La Hora de Leviatán by Alemany - HTML preview

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determinado, a pesar de que toda una tarde de reflexiones intensas me habían llevado al

 

convencimiento de que había muy pocas probabilidades de que saliéramos con vida de aquella empresa, la cual se hallaba, ciertamente, muy por encima de nuestras posibilidades. Pero

 

¿acaso podíamos parar desde el momento en que procedimos al secuestro de Ruano? Ese acto

 

significó ya un atentado contra los intereses de grupos poderosísimos, a partir de ahí no

 

tuvimos otra elección más que la huída hacia delante. Si exceptuamos, por supuesto, vuestra

 

osada injerencia en los asuntos íntimos de la altiva paloma. Vosotros mismos le pusisteis el

 

segundo brazo al torno que os había de aplastar. Si quieres mi punto de vista, aunque ya no te

 

sirva de gran cosa, todo lo demás hubiera pasado, excepto esto, tus otras travesuras hubieran

 

podido ser consentidas, en espera de ser asimiladas, pero no ésta, que fue la gota que hizo

 

desbordar el vaso; si bien yo en realidad no sé nada, a decir verdad.

 

Acudimos a nuestra cita diez minutos antes de las ocho. Lebedev todavía no estaba. No

 

hubo más remedio que pedir unos aperitivos mientras lo aguardábamos. Personalmente no

 

tenía todavía ni pizca de hambre. Le pedí a Nicolai que, cuando llegara el momento, eligiera

 

algo ligero para mí. Pasaba un cuarto de las ocho y Lebedev no había asomado la nariz.

 

Comencé a inquietarme. Eran cerca de las ocho y veinte cuando apareció al fin. Se disculpó

 

por el retraso. Había contactado, en efecto, a Semion Kouliev. Los dos hombres hablaron a

 

solas en un parque público, tratando de dibujar sobre un mapa imaginario el camino menos

 

peligroso y más discreto para llegar hasta Timofei Bouriev, ministro del interior. Hicieron

 

verdaderos equilibrismos lingüísticos para elegir la frase que debería ser depositada en cada

 

instancia previa, la cual habría de ser, por una parte, lo suficientemente ambigua como para

 

no revelar el objeto de la demanda, y por otra, lo suficientemente aleccionadora como para

 

que los funcionarios no decidieran postergarla sine die o echar la solicitud directamente a la

 

papelera. Kouliev regresó entonces al ministerio con el propósito de iniciar inmediatamente

 

las gestiones, pero se habían dado cita de nuevo a las siete para que éste le comunicara el

 

resultado de las mismas. Lebedev pasó el resto de la tarde en su despacho del periódico sin

 

recibir la menor llamada inquietante o sospechosa. Llegada la hora, fue a encontrarse con su amigo en el lugar convenido. Timofei Bouriev se hallaba fuera de Moscú y estaba previsto

 

que su ausencia durara dos días; fue su secretario personal, Iouri Savrassov, quien atendió a

 

Kouliev. El cual secretario insistió en que debía conocer los pormenores del caso antes de

 

decidir si alcanzaba el suficiente peso específico como para importunar al ministro o si éste

 

podía y debía delegar en un nivel inferior. Kouliev no tuvo más remedio que exponer el

 

asunto con todo detalle. A partir de ahí, razonó Lebedev, todo depende da la capacidad de la

 

mafia para interceptar los diferentes mensajes emitidos y para descodificarlos o captar su

 

posible interés, así como de la lealtad de Savrassov. Pero lo mismo podría decirse del propio

 

Timofei Bouriev. Según una expresión de Kouliev, nos hallábamos caminando en una noche

 

cerrada por terreno pantanoso. Cualquier asidero, cualquier punto de apoyo, puede ser en

 

realidad una trampa. Savrassov estuvo de acuerdo en que el asunto era de la máxima

 

importancia y merecía ser tratado directamente por el ministro en persona. A él le incumbe

 

asimismo, añadió Savrassov, juzgar acerca de la fiabilidad de dichos periodistas. Por

 

consiguiente, inscribió la cita en la agenda de Bouriev con el epígrafe “prioridad absoluta” y

 

les convocó pues para dentro de dos días, a primera hora, en el despacho del ministro de

 

interior. Hasta entonces, insistió Lebedev, si estuviera en su lugar, andaría con pies de plomo,

 

ninguna precaución será superflua o exagerada. Realmente, han tomado sobre sus espaldas

 

una empresa harto complicada y comportando un riesgo elevadísimo. Con este acto, acaban

 

de colocar a una organización criminal poderosísima entre la espada y la pared, forzándola

 

con ello a emplear recursos desesperados. Si acaso están al corriente de ello, peinarán Moscú

 

en su busca y, si llegaran a encontrarles, les aseguro que no se andarían con chiquitas. Estas

 

últimas frases de Lebedev no aportaban ningún dato nuevo para mí, pero contribuyeron a

 

mitigar todavía más mi ya tambaleante apetito. No obstante, me esforcé por apurar el

 

contenido de mi plato, a fin de demostrar serenidad a los demás. La empresa había sido acometida a instancias mías y debía dar la impresión de que no había perdido por completo el

 

control de la misma.

 

Concluido al fin el ágape, nos despedimos de Lebedev y echamos a andar. ¿Tomamos un

 

taxi? -sugirió Nicolai. Todavía no, caminemos un rato. Cuando vi que habían pasado por lo

 

menos diez taxis libres, entonces le dije a Nicolai que podía parar al siguiente. Antes de subir

 

al mismo, encomendé a Moussa la tarea de vigilar discretamente si algún coche nos seguía

 

durante el trayecto. Nicolai, siguiendo mis instrucciones, había indicado al conductor que

 

parara ante la puerta misma del hotel. Subimos directamente a las habitaciones. Tomando la

 

precaución de detener el ascensor un par de pisos antes y alcanzar el nuestro, con todo sigilo,

 

por la escalera. Llegados ante nuestras respectivas puertas, procedimos igualmente con suma

 

cautela. Las fuimos abriendo e inspeccionando una a una. Tras ello, cada cual permaneció

 

apenas diez minutos en su pieza. Luego nos encontramos en el pasillo e iniciamos el

 

descenso, pero en esa ocasión enteramente a través de las escaleras. Nicolai llevaba una

 

camisa blanca demasiado estrecha, a duras penas debió conseguir abotonarla, Moussa y yo,

 

por el contrario, lucíamos otra excesivamente ancha, con lo cual nuestros contornos habituales

 

resultaban distorsionados. Habíamos pensado salir por la puerta del garaje, utilizando nuestra

 

tarjeta de clientes; sin embargo, al llegar a los pisos más bajos, observamos que sólo nos

 

cruzábamos con personal de servicio. Nicolai nos pidió que le siguiéramos. Nos mezclamos

 

con la abundante población de empleados sin que nadie reparara en nosotros y, entre ellos,

 

conseguimos abrirnos camino hasta una salida, en la planta baja. Allí había unos operarios

 

sacando contenedores de basura. Pusimos manos a la obra y sacamos unos cuantos. Ellos nos

 

lo agradecieron vivamente. Nicolai les devolvió unas cuantas frases igualmente entusiastas. Y

 

de este modo echamos a andar por la acera. Nos cruzamos con varios coches repletos de

 

sujetos que presentaban todos ellos una talla considerable, así como una catadura más bien aviesa. Pero podían ser empleados del hotel que concluían su turno de trabajo o se disponían a

 

iniciarlo. Sea como fuere, nadie paró mientes en nosotros.

 

Caminamos durante un buen trecho, siguiendo a Nicolai, mirando más hacia detrás que

 

hacia delante. El tráfico comenzaba a bajar de presión y las amplias arterias de la ciudad se

 

iban sosegando. Sin embargo, nuestro nerviosismo se incrementaba. Hasta entonces, la

 

muchedumbre había sido un escudo para nosotros, pero a esas horas los transeúntes se iban

 

haciendo cada vez más raros. Al cabo, Nicolai, con un gesto, nos indicó el nuevo hotel. Se

 

trataba de un establecimiento sin demasiadas pretensiones. Justo lo que buscábamos. Hoteles

 

como ése los había a miles en los barrios más modestos de Moscú. El recepcionista nos tomó

 

los falsos nombres sin detenerse más tiempo del que hacía falta para descifrar la escritura

 

distinta que figuraba en los documentos. Y sin manifestar el menor recelo, nos dio las llaves

 

de las habitaciones.

 

Contrariamente a lo que había supuesto, caí sobre la cama como una pesada rueda de

 

molino, cansada de dar tantas vueltas, y entré enseguida en un sueño profundo del que no salí

 

hasta oír la alarma de mi móvil. Aún así, resulta que se agotaron todos sus pitidos antes de

 

que consiguiera hacer suficiente acopio de valor para detenerla. Llamé a la puerta de Nicolai y

 

no obtuve la menor respuesta. En balde insistí tres o cuatro veces. Hice lo propio con la puerta

 

de Moussa y el resultado fue el mismo. Regresé a mi habitación por miedo de despertar a los

 

inquilinos de todo el corredor. Sentado en la cama, me puse a reflexionar acerca de tan

 

extraños síntomas de somnolencia en los tres. No tardé en concluir, pues mirándolo bien no

 

había otra explicación, que nos habían administrado un somnífero en la cena, el cual tardó un

 

cierto tiempo en hacer su efecto. Dado que yo había comido en menor cantidad que mis

 

compañeros, forzosamente la dosis que me fue administrada era menor. No se trataba de

 

ningún veneno puesto que me encontraba ya en perfecto estado y no sentía la menor molestia.

 

Querían solamente dormirnos bien, aunque, por supuesto, en otro lugar. Me pregunté si su propósito se limitaba a registrarnos con la mayor comodidad posible, o bien si con ello

 

pretendían asesinarnos sin correr el menor riesgo. Dado el apremio en que se hallaba nuestro

 

poderoso enemigo, no me hice ninguna ilusión a propósito del estado en que a esas alturas se

 

encontraría el melón que habíamos colocado, en las tres habitaciones, sobre la almohada y

 

debajo de una peluca, así como de la entereza de la otra almohada, la de la cama contigua, que

 

habíamos ocultado debajo de la sábana. En fin, eso sería así si no hubieran detectado el vulgar

 

subterfugio, cosa que parecía poco probable en unos profesionales del crimen organizado. Por

 

otra parte, ya no nos hacía falta ir, tal como habíamos previsto, a nuestro primer hotel para

 

verificar si el ataque nocturno se había producido, pues a ese respecto no albergaba la menor

 

duda. Quedaba, en todo caso, averiguar si habían caído, por inverosímil que esto pudiera

 

parecer, en la superchería o no y por lo tanto si tenían o no el convencimiento de que nos

 

habían eliminado. Me pareció tan poco probable que hubieran mordido un anzuelo tan pueril

 

que deseché la idea de disponer de al menos unas horas de tregua. No de que hubieran

 

reventado a tiros los melones, sino de que, tras ello, no se hubieran dado cuenta del tipo de

 

cabeza que había estallado y del tipo de cuerpo, exangüe, que habían perforado las balas. En

 

cualquier caso, no cabía esperar más que unas cuantas horas de respiro, pues evidentemente la

 

singular noticia, propagada por el personal de servicio, de unos melones que unas atónitas

 

mujeres de limpieza encontraron acribillados a balazos en una habitación de hotel, se

 

difundiría como la pólvora y no tardaría en llegar a oídos de una organización que tantos ha

 

conseguido esparcir por todos los rincones de la ciudad, para que nada, de poca o mucha

 

monta, se les escape. No, más valía no presentarse de nuevo en ese hotel, al menos no por el

 

momento. Estudiando mejor el asunto, mientras aguardaba a que amanecieran los durmientes,

 

considerando por otra parte que más valía no movernos todavía de donde estábamos, caí en la

 

cuenta de que la mafia tenía, cierto, el mayor interés en eliminarnos, pero no sin antes

 

registrarnos para encontrar las credenciales con las cuales íbamos a presentarnos ante el gobierno, o, de no encontrarlas, interrogarnos utilizando algún método particularmente eficaz

 

para que se las entregáramos de viva voz, en caso de haberlas memorizado. Con todo, no

 

cabía la menor posibilidad de que hubieran abandonado la habitación sin, al menos, un

 

registro minucioso, descubriendo con ello la farsa. Mas si ello era así, ¿cuánto tiempo

 

tardarían, utilizando tal vez la propia red policial, en averiguar nuestro paradero? Tal vez, me

 

dije, lo mejor sería no demorarse en exceso, ni aquí ni en ningún otro sitio, por cierto. Había

 

amanecido ya. Volví a insistir ante las puertas de mis dos compañeros con golpes un tanto

 

más intensos, puesto que ya no se trataba de la misma hora, pero con idéntico resultado.

 

Regresé a mi habitación algo contrariado por ese pequeño contratiempo. Sin embargo,

 

observando el balcón abierto de par en par, concebí la esperanza de que ellos hubieran hecho

 

otro tanto, era cierto que debíamos tomar precauciones, pero con el bochorno infernal que

 

hacía, incluso de noche, resultaba imposible dormir sin tener, no una sino varias ventanas

 

abiertas, para crear corriente de aire. Salí afuera y vi que los balcones estaban separados tan

 

sólo por unos cincuenta centímetros. Me acerqué más para comprobar que, en efecto, Nicolai

 

tampoco había cerrado el suyo. Entré de nuevo, cogí un taburete, subí en él, puse un pie en

 

una barandilla, luego, sin mirar al vacío, el otro en la otra, cayendo sin percances en el balcón

 

de mi vecino Nicolai. Durante un instante me impresionó su inmovilidad, sin embargo, al

 

acercarme más, comprobé que respiraba. Lo sacudí levemente sin obtener reacción alguna.

 

Tuve que sacudirlo más fuerte para que empezara a volver en sí. Al final abrió los ojos y me

 

reconoció, pero aun así su aturdimiento duró varios minutos. Al fin habló. ¿Qué pasa? Le

 

comuniqué mis sospechas. Sin replicar, se lavó la cara y se vistió, con gestos cada vez más

 

rápidos a medida que iba tomando conciencia de lo que había sucedido. Cogí, por mi parte,

 

otro taburete semejante al que había encontrado en mi habitación y, según idéntico

 

procedimiento, pasé a la habitación de Moussa. Éste roncaba profusa y sonoramente. Lo

 

sacudí bien desde el primer momento. Cuando al fin abrió los ojos le dije que se vistiera rápido y acudiera a la habitación de al lado. Mientras tanto, Nicolai y yo habíamos

 

determinado que ya era tiempo de abandonar el hotel y desayunar en otra parte.

 

Con tal propósito caminamos durante media hora o algo más, hasta que, habiendo

 

considerado que nos habíamos alejado lo suficiente del lugar en el cual habíamos pasado la

 

noche, nos detuvimos en la terraza de una cafetería, a orillas del Moscova. Formábamos un

 

trío bastante particular, si uno se para a considerar la estampa; un tipo alto, con una camisa

 

ceñidísima, como si quisiera poner de relieve su poderosa caja torácica, y otros dos que

 

parecían nadar dentro de las suyas, ofreciendo, por esa razón, un aspecto rechoncho y poltrón.

 

No era un trío, desde luego, que tuviera muchas posibilidades de pasar desapercibido, pero no

 

estaba insatisfecho, en el fondo, con el cambio de imagen, pues el rastro visual que dejábamos

 

podría desconcertar a nuestros perseguidores, al menos durante cierto tiempo. Lo ideal,

 

razoné, sería cambiar, con esa misma radicalidad, con la mayor frecuencia posible. Decidí que

 

conservaríamos ese aspecto hasta media mañana, luego nos compraríamos una ropa distinta.

 

Mi imaginación divagó un poco tratando de encontrar un estilo que nos cambiara tanto, al

 

menos, como lo había hecho el que lucíamos en ese momento. Entonces, sin saber por qué,

 

me vino a la memoria la escena que habíamos contemplado la tarde anterior, durante nuestra

 

visita a la catedral de San Basilio, y la idea estalló ante mi vista como un cohete de fuegos

 

artificiales. Sin poderlo evitar, sonreí.

 

Tras un copioso desayuno, nos sentamos en un banco a ver pasar los barcos que transitaban

 

por el caudaloso Moscova. Bien comidos y bien dormidos, no nos encontrábamos mal,

 

después de todo. Por otra parte, convenía ver el lado bueno de las cosas; habíamos logrado

 

sobrevivir a la noche; lo cual, dadas las circunstancias, no estaba tampoco muy mal. Tan sólo

 

nos quedaba pasar ese día y una noche más. Después, nuestra situación mejoraría

 

ostensiblemente, siquiera por un tiempo. Venga, les dije al cabo, vayamos otra vez de

 

compras. Ambos me lanzaron una mirada recelosa. Por el camino les expliqué mi plan. Esta vez, ambos se mostraron menos escépticos con mi

 

sugerencia. Más aún, Nicolai repuso, no sin cierto entusiasmo, que conocía unos grandes

 

almacenes instalados en un antiguo monasterio, ni más ni menos. Nunca imaginé una

 

encrucijada tan sugerente entre la vieja y la moderna Rusia, el Zar Pedro I habría alucinado en

 

colores. Allí encontraremos seguramente lo que buscamos, junto a todo tipo de ropa, así como

 

los utensilios y complementos más variados. Perfecto, repliqué, porque también tenemos que

 

comprarnos algo decente para asistir a la recepción de mañana en el ministerio y no he

 

querido decir con ello que el hábito religioso sea una vestidura indecente, ya conocéis mi

 

predilección por tales indumentos, pero tendréis que convenir conmigo en que el contraste

 

con el asunto que nos conduce hasta el despacho del ministro sería tan drástico que no

 

resultaría fácil tomarnos en serio.

 

Nicolai nos condujo, en efecto, ante la imponente fachada de un fastuoso monasterio

 

ortodoxo. Pasado el umbral, sin embargo, nos hallamos en el interior de unos grandes

 

almacenes como los demás, sólo que el techo lucía unos magníficos artesonados y en las

 

paredes se podían contemplar frescos de indudable valor artístico, algún que otro cuadro,

 

crucifijos, taraceas espléndidamente labradas, en fin, un pastiche flagrante y un oxímoro

 

absoluto. No pude sino pensar en la escena bíblica de Jesús expulsando, látigo en mano, a los

 

mercaderes del templo de su Padre, acaso ellos mismos clérigos. Pero la impresión no duró

 

mucho, antes bien, me pregunté si venderían en efecto hábitos de pope, o si ello había sido

 

una deducción fácil y precipitada de Nicolai. Seguí los pasos del mismo y sí, allí estaban, en

 

efecto, negros y venerables, aguardando a quien quisiera comprarlos y hacer con ellos el uso

 

que le viniera en gana. Cierto, yo compré hábitos benedictinos en Madrid, pero tuve que

 

mentir ¡Dios me perdone! Un dependiente nos atendió con suma amabilidad, sin hacer

 

preguntas, muy profesional. Nos midió el cuello para calcular la talla y nos trajo la que nos

 

convenía a cada uno. Dijimos que, antes de probárnoslos, deseábamos adquirir otros efectos. Nos repuso que no había problema, podíamos seguir comprando y pasar después. Así lo

 

hicimos, elegimos un traje conveniente para el próximo día, camisa, zapatos, corbata, todo de

 

lo mejor, faltaría más, y antes de salir, recogimos los hábitos, pasamos por los probadores, nos

 

los endosamos, pagamos todo y salimos con ellos puestos a la calle, sin que ello pareciera

 

sorprender a nadie. Nos miramos los tres y no pudimos sino concluir que el cambio operado

 

en nosotros era milagroso.

 

Inmediatamente me sentí como más ligero, igual que si de un momento a otro fuera a flotar

 

por los aires. Es el comienzo del don de levitación, un principio alentador para mi recién

 

iniciada experiencia mística, me dije, regocijándome de mi renovado buen humor. Nicolai nos

 

propuso que nos dirigiéramos a un sector de la ciudad que se hallaba a proximidad de varios

 

monaster