La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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VII

Y aconteció muy luego lo que a la vista estaba desde que la marquesaapuntó la idea de dejar la casa, relativamente modesta, de la calle deHortaleza; y fue de este modo: el marqués insinuó compromisos debanquete a sus amigos políticos; la marquesa invocó deberes ineludibles de responder

a

súplicas

de

sus

amigas,

dando

a

aquelloshermosos salones su verdadero destino; es decir, estrenándolos con unbaile que, sin gran esfuerzo, haría raya entre las fiestas del «granmundo» madrileño, habidas y por haber; reforzó el primero sus razones depreferencia, sin negar la gravedad de los compromisos de su mujer,exponiendo deudas de gratitud con los personajes que, para entretenersus apetitos senatoriales, acababan de ofrecerle un distrito vacante enCiudad Real, para diputado a Cortes; insistió la marquesa en su empeño afavor del baile, sin negar el compromiso del banquete; replicó elmarqués, llevando la contraria, hasta con textos de Maquiavelo y deBismarck; y, por último, terció Verónica, que se hallaba presente en laporfía, proponiendo que se diera una fiesta que tuviera de todo: unarecepción, por lo más alto, en la cual anduviera el rumbo del comedor alnivel del brillo de los salones.

Y así se hizo quince días después.

No es cosa averiguada enteramente si la fiesta causó en la opiniónpública todo el efecto que la marquesa había soñado; pero no tiene dudaque concurrieron a su casa aquella noche muchas y muy distinguidasgentes; que bailaron mucho y que devoraron mucho más; que hubohiperbólicas ponderaciones, en variedad de tonos y estilos, para la casay para sus moradores, por el buen gusto, por la riqueza, por lo de lossalones y por lo del comedor; que al día siguiente soltaron en lospapeles públicos los cronistas obligados de fiestas como aquélla, todala melaza de su trompetería de hojaldre, para declarar, urbi et orbi,que los marqueses de Montálvez eran los más ricos, los más distinguidos,los más amables marqueses de la cristiandad y sus islas adyacentes, y suhija, la joven más bella, más espiritual y más elegante que se habíavisto ni se vería en los fastos de la humanidad distinguida, es decir,del

«buen tono»; en virtud de todo lo cual, aquel baile debía repetirsepara gloria de la casa, ejemplo de otras por el estilo, y recreo de laencopetada sociedad madrileña; y finalmente, que se contaron por mileslos duros que costó aquel elegante jolgorio, y que el marqués tuvonecesidad de meter, por segunda vez, la cuchara en la olla grande parapagarlos, por los consabidos temores a la usura y las propiasrepugnancias a las deudas.

El cual marqués llamó a capítulo de familia para reflexionar, paradiscutir, para resolver (todos estos términos usó) acerca de aquelcariñoso vocerío de los papeles,

y

sobre

más

de

otros

tantos

memorialesenderezados al mismo fin, que en la intimidad de la conversación le elevaban en los pasillos del Congreso, en los corredores del teatro yen las encrucijadas del Retiro, las eminencias de la política, losCresos de la banca y las lumbreras de la literatura, con quienes él secodeaba a cada instante; a la cual lista añadió su mujer inmediatamenteotra tan larga, más o menos auténtica, de solicitantes de la flor y natadel mundo elegante; lista que reforzó la hija con un imaginario, peroverosímil, catálogo de pretensiones idénticas, arrancadas del anchocírculo de sus amigas y aduladores.

Ciertamente que (en opinión del marqués, el cual, con olímpicasolemnidad, hizo un detenido resumen de estas circunstancias) el éxitoexcepcional de la reciente fiesta, las condiciones singulares de lacasa, la respetabilidad de los timbres de familia, más brillantes yesplendorosos desde la herencia del «inolvidable anciano»; su (delpreopinante) cada día más señalada significación en el agitado campo dela política española; la evidente y poderosa necesidad de aliviar

losdolores

físicos

de

la

marquesa

con

esparcimientos racionales, a la vezque enérgicos, del espíritu; la edad de su hija, sus prendas personales,sus conveniencias de hoy, su porvenir... todo, todo, absolutamente todo,justificaba el persistente clamoreo, se imponía al criterio vulgar delas gentes precavidas y juiciosas, y exigía de ellos un «generosoesfuerzo, por encima

de

toda

reflexión

egoísta,

de

todo

razonamientomatemático».

La marquesa y su hija fueron del parecer del marqués, y hasta secreyeron conmovidas con los períodos más elocuentes de su discurso;razón por la que se decretaron las instancias «como se pedía...» y unpoquito más, en cortés y debida correspondencia. ¡Ni más ni menos que siel marqués y la marquesa creyeran que en aquel acto cedían sorprendidospor la fuerza de las circunstancias, y no al aceptado y bien consentidoimperio de sus nativas vanidades! ¡Como si su hija, tan opuesta portemperamento a todo linaje de fingimientos y disimulos, no supiera queantes de insinuarse la pretensión en las pocas personas que lamanifestaron, ya tenía, cada uno de los tres, resuelto el caso en lamente!

Hubo, pues, andando los días, y no muchos, un baile en la casa, tanbrillante y tan celebrado como el anterior; pero no a título de «otrobaile más», sino como el primero de una larga y ostentosa serie deellos. Y colocado ya el asunto en esta pendiente, y rodando las cosaspor su propio peso, un día, a fin de entretener mejor los largosintervalos entre fiesta y fiesta, los amables y agradecidos marqueses deMontálvez hicieron saber a sus íntimos que todos los jueves sequedaban en casa.

Y se quedaron en ella todos los jueves, conforme a lo prometido.

A los bailes concurría todo Madrid, lo más cogolludo y rechispeante dela aristocracia, de la banca, de la política, de las artes y de lasletras. Aquellos salones deslumbrantes de luz, saturados de perfumes,henchidos de bellezas cargadas de lujo y de pasiones; el incesantecrujir de las telas; el ondular de las colas, arrastradas sobre losaterciopelados tapices; el rumor de las conversaciones, el centelleo delas joyas, los suaves acordes de la invisible orquesta, y el flujo yreflujo de la muchedumbre, verdadero mar de colores y sonidos derramadopor aquellos ámbitos esplendentes, ora en impetuoso torbellino agitadopor los huracanes de la danza, ora en sosegado vaivén durante losintermedios; toda aquella magnificencia, en suma, toda aquellapomposidad babilónica, ejercía sobre el espíritu cierta impresión deborrachera, que disculpaba, en lo humano, el éxtasis en que el marquésadmiraba el espectáculo, la pasión con que la marquesa hacía loshonores de él, y la voluptuosidad con que la hija se dejaba mecer sobreel oleaje de aquella tempestad de deleites.

Después de bailar se cenaba; y las concupiscencias de Lúculo emulaban elfausto de Nabucodonosor.

La concurrencia de los jueves se componía de un poco de todo lo de lasgrandes fiestas, y no se admitían presentados;

«amigos de confianza» que hacían política y administración y ejército, y hasta el amor, ydiscreteaban, según las edades, los caracteres y los sexos; algo detresillo, mucha murmuración al calor de la chimenea, música a ratos,alguna vez lecturas, y, en ocasiones, baile. Por conclusión, té conpastas.

Muchos de estos amigos comían en la casa cada lunes y cada sábado,porque también figuraba este renglón en el programa de los usoselegantes y distinguidos de la familia.

Sumando con ellos las recíprocas a que ésta tenía notorio derecho, yno se le escatimaban ciertamente; su turno en el Real; su día demoda en el Español y en otros teatros más; las indispensablesexhibiciones en carruaje abierto; las tareas distinguidamente devotasy benéficas de la marquesa, que a la sazón era presidenta y directora deno sé cuántas congregaciones cristianas, particularmente la de las Madres ejemplares, fundada por ella, y la de Doncellas humildes ytemerosas de Dios, a la que pertenecía la hija, y por eso concurría asus asambleas cada miércoles y comulgaba dos veces cada mes en lasCalatravas; y, por último, sus excursiones veraniegas por todo lo másdistinguido y más caro

de

las

regiones

europeas

a

estos

esparcimientosdestinadas por la moda, ¿qué extraño es que no le quedara una sola hora,un solo minuto para vivir en familia, para mirar por dentro lasprosaicas mecánicas de la vida normal, para traer a las mientes lascuerdas advertencias del olvidado abuelo..., para contemplar, siquiera,desde el punto de la pendiente rápida en que se hallaba, el necesario einevitable paradero, término fatal y merecido remate de tan locosdespilfarros?

Y lo peor era que el principal y mal forjado pretexto de ellos, cada díalos desacreditaba más; porque las dolencias de la marquesa parecíancrecer a medida que eran mayores y más caras las distracciones con quelas combatía. Pensaba la infeliz que, devorando sus quejidos y tapandocon sonrisas forzadas la expresión de sus tristezas, y con drogas ymenjurjes el color de la agonía y las arrugas de los años y de laszarpadas de la enfermedad, ni ésta avanzaba ni las gentes la velan; sincaer, o mejor dicho, no queriendo caer en la cuenta de que aquellosesfuerzos del ánimo, con aquel vivir sin sosiego, eran a sus males loque el combustible a la hoguera: cebo que los alimentaba y losembravecía. Porque la vanidad, el demonio de las mujeres «de mundo», laposeía de pies a cabeza; y por eso, solamente era devota y benéfica encuanto sus actos pudieran lucir en honra y gloria de sus humos dearistócrata acaudalada, y se dejaba arrastrar sin resistirse hacia lasfauces del monstruo que la fascinaba, como el borracho contumaz hacia ellento suplicio de la taberna.

Mejores frutos pensaba haber sacado el marqués de la vida aparatosa quetraía; porque, al cabo, ya que no la senaduría, que tanto le halagaba,había logrado la limosna de un asiento ministerial en los escaños delCongreso; y, sin embargo, cotejando el valor de su conquista, reducido,en substancia, a la gloria dudosa de haber pronunciado un discurso dedos horas mortales sobre la langosta de la Mancha, que no escucharonmás que los taquígrafos y unos cuantos babiecas inexpertos de lastribunas; al trabajo imponderable y continuo de atormentarsubsecretarios y directores, recomendándoles las querellas de todolinaje de pretendientes desvalidos, con el único fin de acreditar susinfluencias; al oneroso vicio de solemnizar con un té a

«sus amigospolíticos» cada discurso del Presidente del Consejo, o cada batallaganada por el Ministerio a las revoltosas oposiciones; a no tener horani punto de sosiego, por estar pendiente de sus deberes de padre de lapatria y creerse obligado a tomar por lo serio y a sentir en suministerial epidermis cuantas cuchufletas y alegatos contra la situaciónleyera en la prensa oposicionista, y la leía de cabo a rabo, y a algunascosas más por el estilo; cotejándolo todo, repito, con lo que le habíacostado en desaires, en paciencia... y en banquetes, la ganancia noresultaba del todo apetecible para un ambicioso de los más usuales.Pero, al fin y al cabo, gozaba de veras el pobre hombre, era dichoso porcompleto; y tan absorto le traían las preocupaciones del oficio y losdeberes y solaces de su vida

doméstica

y

social,

que

hasta

había

perdidoenteramente aquel su hidalgo aborrecimiento a las deudas y a la usura, yni siquiera reparaba cómo este mal demonio de los ricos desatentados leiba hincando las unas en lo más vivo, en lo más hondo, en el mismocorazón de la

«olla grande».