La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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IV

El era nativo de la provincia de Burgos, no se sabe a ciencia cierta side Huermecos o de Castrojeriz, duda que importa bien poco en estahistoria que vamos relatando; no tenía su padre, labrador honrado acarta cabal, muchos bienes, y sólo pudo darle larga escuela en la mejordel pueblo, y una tintura de segundas letras por mano de un clérigo queno sabía mucho más. El chico no era un lince, pero tampoco lo contrario;y como no pecaba de robusto, y lo aprendido hasta allí era demasiadopara un labrador y muy poco para buscarse la vida con ello, se adoptó enconsejo de familia un término prudente entre los dos extremos, contandocon la natural condición placentera y bondadosa del muchacho y conalgunas buenas amistades de su padre. En fin, que se logró colocarle demozo de mostrador en una droguería de Madrid, con poco sueldo porentonces, pero bien hospedado y mantenido en la propia casa de su dueño.

Allí, con su buen carácter, mucha paciencia y grande aplicación, fuehaciéndose lugar y acrecentando su peculio, gastando menos según ibaganando más; hasta que a los quince años de droguero y a los veintiochode edad, creyéndose bastante rico y por otros motivos que se sabrán, suamo le cedió la droguería con unas condiciones que, sin dejar de serbuenas para el cedente, eran un filón de plata para el ahorrativo einteligente castellano.

Entonces fue cuando éste se casó con Ramona Pacheco.

Nada mejor acordadoni más merecido. Era como la cosecha sazonada de una larga labor dehonrados pensamientos. Ramona Pacheco era una sobrina lejana que suprincipal había recogido huérfana y casi niña, y hembra bien singularciertamente. No era fea, y lo parecía; era más joven que Santiago, eldroguerillo, y representaba diez años más que él; estaba bien metida encarnes, y aparentaba lo contrario; tenía excelente corazón y el alma ensu correspondiente almario, y parecía una estatua de pedernal.

Y todoconsistía en que era de una rigidez, de una tenacidad de pensamientos ypropósitos, y de una casta de moral tan extremadas y enteras, que laiban llevando poco a poco toda la vida hacia adentro; y allí laguardaba como el avaro su tesoro, y, también como el avaro, sospechabade todo lo que en torno suyo se movía. Por eso su cara, más que reflejode lo mucho y excelente que había detrás de ella, era simplemente unalosa puesta de intento allí para taparlo, con dos ametralladoras porojos para defenderlo, y una boca que sólo se abría para dar el abasto dela metralla de los ojos. Y

éstos eran negros y bien rasgados, y la bocamuy bonita.

Ocurría, además, que Ramona tenía una afición desesperada a hacer media,y sólo haciendo media se entretenía, en cuanto no quedaba en la casa unsuelo que bruñir, ni un átomo de polvo sobre un mueble, ni un trastofuera de su sitio, ni un descosido sin coser, ni cosa alguna quetrajinar, para los cuales menesteres era una pólvora por la actividad yun asombro por la limpieza. En estas ocasiones era algo más expresiva depalabra y de gesto; pero con los muebles y las ropas y los cachivachesde la cocina, porque no quedaban a su gusto, o porque se lucía en algode ello su trabajo, o pensando en la criada, o en el amo, o en elotro, que, a su juicio, rompían o manchaban.

Para hacer media sesentaba junto a las cortinillas de las vidrieras del balcón, en unasilla baja, tiesa, muy tiesa, y con la mirada fija en el tejemaneje delas manos, que parecían un argadillo. Así se pasaba horas enteras, si notenía otra cosa más precisa en que ocuparse. Que la hablaran entonces,que la preguntaran por algo que estuviera cerca de ella; que entrara oque saliera alguien: una mirada rápida hacia el objeto o hacia lapersona, y vuelta a clavarla en el incesante moverse de las agujas, y lomenos posible de palabras para responder.

Es indudable que este hábito de trabajar así, de abstraerse en lacontemplación de su obra, de mirarla incesantemente, con la cabezaerguida y los ojos bajos, acentuó en gran manera la natural rigidez desu continente.

Era preciso vivir mucho tiempo a su lado para convencerse de que no erafea ni mala ni insoportable; y averiguado esto, se iba cayendo poco apoco en la cuenta de que era todo lo contrario, y hasta una alhaja paramujer de un marido de pocas necesidades intelectuales y mucho apego a lavida honrada y laboriosa de puertas adentro. Y

esto le pasó a Santiagocuando ya le cabían en la mollera pensamientos de cierto linaje. Elprimer paso le costó lo indecible; pero le dio como un valiente, y seconformó con que Ramona tomara en cuenta la insinuación sin mostrarseagraviada. Pero le advirtió que no insistiera mientras ella no loautorizara de algún modo bien explícito.

Tres años pasó Santiago sinsaber a qué atenerse y temiendo siempre lo peor. Yo creo que todo esetiempo necesitó Ramona para estudiar a fondo las malicias de Santiago yel terreno a que éste pretendía conducirla. Un día le dijo quecontinuara hablándole de aquello de que había comenzado a hablarla.¡Como si hubiera sido la víspera! Y

Santiago, que, «por casualidad», nopensaba en otra cosa, tomó el punto donde le había dejado entonces, ycontinuó hablando de ello, con cuantas amplificaciones y distingos leparecieron del caso y bien acomodados a la rectitud y santidad de susmiras. Fue bien recibida la instancia, y hasta bien hablada larespuesta; súpolo el tío de Ramona, gustole el intento de supretendiente, y aun le hizo saber que su sobrina contaba con una buenadote que le daría él, lo cual no desagradó a Santiago, hasta por lomismo que lo ignoraba; y con la sola condición de que éste, y «por elbien parecer», cambiara de domicilio hasta que el casamiento seefectuara, quedó arreglado y convenido para muy luego.

Hay razones paracreer que la idea de este suceso movió al viejo droguero a traspasar aSantiago su droguería mucho antes de lo que tenía pensado; tanto más,cuanto que se sabe que su dependiente apuntó cierto escrúpulo que teníade casarse sin estar arraigado completamente a su gusto, con laadvertencia de que esto del arraigo no lo estimaba él en una riqueza,que no merecía, sino que algo como..., verbigracia: una droguería bienmontada que fuera de su propiedad absoluta, para lo cual no daban susahorros por entonces.

Celebrado el casamiento y hecho en regla el traspaso de la droguería, elviejo droguero cedió hasta la habitación a sus sobrinos, y se largó a sutierra, en la Rioja, a disfrutar las primeras vacaciones que habíalogrado en su vida, perfectamente libre y descuidado. Si no le engañabael pensamiento, por allá se quedaría hasta dejar los huesos en elterruño nativo; si le engañaba, volvería a Madrid cuando mejor lepareciera, o gastaría en ir y venir el poco tiempo que le restaba devida.

Pocas veces se ha casado una mujer con menos conocimiento práctico delmundo que Ramona Pacheco.

Cuando era niña, en su pueblo (el mismo de sutío), ya estaba cansada de saber que la gente de Madrid se componía depolíticos relajados, de generales facinerosos, de señoronas perdidas, deseñoras a medio perder, de vividores sin vergüenza y de un populachosoez, asesino y ladrón. Y fue a caer en Madrid sin haber echado de sumeollo una sola de estas ideas. ¡Ella, que era creyente a puño cerrado,honesta y honrada hasta la manía, y testaruda y tenaz en sus obras ypensamientos, por carácter y por educación! Mandarla pisar las calles dela corte, era, en su concepto, como decirla: «Métete en esa leonera;arrójate en esa lumbre». Se necesitaron heroicos esfuerzos de su tío yde las personas a quienes éste encomendó la ardua tarea de educarlahasta donde fuera posible, para que afinara, nada más que para queafinara, aquellas sus escabrosas ideas. Llegó a conceder excepciones: laposibilidad de algo bueno entre tantísimo malo; pero ¡fuera usted asacar la anguila del saco de culebras! Y escondía la mano por horrorinstintivo; quiero decir que, sin una indispensable necesidad, no poníalos pies en la calle. En tal estado de experiencia se casó.

Y comenzó a tener hijos. Y tuvo el segundo y perdió el primero; y tuvoel tercero y perdió el segundo, y así sucesivamente hasta el octavo.Esto acabó de agriar su carácter, la acartonó sin tiempo y empalideciósus carnes hasta la lividez; quiso templar sus amarguras maternales conalgún entretenimiento que se las distrajera, y se encenagó en el viciode hacer calceta. Llegó a hacer una cada día, sin faltar a sus deberesde mujer hacendosa; y esta gran manifestación de su genio calcetero,casi casi la envaneció. Se le había cansado mucho la vista con losdisgustos y las tareas, y también había perdido la mitad del pelo, porlo cual usaba anteojos mientras trabajaba, y cofia a todas las horas deldía. Los anteojos eran de gruesa armadura blanca, con cristalesredondos, y la cofia, de tul negro con cintas moradas. ¡Era cuanto habíaque ver doña Ramona haciendo media, desde que necesitaba anteojos ypapalina!

Pero ni la pasión por la media, ni el orgullo de hacer una cada día,alcanzaron arrancarla de sus tristes meditaciones en el silencio y lasoledad de su casa, y se atrevió a pretender de su marido que lapusieran una silla en un rincón de la droguería, detrás del mostrador yjunto al atril que allí había para los apuntes provisionales (pues elescritorio estaba en la trastienda, con luces a un patio).

Don Santiagose alegró de aquel atrevimiento de su mujer, y la dispuso el trono comopara una reina; lo mejor que se pudo con lo que había a mano: una sillade Vitoria sobre un felpudo casi nuevo.

Y este trono ocupó doña Ramona desde el día siguiente; y allí la vieroncon admiración los marchantes, rígido y empinado el cuerpo vestido deobscuro, casi negro; medio cubierta la cabeza con su cofia; las cejasenarcadas; los sombríos ojos clavados, por detrás de los cristales delas gafas, en las manos de piel lívida, como la de la cara; la calceta ylas agujas entre los dedos, y sin otras señales de estar viva que elmovimiento vertiginoso de las manos y tal cual mirada zurda que lanzabapor encima de los anteojos, bajando un poco la cabeza, cuando alguienentraba o salía, o mientras tiraba con la diestra del hilo que terminabaen un grueso ovillo que andaba rodando, tan pronto sobre el mostradorcomo encima del felpudo, o hecho una maraña entre las uñas de un gato,debajo de la silla. Doña Ramona la ocupaba todos los días, dos horasantes de comer y tres antes de cenar. En su casa se comía a la antiguaespañola.

En esta salida, al cabo de veinticinco años de escondite, se puso doñaRamona, por primera vez en su vida, en contacto y roce con el mundo. Elmundo eran para ella las gentes que pasaban por la calle, las queentraban en la tienda, y el rumor que se oía más a lo lejos, comobramido de ondas agitadas que arrojaban aquellas espumas hasta allí.Todo era el mismo mar, agua de la misma fuente. No había olvidado lasadvertencias de su tío y de sus maestros; pero, sin agravio de ellas,bien podía suponer que cada marchante fuera un pillo, y un ladróndisfrazado cada transeúnte. ¿Traían en la frente alguna señal quedemostrara lo contrario? Pues, en la duda, cara de perro a todo bichoviviente.

En poco tiempo, y aunque parecía que en nada se fijaba, llegó a ponerseal corriente de aquel laberinto de cajones rotulados, a hacer el oído alos enrevesados términos del ramo, y a conocer cada droga por su nombrey con sus precios. Entonces, cuando la concurrencia era mucha y noalcanzaba la gente de mostrador adentro a servirla al punto, se alzabaella poco a poco de su silla y despachaba también, con una mano sobre lopedido, como garra de león sobre la carne palpitante, cuando hay quienle mire, y en la otra la calceta, hasta que veía en el mostrador, y biencontado con los ojos, el dinero que valía la droga aprisionada. Sidespués de verla el parroquiano la quería más cara o más barata, oprefería otra equivalente más de su gusto, hasta dos veces lo llevabadoña Ramona con paciencia, pero a la tercera, recogiendo la droga quenunca había soltado por completo de su diestra, contestaba secamente yvolviendo la espalda: «No lo hay», aunque estuviera llena de ello ladroguería. Algún comprador erudito la puso por entonces la Esfinge,y con este mote se quedó en el barrio.

Al contrario de su mujer era don Santiago. Éste se pasaba el día dandovueltas por la tienda, tan pronto dentro como fuera del mostrador,poniéndose y poniendo a sus dependientes en incesante comercio de gustosy de palabras con los compradores, a la mitad de los cuales tuteaba: alos unos, porque los conocía, y a los otros, porque debía conocerlosal cabo de tantos años de vender allí. Era un pobre hombre, bueno comoel pan, campechano y complaciente hasta lo inverosímil. Tenía sus penasallá dentro, como su mujer; pero mejores lentes para observar lossucesos de la vida.

Doña Ramona tuvo el noveno hijo; y como tampoco falló la costumbre estavez, en seguida perdió el octavo. Y

todavía llega a tener el décimo; ytambién la acechaba entonces la suerte negra, y le mató el noveno. Estegolpe dejó a la pobre señora para no llevar otro sin sucumbir. Era mujerde gran espíritu y arraigada fe. Dios le daba los hijos y Dios se losquitaba. Disponía de lo suyo. Pero su naturaleza era de carne mortal, ysus hijos pedazos de sus entrañas, y tenía que dolerle mucho allí cuandose las desgarraban fibra a fibra. Dios no pedía cuentas de estastribulaciones a sus criaturas.

Desde aquellos días se entenebrecieron más sus ideas sobre las gentes ylas cosas del mundo, y le parecieron lo más abominable de él las mujerescasadas de más alegre y más lujosa vida. ¿No habrían perdido treshijos..., dos, cuando menos; uno siquiera? Pues ¿dónde estaban lasseñales de su pesadumbre? No podían ser buenas madres las que olvidabana sus hijos muertos. Y con esto y con aquellas alucinaciones que nuncalogró echar por completo de su cabeza, acabó por cobrar aborrecimiento alas señoronas sin haber visto una sola en todos los días de su vida.

Mientras tanto, había muerto también el ex droguero; y con lo mucho queles dejó, lo que representaba la droguería y lo que en ella habíanganado los sobrinos del difunto, al perder el hijo noveno eran ricos,pero muy ricos.

—Y ¿para qué?—exclamaba el pobre don Santiago, devorándose laslágrimas y paseando maquinalmente alrededor de su cuarto, con las manosen los bolsillos del pantalón, y el gorro de panilla azul caído sobre elentrecejo.

—Sí..., ¿para qué?—repetía desde su silla con voz de sepulcro doñaRamona, que, si ya no se llamara la Esfinge, hubiera habido quellamárselo desde entonces, al verla tiesa, pálida, inmóvil y misteriosa,clavada en su asiento como escultura egipcia en su pedestal.

El marido y la mujer miraban ya con desaliento las prosperidades de latienda, que parecían una burla de su desgracia. ¡Tanto dinero para unhijo solo..., contando con que Dios no se le llevara también! ¡Y aquellacasa, tan triste y tan llena de cadáveres; con aquel olor a drogas, queya les parecía el tufo de la muerte, el olor de los cadáveres de sushijos insepultos! Al cabo tomaron aversión a la droguería y a la casa, yresolvieron abandonar ésta y hacer con aquélla lo que antes había hechoel viejo droguero: traspasarla a un buen dependiente, que no faltabatampoco entonces. El resto del pingüe capital estaba bien colocado enfincas y valores sanos. Quedaba un pico flotante, y ese leaprovecharía don Santiago para ciertos negocios sencillos que leentretuvieran sin atarearle; verbigracia, descuentos de pagarés conbuenas firmas, y algún préstamo sin usura ni abuso que se le pareciera.Porque a don Santiago se le harían las horas eternas con un hijo solo ysin negocios que le preocuparan. No sabía otra cosa.

Quedaba también un bolsón bien repleto y que nunca se desocupaba, aunquese hacía mucho uso de él, a disposición exclusiva de la Esfinge, parasus obras de caridad, que eran muchas y muy ignoradas; pero yo sé que lamerecían especiales preferencias las madres sin amparo y los hambrientosde levita, que son los dos aspectos más horribles de la miseria de lasciudades; y también me consta que ninguna dádiva estimaba en tanto laseñora de don Santiago como la de un par de medias de las que ellahacía.

¡Cómo las ponderaba y se las encarecía al pobre a quien se lasregalaba!, ¡ella, que sacaba del bolsón la mano llena y cerrada, paraignorar lo que valía la limosna! Porque en el bolsón andaba revuelta laplata con el oro.

Se hizo el traspaso de la droguería, y en seguida la mudanza de lostrastos de la habitación a otra de la calle Imperial (15, segundo,derecha). Allí comenzó don Santiago Núñez a funcionar, porentretenimiento, en sus proyectadas especulaciones; y allí, en su propiodespacho instaló la Esfinge su pedestal, para hacer media sin parar lasmanos, acompañar a su marido y distraerse un poco más, observando dereojo lo que en la estancia acontecía.

Así fue corriendo el tiempo, y, con él, calmándose la pesadumbre delmarido y haciéndose la mujer a la carga de las suyas. Ya no había quecontar con el undécimo retoño, y el décimo iba creciendo y esponjándoseque daba gusto, y era bueno y listo y hermoso como si Dios se hubieracomplacido en reunir en este solo hijo cuantas prendas simpáticas cabíandispersas en los anteriores. Este pensamiento, con el arraigo quetomaban todos en la mente de doña Ramona, fue un gran confortante parasu espíritu.

Pero, en cambio, en la escuela del nuevo tráfico de su marido; con loque allí observó; con lo que fue aprendiendo, con este indicio y aquelladeclaración terminante, sobre la índole de ciertos apuros y las causasproductoras de ciertas necesidades en determinadas personas yjerarquías, ¡cómo le engordaron en el meollo las nunca desvanecidasideas que tenía de las gentes de Madrid! Ya no podía negársele que habíamujeres que derrochaban tesoros para vivir entre lujos ydeshonestidades; «mujeronas empingorotadas» que escandalizaban al mundoy se burlaban de la ley de Dios; mujerzuelas de más abajo que arruinabana sus maridos por el vicio de ser tan escandalosas y desarregladas comolas de más arriba; hombres que perdían a una carta en un instante lahacienda de todos sus hijos..., ¡y casi siempre la bambolla y lalujuria, de más cerca o de más lejos, danzando en los enjuagues deldinero y en las angustias del plazo! Y esto en su casa, donde el interésno era rosca que asfixiaba al deudor; donde había prórrogas para losapuros, y eran los préstamos favores de amigo más que negocios deprestamista inexorable. ¡Qué no sucedería, qué llagas no se verían aldescubierto en los antros de la usura, a donde se acude en los grandesahogos, y se pactan, a trueque de salir de ellos, los mayores saqueos ypillajes? Y aquel hijo que ella tenía llegaría a ser un hombre, y asaber que era rico, muy rico, y tal vez a envanecerse, y de seguro arozarse con la peste tramposa y desvergonzada que todo lo corrompía; y,sin embargo, no quería ella hacer de su hijo un ignorante droguero,porque valía para mucho más y debía serlo. ¡Qué pulso, qué tino, quévigilancia había que tener con él para que el diablo no le conquistara!

Y como si viera al diablo en cada prójimo, había hecho un verdaderoexorcismo de su cara.

Tenían serias y largas discusiones don Santiago y su mujer sobre elpunto referente a la educación de su hijo.

¿Por dónde comenzarían parano equivocarse? Y después,

¿le harían abogado, médico, ingeniero,cura, ministro, general, emperador..., pontífice?... Porque los alientosde los padres alcanzaban a todo eso, o poco menos, y los merecimientosque suponían en el hijo, a mucho más.

Por de pronto, le matricularon en San Isidro; y después, curso trascurso y con regular aplicación y bastante aprovechamiento, llegó elestudiante a las vísperas del bachillerato al cumplir los catorce añosde edad. Tenía entonces su padre cincuenta y cinco, y su madre...,¿quién era capaz de saberlo, ni para qué cansarse en averiguarlo?

LaEsfinge lo parecía ya de verdad; y cuando se llega a ese estado depetrificación y de dureza, se vive una eternidad, y no se cuenta poraños, sino por siglos, como para los monumentos de los Faraones.

Hacia aquellas fechas (no las de los Faraones) fue cuando don SantiagoNúñez escribió a la marquesa de Montálvez la carta cuya substanciaconocemos.

Hablando del suceso largamente, llegó a decir la Esfinge:

—Otra nueva trapisonda tenemos. Basta con oler la carta paraconvencerse de ello. Todas esas mujeronas huelen a lo mismo.

Y don Santiago se reía como unas castañuelas, porque era así. Estabaembutido en su sillón, con la pierna derecha entrapajada por la rodillay descansando sobre una banqueta.

Buena ocasión era esta para describir el físico del droguero, y en esedeber estaba yo, y a cumplir con él iba ahora mismo; pero me obligan arenunciar a esa tarea las mismas condiciones del sujeto: no hay pordónde tomarle para

que

resulte

pintoresco,

porque

era

la

mismainsignificancia el bueno de don Santiago Núñez.

Estando en aquellos comentarios ya largo rato hacía el matrimonio,hízose anunciar la marquesa; y poco después entró, llenando el despachode fragancia, de crujidos de seda cara, y de esa luz especial queirradian, en las moradas tristes y descoloridas, las mujeres hermosas yelegantes.

La Esfinge no se movió de su pedestal ni dejó de hacer calceta; y sólodio señales de vida para responder a la ceremoniosa cortesía de lamarquesa con un gesto no difícil de traducir en palabras para los queestaban avezados a leer en aquel arranciado pergamino. El gesto queríadecir:

—¡Pufff!... ¡Qué Peste!

V

* * * * * * * * * * *

Y como don Santiago no podía levantarse de su asiento sin gran trabajo,no hubo allí quien presentara una silla a la marquesa, la cual se sentó,muy campechana (porque afortunadamente era mujer de gran correa paraesos lances), en la que, entre excusas y hasta cabriolas, le ofreció elaturdido reumático desde su potro de tortura.

—¡Oh, señora marquesa!—decía don Santiago, tambaleándose entre elescritorio y el sillón—: si yo hubiera sabido..., si pudiera presumirque esta casa había de ser honrada por usted y no por otra persona de suconfianza, yo me habría prevenido, habría esperado, y en la sala, comoes de...

—Gracias, gracias, señor de Núñez—respondía atajándole la gran dama,entre sonrisas picarescas—; no tiene usted por qué lamentarse: loconozco todo; me pongo en todos los casos.

—La rodilla, señora, esta pícara rodilla que no me permite levantarmede pronto, ni andar sin muchísimas dificultades—añadía don Santiago,que todo le parecía débil para excusa de su falta—, y hasta la pocasalud de mi esposa (y señalaba hacia ella), que también la impide...

—Nadie ha incurrido aquí en falta más que yo—repuso la marquesa,mirando tan pronto muy risueña hacia el reumático, como con asombrohacia su mujer, que no chistaba—; yo, que he venido a molestar austedes sin tener esos inconvenientes en cuenta...

—¡Molestarnos usted, señora marquesa! ¿Cuándo más honrados ni más...?

—Me parece—apuntó aquí la Esfinge con su voz de fantasma—que sintanto cumplimiento nos entenderíamos mejor y mucho antes.

La marquesa cayó en un nuevo asombro al oír la voz de aquella estatua; ysi hubiera sabido con qué mote se la conocía, quizás habría tomado lacosa más en serio, creyéndose transportada a los tiempos fabulosos.

—Tiene razón esta señora—atreviose a decir la dama, sin apartar susojos de ella—. Dejémonos de cumplidos y hablemos del asunto que me traeaquí.

—Estoy a las órdenes de la señora marquesa—dijo don Santiago Núñezhaciendo una cortesía.

Pero la marquesa no empezaba a hablar, ni concluía de mirar a laEsfinge. Era indudable que la presencia de ésta la contrariaba tantocomo la sorprendía.

Conociolo bien pronto doña Ramona, y enderezó a la otra estas palabras,acompañadas de dos saetazos por encima de sus anteojos:

—Yo no estorbo aquí, señora; téngalo usted entendido.

Entre mi marido yyo, como no hay pecados, tampoco hay secretos. Somos un alma en doscuerpos, por la gracia de Dios.

—Mil enhorabuenas—respondió la marquesa entre burlona y picada—poresa felicidad; pero crea usted que no era la cosa para tanto. Verá ustedcómo, aunque pecadora, me atrevo a confesar aquí el motivo de mi visita,y sin escándalo de nadie.

Don Santiago estaba en ascuas con las crudezas de su mujer, y no sabíacómo disculparlas sin provocar otras más incisivas. Al mismo tiempo, lamarquesa, desde que conocía a la Esfinge, ardía en curiosidad de saberde dónde procedían las intimidades de Guzmán con aquella singularfamilia; pues estaba segura de que a su amigo le sobraba siempre eldinero, y no podían ser necesidades de esta clase los motivos delconocimiento. Hizo en el acto, y como introducción a su particularnegocio, la pregunta a don Santiago, y le respondió éste, alegrándose enel alma de que se distrajera por allí el otro tiroteo:

—¡Ah!, el Condesito, como yo le llamo..., porque aunque el conde essu tío, mucho más merece serlo él, hasta por la estampa: ¡guapo mozo!Pues la estimación con que nos honra el señor de Guzmán viene de lejos:nada menos que de su padre con mi principal y tío de mi señora, al cualhizo muchos y muy grandes favores en los tiempos en que comenzaba avivir por su propia cuenta. Un hermano de nuestro tío había sido muchosaños empleado en la casa de los señores de Guzmán..., y de aquí nació lootro. No era ingrato el favorecido; sabía, además, hacer buen uso de losfavores; y con todo ello, la estima del favorecedor llegó hasta unabuena amistad, como entre iguales: vea usted, señora marquesa, ¡comoentre iguales! Y esta buena amistad del padre la continuó el hijo, donJosé Celestino Guzmán, el actual Condesito. Como se quedó huérfanosiendo un muchacho, y llegó a ser mozo independiente y libre con uncaudalazo atroz, se aconsejaba muy a menudo de mi principal para lacolocación de sobrantes y otros asuntos por este orden. Andaba yo muycerca de ellos en esos casos; y como los dos me estimaban en más de loque yo valía, obligábanme de vez en cuando a meter mi cuchara en laconversación. Tuve la suerte de acertar casi siempre; y ya lo mismo ledaba a don Pepito Guzmán encontrarse en la droguería con el principalque con el dependiente, cuando de higos a brevas iba por allá con losmotivos de costumbre.

Retirose nuestro tío, y se murió bien pronto, ycontinué yo mereciendo todas las atenciones y hasta la amistad que élhabía merecido del señor de Guzmán. Muy de tarde en tarde nos vemos,porque son muy distintos los mundos por donde andamos, y él es ya hombreque no necesita para nada los consejos de nadie, y aun puede dárselossobre todas las cosas a medio Madrid; pero nos honra con una buenaamistad, que nosotros le pagamos como se debe.

Anteayer me pasó unaesquelita diciéndome que usted quizá me necesitaría para tratar de unasunto de intereses conmigo, y que procurara servirla lo mejor quepudiera y como si se tratara de él mismo. ¡Figúrese usted, señoramarquesa, si aunque no sea más que por este solo motivo y sin contar loque usted por sí propia se merece, estaré yo dispuesto a servirla encuanto esté al alcance de mis posibles!

—¡Gracias mil, señor de Núñez—respondió en seguida la señorona,visiblemente complacida con el candoroso ofrecimiento de aquel pobrehombre, y acaso, acaso, y quizá más, con la espontánea recomendación desu amigo—. Y

ahora, sin nuevas digresiones que nos distraigan y leroben a usted el tiempo y a su excelente señora la paciencia, allá va lahi