La Horda by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Maltrana bajó tras él, adivinando algo grave en el gesto hosco delcapataz.

—Tú no habrás leído los papeles de hoy—le preguntó al detenerse en laacera—.

Pues bien; el Mosco ha muerto; mejor dicho, le han matado.Los esbirros han conseguido lo que deseaban.

Y relató la muerte trágica de su hermano. Los diarios dedicaban alsuceso unas cuantas líneas. Aquel homicidio en tierras reales noinspiraba interés. El Mosco y su acólito el Chispas habían caído enuna emboscada de los guardas. El maestro había muerto acribillado deplomo; su discípulo y acompañante estaba en el hospital, con dos balazosen un hombro. Unos periódicos, al hablar del suceso, afirmaban que lasvíctimas eran dañadores peligrosos que habían hecho frente a losguardas; los diarios de oposición decían que eran pobres hambrientos queentraban en la posesión real sin otro propósito que el de cogercardillos.

—La cosa fue anteanoche—continuó el capataz—. Yo lo supe ayer por latarde; vinieron a decírmelo de las Carolinas... No he querido ir averle. ¿Para qué? ¿Voy acaso a resucitarlo?... Ya estará enterrado; losque lo vieron dicen que estaba hecho una lástima. Un balazo en lafrente, otro en la boca: plomo por todas partes. Apenas si los amigospudieron reconocerle; tan desfigurado estaba. ¡Cristo! ¿Así se mata alos hombres? Se habían juntado no sé cuántos; sabían por dónde iba apasar, y bien tranquilos, ocultos tras la maleza, le hicieron unadescarga, sin que el pobre pudiese llevar la mano a su escopeta... ¡Yaestarán contentos! ¡Ya no pensarán más en el Mosco, que era supreocupación!... El pobre Chispas, cuando sane, si es que sana, irá apresidio... Da rabia, Isidro, pensar que hombres tan hombres mueran comoperros, por querer vivir de lo superfluo, de lo que otros no necesitan;que los cacen como fieras, sin haber hecho otro delito que cobraralgunos conejos... ¡Puñales! ¡y después aún se extrañan de que pidamosla revolución!...

La muerte del Mosco impresionó mucho a Maltrana. Pensó conremordimiento que tal vez tenía él cierta intervención en estacatástrofe. El dañador, empujado por la cólera, se había entregado a susexpediciones arriesgadas, como si retase a la muerte.

Después pensóIsidro en su compañera, nerviosa y quebrantada por su estado físico; enlo peligroso que sería darle la noticia, sin que una nueva crisispusiera en peligro su salud.

Cuando subió, le esperaba Feli con la mirada interrogante y la caratriste, como si el instinto femenil le avisase la desgracia. Sólo por unasunto importante podía haberse resuelto su tío ir a visitarles. Eracosa de padre, ¿verdad? ¿Se había decidido, por fin, a buscarlos? ¿Iba apresentarse de un momento a otro?...

Los rodeos que empleó Isidro para contestar aguzaron su instinto. En unmomento columbró la verdad.

—No digas más, Isidro—murmuró—. No te esfuerces: no temas por mí. Yosoy fuerte. ¿Es que lo han matado en el bosque?...

Acogió con serenidad la trágica noticia. Maltrana admiró su firmeza: eradigna hija del Mosco. Aquella mujercita débil, que muchas veceslloraba sin motivo, permaneció inmóvil, con los ojos secos, al conocerla desgracia.

Hacía tiempo que presentía este final. Muchas noches había visto ensueños a su padre cubierto de sangre, pereciendo bajo las escopetas delos guardas, que le daban el tiro de gracia. Se había familiarizado conla posibilidad de este suceso durante los años de su vida en lasCarolinas al lado del dañador.

Apenas si lloró. Permaneció anonadada, embrutecida por la sorpresa.Maltrana, al volver a casa por la noche, vio sus ojos enrojecidos, comosi al encontrarse sola sintiese con más intensidad la desgracia,entregándose largas horas al llanto.

Una pregunta parecía vagar por sus labios, atormentándola con cruelinquietud.

—¿Tú crees, Isidro—dijo al fin—, que no tenemos ninguna culpa en lamuerte de padre?

La misma pregunta elevaba sus interrogantes en el ánimo de Maltrana;pero éste se apresuró a tranquilizar a su compañera. No; ningunaresponsabilidad les correspondía a ellos. El Mosco había muerto portemerario. Era el final lógico de una vida de aventuras, de aquel modoaudaz de ganarse la existencia con riesgo de la piel. ¿No le había

vistollegar

muchas

veces

a

la

casucha

chorreando

sangre

de

tremendasheridas?...

Pareció tranquilizarse Feli, sin que por esto dejase de llorar cuando seveía sola. El señor Manolo se presentó varias veces en la casa para darcuenta a los dos jóvenes de la exigua herencia del Mosco. Ibavendiendo a las gentes de Tetuán los famosos perros del dañador, susenseres de caza, todo lo que contenía la casucha de las Carolinas.

Llegóa reunir así unos sesenta duros, que entregó a Feli, guardándolos éstasin decir nada a Isidro.

Bien necesitaban el dinero. Había llegado el calor, y sus trajes deinvierno, aunque raídos, les abrumaban con peso sofocante. Vistiéronselos dos de negro en los establecimientos baratos de la calle de Toledo.

Feli, en este segundo equipo, ya no se permitió capricho alguno. ¿Paraqué adornarse? El embarazo desfiguraba su cuerpo débil y delicado.Pasaba semanas enteras sin salir de su habitación, sin asomarse a laventana. Le faltaban fuerzas para vestirse. Con un arranque de suvoluntad llegaba a la cocina, y tosiendo y estremeciéndose por contenerlas náuseas, preparaba la comida.

Ella, que cuidaba antes con gran escrupulosidad las ropas de Isidro,mostrando empeño en que se distinguiese de los compañeros por sulimpieza, abandonábalo ahora, sin lanzar una mirada a sus cuellosgrasientos, a sus pantalones moteados por el barro de lejanas lluvias.

Su deseo era verse sola, que Isidro se alejase; y, sentada en el viejosilloncito que su amante ocupaba al escribir, permanecía inmóvil horasenteras, contemplando con fijeza hipnótica su vientre desmesurado,monstruoso, que subía y subía, tirando de las faldas, dejando aldescubierto sus hinchados pies.

Algunas noches, en el silencio del dormitorio, mostraba a Maltrana aquelglobo de tirante piel, agitado en su interior por misteriososestremecimientos. Era el miedo, la inquietud de la primeriza ante loextraordinario del fenómeno.

—¿Llevaré dos?—preguntaba con voz trémula—. Tú que sabes tanto, ¿noreconoces que esto es demasiado?...

Pero Isidro contestaba con mal humor. Su embarazo era lo mismo que losotros.

Debía dejarle en paz. Tenía asuntos más graves en que pensar;estaba desesperado por las injusticias de que era objeto. Nadie hacíacaso de la juventud; no la abrían camino...

Y después de estas lamentaciones dormíase, mientras Feli, en laobscuridad, se pasaba las manos interrogantes por aquella montaña,motivo al mismo tiempo de alegría e inquietud.

En las primeras horas de la noche, cuando Feli estaba sola, el señorVicente entraba un instante en la habitación de sus huéspedes. Como lajoven tenía que darle algunos recados, el devoto decidíase a pasar lapuerta.

Durante sus ausencias presentábanse algunos amigos preguntando por él.Eran estos un cura viejo, de hábitos raídos y verdinegros, tan loco ypobre como el señor Vicente, varios hermanos de cofradía, y aqueltremendo zapatero cuya conversión le había costado los mejores años desu vida. Todos ellos personas devotas y buenas, que merecían los mayoreselogios del «santo».

Escuchaba éste con movimientos de cabeza las explicaciones de la joven.Fulano había dicho que no dejase de ir al día siguiente a la iglesia deSanta Cruz, pues eran los funerales de un señor de las Conferenciascatólicas. El cura viejo había dejado en su cuarto dos paquetes dehojitas para que las repartiese. El zapatero, con su cara fosca, sehabía presentado dos veces, buscándole con gran prisa. Necesitaríadinero: la tal conversión le costaba muy cara.

El señor Vicente la oía sonriendo, y después se fijaba en su persona.

—Y usted, ¿cómo está? ¿cómo marcha ese embarazo?...

Desde que la veía en tal estado hablábala con mayor confianza.Desfigurada por la hinchazón, pesada y doliente, no pudiendo moverse sinsuspiros de pena, ya no le infundía aquel miedo que toda hembra le hacíasentir. La maternidad dolorosa santificaba a la mujer, le permitíaacercarse a ella sin miedo y sin repugnancia, tratándola con una llanezamaternal.

—Debe usted sufrir mucho. Algunas noches la oigo revolverse en lacama... Tenga usted paciencia; es el castigo que nos impuso Dios por larebeldía de la primera mujer.

Todos hemos de sobrellevar la culpa.

Feli le consultaba con inocente confianza, como si estuviese enpresencia de una comadre del barrio. El señor Vicente no era un hombre:la locura religiosa le excluía del sexo. Se lamentaba al hablar con élde la inquietante hinchazón de su vientre. Le comunicaba su terror. ¿Eraaquello natural?... ¿Qué opinaba el buen hermano?

Y el púdico señor Vicente se fijaba en el abultado abdomen, sinescrúpulo alguno, como si la maternidad fuese una función falta deorigen, en la que para nada intervenía el amor.

Sospechaba, en sus piadosas fantasías, si este embarazo ocultaría algosobrenatural, un prodigio de la voluntad divina.

Hacía preguntas a Feli, que ésta contestaba con extrañeza. ¿No le decíanada el ser que llevaba en las entrañas? ¿No le había hablado alguna vezo demostrado su voluntad con extraños ruidos?...

—Hace usted mal—continuaba—si cree que digo esto a tontas y a locas.Yo, aunque lego, he leído algo. Ahí dentro tengo una Vida de San VicenteFerrer, mi ilustre patrón, al que con motivo llama su panegirista «elSan Pablo español». No se imagine que es un librillo de los de ahora,sino un volumen con tapas de pergamino, impreso hace siglos, y su autores el reverendo padre Valdecebro, varón de gran fama por las obras queescribió sobre la vida de los animales... Pues el padre Valdecebrocuenta que la madre del santo, cuando estaba en su embarazo, sentíagrandes inquietudes y miedos por lo desmesurado de su vientre y losruidos que hacía la criatura. Algunas noches creyó oír ladridos en susentrañas, y llena de miedo, fue a consultar el caso con el arzobispo deValencia, que era santo y prudente. «No temas, mujer—dijo el prelado—;si tu hijo ladra dentro de tu vientre, es porque Dios quiere que sea elgran mastín de la Iglesia, que reñirá con los lobos de la herejía.» Asílo cuenta el padre Valdecebro, que era un varón docto, incapaz dementir. La bondad de Dios no se agota nunca. ¡Quién sabe si querrárepetir en usted sus prodigios, haciendo que salga de ese vientre otromastín para la defensa de su rebaño!...

Feli compadecía la simpleza del devoto, ofendiéndose al mismo tiempo porla misión animal que atribuía al hijo de su entrañas.

—Pues éste, señor Vicente—decía señalándose el abdomen—, éste, porahora, no imita a su santo patrón: aún no ladra.

—Tenga usted fe en la bondad del Señor—continuaba el hermano—. Todollegará, y así que se presente el mal paso, le traeré ciertas reliquiasmilagrosas de un amigo mío, y una cinta de la Virgen que obra prodigios.

Había comenzado el verano. Isidro juraba de desesperación viendo quetodas las personas que podían ayudarle se ausentaban de Madrid. Noencontraba trabajo: los editores paralizaban sus negocios; ningúntraductor necesitaba ayuda; los semanarios ilustrados llenaban suspáginas con grabados representando el veraneo de los reyes y de laaristocracia en las playas del Norte, sin dejar espacio para un malartículo.

Todos los malos olores de Madrid, dormidos durante el invierno,despertaban y revivían al llegar el calor. Las cuadras y vaqueríashedían con la fermentación del estiércol; las bocas de las alcantarillashumeaban la podredumbre de sus entrañas; hasta los caballos de loscoches de punto, en sus largas esperas, levantaban la cola, impregnandoel ambiente con el tufo de la cebada recocida y la paja putrefacta.

La calle era más ruidosa que en el resto del año. Parecían nacer niñosde entre los guijarros del pavimento: bulliciosas bandas ocupaban lasaceras, entregándose a sus juegos con la libertad de un villorrio. Losbalcones, abiertos por el calor, daban paso franco al estrépito delcarruaje que rueda, del vendedor que chilla, del afilador que aguza losdientes con sus chirridos, del piano ambulante e infatigable, quedesarrolla la general jaqueca con las vueltas de su manubrio. La calle,como dilatada por el calor, introducíase por todos los huecos, haciendollegar sus hedores y ruidos a los extremos más recónditos de las casas.

Las habitaciones que ocupaban los dos jóvenes ardían de la mañana a lanoche bajo la llama del sol. Descendía del techo un calor asfixiante,como si sobre él ardiese un horno. Feli, despechugada, sudorosa,respirando con dificultad, arrastraba los pies yendo de un lado a otro,abrumada por este calor que era un nuevo tormento. Crujían durante lanoche, con chasquidos alarmantes, las maderas de los muebles, las tablasocupadas por los libros del devoto, sobre cuyos lomos polvorientosmovíanse las polillas. Las paredes, caldeadas, arrojaban de su seno losparásitos del verano. Las chinches caían del techo, las pulgas saltabansobre los baldosines. El señor Vicente no podía remover sus pilas devolúmenes sin que saliesen a la desbandada las cucarachas en repugnantecorreteo.

Feli sentía aumentar sus náuseas y su inapetencia con este asquerosorenacimiento que la rodeaba.

Apenas comía. La escasez de dinero, las preocupaciones de la miseria,aumentaban su debilidad. Maltrana la veía ajarse, perder la viveza desu juventud, como si la consumiese aquel ser oculto que devoraba lomejor de su vida.

También el joven experimentaba grandes crisis de desaliento. Volvía acasa con el gesto triste, se dejaba caer en la cama, diciendo que queríamorir. No encontraba trabajo. Iba de un lado a otro visitando a losamigos, haciéndose visible en las redacciones de las revistas, sinconseguir una traducción ni que le admitiesen un artículo. La vidaestaba paralizada: todos los que podían darle algo se hallaban ausentes.

Había buscado al marqués de Jiménez, con la esperanza de inspirarle unanueva obra; pero el grave personaje también estaba ausente; veraneaba enuna de sus fincas, y en ella se proponía permanecer hasta el invierno.

En estos instantes de abatimiento era cuando Isidro se daba cuenta de lomísero de su situación. Sus brazos eran débiles, sus manos delicadas; nisiquiera poseía el vigor físico de un mozo de cordel para ganarse lasubsistencia.

Recordaba con amargura las declamaciones que muchas veces había leídosobre la miseria de los desheredados de la clase obrera. ¡Ay! Ellos, almenos, no perecían de hambre en medio de la calle. El hombre de fatigasiempre encontraba un mendrugo y una copa de vino para salir del paso.Pero ¿y él? ¿Qué iba a ser de él, envenenado por una instrucción que denada le servía, falto de la fuerza brutal con que se ganaban el pan losdesgraciados de blusa?...

En estos momentos de desesperación pensaba en El bachiller, de JulioVallés, una de las obras que más le habían impresionado, por ver en ellala negra historia de su existencia. Acudía a su recuerdo la dedicatoriadel libro, desolada, de inmensa tristeza:

«A todos los que, nutridos degriego y de latín, están muertos de hambre.»

El pertenecía a esta legión de desgraciados, cuyas quejas no encontrabaneco, que imploraban el pan con el rubor y la timidez de su levita raída,que hacían reír con lo grotesco de su miseria, sin infundir miedo comolos obreros manuales.

Maltrana pensó por primera vez si el gran error de su vida era habersedejado arrancar del campo de miseria donde nació; si aquella buenaseñora, su protectora, habría sido, sin saberlo ni quererlo, la malahada de su destino; si estaba condenado a eterna hambre por soñar con lagloria y haber vestido las raídas ropas del bohemio, cuando su saludconsistía en seguir dentro de la blusa de sus mayores.

Feli, a pesar de su debilidad, encontraba fuerzas para animarle. Seacababa el dinero y no tenían esperanzas de que llegase más. Pero ellale ayudaría: estaba habituada al trabajo.

Y la pobre muchacha, anémica por la falta de nutrición, abrumada por elpeso de su vientre, tuvo un arranque de energía sobrehumana, de esos queúnicamente puede realizar la nerviosidad femenil. Le era imposiblevolver a la fábrica de gorras: estaba muy lejos, y además no laadmitirían después del escándalo de su fuga. Pero conocía otros oficiosmenudos e insignificantes, de los que están al alcance de las muchachaspobres y las ayudan a engañar el hambre. Haría «flores» para los corsés,se dedicaría a emballenarlos. Conservaba cierta amistad con la dueña deun taller, por haber trabajado para él cuando escaseaba la faena en lafábrica de gorras.

Isidro se opuso. ¡Trabajar ella, mientras él permanecía en forzosainacción!

¡Trabajar, cuando estaba enferma y el desarreglo de suorganismo la obligaba a largas horas de inmovilidad!... Adiós, idilio.Maltrana creyó que su dicha amorosa huiría para siempre así que aquellasmanos hermosas se viesen sometidas a la esclavitud del jornal. Elengranaje de la miseria agarraba a sus víctimas para no soltarlas jamás.Si ella trabajaba, viviría siempre condenada al trabajo: jamás tornaríana su nido la alegría y la abundancia. Antes morir los dos de miseria,que ver a la adorada, a la dulce Feli, degradándose de nuevo con lasfatigas de la obrera. Ella era una señorita: la mujer de un escritor.

La muchacha acogió estas protestas encogiendo los hombros. El buensentido femenil le hizo despreciar tales preocupaciones, y una noche, alregresar Maltrana a su casa, vio la habitación llena de corsés blancos ymodestos, corsés de pobre, que Feli había recogido en el taller. Pasabalas horas con el busto inclinado sobre su enorme vientre, en el quedescansaban los armazones de lienzo. Hacía las «flores»: los pespuntesen forma de triángulo que adornaban los extremos de las ballenas. Erauna tarea costosa y mal pagada, como todos los trabajos femeniles.

Isidro se enfadó. ¿Deseaba matarse? Pero la sonrisa de Feli contuvo susprotestas.

Señalaba con los ojos aquel cajón de la cómoda donde metía eldinero. Apenas quedaban unas cuantas pesetas de lo que les trajo el tíoManolo. No habían pagado los dos últimos meses de inquilinato al señorVicente; debían en varias tiendas de la calle; él tendría que renunciara la peseta que le daba de vez en cuando para tabaco, a los banquetes de«juventud», a aquellos gastos que consideraba necesarios para

«hacersever», para «refrescar» el nombre literario.

Se acercaba la miseria, pero la verdadera, la negra, sin tregua nimisericordia. Feli la adivinaba, abría sus ojazos llenos de misterio,como si la viese corporalmente rondar en torno de ellos. El ser quellevaba en sus entrañas también parecía presentir la proximidad delfantasma. Agitábase cada vez más inquieto, y la madre lloraba pensandoen su suerte. La pobreza sería la única hada que le abrazase al surgiral mundo. Si la fortuna no había de apiadarse, prefería que el serinocente pereciera en su encierro antes que ella lo viese, antes que sesintiera esclavizada por el cariño.

Se entregó al trabajo con valentía femenil, mostrando esa resistencia deque sólo son capaces los seres nerviosos. Maltrana, al despertar, veía aFeli ante un montón de corsés, cosiendo animosamente. Inclinaba elrostro, enjuto por la debilidad, y seguía la marcha de la aguja con susojos profundos y melancólicos, única belleza que aún se mantenía intactaen ella. Isidro, al volver a su casa a altas horas de la noche, teníaque hacer grandes esfuerzos para que se acostase.

—Déjame acabar esta docena—decía sin levantar la cabeza, tenaz en eltrabajo, deseosa de no perder un segundo.

Maltrana sentíase avergonzado por este sacrificio. En la calle seacordaba de Feli con remordimiento. Era abominable que él paseaseinactivo, mientras la pobre joven vivía trabajando en este ambiente dehorno. Sentía la necesidad de acompañarla: creía con su presenciadisimular un tanto lo ignominioso de su situación. Al regresar a su casaiba de silla en silla, leyendo, escribiendo, hablando, para disimular suaburrimiento. Algunas veces, falto de libros, pues había vendido todoslos suyos que eran de cierto valor, sacaba alguno de la biblioteca delseñor Vicente e intentaba reír con las piadosas extravagancias de lasvidas de los santos. Pero el tiempo no estaba para risas, y acababa pordevolver a su estante los mamotretos apolillados. Otras veces sentíadeseos de trabajar, para ponerse al nivel de la animosa compañera. Iba ahacer algo notable: tenía la cabeza repleta de ideas. Sentábase a lamesa, mojaba la pluma en el tintero, se acariciaba la frente; pero a suespalda cantaba la aguja al perforar el lienzo, crujían los corsés alamontonarse, zumbaban las moscas en torno de su cabeza, y el calorpesado y asfixiante cubría su piel de perlas de sudor. Rompía papeles ymás papeles, y acababa por dejar la pluma con rabioso movimiento. Lainspiración huía, espantada por el ruido de las telas y la pegajosidadde los insectos. Le era imposible hacer nada, y acababa por pasearsenerviosamente, jurando que era un imbécil; hasta que Feli, molestada porsu cólera, le rogaba que volviese a la calle en busca de distracciones.

Isidro, avergonzado de su inacción, se dedicó a acompañarla cuandodevolvía el género al taller, ya que no podía hacer otra cosa. Laprimera vez había dejado que la pobre Feli, arrastrando las piernas yllevando por delante sus pesadas entrañas, cargase con el fardo parallevarlo cerca de la Puerta del Sol. El era un intelectual, con muchosamigos, y aunque la mayoría de éstos se hallasen fuera de Madrid, temíaque alguien le viera cargado con un fardo. Era un escrúpulo egoísta, undeseo de guardar su prestigio de grande hombre desgraciado que semantiene digno ante la miseria. Pero cuando vio por segunda vez a Feliempaquetar su trabajo soplando de fatiga, resignada, con sonrisa triste,sintió hondo remordimiento.

—Deja eso, nena—murmuró avergonzado—. Yo lo empaquetaré, yo te lollevaré hasta la puerta de la tienda. Es una canallada permitir quevayas sola...

La pobre aún se resistió a aceptar esta ayuda. El era un señorito, unintelectual, una futura eminencia. ¿Qué dirían sus amigos, aquelloscamaradas de café, si le veían en la calle cargado como un mandadero?...Pero Isidro hizo un gesto de indiferencia, a pesar del pavor que leinspiraban estos encuentros. Que hablasen lo que quisieran: deseabaayudarla, servirla de algo.

Salían cada dos días, luego de cerrada la noche, cargados con aquellospaquetes, por cuyo trabajo daban a Feli unos cuantos reales. Maltranaseguía la acera pegado a la pared, con cierta vergüenza, ocultando lacara, lanzando oblicuas miradas para reconocer a los transeúntes. Lajoven, a pesar de la torpeza de sus piernas, esforzábase por seguir surápido paso, semejante a una fuga. Jadeaba al trotar, moviendo suvientre con doloroso vaivén.

El regreso era más lento y tranquilo, cuando no se llevaban a casanuevas remesas de labor. Caminaban cogidos del brazo por las aceras,tibias aún de los ardores del día.

Humeaba la población al exhalar en lacalma de la noche el fuego con que el sol la había caldeado. Lacirculación era en las calles menos densa que en el resto del año.

Losbalcones estaban cerrados; apenas si se veía algún rectángulo de luz enlas obscuras fachadas. Agrupábase la gente en las mesillas exteriores delos cafés y horchaterías. Sentábanse ante los portales las tertulias encorrillo, obstruyendo las aceras. En muchas ventanas colgaba el botijorezumando agua. Un hedor de asfalto recalentado y boñiga en fermentaciónsurgía del suelo de las grandes vías.

Cerca de la casa del señor Vicente, en las estrechas calles de losbarrios bajos, el mal olor del verano martirizaba el olfato. La plaza dela Cebada humeaba como un estercolero en putrefacción. De sus sótanos,faltos de aire, surgía la peste de las verduras fermentadas,difundiéndose por toda esta parte de Madrid, que olía como una huertaabandonada.

Los dos amantes, en su lento regreso, discutían el empleo del dinero queacababan de cobrar. No bastaba para las más rudimentarias necesidades.Feli percibía cincuenta céntimos por cada docena de corsés. Apenas sítrabajando día y noche podía juntar un par de pesetas. Mentalmenteajustaba sus cuentas: tanto en la plazuela, tanto en la tienda; nobastaba este dinero para salir de apuros, y eso que habían suprimido elcafé y el vino, y no comían mas que lo necesario por no perecer dehambre.

Maltrana, oyendo estos lamentos de dueña de casa, pensabanostálgicamente en el pasado. ¡Qué dulce recuerdo el de los paseos porlos desmontes inmediatos al Canalillo, el de los descansos en losmerenderos de Amaniel, hablando de amor, pasándose las naranjas de bocaa boca, contentos del sol que les metía en el alma la alegría de su luz,gozosos de la noche que les protegía con su sombra, dando a sus cariciasun nuevo encanto con la sonoridad de los nocturnos ecos!... Todo habíahuido para siempre; estaba lejos, tan lejos como parecía estar aquellaFeli de los buenos tiempos, alegre, risueña y rebosando la admiración,de esta otra, afeada por la maternidad, triste por la miseria, y congesto de desaliento, como si ya no tuviese fe en el porvenir de suhombre y se resignara a llevar la peor parte, cuidándolo como un niñogrande, más por conmiseración maternal que por apasionamiento amoroso.

Maltrana ya no pensaba en si la vida era alegre o triste, negra o decolor rosa. La vida era sencillamente un aburrimiento, y el helenismouna farsa de los libros. Los atenienses, sin dinero, sin esperanzas ycon una hembra amada a quien sostener, de seguro que lo habrían vistotodo gris, aunque cabrillease el sol de los poetas en las aguas delPireo, aunque brillasen con divina sonrisa los mármoles del Partenón ylas aulétridas se pasaran el día soplando en sus dulces flautas. Lamiseria era un endriago de invencible fealdad. No había arte en el mundoque pudiese embellecer su horripilante mascarón.

Una noche, al pasar por la Puerta del Sol, fijáronse los dos en losgritos de los vendedores de periódicos. Pregonaban «la horriblecatástrofe» ocurrida aquella mañana, con incalculable número de muertosy heridos.

Isidro había permanecido en casa todo el día, ocupado en escribir unascuartillas, a diez céntimos, para aquel semanario social que reclamabasu colaboración con la misma intermitencia con que publicaba susnúmeros. Feli sintiose atraída por el suceso, con esa curiosidad quedespierta lo terrorífico en la imaginación femenil.

Compraron el periódico, y Maltrana leyó a la luz de un farol el sumario,en letras grandes, que encabezaba el relato del suceso. Habíase hundidoen las primeras horas de la mañana aquel edificio en el que trabajaba elseñor José. Instantáneamente tuvo Maltrana el presentimiento de ladesgracia. Antes de leer, estaba seguro de que su padrastro habíaperecido entre las ruinas de aquella obra escandalosa, inaudita, hastael punto de trastornar sus ideas de hombre autoritario y hacerle perderla fe en la perfección del orden social. Buscó en el papel los nombresde las víctimas. Eran muchos los heridos que agonizaban en loshospitales. Entre los escombros sólo se había recogido un cadáver, eldel único obrero muerto instantáneamente, y éste era el señor José. Sunombre y su domicilio estaban indicados con una precisión que nopermitía dudas.

Maltrana experimentó una dolorosa sorpresa. Recordó a su madre; pensóen el agradecimiento que sentía la Isidra por las bondades de sucompañero. ¡Pobre señor José! Tal vez esperaba la muerte como unaliberación, aquella muerte cuya proximidad adivinaba al trabajar en elescandaloso edificio objeto de sus cóleras.

Morir era una solución paraaquel hombre sencillo, que se indignaba contra un mundo apartado de lossanos principios y contra la mala suerte que convertía en aprendices delcrimen a los hijos de los servidores de la ley.