La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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VIII

En este método de vida, y sin pensar en abandonarle, porque no conocíaotro más divertido, cumplió Verónica los veintidós años. Decían loscronistas de salones por escrito, y de palabra el enjambre de aduladoresque cenaban en su casa y la perseguían en las ajenas, que era, porentonces, el dechado de todas las perfecciones escultóricas y elconjunto de todos los donaires del ingenio. Sin ser la cosa para tantaponderación, es innegable que la madre naturaleza no la había escaseadolos dones que más seducen y alucinan a los hombres de escogidos gustos,y más provocan las rivalidades y antipatías entre las mujeres quecarecen de ellos, o no los poseen en tan alto grado. De ambos efectostuvo copiosas pruebas.

Pero la tachaban, con pesadumbre los unos y con visible delectación lasotras, de descorazonada y mordaz; y creo que tampoco estaban en lo justolos hombres ni las mujeres que tal afirmaban. No le faltaba corazón enel sentido en que lo entendían aquellas gentes. Lo que ocurría, a mientender, era que hasta entonces no había hallado cosa de su gusto enque emplearle, ni sentido seria tentación ni punzante deseo de trocar ladivertida y risueña libertad que gozaba, por la relativa opresión de lacadena de flores, pero al fin cadena, con que se estimulan ciertasconcupiscencias femeniles al cambiar de estado en aquella edad y en laesfera social en que ella vivía. Tan atestados tenía los oídos delisonjas, tan repetido llegó a ser el tema amoroso con que laasediaron galanes de todas las imaginables cataduras, que ya considerabael caso como una rutina obligada en los usos de la buena sociedad; lesonaban aquellos arrullos como un ruido más de los ruidos del mundo, ypasaban con éstos sobre ella como el aire sobre las rocas.

No es esto decir que todo le fuera lo mismo y que no hubiera en el anchocírculo de sus relaciones sociales algo en que detener la imaginación ycon que apacentar los deseos, ni, por tanto, me atrevo a afirmar que nohubiera sido otra su conducta bajo el imperio de otras leyes de moralenteramente distintas de las que rigen en las cultas sociedadeseuropeas; pero, aceptando el cargo en derecho constituido, como dicenlos jurisconsultos, y pareciéndole, para juego, muy insubstancial el delos amoríos a turno, su cabeza, contra lo que se refiere de losímpetus de la edad y de las rebeldías de la carne, se imponía sin granesfuerzo a toda esa caterva de impulsos pasajeros, tan mal llamados, porfalta de experiencia o por sobra de malicia, «arranques del corazón».

Dueña, pues, de sí misma y con sereno juicio; alegre por carácter,cortés por educación, y tomando a broma los galanteos y a diversión lasflaquezas de los demás, no es extraño que en sus procedimientos, en suconducta y en su lenguaje, abundaran más las notas de color alegre, sivale el símil, que los tonos severos de las naturalezas profundamentesensibles y reflexivas. A esto se llamaba mordacidad, con bien pocofundamento, a mi juicio.

Lo que no tiene duda es que por entonces gozó de mucha celebridad en el«gran mundo» madrileño; o, hablando más adecuadamente, estuvo de moda en él. Se atrevió a enmendar la plana a las reinantes, así en el vestiry aderezarse, como en el andar; formaron escuela sus atrevimientos, yhubo peinados, y abanicos, y hasta actitudes con su nombre;ambicionábanse sus saludos y sonrisas en la calle y en los espectáculos,entre los hombres y los mocosos distinguidos, casi tanto como los del Tato o los de la Alboni; rayáronle el afrancesado Beronic con quedesde su salida del colegio la habían confirmado sus amigas, por horrorjustificable al sainetesco nombre con que fue castigada en la pila, y lallamaron todos, en papeles y corrillos, para colmo de su gloria y sellode legítima calidad, Nica Montálvez.

En las grandes fiestas de su casa, o en otras semejantes fuera de ella,era donde los donaires de su ingenio y la pimienta de su naturaldesenfado se derramaban en mayor abundancia y lucían en todo suponderado alcance. Estaba allí como el pájaro en la selva, cantabadonde, cuando y lo mejor que le parecía, porque la misma multitud leservía de escondite, y su obligada agitación disculpaba sus incesantesvuelos de rama en rama; y como los hombres tontos son los ecos de estas soledades, siempre había flotando sobre los rumores del concursoalguna melodía de sus cánticos, llevada de boca en boca, con la mejorintención del mundo, pero con el afán y la rapidez con que se propagande ordinario todos los falsos testimonios. Parecía cosa convenida quetodos sus actos habían de ser originales y todas sus palabras agudezas.

Otra bien distinta era su conducta en la intimidad de las tertulias desu casa. Y, sin embargo, estaba allí más a gusto y en su elemento que entodas partes, con ser el círculo tan estrecho y tan limitados lospasatiempos. Porque, contra lo que publicaba la fama, y aun contramucho de lo que ella misma juzgaba de su propio carácter, había en elfondo de éste, cuando se trataba de recrear un poco el espíritu, ciertaoculta preferencia por el examen íntimo de las cosas, entre éste y elconocimiento de ellas por medio de las impresiones súbitas, como si lacautivara más el detalle que el conjunto.

De todas maneras, llegó a haber motivos muy considerables para que, aunsin contar con aquella su natural inclinación, consagrara más hondo,interés a sus reuniones de confianza, que a las ruidosas solemnidadesdel

«gran mundo».

Componíanse aquéllas, como ya se ha dicho, de un poco de todo lo deéstas, y no era en conjunto tan escaso que no diera para satisfacer losgustos y las aficiones de los tertuliantes. Los había de una tenacidadde hierro para el tresillo, apegados a la mesa como la ostra al peñasco.Por lo común, eran gentes desabridas y regañonas; y en sus peleas contralas veleidades de la baraja, siempre llevaban la parte más cruda unascuantas viejas aristócratas, como si el ochavo que allí disputabanencarnizadamente alcanzara a tapar los descubiertos y trampas en quevivían, por culpa de sus despilfarros y disipaciones.

De estas partidas, que en ocasiones parecían de bandoleros, habíavarias, y estaban siempre a matar con la gente joven que hablaba recio yse movía mucho en las inmediaciones; la cual gente, capitaneada por larevoltosa Sagrario, más alborotaba en el salón, cuanto más fuerteprotestaban contra el alboroto los tresillistas del gabinete. En otrofrontero a él, donde la marquesa permanecía más de continuo,arrellanada en un sillón junto a la chimenea, se reunían los íntimos delmarqués, desde luego, y poco a poco los aburridos de las demássecciones, que acudían al calorcillo de los debates que sustentaban lospersonajes de la política, y a la golosina del chiste, más o menosculto, de algunas damas de mucha correa, y de otros tantos galanes de buena sombra.

Como Nica lo pudiera remediar, no salía de allí; y no por el chiste,precisamente, ni mucho menos por los discursos políticos, sino porquehabía, en lo que pudiera llamarse núcleo de esa tertulia, algo que teníasu lado pintoresco y su lado interesante para una observadora como ella.

El primero que llegaba siempre a aquel lugar de preferencia, era elseñor don Mauricio Ibáñez, hombre de cierta edad, de mucho pelocastaño y sin canas, anchas patillas y poca frente, mucha ceja, labiosgruesos, largos dientes y muy blancos, nariz cuadrada y ojos de asombrocontinuo, buen color, poca estatura, elevado pecho, brazos largos ymanos enormes con dedos descomunales.

Era banquero muy rico, y parecíaquerer darlo a entender en su persona cargándola de oro y pedrería, depaños finísimos y de holandas impalpables; y además, caballero gran cruzde Carlos III, y capaz de pesar en oro al ministro que le diera elderecho de poner sobre el escudo de armas que ya usaba en sus tarjetas,siquiera la más modesta de las coronas nobiliarias. Tenía este prurito yel de hablar bien y formalmente de todas las cosas. Había sido dos otres veces diputado por un distrito de la provincia de Cáceres, de lacual era nativo él. Sin embargo, nunca pudo «romper a hablar» a sugusto, aunque había quedado bastante satisfecho de sus tentativas: dospreguntas breves al ministro de la Gobernación, sobre otros tantosexpedientes detenidos en aquel centro, y una presentación a las Cortesde una exposición de varios ganaderos de su distrito, que solicitaban nosé qué franquicias o privilegios para los exportadores de reses cebadas.Llamaba él hablar a su gusto, ser afluente, verboso; «porque—decía—noes la palabra lo que a mí me falta, pues que todas las que oigo en bocade los demás me suenan a conocidas, sino otra cosa en que no puedo darde pronto. Que se me dice, a lo mejor, pongo por caso, que esto esblanco... y que tal y demás, y que a mí me parece negro; pues con deciresto solo, ya se me acabó la cuerda, y no hallo el modo de seguir poresa ruta, como siguen otros, diciendo que arriba y que abajo...

y quetal y demás».

Aun sin el ejemplo que él ponía, se echaba de ver bien pronto que lo quele faltaba al reluciente don Mauricio, eran ideas para construir yexornar sus malogrados discursos.

Para «romper a hablar», se iba inflando poco a poco, como el pavo antesde hacer las gárgaras; y, entonces, el hombre, que ya era «de por sí»,corto de cuello, daba en el pecho con la barbilla y en las orejas conlos hombros. Era tardo de palabra, y de voz áspera y recia; y mientraslas emitía, muy acentuadas y con cierto repicoteo de pronunciación, setiraba dulcemente de una patilla con los dedos de la mano del mismolado, apiñados, tiesos y algo temblorosos, como si por allí buscara elchorro de verbosidad, que no salía por ninguna parte, y daba a sus ojosasombradizos una expresión tan rara, que podía dudarse si pedía conellos misericordia o reclamaba un aplauso.

La primera vez que hablé en casa del marqués, fue tomando punto de no séqué suceso parlamentario de aquellos días, y se mostró muy indignado con« los meeroodeadooores del campo de la política, peste de los tiempos aztuales..., y tal y demás». Después se fue viendo que llamabamerodeador al lucero del alba, y que sin el apoyo de la otra muletilla,era hombre al suelo en cuanto

«rompía a hablar».

Sin embargo de todo lo cual, mareaba a los ministros de Hacienda, y sepintaba solo para sacar buena raja de los más duros de veta; a lo que sedebía que el marqués le distinguiera con singularísima estimación, yhasta le admirara; porque es de saberse que el tal marqués, desde queera diputado a Cortes, se había dedicado con afán ansioso a los negocioslucrativos que «le saltaran al paso», y en el señor de Ibáñez tenía unojeador expertísimo, un consejero de gran competencia, y, en ocasiones,un socio desinteresado.—Lo peor era que los únicos negocios que lesalían mal al banquero eran los en que tomaba parte su amigo.

En las tertulias de éste, indefectiblemente llevaba la contraria entodas las peroraciones de don Mauricio, Gonzalo

Quiroga,

primogénito

delos

condes

de

Camposeco. Este mozo tenía un frontispicio poco simpático,y además era gangoso. Se había educado en Inglaterra, y había viajadomucho por Europa, con largas detenciones en París, en Baden-Baden, MonteCarlo y otros sitios no menos famosos de recreo. De todas estasexcursiones y paradas había sacado copiosos frutos, como lo acreditabansus vicios dominantes, sellado alguno de ellos en la cara con hondascicatrices, y en el cráneo con una calva precoz. Su barba era lacia, ysu cuello muy largo, con nuez y costurones; tenía boqueras, los párpadostiernos, y un hombro algo más elevado que el otro. Era alto y flaco ypasaba por elegante, a pesar de todos sus defectos físicos.

Lo cierto esque tenía gran desenvoltura y desparpajo para moverse dentro de losdesairados arreos de sociedad, y para meter la cuchara en todos loscorrillos. Aunque no era tonto, le faltaba mucho para tener un buenentendimiento; pero no conocía la vergüenza; y con esto y con el tratocontinuo de las gentes de su mundo, tenía lo suficiente para vivir en élcomo el pez en el agua. Era, en suma, un completo perdido, de buentono.

Pues con esa alhaja estaba concertado el casamiento de Sagrario.Cálculos de familia, al decir de los bien enterados, desde que losnovios eran así de tamañicos. Por lo visto, no tenían prisa pararealizar el proyecto; y entre tanto, iban juntos a muchas partes, perose trataban muy poco, por exceso de confianza entre ambos; así es que,más que novios

en

vísperas

de

casarse,

parecían

un

matrimoniodesavenido.

La razón de llevar siempre la contraria Gonzalo Quiroga a don MauricioIbáñez, no era otra que el gustazo de ver cómo se inflaba y contraía ytrasudaba el banquero en cada contradicción, y cómo meeroodeaaba inútilmente en el camino de su pobre retórica, para urdir una réplicacon que confundir al importuno a quien ya temía de lumbre, o para salirsiquiera medio airoso del atolladero, delante de los contertulios, quehabían dado en tomar aquellas engarras como la más divertida de lascomedias.

Se había observado que en los apuros de más angustia, o en los arranquesde mayor empuje, don Mauricio buscaba con los ojos a Verónica, como lasplantas sombrías se alargan hacia el sol que necesitan; y en topando conella, parecía decirla en el primer caso: «¿Peero ve usted qué teema elde este chico?» Y en el segundo: «Me paarece que ésta no tiene vuueelta.¿No piensa usted lo miismo?».

A Gonzalo le hacía mucha gracia este resabio de su contrincante; y unanoche, mientras se ahogaba el pobre hombre «meeroodeeando» a obscuras enel huero caletre media docena de palabras al acaso, acercose el otro congran sosiego a Verónica, y, en el tono menos gangoso que pudo, le dijoal oído con mucha formalidad:

—No te alarmes, chica; pero es indudable que ese sujeto tiene planessiniestros contra ti.

Precisamente en una de las pocas ocasiones en que la despreocupada jovenno estaba atenta a los discursus del banquero, que la divertíansobremanera. Prefería, por el momento, la conversación de Pepe Guzmán,pájaro de mayor cuenta que su amigo Gonzalo. El tal Guzmán, aunque desegunda rama, era también vástago aristocrático: de la ilustre cepa delos Valdejones. Pasaba ya bastante de los treinta, era de hermosa ydistinguida estampa, independiente, libre como el aire, y rico. Noabusaba, aparentemente, de ninguna de estas ventajas. Por el contrario,parecía hombre de muy racionales inclinaciones, y bien regido. Habíaestudiado media carrera de Derecho, algo de Medicina, otro tanto deMecánica, y hasta desflorado la Teología y los sistemas filosóficos deKant, de Krausse... y de Santo Tomás; se sabía de memoria a Maquiavelo,a Fr. Luis de Granada, a Shakespeare, a Fourrier, a Santa Teresa y aCervantes. En todo picaba y nada le satisfacía, fuera de las grandesobras de imaginación. Quizás con la espuela y el freno de la necesidad,hubiera brillado en algo de lo mucho que intentaba conocer porinvencible curiosidad, pues talento y discreción tenía para ello; perole faltaba paciencia, porque le sobraban la libertad y el dinero, y deaquí sus veleidades y aquellas ensaladas científico-filosóficoliterariasde que se atiborraba la cabeza. Viajaba a menudo y gastaba grandes sumasen objetos de arte. Los cuadros buenos le entusiasmaban, pero losbronces de mérito le enloquecían.

Tenía el buen gusto de no invertir unochavo en libros viejos, ni en vargueños apolillados; prefería las obrascontemporáneas, si eran buenas, y, lo que es más raro, las leía y lassaboreaba. Cosa más rara aún: en igualdad de méritos, estaba por lasespañolas antes que por las extranjeras, y no incurría jamás en lavulgaridad cursi de decir que no podían vivir en España los hombrescultos. Se referían de él grandes hazañas galantes, y podrían serciertas; pero no era su boca quien lo confirmara, ni con un gesto.Finalmente, era hombre de alegre carácter, aunque poco hablador, peromuy al caso, particularmente con las mujeres. Tenía el don deentretenerlas sin apelar al lugar común de la lisonja ni al formulariooficial del «joven travieso, distinguido y elegante». Calificábanle porello de indomesticable y de frío muchas damas; pero es lo cierto quehasta las más remilgadas se pagaban mucho de sus atenciones... Y no sigocon la lista de sus prendas de carácter, porque, a pesar de tomarlasuna a una de los Apuntes que tengo a la vista, va a resultarme un mozocortado por el sobado patrón del mata-corazones de comedia; y esto queaquí se narra podrá ser malo, pero es la pura verdad.

Digo, pues, que este Pepe Guzmán entretenía aquella noche a NicaMontálvez cuando se acercó a ella su amigo Gonzalo Quiroga con laconsabida embajada, y añado, para decirlo pronto, puesto que ha desaberse más tarde o más temprano, que el tal Guzmán era aquel algo queVerónica exceptuaba de los molestos arrullos amorosos que pasaban sobreella, sin sentirlos, como el viento sobre las rocas; aquel « algo enque detener la imaginación y con que apacentar los deseos, que existíaen el ancho círculo de sus relaciones sociales». Y es de saberse tambiénque, a aquellas fechas, aún no se habían cruzado los primeros fuegos dela batalla entre la dama y el galán. Conocíanse mutuamente lasintenciones de batallar, exploraba cada cual el terreno de su enemigo, yhasta le provocaba con ingeniosas estratagemas; pero de aquí no pasaba;y, a mi entender, en el misterio de estas precauciones, en el problemade esta actitud recelosa, estribaba el mayor interés de losbeligerantes. Ni ella ni él parecían tener prisa para resolver el puntodudoso. Podía ser el caso un pasatiempo; pero desde luego era unpasatiempo entretenidísimo, con la rara virtud de no gastarse con eluso.

Tal vez era el «lado interesante» que, «para una observadora comoVerónica, había en las reuniones íntimas de su casa». Del «ladopintoresco» era la principal figura el banquero don Mauricio, con todassus cosas y con todas sus malas intenciones, en las cuales había leídoella mucho antes de que se las anunciara al oído el gangoso GonzaloQuiroga. Por cierto que estas intenciones, o

«planes siniestros», comodecía el novio de Sagrario, la hacían suma gracia también.

Casi tanto como a Leticia, que no perdía ocasión de apuntarla, con lamirada o con un gesto expresivo, cada memorial que el banquero laenviaba con los ojos en sus grandes apuros oratorios. De este celo porlos intereses de don

Mauricio,

murmurábase

bastante.

Afirmábase

queLeticia fomentaba las intenciones del banquero, y que se hallabadispuesta a barrerle el camino de ellas de cuantos obstáculos estuvieranal alcance de su escoba... Hay que advertir aquí que Leticia, lahermosa, fría e impenetrable Leticia, llevaba ya un año de casada con elgeneral Ponce de Lerma, conde de Peñas Pardas, hombre más quecincuentón, y feo, diputado sempiterno, conspirador incansable depasillos y antesalas contra todos los ministros de la Guerra, con lasanta intención, jamás lograda, de llegar él a serlo una vez siquiera;amigo desleal de todos los Gobiernos; veterano de todas las cuarteladasde treinta años a aquella parte, para ganarse honradamente desde lascharreteras de capitán hasta los dos entorchados que tenía; agiotistainsaciable; asociado detrás de la cortina, durante la guerra, a otrosespeculadores que daban tocino podrido a las tropas de África,procurándose así inverosímiles ganancias que fueron ancha y sólida basede su enorme caudal, adquirido después en idénticas y tan honradasespeculaciones; y, por último, de valor y capacidad «supuestos», porquejamás tuvo ocasión de acreditarlos en el campo de batalla, ni siquieraen los cuarteles; todo, incluso los ascensos, se lo fueron dando hechoy arregladito los suyos apenas salido él del escondite, en seguida detriunfar la cuartelada. Hasta el título nobiliario se ganó de parecidomodo, cuando ya era general, por haber corrido en aquellos desfiladeros,siendo alférez..., delante de una partida carlista, en la primera guerracivil.

Pues con este hombre se había casado Leticia, después de convencerse (enopinión de sus amigas) de que no había en el horno de sus especialeshechizos, fuego bastante para fundir el hielo de Pepe Guzmán, que ladistinguió por algún tiempo con sus cultas y amenas «frialdades».

Con estos dos hechos se explicaba la conducta de Leticia con elbanquero. Le quería para Verónica, con el piadoso fin de que no tuvieraésta marido más lucido que ella; y se miraba mucho en el capítulo de laszumbas a la interesada, porque, hasta la fecha, era el caso de lagenerala harto más mordible que el de su amiga.