La Montálvez by José María de Pereda - HTML preview

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VII

Desde aquí comienza un período que fue el más escabroso, si no el máslargo, de los varios que tuvo la vida mundana de la marquesa deMontálvez. Según ella misma lo declara, tan escabroso fue, que él solola daría para un libro entero, si se propusiera referir tan enormecatálogo de cosas. Pero da por sentado que el público madrileño conocelas más salientes de ellas y presume las restantes; y a esto se atienepara considerar ocioso un trabajo más desleído, porque valor yresolución la sobran para echar a la calle todas esas barreduras de suconciencia.

Yo podría suplir las omisiones, porque me es bien conocida la materia;pero esta conducta no sería galante ni acertada, por contravenir a aquelprudente acuerdo y caer en el peligro, que también teme la marquesa, deque resulte plato de estímulos insanos lo que debe resultar muy otracosa. Aténgome, pues, al texto de los Apuntes, confirmación exactísimade los rumores de la fama, y aun eso sólo he de darlo en extracto parallegar cuanto antes a la narración de otros sucesos harto más dignos dela atención de los lectores.

Se cansó muy pronto de las fiestas caras y ruidosas que daba en su casa.En su temple de jamona fresca, con su aprovechada experiencia, su buengusto y claro ingenio, necesitaba algo de más jugo, de más substanciaque aquella insípida y continua exposición de mujeres frívolas y dehombres mentecatos, cargados de perifollos; fiestas en las que, tras decostarla un sentido, todos se divertían menos ella. En fin, que echó lagente a la calle y dio por terminadas las reuniones de fausto en sussalones.

Para llevar a cabo sus nuevos planes, eligió lo que había deaprovechable entre lo arrojado de su casa y lo que conocía de lo defuera; después autorizó a los escogidos para que escogieran a su vez,sin pararse en pelillos de linaje: podían espigar en varios campos, entodos los que se dieran ingenios bien educados, desde la presidencia delConsejo de ministros, hasta el humilde rincón de la obscura gacetilla.Que no se reparara en edades ni en estampas: viejos y mozos, altos ybajos; todo servía, con tal de no carecer de ingenio ni de desparpajo; tupé, que dicen otros. Para todos habría que hacer allí.

De mujeres (éstas eran de elección suya exclusivamente), pocas y malas;quiero decir, de buen pico y mejores tragaderas.

Y así se fue haciendo.

Cuando le anunciaban un presentado, preguntaba ella al presentante:

—¿Vale?

Respondíanla que sí.

—Pues que venga.

Y valer, en aquellas ocasiones, significaba ser cualquier cosa, menoshombre indigestamente grave, corto de genio, feo sin gracia, ignorantesin osadía, galán ruboroso..., y así por el estilo; porque allí, hastael saber macizo y serio había de derramarse en dosis muy concentradas ycon mucha sal y pimienta: todo menos la pesadez y la petulancia.

Y valiendo, todo era lícito con tal de estar bien hecho; la groseríaen las formas estaba igualmente proscrita. En el pensamiento, no tanto.

Dicen los que lo conocieron, que aquello tuvo que oír... y que ver; ylo llamo aquello, porque no sé qué nombre darlo.

La marquesa, porllamarlo de algún modo, lo llamaba tés íntimos; pero es lo cierto queaunque todas las noches del invierno, ya muy cerca de la madrugada,había ese en su casa, aquello no tenía horas fijas ni aspectosdeterminados, y chisporroteaba de mil modos: entre pocos, entre muchos,en tertulia plena, con media docena de ellos convidados a comer, o conotros tantos al humor de la chimenea a cualquier hora de la tarde. Másque té, era al modo de sierpe de muchas cabezas que alcanzaba con lapunta de la cola a muchas cosas y a muchas partes..., hasta las casas deLeticia y de Sagrario. Porque estas dos criaturas de tan buen estómago,en cuanto lo cataron en la de la marquesa pidieron el turnocorrespondiente; y no era cosa de que las desairaran aquellos hombrestan corteses y campechanos de suyo.

Como en estas reuniones de imponderable confianza se vivía en perpetuocomercio de malas intenciones, de malicias y de travesuras de lenguaje,el natural ingenio de la marquesa adquirió gran desarrollo, y su bienacreditado humorismo se empapó en nuevos y más picantes jugos.

Llegó atener frases felices y a pintarse sola para crucificar en unasemblanza a un prójimo desventurado, o para hacer en otro marcaindeleble con un dicho que repetía después todo Madrid. De aquellafábrica salieron tantos y tantos que aún

continúan

siendo

famosos

entrelas

gentes

encogolladas,

vagabundos

de

levita

y

estudiantesdesaplicados.

Por entonces comenzó a llamársela la Montálvez, llaneza que acreditabasu bien adquirida popularidad, como en otro tiempo la había acreditado,entre la juventud de rechupete, otra llaneza, algo más fina y culta: Nica Montálvez. Lo cierto es que Madrid se llenó de cosas de laMontálvez, y que hasta las que rodaban por tertulias y cafés sin madreconocida, se le atribuían a ella. Privilegio de las popularidades bienfundadas.

Su casa, por las gentes que la frecuentaban, llegó a ser registro exactode los secretos pecaminosos, hazañas y picardías de todo Madrid: allíse conocía la clave de los misterios, chicos y grandes, de la políticafullera, y el hilo de muchas marañas inexplicables de la Haciendapública; había palancas para remover obstáculos que las gentes legas conceptuaban irremovibles, y el don de muchos prodigios de fortuna entodas las carreras del Estado, que dejan atónito y confuso al vulgosencillote.

Los maldicientes que se creían mejor informados, referían de las tresGracias verdaderas enormidades en los corrillos del público voraz. Lastres Gracias, y por añadidura en conserva, eran las tres viudasverdes: en una palabra, la Montálvez y sus dos amigas Leticia ySagrario.

De cada una de ellas se contaban anécdotas que ardían;caprichos libidinosos que traían su filiación de la Roma corrompida delos Césares.

No niega fundamento la Montálvez a estos rumores, pero se sacudeviolentamente de ciertos hechos; y quiere que conste que todos loscomprobables de aquel calibre pertenecen a Leticia y a Sagrario. Lamisma salvedad hace con respecto a los dichos. De éstos, unos eranreferentes a personas y otros a cosas; unos, al modo de dictámenes;otros, al de motes y semblanzas; los había cruelmente ingeniosos, y loshabía también indecentes. Se atribuye gran parte de los primeros; perorechaza hasta con asco la propiedad de los segundos.

Y la creo, no solamente por el valor con que se acusa de otras cosasbien graves, sino porque había en su naturaleza un componente pudorosoque la impedía ser grosera: y hasta como pecadora, lo fue sin el aguijóndel apetito; y por eso quiere que se la tache por lujo de pecar, perono por lujosa en el pecado. Lo primero no edifica, seguramente; perotampoco degrada ni corrompe tanto como lo segundo.

Por ese lado se explica también que, entre las tres cómplices de estasfechorías, fuera ella la que se cansó primero, o, mejor dicho, la únicaque se cansó; porque las otras dos no se cansaron pizca: al contrario,deshecha la mancomunidad que sostenía a las tres en cierto orden deequilibrio, cayeron Sagrario y Leticia, por su propio peso, despeñadashasta lo más hondo, aunque cada cual a su manera: Sagrario fue siemprela mujer de los caprichos estrepitosos; Leticia el modelo de lascaprichosas solapadas y de las amigas temibles. Se la atribuían hastaperfidias de tan mala casta, que rayaban en crueldades. Serían o noserían ciertas: la marquesa cree que sí, porque tuvo grandes yespeciales motivos para no dudarlo.

Como tampoco duda, antes confirma terminantemente, lo que ya sabíamospor Manolo Casa-Vieja: que era muy avara; pero, según la marquesa, avarade la peor especie: tenía el vicio del trapicheo, y media docena de comadres negociando de su cuenta, por las casas de vecindad, susvestidos de desecho y hasta los trastos de la cocina. En este bajocomercio era tramposa y desleal; y se desvivía y aguzaba el ingenio porel gusto de robar media peseta a una chula en un dije de similor.Creíase que eran muy mal adquiridas muchas cosas de mérito que seadmiraban en su casa, particularmente obras de arte; y maravillaba ellujo de raterías que se daba por empleado para apoderarse de ellas.

¡Yesta mujer tenía un caudal enorme y era espléndida en sus gastos! Haymuchas almas de alquimia que tienen roñas así.

Volviendo a la marquesa, digo que ese azaroso tramo de su vida pecadoraduró seis años.

Guzmán, que era por entonces un señor bastante gordo y entrecano, perosiempre de gran ver, iba poco, muy poco, por la casa de su amiga; ycuando iba, era para reprenderla.

—Te empeñas en que te oiga—la dijo más de una vez—, y al fin te oirá.Y aunque no llegue a oírte, por el rastro que va dejando aquí la vidaque haces, tendrá que conocerla.

—Es el último estruendo de ella—respondía la pecadora sonriendo—. Nolo dudes: estoy preparándome para ser juiciosa.

De tarde en cuando desaparecía por una temporadita para visitar a Luz.Dos veces la trajo a Madrid durante aquellos seis años, pero por muypocos días; y entonces fue su casa un modelo de sosiego y de buen orden.Se la presentaba a sus amigas menos temibles, y la llevaba consigo aalgunos sitios de recreo.

Entre la primera y la segunda venida a España dio Luz un estirón quesorprendió mucho a su madre. La encontró hecha una mozuela que sesalía de sus angostos hábitos de colegiala. Se lo hicieron notartambién sus amigas de Madrid; y la dijeron que era un pecado mortal novestirla ya

«de señorita» y no sacarla del encierro donde no parecíabien.

La marquesa comprendía demasiado que sus amigos tenían razón; pero ellalas tenía también muy respetables para echar por otros caminosdiferentes; y por eso llevó a Luz a Francia otra vez, donde nunca habíaestado como verdadera colegiala.

Desde este viaje es cuando apareció la Montálvez notablementetransformada.

Con disculpas bien buscadas, fue disolviendo sus tés íntimos y sustertulias verdes, y escatimando su asistencia a las de sus amigas. Nopor ello se hizo huraña ni melancólica; pero si muy escogida en laspersonas para el trato continuo, y muy sobria en los recreos de puertasafuera.

Rebasaba ya bastante de los cuarenta años: había dado de repente el bajón de que no se libra bicho viviente, por mucho que se emperejile yse defienda; y a este fracaso se atribuyó la retirada, creyendo que laMontálvez se apresuraba a dejar el mundo antes que el mundo la dejara aella.

No era cierta la suposición ni bien fundado el motivo. A la marquesa lequedaba todavía un otoño muy agradable que explotar, si hubiera queridoapurar las cosechas hasta la vendimia inclusive. Contaba aún con muchos,con muchísimos golosos; porque más varios que las estaciones de la vidason los gustos de los hombres viciosos y desarreglados. Dijéranlo, sino, sus compañeras de glorias y fatigas mundanas, Sagrario y Leticia:más invernizas y deshojadas que ella iban poniéndose, miradas a buenaluz, y aún triunfaban y lucían y se consideraban a lo mejor del camino,soñando, porque volvían la espalda al invierno que las espantaba, quecorrían hacia la primavera.

No se fundaba, pues, la resolución de la Montálvez en aquel fracaso desu belleza, aun que coincidió con él.

Ya se sabe que no estaba formada del peor de los barros posibles; que noentraba el vicio como verdadera necesidad en su naturaleza, y que,aunque la divertía ser viciosa, no la llenaba. Desde que nació suhija, luchaban en ella dos pasiones que se aborrecían como el perro yel gato, una buena y otra mala: la de madre escrupulosa y amante, y lade mujer de mundo, alegre y despreocupada. Mientras la hija estuvo enedad de vivir escondida, la madre pudo entregarse de lleno a susplaceres mundanos; pero llegada la hora de traer a Luz a su lado, teníaque decidirse por el gato o por el perro; y esa hora llegó, y la madreescrupulosa triunfó sin lucha de la mujer liviana. Cierto que Luz estuvoen el escondrijo dos años más de lo justo; cierto que el momento dedecidirse la madre ocurrió en aquella crisis de su edad y después de unhartazgo de desórdenes que bien pudiera tomarse por el hartazgo deMarta; cierto es igualmente que en estas coincidencias hay basesobrada, tomando las cosas en su primer aspecto, para la suposición delas gentes; pero es la pura verdad también lo que yo afirmo con eltestimonio de la marquesa misma, y a esta opinión hay que atenerse.

Puede haber quien pregunte: «Y si el momento de decidirse hubieraocurrido cuando tenía la marquesa seis años menos, ¿por cuál de las dospasiones se habría decidido?»

Paréceme la pregunta un exceso de curiosidad y un lujo de mala fe; peroconste que yo me inclino a lo más favorable para aquella dama, cuyodesmedido amor a su hija daba para ello y otro tanto más.

Volviendo a lo que importa y dejándonos de escarbar tan adentro, porque,si a eso fuéramos, sabe Dios qué cosas se hallarían en el alma de muchosque creen tenerla como los ampos de la nieve, digo que la transformaciónde la marquesa después de llevar a Francia por última vez a su hija fuetan de veras, que no se contentó con deshacer sus tertulias y despejarla casa de gentes nocivas a la buena moral, sino que, en cuanto la pusoen orden, se consagró a orearla y a limpiarla de todo rastro deimpurezas. Hasta de sus propios resabios trataba de sacudirse, se lefiguraba que de sus fechorías más recientes le quedaban algunos en elestilo, y temía que por aquellas espumas se descubrieran, las pasadastempestades. ¡Mujer más singular!

Estos preparativos duraron cerca de dos años, y aun con este paréntesisno se creía bastante alejada de sus últimas locuras para no temer que,cuando menos lo pensara, se le prendiera alguna en el vestido.

Durante este tiempo hizo una visita a Luz. ¡Cómo iba completándoseaquella criatura! ¡Con qué amor iba la naturaleza formando a la mujersobre la armadura de la niña!

A Guzmán le gustaba mucho ver a la marquesa tan afanada en aquel esmerode policía doméstica.

—¿Te parece bastante?—solía preguntarle ella.

—Todavía no—respondíala él.

Y en eso estaban.

Un día, después de hacerle ella la misma pregunta, se quedó Guzmánpensando mucho la respuesta.

—Voy sospechando—le dijo la marquesa—que nunca te ha de parecer estacasa bastante purificada.

—¿Por qué?

—Porque eres hombre de buen olfato; y mientras estés tú en ella,siempre has de hallar tufo de peste. Es el único que anda ya por aquí...en cuanto tú vienes.

Sonriose Guzmán y respondió, poniéndose el sombrero para marcharse:

—Puede que tengas razón... Vete, vete cuanto antes por ella.

Y muy pocos días después salió de Madrid la marquesa para traer deFrancia a su hija.