La Regenta by Leopoldo Alas - HTML preview

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—Están ahí de parte de la señora y señoritas de Guimarán....

—¡De Guimarán!—dijo el Magistral que estaba despierto, aunque teníalos ojos cerrados.

—¡De Guimarán! Tú estás loca...—dijo doña Paula muy bajo.

—Sí, señora, de Guimarán, de don Pompeyo, que se está muriendo y quiereque le vaya a confesar el señorito.

Hijo y Madre dieron un salto; doña Paula quedó en pie, don Fermínsentado en su lecho.

Se hizo entrar a la criada de Guimarán y repetir el recado.

La criada lloraba y describía entre suspiros la tristeza de la familia yel consuelo que era ver al señor pedir los Santos Sacramentos.

El Magistral y doña Paula se consultaron con los ojos. Se entendieron.

—¿Te hará daño?

—No. Que voy ahora mismo.

—Salid. Que el señorito está muy enfermo, pero que lo primero es loprimero y que va allá ahora mismo.

Quedaron solos hijo y madre.—¿Será una broma de ese tunante?

—No señora; es un pobre diablo. Tenía que acabar así. Pero yo no sabíaque estaba enfermo.

De Pas hablaba mientras se vestía ayudado por su madre, que buscó en elfondo de un baúl la ropa de más abrigo.

—¿Fermo, y si tú te pones malo de veras... es decir, de cuidado?...

—No, no, no. Deje usted. Esto no admite espera... y mi cabeza sí. Espreciso llegar allá antes que se sepa por ahí... ¿No comprende usted?

—Sí, claro; tienes razón.

Callaron. El Magistral se cogió a la pared y al hombro de su madre paratenerse en pie.

En su despacho se sentó un momento.

—¿Mandamos por un coche?...—Sí, es claro; ya debía estar hecho eso. ABenito, aquí en la esquina....

Entró Teresa.—Esta carta para el señorito.

Doña Paula la tomó, no conoció la letra del sobre.

Fermín sí; era la de Ana, desfigurada, obra de una mano temblorosa....

—¿De quién es?—preguntó la madre al ver que Fermín palidecía.

—No sé... ya la veré después. Ahora al coche... a ver a Guimarán....

Y se puso de pies, escondió la carta en un bolsillo interior, y sedirigió a la puerta con paso firme.

Doña Paula, aunque sospechaba, no sabía qué, no se atrevió esta vez ainsistir. Le daba lástima de aquel hijo que enfermo, triste, tal vezdesesperado, iba por ella a continuar la historia de su grandeza, de susganancias; iba a rescatar el crédito perdido buscando un milagro de losmás sonados, de los más eficaces y provechosos, un milagro deconversión. «Era un héroe». «¡Cuánto había padecido durante aquellacuaresma!». Ella, doña Paula, había acabado por adivinar que su hijo yla Regenta no se veían ya; habían reñido por lo visto. Al principio elegoísmo de la madre triunfó y se alegró de aquel rompimiento quesuponía. Conoció que su hijo no se humillaría jamás a pedir unareconciliación, que antes moriría desesperado como un perro, allí, enaquel lecho donde había caído al cabo, después de pasear la cóleracomprimida por toda Vetusta y sus alrededores, de día y de noche. Perola desesperación taciturna de su Fermo, complicada con una enfermedadmisteriosa, de mal aspecto, que podía parar en locura, asustó a la madreque adoraba a su modo al hijo; y noche hubo en que, mientras velaba eldolor de su Fermo pensó en mil absurdos, en milagros de madre, en irella misma a buscar a la infame que tenía la culpa de aquello, ydegollarla, o traerla arrastrando por los malditos cabellos, allí, alpie de aquella cama, a velar como ella, a llorar como ella, a salvar asu hijo a toda costa, a costa de la fama, de la salvación, de todo, asalvarle o morir con él.... De estas ideas absurdas, que rechazabadespués el buen sentido, le quedaba a doña Paula una ira sorda,reconcentrada, y una aspiración vaga a formar un proyecto extraño, unaintriga para cazar a la Regenta y hacerla servir para lo que Fermoquisiera... y después matarla o arrancarle la lengua....

Los primeros días, después de separarse Ana y De Pas, era el Magistralquien preguntaba más a menudo a Teresina, afectando indiferencia, perosin que su madre le oyera: «¿Ha habido algún recado, alguna carta paramí?». Después, también doña Paula, a solas también, preguntaba a ladoncella, con voz gutural, estrangulada: «¿Han traído algún recado...algún papel... para el señorito?».

No, no habían traído nada. La cuaresma había pasado así, había comenzadola semana de Dolores, estaba concluyendo... y nada.

«Debe de ser de ella», pensó doña Paula cuando vio el papel que presentóTeresina. Sintió ira y placer a un tiempo.

El Magistral sentía en los oídos huracanes. Temía caerse. Pero estabadispuesto a salir.

También se juró negarse a leer la carta delante de sumadre, aunque ella lo pidiera puesta en cruz.

«Aquella carta era de él,de él solo». Llegó el coche. Una carretela vieja, desvencijada, tiradapor un caballo negro y otro blanco, ambos desfallecidos de hambre ysucios.

Doña Paula, que había acompañado a su hijo hasta el portal, dijo conénfasis al cochero:

—A casa de don Pompeyo Guimarán... ya sabes....

—Sí, sí... Dobló el coche la esquina; don Fermín corrió un cristal ygritó:

—Despacio, al paso. Miró la carta de Ana. Rompió el sobre con dedos quetemblaban y leyó aquellas letras de tinta rosada que saltaban y seconfundían enganchadas unas con otras. Adivinó más que descifró loscaracteres que se evaporaban ante su vista débil.

«Fermín: necesito ver a usted, quiero pedirle perdón y jurarle que soydigna de su cariñoso amparo; Dios ha querido iluminarme otra vez; laVirgen, estoy segura de ello, la Virgen quiere que yo le busque a usted,que le llame. Pensé en ir yo misma a su casa. Pero temo que seaindiscreción. Sin embargo, iré, a pesar de todo, si es verdad que estáusted enfermo y que no puede salir. ¿Dónde le podré hablar? Estoy segurade que por caridad a lo menos no dejará sin respuesta mi carta. Y si ladeja, allá voy. Su mejor amiga, su esclava, según ha jurado y sabrácumplir.—ANA».

De Pas dejó de sentir sus dolores, no pensó siquiera en esto; miró alcielo, iba a obscurecer.

Cogió con mano febril la blusa azul del cocheroque volvió la cabeza.

—¿Qué hay señorito?

—A la Plaza Nueva... a la Rinconada....

—Sí, ya sé... pero ¿ahora?

—Sí, ahora mismo, y a escape.

El coche siguió al paso. «Si está don Víctor, que no lo quiera Dios,basta con que Ana me mire, con que me vea allí... Si no está... mejor.Entonces hablaré, hablaré...».

Y cansado por tantos esfuerzos y sorpresas, don Fermín dejó caer lacabeza sobre el sobado reps azul del testero y en aquel rincón obscurodel coche, ocultando el rostro en las manos que ardían, lloró como unniño, sin vergüenza de aquellas lágrimas de que él solo sabría.

No estaba don Víctor en casa.

El Magistral estuvo en el caserón de los Ozores desde las siete hastamás de las ocho y media.

Cuando salió, el cochero dormía en el pescante.Había encendido los faroles del coche y esperaba, seguro de cobrar caroaquel sueño. Don Fermín entró en casa de don Pompeyo a las nueve menoscuarto. La sala estaba llena de curas y seglares devotos. Todas lashijas de Guimarán salieron al encuentro del Provisor, cuyo rostrorelucía con una palidez que parecía sobrenatural.

Se hubiera dicho quele rodeaba una aureola.

Tres veces se había mandado aviso a casa del Magistral para que vinieraen seguida. Don Pompeyo quería confesar, pero con De Pas y sólo con DePas: decía que sólo al Magistral quería decir sus pecados y declarar suserrores; que una voz interior le pedía con fuerza invencible que llamaraal Magistral y sólo al Magistral.

Doña Paula contestaba que su hijo había salido a las siete, en coche, encuanto había recibido aviso, que había ido derecho a casa de Guimarán.Pero como no llegaba, se repetían los recados.

Doña Paula estabafuriosa. ¿Qué era de su hijo? ¿Qué nueva locura era aquella?

Al fin las de Guimarán, en vista de que el Provisor no parecía, llamaronal Arcediano, a don Custodio, al cura de la parroquia, y a otrosclérigos que más o menos trataban al enfermo. Todo inútil. Él quería alMagistral; la voz interior se lo pedía a gritos. Glocester al lado deaquel lecho de muerte se moría de envidia y estaba verde de ira, aunquesonreía como siempre.

—Pero, señor don Pompeyo, hágase usted cargo de que todos somossacerdotes del Crucificado... y siendo sincera su conversión de usted....

—Sí señor, sincera; yo nunca he engañado a nadie. Yo quieroreconciliarme con la iglesia, morir en su seno, si está de Dios quemuera....

—Oh, no, eso no...—Tal creo yo; pero de todas suertes... quierovolver al redil... de mis mayores... pero ha de ser con ayuda del señordon Fermín; tengo motivos poderosos para exigir esto, son voces de miconciencia....

—Oh, muy respetable... muy respetable.... Pero si ese señor Magistral noparece....

—Si no parece, cuando el peligro sea mayor, confesaré con cualquiera deustedes. Entre tanto quiero esperarle. Estoy decidido a esperar.

El cura de la parroquia no consiguió más que el Arcediano. De donCustodio no hay que hablar. Todos aquellos señores sacerdotes «estabanallí en ridículo», según opinión de Glocester.

La verdad era que uncolor se les iba y otro se les venía.

—¿Será esto un complot?—dijo Mourelo al oído de don Custodio.

Después de tanto hacerse esperar llegó el Magistral.

Las hijas de Guimarán le llevaron en triunfo junto a su padre.

De Pas parecía un santo bajado del cielo; una alegría de arcángelsatisfecho brillaba en su rostro hermoso, fuerte en que había reflejosde una juventud de aldeano robusto y fino de facciones; era la juventudde la pasión, rozagante en aquel momento. Mientras Guimarán estrechabala mano enguantada del Provisor, este, sin poder traer su pensamiento ala realidad presente, seguía saboreando la escena de dulcísimareconciliación en que acababa de representar papel tan importante. «¡Anaera suya otra vez, su esclava! ella lo había dicho de rodillas,llorando.... ¡Y aquel proyecto, aquel irrevocable propósito de hacer vera toda Vetusta en ocasión solemne que la Regenta era sierva de suconfesor, que creía en él con fe ciega!...». Al recordar esto, con todoslos pormenores de la gran prueba ofrecida por Ana, don Fermín sintió quele temblaban las piernas; era el desfallecimiento de aquel deleite queél llamaba moral, pero que le llegaba a los huesos en forma de soplocaliente. Pidió una silla. Se sentó al lado del enfermo y por primeravez vio lo que tenía delante; un rostro pálido, avellanado, todo huesosy pellejo que parecía pergamino claro. Los ojos de Guimarán tenían unahumedad reluciente, estaban muy abiertos, miraban a los abismos de ideasen que se perdía aquel cerebro enfermo, y parecían dos ventanas a que seasomaba el asombro mudo.

Quedaron solos el enfermo y el confesor.

De Pas se acordó de su madre, de los Jesuitas, de Barinaga, deGlocester, de Mesía, de Foja, del Obispo, y aunque con repugnancia sedecidió a sacar todo el partido posible de aquella conversión que se levenía a las manos. En un solo día ¡cuánta felicidad! Ana y la influenciaque se habían separado de él volvían a un tiempo; Ana más humilde quenunca, la influencia con cierto carácter sobrenatural. Sí, él estabaseguro de ello, conocía a los vetustenses; un entierro les había hechodespreciar a su tirano, otro entierro les haría arrodillarse a sus pies,fanatizados unos, asustados por lo menos los demás. Mientras hablaba condon Pompeyo de la religión, de sus dulzuras, de la necesidad de unaIglesia que se funde en revelaciones positivas, el Magistral preparabatodo un plan para sacar provecho de su victoria.... Ya que aqueltontiloco se le metía entre los dedos, no sería en vano. Los otrostontos, los que creían que Guimarán era ateo de puro malvado y de purosabio, mirarían aquella conquista como cosa muy seria, como una gananciade incalculable valor para la Iglesia.

«¡El ateo! Aunque todos le tenían por inofensivo, creían los más en sumaldad ingénita y en una misteriosa superioridad diabólica. Y aqueldiablo, aquel malhechor se arrojaba a los pies del señor espiritual deVetusta.... ¡Oh! ¡qué gran efecto teatral!... No, no sería él bobo, sumadre tenía razón, había que sacar provecho.... Y después, aquello no eramás que una preparación para otro triunfo más importante; ¿no se habíadicho que hasta la Regenta le abandonaba? Pues ya se vería lo que iba ahacer la Regenta...». Don Fermín se ahogaba de placer, de orgullo; se leatragantaban las pasiones mientras don Pompeyo tosía, y entre esputo yesputo de flema decía con voz débil:

—Puede usted creer... señor Magistral... que ha sido un milagro esto...sí, un milagro.... He visto coros de ángeles, he pensado en el NiñoDios... metidito en su cuna... en el portal de Belem... y he sentido unaternura... así... como paternal... ¡qué sé yo!... ¡Eso es sublime, donFermín... sublime.... Dios en una cuna... y yo ciego... que negaba!...pero dice usted bien....

Yo me he pasado la vida pensando en Dios,hablando de Él... sólo que al revés... todo lo entendía al revés....

Y continuaba su discurso incoherente, interrumpido por toses y porsollozos.

Después el Magistral le hizo callar y escucharle.

Habló mucho y bien don Fermín. Era necesario para obtener el perdón deDios que don Pompeyo, antes de sanar, porque sin duda sanaría—y esopensaba él también—diese un ejemplo edificante de piedad. Su conversióndebía ser solemne, para escarmiento de pícaros y enseñanza saludable delos creyentes tibios.

—Puede usted hacer un gran beneficio a la Iglesia, a quien tantos malesha hecho....

—Pues usted dirá... don Fermín... yo soy esclavo de su voluntad....Quiero el perdón de Dios y el de usted... el de usted a quien tanto heofendido haciéndome eco de calumnias.... Y crea usted que yo no le queríaa usted mal, pero como mi propósito era combatir el fanatismo, al cleroen general... y además Barinaga sólo así podía ser conquistado.... ¡OhBarinaga! ¡infeliz don Santos!

¿Estará en el infierno, verdad, donFermín? ¡Infeliz! ¡Y por mi culpa!

—Quién sabe.... Los designios de Dios son inescrutables.... Y además,puede contarse con su bondad infinita.... ¡Quién sabe!... Lo principales que nosotros demos ahora un notable ejemplo de piedad acendrada....Esta lección puede traer muchas conversiones detrás de sí. ¡Ah, donPompeyo, no sabe usted cuánto puede ganar la Religión con lo que ustedha hecho y piensa hacer!...

A la mañana siguiente toda Vetusta edificada se preparaba a acompañar elViático que por la tarde debía ser administrado al señor Guimarán. EraDomingo de Ramos. No se respiraba por las calles del pueblo más quereligión.

—¡El papel Provisor sube!—decía Foja furioso al oído de Glocester, aquien encontró en el atrio de la catedral, al salir de misa.

—¡Esto es un complot!—Lo que es un idiota ese don Pompeyo.

—No, un complot.... La verdad era que el papel Provisor subía muchomás de lo que podían sus enemigos figurarse.

Así como no se explicaba fácilmente por qué el descrédito había sido tangrande y en tan poco tiempo, tampoco ahora podía nadie darse cuenta decómo en pocas horas el espíritu de la opinión se había vuelto en favordel Magistral, hasta el punto de que ya nadie se atrevía delante degente a recordar sus vicios y pecados; y no se hablaba más que de laconversión milagrosa que había hecho.

No importaba que Mourelo gritase en todas partes:

—Pero si no fue él, si fue un arranque espontáneo del ateo.... Si asíhacen todos los espíritus fuertes cuando les llega su hora....

Nadie hacía caso del murmurador. «Milagro sí lo había, pero lo habíahecho el Magistral». Ya nadie dudaba esto. «Era un gran hombre, habíaque reconocerlo».—Doña Paula, por medio del Chato y otros ayudantes,doña Petronila, su cónclave, Ripamilán, el mismo Obispo, que habíaabrazado al Magistral en la catedral poco después de bendecir laspalmas, todos estos, y otros muchos, eran propagandistas entusiastas dela gloria reciente, fresca de don Fermín, de su triunfo palmario sobrelas huestes de Satán.

Foja, Mourelo, don Custodio, por consejo de Mesía que habló con elex-alcalde, desistieron de contrarrestar la poderosa corriente de laopinión, favorable hasta no poder más, a don Fermín.

«Más valía esperar; ya pasaría aquella racha y volvería toda Vetusta aver al milagroso don Fermín de Pas tal como era, en toda su horribledesnudez».

Después que comulgó don Pompeyo con toda la solemnidad requerida por lascircunstancias, teniendo a su lado al cura de cabecera, a don Fermín ya Somoza, el médico, Vetusta entera, que había acudido a la casa y a laspuertas de la casa del converso, se esparció por todo el recinto de laciudad haciéndose lenguas de la unción con que moría el ateo, a quienahora todos concedían un talento extraordinario y una sabiduríadescomunal, y pregonando el celo apostólico del Provisor, su tacto, suinfluencia evangélica, que parecía cosa de magia o de milagro.

Terminada la ceremonia religiosa, hubo junta de médicos. Somoza se habíaequivocado como solía. Don Pompeyo estaba enfermo de muerte, pero podíadurar muchos días: era fuerte... no había más que oírle hablar.

Somoza mantuvo su opinión con energía heroica. «Cierto que podía duraralgunos días más de los que él había anunciado, el señor Guimarán; perola ciencia no podía menos de declarar que la muerte era inminente. Podíadurar, sí, el enfermo, mil y mil veces sí, pero ¿debido a qué?Indudablemente a la influencia moral de los Sacramentos. No que él, donRobustiano Somoza, hombre científico ante todo, creyese en la eficaciamaterial de la religión: pero sin incurrir en un fanatismo que pugnabacon todas sus convicciones de hombre de ciencia, como tenía dicho, podíaadmitir y admitía, aleccionado por la experiencia, que lo psíquicoinfluye en lo físico y viceversa, y que la conversión repentina de donPompeyo podría haber determinado una variación en el curso natural de suenfermedad... todo lo cual era extraño a la ciencia médica como tal ysin más».

En efecto, don Pompeyo duró hasta el miércoles Santo.

Trifón Cármenes, desde el día en que se supo la conversión de Guimarán,concibió la empecatada idea de consagrar una hoja literaria del lábaro al importantísimo suceso. Pero había que esperar a que elenfermo saliese de peligro o se fuera al otro mundo. Esto último era lomás probable y lo que más convenía a los planes de Cármenes, el cualdesde el domingo de Ramos tenía a punto de terminar una larguísimacomposición poética en que se cantaba la muerte del ateo felizmenterestituido a la fe de Cristo. La oda elegíaca, o elegía a secas, lo quefuera, que Trifón no lo sabía, comenzaba así:

¿Qué me anuncia ese fúnebre lamento...?

El poeta iba y venía de la casa mortuoria como él la llamaba ya parasus adentros, a la redacción, de la redacción a la casa mortuoria.

—¿Cómo está?—preguntaba en voz muy baja, desde el portal.

La criada contestaba:—Sigue lo mismo. Y Trifón corría, se encerrabacon su elegía y continuaba escribiendo:

¡Duda

fatal,

incertidumbre

impía!...

Parada

en

el

umbral,

la

Parca

fiera

ni

ceja

ni

adelanta

en

su

porfía;

como sombra de horror, calla y espera...

Pasaban algunas horas, volvía a presentarse Trifón en casa delmoribundo; con voz meliflua y tenue decía:

—¿Cómo sigue don Pompeyo?

—Algo recargado—le contestaban. Volvía a escape a la redacción,anhelante, «había que trabajar con ahínco, podía morirse aquel señor yla poesía quedar sin el último pergeño...». Y

escribía con pulsofebril:

Mas

¡ay!

en

vano

fue;

del

almo

cielo

la sentencia se cumple; inexorable...

No sabía Trifón lo que significaba almo, es decir, no lo sabía a puntofijo, pero le sonaba bien.

Cuando la criada de Guimarán le contestaba: «Que el señor había pasadomejor la noche», Cármenes, sin darse cuenta de ello, torcía el gesto, ysentía una impresión desagradable parecida a la que experimentaba cuandollegaba a convencerse de que un periódico de Madrid no le publicaría losversos que le había remitido. Él no quería mal a nadie, pero lo ciertoera que, una vez tan adelantada la elegía, don Pompeyo le iba a hacer unflaco servicio si no se moría cuanto antes.

Murió. Murió el miércoles Santo. El Magistral y Trifón respiraron.También respiró Somoza.

Los tres hubieran quedado en ridículo a sucederotra cosa. En cuanto a Cármenes, terminó sus versos de esta suerte:

No

le

lloréis.

Del

bronce

los

tañidos

himnos

de

gloria

son;

la

Iglesia

santa

le recogió en su seno... etc.

Al pobre Trifón le salían los versos montados unos sobre otros: igualdefecto tenía en los dedos de los pies.

El entierro del ateo fue una solemnidad como pocas. Acompañaron a laúltima morada el cadáver del finado las autoridades civiles ymilitares; una comisión del Cabildo presidida por el Deán, la Audiencia,la Universidad, y además cuantos se preciaban de buenos o maloscatólicos.

La viuda y las huérfanas recibían especial favor y consuelocon aquella pública manifestación de simpatía. El Magistral ibapresidiendo el duelo de familia: no era pariente del difunto, pero lehabía sacado de las garras del Demonio, según Glocester, que se quedó enla sala capitular murmurando. «Aquello más que el entierro de uncristiano fue la apoteosis pagana del pío, felice, triunfador Vicariogeneral». En efecto, el pueblo se lo enseñaba con el dedo: «Aquel es,aquel es, decía la muchedumbre señalando al Apóstol, al Magistral».

Los milagros que doña Paula había hecho correr entre las masasimpresionables e iliteratas no son para dichos. El mismo señor Obispo,en su último sermón a las beatas pobres y clase de tropa, criadas deservicio, etc., etc., había aludido al triunfo de aquel hijo predilectode la Iglesia....

—No habrá más remedio que agachar la cabeza y dejar pasar eltemporal—decía Foja.

Los que estaban furiosos eran los libre-pensadores que comían de carneen una fonda todos los viernes Santos.

«¡Aquel don Pompeyo les había desacreditado!

»¡Vaya un libre-pensador!

»¡Era un gallina! »¡Murió loco! »¡Le dieron hechizos! »¿Qué hechizos?Morfina.

»El clero, milagros del clero...

»Le convirtieron con opio... »La debilidad hace sola esos milagros...

»Sobre todo era un badulaque...».

El jueves Santo llegó con una noticia que había de hacer época en losanales de Vetusta, anales que por cierto escribía con gran cachaza unprofesor del Instituto, autor también de unos comentarios acerca de lajota Aragonesa.

En casa de Vegallana la tal noticia estalló como una bomba. Volvía laMarquesa, toda de negro, de pedir en la mesa de Santa María conVisitación; volvía también Obdulia Fandiño que había pedido en SanPedro, a la hora en que visitaban los monumentos los oficiales de laguarnición; y todas aquellas señoras, en el gabinete de la Marquesareunidas, escuchaban pasmadas lo que solemnemente decía el granConstantino, doña Petronila Rianzares, que había recaudado veinte durosen la mesa de petitorio de San Isidro. Y decía el obispo-madre:

—Sí, señora Marquesa, no se haga usted cruces, Anita está resuelta adar este gran ejemplo a la ciudad y al mundo....

—Pero Quintanar... no lo consentirá...

—Ya ha consentido... a regañadientes, por supuesto. Ana le ha hechocomprender que se trataba de un voto sagrado, y que impedirle cumplir supromesa sería un acto de despotismo que ella no perdonaría jamás....

—¿Y el pobre calzonazos dio su permiso?—dijo Visita, colorada deindignación—. ¡Qué maridos de la isla de San Balandrán!—añadióacordándose del suyo.

La Marquesa no acababa de santiguarse. «Aquello no era piedad, no erareligión; era locura, simplemente locura. La devoción racional, ilustrada, de buen tono, era aquella otra, pedir para el Hospital alas corporaciones y particulares a las puertas del templo, regalarestandartes bordados a la parroquia; ¡pero vestirse de mamarracho ydarse en espectáculo!...».

—¡Por Dios, Marquesa! Cualquiera que la oyera a usted la tomaría poruna demagoga, por una Suñera.

—Pues yo, ¿qué he dicho?

—¿Pues le parece a usted poco? llamar mamarracho a una nazarena...

La Marquesa encogió los hombros y volvió a santiguarse. Obdulia tenía laboca seca y los ojos inflamados. Sentía una inmensa curiosidad y ciertaenvidia vaga...

«¡Ana iba a darse en espectáculo!» cierto, esa era la frase. ¿Qué máshubiera querido ella, la de Fandiño, que darse en espectáculo, quehacerse mirar y contemplar por toda Vetusta?

—¿Y el traje? ¿cómo es el traje? ¿sabe usted...?

—¿Pues no he de saber?—contestó doña Petronila, orgullosa porqueestaba enterada de todo—

. Ana llevará túnica talar morada, deterciopelo, con franja marrón foncé....

—¿Marrón foncé?—objetó Obdulia—... no dice bien... oro sería mejor.

—¿Qué sabe usted de esas cosas?... Yo misma he dirigido el trabajo dela modista; Ana tampoco entiende de eso y me ha dejado a mí el cuidadode todos los pormenores.

—¿Y la túnica es de vuelo?

—Un poco...—¿Y cola?—No, ras con ras...—¿Y calzado?¿sandalias...?

—¡Calzado! ¿qué calzado? El pie desnudo....

—¡Descalza!—gritaron las tres damas.

—Pues claro, hijas, ahí está la gracia.... Ana ha ofrecido irdescalza....

—¿Y si llueve?—¿Y las piedras?—Pero se va a destrozar la piel...—Esa mujer está loca...—

¿Pero dónde ha visto ella a nadie hacer esasdiabluras?

—¡Por Dios, Marquesa, no blasfeme usted! Diabluras un voto como este,un ejemplo tan cristiano, de humildad tan edificante....

—Pero, ¿cómo se le ha ocurrido... eso? ¿Dónde ha visto ella eso?...

—Por lo pronto, lo ha visto en Zaragoza y en otros pueblos de losmuchos que ha recorrido....

Y aunque no lo hubiera visto, siempre seríameritorio exponerse a los sarcasmos de los impíos, y a las burlasdisimuladas de los fariseos y de las fariseas... que fue justamente loque hizo el Señor por nosotros pecadores.

—¡Descalza!—repetía asombrada Obdulia.—La envidia crecía en su pecho.«Oh, lo que es esto—pensaba—i