—A cenar, hija mía—le dijo al oído Quintanar—. ¡Y por Dios, Anita,que no se te ocurra negarte... sería un desaire!...
La Marquesa de Vegallana y su tertulia, más la del barón de la Barcaza yPepe Ronzal cenaron en el gabinete de lectura. Todo fue cosa de Trabuco.Convídesele, había dicho Mesía y la vanidad satisfecha le inspirarámaravillas. En efecto Ronzal, abusando de su cargo en la Juntadirectiva, acaparó lo mejor del restaurant, tomó por asalto el gabinetede lectura, quitó periódicos de la mesa y puso manteles, cerró con llavela puerta, hizo que entrara el servicio por una de escape que estabacerca del armario de libros, y allí pudo cenar la flor y nata de lanobleza vetustense con sus paniaguados y amigos de confianza. Obdulia seencargó desde el primer momento de premiar el celo y la actividad deTrabuco, que estaba loco de contento. Todas las damas le felicitaron porsu energía para cerrar aquello con llave y por el buen gusto de la mesa.Los ojos montaraces le echaban chispas, pero no se movían. Obdulia lesentó a su lado. ¡Feliz Ronzal aquella noche!
Ana se encontró sentada entre la Marquesa y don Álvaro. Enfrente donVíctor, un poco alegre, fingía enamorar a Visitación y recitaba versosde sus poetas adorados y repetía hasta parecer un martillo:
¿Qué
delito
cometí
para
odiarme,
ingrata
fiera?
quiera
Dios...
pero
no
quiera
que te quiero más que a mí.
—Por Dios y por las once mil... cállese usted, Quintanar—decía laMarquesa.
Pero el otro continuaba, siempre declamando para su Visitación: En
fin,
señora,
me
veo
sin
mí,
sin
Dios
y
sin
vos,
sin vos porque no os poseo...
Y Visitación le tapaba la boca con las manos.
—¡Escandaloso, escandaloso! gritaba.
Las de la Deuda Flotante sonreían y se miraban como diciéndose:—¡Buenasociedad la de la Marquesa!
El Marqués le decía en tanto al barón:
—¡Como estamos en confianza!...
—¡Oh, perfectamente, perfectamente!
Y buscaba el de la Barcaza una silla junto a una jamona aristócrata queestaba sola.
Paco tenía otra vez en Vetusta a su prima Edelmira y «le hacía el amorpor todo lo alto», aunque a su madre no le gustaba, porque era feoengañar a una prima.
Joaquín Orgaz había prometido cantar por lo flamenco a los postres.
La cena era breve pero buena, platos fuertes, buen Burdeos, buenachampaña; en fin, como decía el Marqués, primero mar y pimienta, despuésfantasía y alcohol.
Todos, las baronesas inclusive, se reían de los plebeyos que allá fueraseguían bailando y tenían que contentarse con los helados que seservían sobre las mesas de billar.
De vez en cuando daban golpes en la puerta por fuera.
—¿Quién está ahí?—gritaba Ronzal con su alabada energía.
—Mi abrigo... café con leche... tengo ahí dentro mi abrigo....
—Ja, ja, ja...—contestaban los de dentro.
—¡Está esto que arde!—le decía Joaquín Orgaz a una niña del barón, quesonreía y miraba al techo.
«Sí ardía aquello, pero sin faltar a las reglas del buen tonovetustense», decía el Marqués al Barón, que estaba ya como un tomate ycada vez más cerca de la jamona.
La Marquesa tenía sueño, pero así y todo le gustaba la broma.
—Así debiera ser siempre—le decía a Saturnino que estaba decidido aemborracharse para no desentonar.
—Este poblachón se va poniendo lo más soso. ¿Verdad, pollo?
—So... sí... si... mo...—Saturno bebió una copa de champaña actocontinuo. Lo de pollo le había halagado.
A la Marquesa se le ocurrió el disparate, tal vez sugerido por lasnieblas del sueño, de mirar muy fijamente a Bermúdez, y ponerle unosojos que ella sabía que in illo tempore mareaban a cualquiera.
—¿Por qué no se casa usted?—preguntó doña Rufina seria y melancólica,al parecer.
Bermúdez sostuvo la mirada de la ilustre dama y olvidó por un momentolos cincuenta años de la Marquesa. Suspiró... y en seguida se le subióla champaña a las narices, tosió, se puso casi negro, medio asfixiado yla Marquesa tuvo que darle palmadas en la espalda.
Cuando Saturnino volvió en sí, la de Vegallana tenía los ojos cerrados ysólo los abría de tarde en tarde para mirar a la Regenta y a Mesía.
¡El idilio senil con que soñó un instante Bermúdez se había deshecho...y eso que él ya se había acordado de Ninon de Lenclós para justificar alos ojos del mundo unas relaciones con doña Rufina!
En tanto don Álvaro le estaba refiriendo a Ana la misma historia queella había oído ya a Visita, aunque en forma muy distinta.
No había podido la Regenta resistir a la tentación de preguntarle si sehabía divertido mucho aquel verano....
Mesía vio el cielo abierto en aquella pregunta.
Supo hacerse el interesante, lo cual poco trabajo le costabatratándose de Ana, que cada día iba descubriendo en él, aun sin verle,más encantos diabólicos.
El ruido, las luces, la algazara, la comida excitante, el vino, elcafé... el ambiente, todo contribuía a embotar la voluntad, a despertarla pereza y los instintos de voluptuosidad.... Ana se creía próxima a unaasfixia moral.... Encontraba a su pesar una delicia intensa en todosaquellos vulgares placeres, en aquella seducción de una cena en unbaile, que para los demás era ya goce gastado.... Sentía ella más quetodos juntos los efectos de aquella atmósfera envenenada de lasciviaromántica y señoril, y ella era la que tenía allí que luchar contra latentación. Había en todos sus sentidos la irritabilidad y la delicadezade la piel nueva para el tacto. Todo le llegaba a las entrañas, todo eranuevo para ella. En el bouquet del vino, en el sabor del queso Gruyer,y en las chispas de la champaña, en el reflejo de unos ojos, hasta en elcontraste del pelo negro de Ronzal y su frente pálida y morena... entodo encontraba Anita aquella noche belleza, misterioso atractivo, unvalor íntimo, una expresión amorosa....
—¡Qué colorada está Anita!—le decía Paco a Visitación por lo bajo.
—Claro, de un lado la pone así la proximidad de Álvaro.
—¿Y del otro?—Del otro la ponen así... las majaderías de su esposoque me está dando jaqueca.
En efecto, estaba inaguantable don Víctor con sus versos, por buenos quefueran.
Álvaro, en cuanto vio a la Regenta en el salón, sintió lo que él llamabala corazonada. Aquella cara, aquella palidez repentina le dieron aentender que la noche era suya, que había llegado el momento dearriesgar algo.
Nunca había desistido de conquistar aquella plaza.
¡No faltaba más! Pero comprendiendo que mientras reinase en el corazónde Ana lo que él llamaba el misticismo erótico (era tan grosero comotodo esto al pensar) no podría adelantar un paso, se había retirado,había levantado el campo hasta mejor ocasión. Además, esperaba que laausencia, la indiferencia fingida y la historia de sus amores con la ministra le prepararían el terreno.
«Por supuesto, concluía, siempre y cuando que la fortaleza no se hayarendido al caudillo de la iglesia. Si el Magistral es aquí el amo...entonces no tengo que esperar nada... y además, ya no vale tanto lavictoria».
«Sin buscar él la ocasión, se la ofrecía aquella noche: le habían puestoa la Regenta a su lado...
la corazonada le decía que adelante... puesadelante. Lo primero que quería averiguar era lo del otro, si elMagistral mandaba allí».
En su narración tuvo que alterar la verdad histórica, porque a laRegenta no se le podía hablar francamente de amores con una mujer casada(«tan atrasada estaba aquella señora»), pero vino a dar a entender, comopudo, que él había despreciado la pasión de una mujer codiciada pormuchos... porque... porque... para el hijo de su madre los amoríos ya noeran ni siquiera un pasatiempo, desde que el amor le había caído encimadel alma como un castigo.
El rostro de la dama al decir Mesía aquello y otras cosas por el estilo,todas de novela perfumada, le dejó ver al gallo vetustense que elMagistral no era dueño del corazón de Anita.
Pero como en la anatomíahumana nos encontramos con muchos más órganos que el corazón, Mesía nose dio por satisfecho porque pensó: «Suponiendo que Ana esté enamoradade mí, necesito todavía saber si la carne flaca no me ha buscado unsucedáneo».
No, don Álvaro no se hacía ilusiones. A esta modestia material y groserale obligaba su filosofía, que cada vez le parecía más firme.
Ana sintió que un pie de don Álvaro rozaba el suyo y a veces loapretaba. No recordaba en qué momento había empezado aquel contacto; mascuando puso en él la atención sintió un miedo parecido al del ataquenervioso más violento, pero mezclado con un placer material tan intenso,que no lo recordaba igual en su vida. El miedo, el terror era como el deaquella noche en que vio a Mesía pasar por la calle de la Traslacerca,junto a la verja del parque; pero el placer era nuevo, nuevo en absolutoy tan fuerte, que le ataba como con cadenas de hierro a lo que ella yaestaba juzgando crimen, caída, perdición.
Don Álvaro habló de amor disimuladamente, con una melancolía bonachona,familiar, con una pasión dulce, suave, insinuante.... Recordó milincidentes sin importancia ostensible que Ana recordaba también. Ella nohablaba pero oía. Los pies también seguían su diálogo; diálogo poéticosin duda, a pesar de la piel de becerro, porque la intensidad de lasensación engrandecía la humildad prosaica del contacto.
Cuando Ana tuvo fuerza para separar todo su cuerpo de aquel placer delroce ligero con don Álvaro, otro peligro mayor se presentó en seguida:se oía a lo lejos la música del salón.
—¡A bailar, a bailar!—gritaron Paco, Edelmira, Obdulia y Ronzal.
Para Trabuco era el paraíso aquel baile que él llamó clandestino, allí,entre los mejores, lejos del vulgo de la clase media....
Se entreabrió la puerta para oír mejor la música, se separó la mesahacia un rincón, y apretándose unas a otras las parejas, sin podermoverse del sitio que tomaban, se empezó aquel baile improvisado.
Don Víctor gritó:—Ana ¡a bailar! Álvaro, cójala usted....
No, quería abdicar su dictadura el buen Quintanar; don Álvaro ofreció elbrazo a la Regenta que buscó valor para negarse y no lo encontró.
Ana había olvidado casi la polka; Mesía la llevaba como en el aire, comoen un rapto; sintió que aquel cuerpo macizo, ardiente, de curvas dulces,temblaba en sus brazos.
Ana callaba, no veía, no oía, no hacía más que sentir un placer queparecía fuego; aquel gozo intenso, irresistible, la espantaba; se dejaballevar como cuerpo muerto, como en una catástrofe; se le figuraba quedentro de ella se había roto algo, la virtud, la fe, la vergüenza;estaba perdida, pensaba vagamente....
El presidente del Casino en tanto, acariciando con el deseo aquel tesorode belleza material que tenía en los brazos, pensaba.... «¡Es mía! ¡eseMagistral debe de ser un cobarde! Es mía.... Este es el primer abrazo deque ha gozado esta pobre mujer». ¡Ay sí, era un abrazo disimulado,hipócrita, diplomático, pero un abrazo para Anita!
—¡Qué sosos van Álvaro y Ana!—decía Obdulia a Ronzal, su pareja.
En aquel instante Mesía notó que la cabeza de Ana caía sobre la limpia ytersa pechera que envidiaba Trabuco. Se detuvo el buen mozo, miró a laRegenta inclinando el rostro y vio que estaba desmayada. Tenía doslágrimas en las mejillas pálidas, otras dos habían caído sobre la telaalmidonada de la pechera. Alarma general. Se suspende el baileclandestino, don Víctor se aturde, ruega a su esposa que vuelva en sí...se busca agua, esencias... llega Somoza, pulsa a la dama, pide... uncoche. Y se acuerda que Visita y Quintanar lleven a aquella señora a sucasa, bien tapada, en la berlina de la Marquesa. Y así fue. En cuantoAna volvió en sí, pidiendo mil perdones por haber turbado la fiesta, donVíctor, de muy mal humor, ya sin miedo, la llenó el cuerpo de pieles, laembozó, se despidió de la amable compañía y con la del Banco se llevó ala Regenta a la cama.
«¡El humo! ¡el calor, la falta de costumbre, la polka después de cenar,las luces!... Cualquier cosa, en fin, aquello no valía nada. Podíacontinuar la fiesta». Y continuó. Los del salón se habían enterado: «Ala Regenta le había dado el ataque». «La habían hecho bailar a lafuerza». Pero pronto se olvidó el incidente, para comentar la conductade aquellas señoras y caballeros que se encerraban en el gabinete delectura a cenar y bailar como si el Casino no fuese de todos....
A las seis de la madrugada, al despedirse Paco de Mesía con un apretónde manos, a la puerta del Casino, el Marquesito exclamó:
—¡Bravo! ¡Al fin! ¿Eh?
Mesía tardó en contestar; se abrochó su gabán entallado de color deceniza, hasta el cuello; se apretó a la garganta un pañuelo de sedablanco, y al cabo dijo:
—Ps.... Veremos. Llegó a su casa, la fonda; llamó al sereno que tardó envenir; pero en vez de reñirle como solía, le dio dos palmadas en elhombro y una propina en plata.
—¡Qué contento viene el señorito!... ¿Del baile, eh?
—Señor Roque, del baile.... Y al acostarse, al dejar en una percha unaprenda de abrigo interior, de franela, murmuró a media voz don Álvaro,como hablando con el lecho, a cuyo embozo echaba mano:
—¡Lástima que la campaña me coja un poco viejo!...
—XXV—
Al día siguiente Glocester delante del Magistral, sin compasión, referíaen la catedral todo lo que había sucedido en el baile. «La aristocraciase había encerrado en un gabinete, en el gabinete de lectura, para cenary bailar, y doña Ana Ozores, la mismísima Regenta que viste y calza, sehabía desmayado en brazos del señor don Álvaro Mesía».
El Magistral, que no había dormido aquella noche, que esperaba noticiasde Ana con fiebre de impaciencia, dio media vuelta como un recluta; erala primera vez que el puñal de Glocester, aquella lengua, le llegaba alcorazón. Pálido, temblorosa la barba hasta que la sujetó mordiendo ellabio inferior, don Fermín miró a su enemigo con asombro y con unaexpresión de dolor que llenó de alegría el alma torcida del Arcediano.Aquella mirada quería decir «venciste, ahora sí, ahora me ha llegado alas entrañas el veneno». De Pas estaba pensando que los miserables, porviles, débiles y necios que parezcan, tienen en su maldad una grandezaformidable. «¡Aquel sapo, aquel pedazo de sotana podrida, sabía daraquellas puñaladas!». Después don Fermín se acordó de su madre; su madreno le había hecho nunca traición, su madre era suya, era la misma carne;Ana, la otra, una desconocida, un cuerpo extraño que se le habíaatravesado en el corazón....
Sin disimular apenas, disimulando muy mal su dolor que era el más hondo,el más frío y sin consuelo que recordaba en su vida, salió De Pas de lasacristía, y anduvo por las naves de la catedral vacilante, sin saberencontrar la puerta. Ignoraba a dónde quería ir, le faltaba en absolutola voluntad... y al notar que algunos fieles le observaban, se dejó caerde rodillas delante del altar de una capilla. Allí estuvo meditando loque haría. ¿Ir a casa de la Regenta? Absurdo.
Sobre todo tan temprano.Pero su soledad le horrorizaba... tenía miedo del aire libre, quería unrefugio, todo era enemigo. «Su madre, su madre del alma». Salió deltemplo, corrió, entró en su casa. Doña Paula barría el comedor; unpañuelo de percal negro le ceñía la cabeza sobre la plata del peloespeso y duro, como un turbante.
—¿Vienes del coro?—Sí, señora. Doña Paula siguió barriendo.
Don Fermín daba vueltas alrededor de la mesa, alrededor de su madre.«Allí estaba el consuelo único posible, allí el regazo en que llorar...allí la única compasión verdadera, allí el único contagio posible de lapena; aquel veneno que a él le mataba sólo sería veneno, saliendo de élpara su madre. El deseo de partir el dolor le apretaba la garganta conangustias de muerte.... Y no podía, no podía hablar.... Era una crueldadde su madre no adivinar los tormentos del hijo. Doña Paula le mirabacomo los demás, como la gente con que había tropezado en la calle, sinconocer que moría desesperado. ¡Y no podía él hablar!».
—¿Qué tienes, hombre? ¿qué haces aquí? te estoy llenando de polvo laropa nueva....
Don Fermín salió del comedor. Entró en el despacho. Teresina hacía lacama del señorito. No le oyó entrar porque cantaba y la hoja del jergónsacudida le llenaba de estrépito los oídos. El señorito como huyendo,salió del despacho también. Salió de casa. Llegó a la de doña PetronilaRianzares. «La señora estaba en misa». Esperó paseando por la sala, conlas manos a la espalda unas veces, otras cruzadas sobre el vientre. Elgato pulcro y rollizo entró y saludó a su amigo con un conato dequejido. Y se le enredó en los pies, haciendo eses con el cuerpo.«Parecía que el gato sabía ya algo de aquella traición». El sofá dondesolía sentarse Ana llamó al Magistral con la voz de los recuerdos. En unextremo del asiento había un muelle algo flojo, la tela estaba arrugada;allí se sentaba ella. De Pas se sentó en la butaca al lado de aquellatela floja. Cerró los ojos, y una pereza de vivir que parecía sueño osopor le embargó el ánimo. Quería detener el tiempo. Ya deseaba quetardase en volver doña Petronila: le asustaba la actividad, tenía miedode cualquier resolución; todo sería peor. La muerte ya estaba en elalma. Los recuerdos lejanos bullían en el cerebro, como preparándose abailar la danza macabra del delirio de la agonía.
Sintió el olor de unarosa muy grande que Ana oprimía contra los labios de su buen amigo, desu hermano mayor; la música de las palabras se mezclaba con el aroma dela flor en mística composición.... «Ay, sí, amor, y buen amor era todoaquello.... Era un enamorado; el amor no era todo lascivia, era tambiénaquella pena del desengaño, aquella soledad repentina, aquel dolordulce y amargo, todo junto, capaz de redimir la culpa más grave.Deber... sacerdocio...
votos... castidad... todo esto le sonaba ahora ahueco: parecían palabras de una comedia. Le habían engañado, le habíanpisoteado el alma, esto era lo cierto, lo positivo, esto no lo habíaninventado Obispos viejos: el mundo, el mundo era el que le daba aquellaenseñanza. Ana era suya, ésta era la ley suprema de justicia. Ella, ellamisma lo había jurado; no se sabía para qué era suya, pero lo era...».El Magistral se puso en pie de repente: el tiempo volaba, lo acababa desentir él como un bofetón; podían estar conspirando los otros con eltiempo y contra él; tal vez estaban juntos ya a aquellas horas....«¡Infame, infame! y le había ido a enseñar la cruz de diamantes a lacapilla... para que viese el traje en que le iba a deshonrar... sí adeshonrar... él era allí el dueño, el esposo, el esposo espiritual...don Víctor no era más que un idiota incapaz de mirar por el honorpropio, ni por el ajeno... ¡aquello era la mujer!».
Salió al pasillo y gritó:
—¿Vino doña Petronila?
—Ahora llama, contestaron. Entró la de Rianzares. Don Fermín le cortóel saludo en la boca.
—Ahora mismo hay que llamarla—dijo.
—¿A quién... a Ana?—Sí, ahora mismo. Don Fermín volvió a sus paseos.No quería conversación. La de Rianzares, sierva de aquel hombre, calló yentró en el gabinete.
Pasó media hora. Sonó la campanilla de la puerta. Ana vio al granConstantino que abría.
—¿Qué pasa?—Don Fermín... ahí en la sala....
—¡Ah!... me alegro. Entró la Regenta y doña Petronila se fue hacia lacocina, al otro extremo de la casa. «Si llaman, que no estoy», dijo a lacriada. Y pasó al oratorio que tenía cerca de su alcoba.
De Pas vio a la Regenta más hermosa que nunca: en los ojos traía fuegomisterioso, en las mejillas el color del entusiasmo, de las conferenciasíntimas, espirituales; una aureola de una gloria desconocida para élparecía rodear a aquella mujer que encerraba en el breve espacio de uncontorno adorado todo lo que valía algo en la vida, el mundo entero,infinito, de la pasión única.
—¿Qué es esto?—dijo, ronco de repente, don Fermín, plantado, como conraíces, en medio de la sala.
—Lo que yo quería, que nos viéramos en seguida. Yo estoy loca, estanoche creí que me moría... ayer... hoy... no sé cuándo.... Estoy loca....
Se ahogaba al hablar. De Pas sintió una lástima que le parecióvergonzosa.
—Ya lo sé todo; no necesito historias....
—¿Qué es todo?—Lo de ayer... lo de hoy.... El baile, la cena; ¿qué esesto, Ana, qué es esto?...
—¡Qué baile! ¡qué cena! no es eso.... Me emborracharon... qué sé yo...pero no es eso.... Es que tengo miedo... aquí, Fermín, aquí, en lacabeza.... ¡Tener lástima de mí! ¡Que tenga alguno lástima de mí! Yo notengo madre.... Yo estoy sola...
«Era verdad, no tenía madre como él, estaba más sola que él». Entoncesel amor de don Fermín sintió la lástima inefable que sólo el amor puedesentir; se acercó a la Regenta, le tomó las manos.
—A ver, a ver, ¿qué ha sido? a mí me han dicho... pero qué ha sido... aver...—decía la voz trémula y congojosa del Magistral.
Ana, entre sollozos, refirió lo que podía referir de sus angustias, desus miedos, de sus tormentos, de aquellas horas de fiebre. «Después quese vio en su lecho, mil espantosas imágenes la asaltaron entre losrecuerdos confusos del baile.... Creyó que volvía a caer de repente enaquellos pozos negros del delirio en que se sentía sumergida en lasnoches lúgubres de su enfermedad.... Después la idea del mal que habíahecho la había horrorizado...». Y Ana se interrumpía al ver al Magistralquedarse lívido, y como rectificando añadía, «el mal... es decir...
elno haber sido bastante buena...». La enfermedad había sido una lección,una lección olvidada, y aquella mañana, al sentir en el lecho la mismaflaqueza, aquel desgajarse de las entrañas, que parecían pulverizarseallá dentro, aquel desvanecerse la vida en el delirio... la concienciahabía visto, como a la luz de un fogonazo, horrores de vergüenza, decastigo, el espejo de la propia miseria, el reflejo del cieno triste quese lleva en el alma... y después... la locura, sin duda la locura... undudar de todo espantoso, repentino, obstinado, doloroso. Dios, el mismoDios ya no era para ella más que una idea fija, una manía, algo que semovía en su cerebro royéndolo, como un sonido de tic-tac, como el delinsecto que late en las paredes y se llama el reloj de la muerte.
—Oh sí, estuve loca—seguía Anita espantada todavía—estuve loca unahora... ¿qué hora? un siglo.... Ya no pedía más que salud, reposo... laconciencia clara de mí misma.... Pero, ¡ay, no!
Dios, mi Dios querido...yo... todo, todos desaparecíamos. ¡Todo era polvo allá dentro!
Y los ojos de Ana fijos en el espanto, veían sobre la alfombra unaimagen confusa del recuerdo formidable....
De Pas callaba. También él tuvo un momento la sensación fría del terror.La locura pasó por su imaginación como un mareo.
«¡Si se le volviera loca!». Una ola de púrpura inundó el rostro delclérigo. Primero había visto desvanecerse dentro de aquella cabeza degracia musical lo que él amaba debajo de aquella hermosura, el alma dela Regenta, su pensamiento; después pensó en aquella hermosura exteriorincólume, en la esperanza de saciar su amor sin miedo de testigos, solo,solo él con un cuerpo adorado....
—¡Salvarme, quiero salvarme!—gritó Ana de repente volviendo a larealidad—... quiero volver a nuestro verano, al verano dulce,tranquilo... sí, tranquilo al cabo; a nuestro hablar sin fin de Dios,del cielo, del alma enamorada de las ideas de arriba... sí, quiero quemi hermano me salve, que Teresa me ilumine, que el espejo de su vida nose obscurezca a mis ojos, que Dios me acaricie el alma.... Fermín, estoes confesar... aquí... no importa el lugar; donde quiera...
sí,confesar....
—Eso quiero yo, Ana; saber... saberlo todo. Yo también padezco, yotambién creí morirme, aquí mismo... sentado ahí... donde otras veceshablábamos del cielo... y de nosotros. Ana, yo soy de carne y huesotambién; yo también necesito un alma hermana, pero fiel, no traidora....Sí, creí que moría....
—¿Por mí, por culpa mía, verdad? ¿Morir por ser yo traidora, si mentía,si me manchaba?...
—Sí, sí... hay que decirlo todo... pronto....
—No, no.—Sí... sí...—No... si no digo eso... si lo diré todo...pero ¿qué es todo? Nada.... Si...
yo no fuí... si me llevaron a lafuerza... no, eso no. No sé cómo; no sé por qué cedí. Y allí... hay unamujer muy mala....
—No, no acusemos a los demás.... Los hechos, quiero los hechos. Yo losdiré; los sé yo.
—¿Pero qué?—Ese hombre, Mesía; Ana... ¿qué pasó con ese hombre?...
Ana recogió sus fuerzas, atendió a la realidad, a lo que le preguntaban,con intensidad, luchando con el confesor, batiéndose por su interés queera ocultar lo más hondo de su pensamiento. «Al fin aquello no era elconfesonario; además, era caridad mentir, callar a lo menos lo peor».
—Yo no le amo—fue lo primero que pudo decir después que consiguiódominarse. Ya no pensaba en su locura, pensaba en defender su secreto.
—Pero anoche... hoy... no sé a qué hora... ¿qué hubo?
—Bailé con él.... Fue Quintanar... lo mandó Quintanar....
—¡Disculpas no, Ana! eso no es confesar.
Ana miró en torno.... Aquello no era la capilla, a Dios gracias. Estesofisma de hipócrita era en ella candoroso. Estaba segura de que un deber superior la mandaba mentir. «¿Decirle al Magistral que ellaestaba enamorada de Mesía? ¡Primero a su marido!».
—Bailé con él porque quiso mi marido.... Me hicieron beber... me sentímal... estaba mareada... me desmayé... y me llevaron a casa.
—¿El desmayo fue... en los brazos de ese hombre?
—¡En brazos!... ¡Fermín!
—Bien, bien.... Así... lo oí yo.... ¡Oigámoslo todos! Quiere decirse...bailando con él....
—Yo no recuerdo... tal vez...—¡Infame!...—¡Fermín... por Dios,Fermín!
Ana dio un paso atrás.—Silencio... no hay que gritar... no hay quehacer aspavientos... yo no como a nadie... ¿a qué ese miedo?... ¿Doy yoespanto, verdad?... ¿Por qué? yo... ¿qué puedo? yo
¿quién soy? yo...¿qué mando? Mi poder es espiritual.... Y usted esta noche no creía enDios....
—¡En mi Dios! Fermín, caridad....
—Sí, usted lo ha dicho.... Y ese es el camino. Yo sin Dios... no soynada.... Sin Dios puede usted ir a donde quiera, Ana... esto se acabó...Estoy en ridículo, Vetusta entera se ríe de mí a carcajadas.... Mesía medesprecia, me escupirá en cuanto me vea.... El padre espiritual... es unpobre diablo. ¡Oh, pero por quien soy.... Miserable.... Me insulta porqueestoy preso!...
El Magistral se sacudió dentro de la sotana, como entre cadenas, ydescargó un puñetazo de Hércules sobre el testero del sofá.
Después proc