuria en que se encontraba en la actualidad.
Tyjanov pareció complacido con la pregunta y limpiándose de nuevo cuidadosamente la
boca con la servilleta de papel, se dispuso a satisfacer mi curiosidad. Tras la huida de Tarasov
a Londres, la casa quedó en manos de los caseros de éste, una pareja de mujiks bendecidos
con una numerosa prole. El exilio del doctor duró el resto de su vida. A su muerte, los hijos regresaron para hacerse cargo del patrimonio heredado en Rusia. Así, la familia volvió a
habitar la casa durante varias generaciones hasta la víspera de la revolución, momento en que
abandonaron definitivamente el país para implantarse en Inglaterra, donde también
conservaban algunas propiedades. En 1917, el Estado se incautó, por supuesto, de la casa y
ésta permaneció cerrada durante mucho tiempo. Cuando las cosas se estabilizaron un poco,
alguien debió redescubrirla por casualidad, desempolvando viejos registros de propiedad, y de
vez en cuando algún que otro alto funcionario solicitaba las llaves con objeto de venir a pasar
el verano con su familia. Durante la era Brejnev se organizaron numerosas partidas de caza, a
algunas de las cuales asistió el propio Secretario General. Cuando cayó el régimen soviético,
el Gobierno la destinó a la labor que ustedes pueden ver, es decir, albergar provisionalmente a
personajes que, por lo general en el contexto de la lucha contra la mafia, requieren una
protección especial, así como desaparecer por algún tiempo de los ambientes en los que
normalmente se desenvuelven y ello mientras se encuentra una solución más duradera y
estable para su caso. Puesto que desempeña una función en el engranaje del Estado, personal
del ejército se ocupa, de cuando en cuando, del mantenimiento, pero obviamente por lo que se
refiere a lo esencial, electricidad, fontanería, etc.…, haciendo abstracción, como han podido
ver, del aspecto estético. Habrán notado, sin embargo, que los baños están impecables y
disponen de agua caliente, en invierno hay una calefacción que regula la temperatura de todas
las piezas, incluidas las del desván.
Efectivamente, habíamos notado todo eso. Y si de tanto usarla con tal propósito, abundé, la
mafia acabara por conocer su existencia, ello supondría tal vez el abandono definitivo. Ése
sería el caso, sin duda alguna; es decir, abandono por parte del Estado. Pero hoy en día hay
gente en Rusia suficientemente rica y excéntrica como para gastarse sus buenos cuartos en
una casa perdida en medio de un inmenso bosque. Y más caras que ésta, por supuesto. No
obstante, ahora que los particulares pueden comprar cualquier cosa, el problema que se les presenta es de otra índole. Me refiero a la seguridad. Bajo la férula de los zares y la de Stalin,
por cierto, e incluso la de los sucesores de este último, a menos que uno estuviera
comprometido en la alta política o en negocios de envergadura, podía sentirse relativamente
seguro, tomando desde luego las más elementales precauciones, en cualquier rincón del país.
Hoy en día no es el caso. El paso a la nueva economía ha dejado grandes desigualdades.
Durante los últimos años de la Unión Soviética, los antiguos cuadros del partido que ya
dirigían los medios de producción, se apoderaron individualmente de ellos, ya fuera de facto,
ya invirtiendo sumas ciertamente exiguas que iban desde la cantidad simbólica hasta, como
mucho, el tercio de su valor real. La mafia tuvo mucho que ver en ello. De ese modo se
crearon clanes que gozaban de un poder inmenso, así como de un tren de vida fastuoso. Y
deseosos de propagar ese bienestar a las generaciones sucesivas, enviaban a sus vástagos a
estudiar en las mejores escuelas occidentales. Por lo que se refiere a las grandes masas
obreras, la economía desregulada sumió a una gran porción de ellas en el abismo del paro y de
la miseria. Si a todo ello sumamos la multiplicación de las pantallas de televisión destellando
en todo momento imágenes de la dolce vita en la que se regala hasta el más modesto de los
ciudadanos europeos o americanos, el resultado que obtenemos es un orden público difícil de
mantener. Por lo tanto, si el Estado perdiera interés por esta propiedad y otras como ella, su
destino quedaría, es verdad, incierto, de nuevo. Claro que no es fácil que la mafia dé con estos
escondrijos pues, por lo general, están consagrados a arrepentidos que no tienen el menor
interés en hacer marcha atrás y a potentados o funcionarios de gran calibre que se hallan en el
punto de mira de aquélla, entonces no se escatiman medios, el trayecto se hace en helicóptero
y el personal que se asigna a tales operaciones es un personal probado, aunque el grado cero
de impermeabilidad no existe, desde luego, pues la mafia tiene el brazo muy largo y el palo de
la cuchara con la que escarba en todas partes lo es más aún. En todo caso, las medidas de
seguridad que adoptamos son draconianas, ningún soldado, por ejemplo, tiene autorización para llevar consigo su móvil. Durante el tiempo de la operación están totalmente aislados de
sus familias y se procura que las compañías intervengan cada vez en un lugar distinto, dentro
de lo posible.
¿Se ha producido alguna vez una filtración? Si se ha producido, eso se sabrá en las altas
instancias, nosotros no tenemos conocimiento de ello. En todo caso, durante los cinco años
que llevo enrolado en este tipo de misión, jamás he tenido que hacer frente a una situación de
emergencia. Ello no es óbice para que en cada ocasión tomemos, como ya le he dicho, el
repertorio de precauciones establecido, sin saltarnos ninguna de ellas, por rutinaria que nos
parezca la misión. Moussa quiso saber si tenía alguna consigna que darnos para el caso, aún
improbable, de que se produjera una de esas situaciones de emergencia. El capitán repuso que
sus hombres estaban lo suficientemente capacitados y equipados como para hacer frente a
cualquier alerta. Lo único que nos pedía, en caso de producirse tal eventualidad, es que
permaneciéramos encerrados en nuestras habitaciones con todas las luces apagadas. Ellos se
encargarían del resto. Le repuse que sus palabras serenaban el espíritu y les agradecía de
antemano tanta abnegación, tanto a él personalmente como a sus hombres.
Tyjanov respondía a la civilidad cuando entró el soldado de servicio con el samovar y una
bandeja de pasteles, seguido de un segundo con la botella de vodka y los vasos. Nicolai aclaró
que se trataba de prianiki, dulce de jengibre y miel. Probé uno y, aunque lo encontré
enteramente de mi gusto, consideré, tras lanzar una rápida e involuntaria mirada a Dunia, que
no era oportuno insistir demasiado con el jengibre, si no quería sufrir duelos y quebrantos en
soledad. También me contenté con un fondo de vaso de vodka; en cambió abusé del té, que
tomé sin azúcar, lo que me permitió excederme. Sabía que, en cuanto me encontrara solo en
mis aposentos, no podría evitar estrujarme los sesos con la hipótesis del pasadizo secreto.
A través de la ventana pude observar cómo los suboficiales organizaban el relevo en los
puestos de vigilancia y de nuevo se apoderó de mí la desagradable sensación de que todo aquel aparato poseía un doble filo, tanto proteger como aherrojar, y que hacía de nosotros una
suerte de rehenes bien considerados e incluso agasajados, siempre y cuando no se produjera el
menor conato de evasión porque, en tal caso, también debían poseer órdenes estrictas. Una
leve angustia se propaló, con ese pensamiento, por todo mi cuerpo a la par que el amargor del
té.
Por supuesto que en nuestros planes habíamos previsto que la policía no nos iba a quitar el
ojo de encima tras nuestra entrevista con los altos responsables, pero habíamos imaginado
otro escenario, para empezar uno urbano, y contábamos con una vigilancia más discreta y
menos estrecha, que nos diera un cierto margen de maniobra, algún resquicio que nos
permitiera, en un descuido, tomar el coche que nos habíamos reservado y desaparecer de
nuevo en la naturaleza. En lugar de ello, nos encontrábamos cercados, noche y día, por tropas
especiales del ejército.
A eso es a lo que vosotros llamabais hacer planes. Pero si hasta el más chapucero de los
planificadores que trabaje para la más miserable banda de rateros o salteadores de caminos
hubiera podido prever una cosa así. No solamente la hubiera pronosticado, sino que además
habría elaborado un esbozo más o menos desgraciado de estrategia. En lugar de dejarlo todo a
la buena de Dios, como en verdad hicisteis. Cada vez que me encuentro con un caso tan
flagrante de incompetencia e intrusismo como el que ahora nos ocupa, contemplo cómo se
abre ante mí la flor de mi oficio para exhalar su más pura y concentrada esencia. Es en tales
casos cuando se me aparece con absoluta claridad la pertinencia irrefutable de segar un
número desaforado de cabezas, sin contención ni mesura y sin el más leve remordimiento,
como así se ha producido hasta la fecha. La agricultura presenta un elenco inagotable de
ejemplos al buen gobierno de las naciones. No te quepa la menor duda de que aquellos en
cuyos hombros reposa la ingente tarea de gobernar el mundo, suelen inspirarse muy a menudo
en las técnicas de tan antiguo arte. Observemos el procedimiento ordinario seguido en el cultivo de rábanos o zanahorias. Nuestro agricultor no puede permitirse sembrar una semilla
tras otra, respetando las distancias, pues corre el riesgo de no ver crecer nada, o demasiado
poco. Lo que hará será dejar un reguero de ellas en el seno del surco abierto, taparlo y esperar
a que crezcan. Muchas de ellas perecerán antes de ver la luz. Otras muchas, en cambio,
?