La Regenta by Leopoldo Alas - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Según el Magistral, iba pregonando su gloria. Don Fermín no presidíaeste entierro como el del miércoles, pero celebraba con él su nuevotriunfo. Caminaba cerca de Ana, casi a su lado en la tila derecha, entreotros señores canónigos, con roquete, muceta y capa; empuñaba el cirioapagado, como un cetro. «Él era el amo de todo aquello. Él, a pesar delas calumnias de sus enemigos había convertido al gran ateo de Vetustahaciéndole morir en el seno de la Iglesia; él llevaba allí, a su lado,prisionera con cadenas invisibles a la señora más admirada por suhermosura y grandeza de alma en toda Vetusta; iba la Regenta edificandoal pueblo entero con su humildad, con aquel sacrificio de la carneflaca, de las preocupaciones mundanas, y era esto por él, se le debía aél sólo. ¿No se decía que los jesuitas le habían eclipsado? ¿Que losMisioneros podían más que él con sus hijas de confesión? Pues allítenían prueba de lo contrario. ¿Los jesuitas obligaban a las vírgenesvetustenses a ceñir el cilicio? Pues él descalzaba los más floridos piesdel pueblo y los arrastraba por el lodo... allí estaban, asomando aveces debajo de aquel terciopelo morado, entre el fango. ¿Quién podíamás?». Y después de las sugestiones del orgullo, los temblores cardíacosde la esperanza del amor. «¿Qué serían, cómo serían en adelante susrelaciones con Ana?». Don Fermín se estremecía. «Por de pronto muchacautela. Tal vez el día en que dejé la puerta abierta a los celos laasusté y por eso tardó en volver a buscarme. Cautela por ahora...después... ello dirá». De Pas sentía que lo poco de clérigo que quedabaen su alma desaparecía. Se comparaba a sí mismo a una concha vacíaarrojada a la arena por las olas. «Él era la cáscara de un sacerdote».

Al pasar delante del Casino, frente al balcón de Mesía, Ana miraba alsuelo, no vio a nadie.

Pero don Fermín levantó los ojos y sintió eltopetazo de su mirada con la de don Álvaro; el cual reculó otra vez,como al pasar la Virgen, y de pálido pasó a lívido. La mirada delMagistral fue altanera, provocativa, sarcástica en su humildad y dulzuraaparentes: quería decir ¡Vae Victis! La de Mesía no reconocía lavictoria; reconocía una ventaja pasajera... fue discreta, suavementeirónica, no quería decir: «Venciste, Galileo» sino «hasta el fin nadiees dichoso». De Pas comprendió, con ira, que el del balcón no se dabapor vencido.

—¡Va hermosísima!—decían en tanto las señoras del balcón de laAudiencia.

—¡Hermosísima!—¡Pero se necesita valor!—Amigo, es una santa.—Yocreo que va muerta—

dijo Obdulia—; ¡qué pálida! ¡qué parada! parecede escayola.

—Yo creo que va muerta de vergüenza—dijo al oído de la Marquesa,Visita.

Doña Rufina suspiraba con aires de compasión. Y advirtió:

—Lo de ir descalza ha sido una barbaridad. Va a estar en cama ocho díascon los pies hechos migas.

La baronesa de La Deuda Flotante, definitivamente domiciliada enVetusta, se atrevió a decir encogiendo los hombros:

—Dígase lo que se quiera; estos extremos no son propios... de personasdecentes.

El Marqués apoyó la idea muy eruditamente.

—Eso es piedad de transtiberina.—Justo—dijo la baronesa, sinrecordar en aquel instante lo que era una transtiberina.

Como en la Audiencia, en todos los balcones de la carrera, después depasar la procesión y haber contemplado y admirado la hermosura y lavalentía de la Regenta, se murmuraba ya y se encontraba inconvenientesgraves en aquel «rasgo de inaudito atrevimiento».

Foja en el Casino, lejos de Mesía y don Víctor, decía pestes delMagistral y la Regenta. «Todo eso es indigno. No sirve más que para daralas al Provisor. Lo que ha hecho la Regenta lo pagarán los curas dealdea. Además, la mujer casada la pierna quebrada y en casa».

—Sin contar—añadía Joaquín Orgaz—con que esto se presta aexageraciones y abusos. El año que viene vamos a ver a Obdulia Fandiñodescalza de pie... y pierna, del brazo de Vinagre.

Se rió mucho la gracia. Pero también se notó que Orgaz decía aquelloporque no había sacado nada de sus pretensiones amorosas, o por lomenos, no había sacado bastante.

El populacho religioso admiraba sin peros ni distingos la humildad deaquella señora.

«Aquello era imitar a Cristo de verdad. ¡Emparejarse,como un cualquiera, con el señor Vinagre el nazareno; y recorrerdescalza todo el pueblo!... ¡Bah! ¡era una santa!».

En cuanto a don Víctor, al pasar debajo de su balcón el Magistral y Anapreguntó a Mesía:

—¿Están ya ahí?

—Sí, ahí van.... Y el mismo esposo estiró el cuello... y asomó lacabeza.... Lo vio todo. Dio un salto atrás.

—¡Infame! ¡es un infame! ¡me la ha fanatizado!

Sintió escalofríos. En aquel instante la charanga del batallón que ibade escolta comenzó a repetir una marcha fúnebre.

Al pobre Quintanar se le escaparon dos lágrimas. Se le figuró al oíraquella música que estaba viudo, que aquello era el entierro de sumujer.

—Ánimo, don Víctor—le dijo Mesía volviéndose a él, y dejando elbalcón—. Ya van lejos.

—No; no quiero verla otra vez. ¡Me hace daño!

—Ánimo.... Todo esto pasará...

Y apoyó Mesía una mano en el hombro del viejo.

El cual, agradecido, enternecido, se puso en pie; procuró ceñir con losbrazos la espalda y el pecho del amigo, y exclamó con voz solemne y desollozo:

—¡Lo juro por mi nombre honrado! ¡Antes que esto, prefiero verla enbrazos de un amante!

—Sí, mil veces, sí—añadió—¡búsquenle un amante, sedúzcanmela; todoantes que verla en brazos del fanatismo!...

Y estrechó, con calor, la mano que don Álvaro le ofrecía.

La marcha fúnebre sonaba a los lejos. El chin, chin de los platillos,el rum rum del bombo servían de marco a las palabras grandilocuentesde Quintanar.

—¡Qué sería del hombre en estas tormentas de la vida, si la amistad noofreciera al pobre náufrago una tabla donde apoyarse!

¡Chin, chin, chin! ¡bom, bom, bom! —¡Sí, amigo mío! ¡Primeroseducida que fanatizada!...

—Puede usted contar con mi firme amistad, don Víctor; para lasocasiones son los hombres....

—Ya lo sé, Mesía, ya lo sé... ¡Cierre usted el balcón, porque se mefigura que tengo ese bombo maldito dentro de la cabeza!

—XXVII—

—¡Las diez! ¿Has oído? el reloj del comedor ha dado las diez.... ¿Teparece que subamos?...

—Espera un poco; espera que suene la hora en la catedral.

—¡En la catedral! ¿Pero se oye desde aquí, muchacha? ¿Se oye el relojde la torre desde aquí?... Mira que es media legua larga....

—Pues sí, se oye, en estas noches tranquilas ya lo creo que se oye.¿Nunca lo habías notado?

Espera cinco minutos y oirás las campanadas...tristes y apagadas por la distancia....

—La verdad es que la noche está hermosa....

—Parece de Agosto.—Cuando contemplo el cielo,

de

innumerables

luces

rodeado

y miro hacia el suelo...

perdóname, hija mía, sin querer me vuelvo a mis versos....

—¿Y qué? mejor, Quintanar: eso es muy hermoso. La Noche Serena ya locreo. Hace llorar dulcemente. Cuando yo era niña y empezaba a leerversos, mi autor predilecto era ese.

El recuerdo de Fray Luis de León pasó como una nubecilla por elpensamiento de Ana que sintió un poco de melancolía amarga. Sacudió lacabeza, se puso en pie y dijo:

—Dame el brazo, Quintanar; vamos a dar una vuelta por la galería de losperales, mientras la señora torre de la catedral se decide a cantar lahora....

—Con mil amores, mia sposa cara.

La pareja se escondió bajo la bóveda no muy alta de una galería deperales franceses en espaldar. La luna atravesaba a trechos el follajenuevo y sembraba de charcos de luz el suelo a lo largo del obscurocamino.

—Mayo se despide con una espléndida noche—dijo Ana, apoyándose confuerza en el brazo de su marido.

—Es verdad; hoy se acaba Mayo. Mañana Junio. Junio la caña en el puño.¿Te gusta a ti pescar? El río Soto, ya sabes, ese que está ahí enpasando la Pumarada de Chusquin.

—Sí, ya sé... donde se bañan Obdulia y Visita algunos veranos antes deir al mar.

—Justo, ese... pues el río Soto lleva truchas exquisitas, según me dijoel Marqués. ¿Quieres que escriba a Frígilis, que nos mande dos cañas contodos sus accesorios?

—Sí, sí, ¡magnífico! Pescaremos.

Don Víctor, satisfecho, sujetó mejor el brazo de su mujer que colgabadel suyo, y la tomó la mano como un tenor de ópera. Y cantó:

Lasciami,

lasciami

oh lasciami partir...

Calló y se detuvo. Un rayo de luna le alumbraba las narices. Miró a suesposa, que también volvió el rostro hacia su marido.

—¿Te gustan los Hugonotes? ¿Te acuerdas? Qué mal los cantaba aqueltenor de Valladolid....

Pero oye... mira que idea... hermosa idea....Figúrate aquí, en medio del Vivero, ahí, junto al estanque, figúrate aGayarre o a Masini cantando... en esta noche tranquila, en estesilencio... y nosotros aquí, debajo de esta bóveda... oyendo...oyendo.... Las óperas deberían cantarse así...

¿Qué nos falta a nosotrosahora? Música nada más que música.... El panorama hermoso... la brisa...el follaje... la luna... pues esto con acompañamiento de un buencuarteto... y ¡el paraíso!

Oh, los versos... los versos a veces no dicentanto como el pentagrama. Estoy por la canción, por la poesía que seacompaña en efecto de la lira o de la forminge.... ¿Tú sabes lo que erala forminge, phorminx?

Ana sonrió y le explicó el instrumento griego a su buen esposo.

—Chica, eres una erudita. Otra nubecilla pasó por la frente de Ana.

El reloj de la catedral, a media legua del Vivero, dio las diez,pausadas, vibrantes, llenando el aire de melancolía.

—Pues es verdad que se oye—dijo Quintanar.

Y después de un silencio, comentario de la hora, añadió:

—¿Vamos a cenar?—¡A cenar!—gritó Ana. Y soltando el brazo de donVíctor corrió, levantando un poco la falda de la matinée que vestía,hasta perderse en la obscuridad de la bóveda. Quintanar la siguió dandovoces:

—Espera, espera... loca, que puedes tropezar.

Cuando salió a la claridad, con el cielo por techo, vio en lo alto de laescalinata de mármol, con una mano apoyada en el cancel dorado de lapuerta de la casa, a su querida esposa que extendía el brazo derechohacia la luna, con una flor entre los dedos.

—Eh, ¿qué tal, Quintanar? ¿Qué tal efecto de luna hago?...

—¡Magnífico! Magnífica estatua... original pensamiento... oye: «LaAurora suplica a Diana que apresure el curso de la noche...».

Ana aplaudió y atravesó el umbral. Don Víctor entró detrás diciéndose así mismo en voz alta:

—¡Hija mía! Es otra.... Ese Benítez me la ha salvado.... Es otra....¡Hija de mi alma!

Cenaron en la vajilla de los marqueses. Los dos tenían muy buen apetito.Ana hablaba a veces con la boca llena, inclinándose hacia Quintanar quesonreía, mascaba con fuerza, y mientras blandía un cuchillo aprobaba conla cabeza.

—La casa es alegre hasta de noche—dijo ella.

Y añadió:—Toma, móndame esa manzana....

—«Móndame la manzana, móndame la manzana...» ¿dónde he oído yo eso?...Ah ya....

Y se atragantó con la risa.—¿Qué tienes, hombre?—Es de unazarzuela.... De una zarzuela de un académico.... Verás... se trata de lamarquesa de Pompadour: un señor Beltrand anda en su busca; en un molinoencuentra una aldeana... y como es natural se ponen a cenar juntos, y acomer manzanas por más señas.

—Como tú y yo .—Justo. Pues bueno, la aldeana, como es naturaltambién, coge un cuchillo.

—Para matar a Beltrand....

—No, para mondar la manzana....

—Eso ya es inverosímil.

—Lo mismo opinan Beltrand y la orquesta. La orquesta se eriza deespanto con todos sus violines en trémolo y pitando con todos susclarinetes; y Beltrand canta, no menos asustado: (Cantando y puesto en pie)

¡Cielos!

monda

la

manzana;

¡es

la

marquesa

de

Pompadour!...

¡de Pompadour!...

Ana soltó el trapo. Rió de todo corazón el disparate del académico y lagracia de su marido.

«La verdad era que Quintanar parecía otro».

Petra sirvió el té.—¿Ha vuelto Anselmo de Vetusta?—preguntó el amo.

—Sí, señor, hace una hora....

—¿Ha traído los cartuchos?

—Sí, señor.—¿Y el alpiste?—Sí, señor.—Pues dile que mañana muytemprano tiene que volver a la ciudad, con un recado para el señorCrespo. Deja... voy yo mismo a enterarle....

Escribiré dos letras; ¿no teparece, Ana? ese Anselmo es tan bruto....

Salió el amo del comedor. Petra dijo, mientras levantaba el mantel:

—Si la señorita quiere algo... yo también pienso ir mañana al ser dedía a Vetusta... tengo que ver a la planchadora... si quiere que llevealgún recado... a la señora Marquesa... o....

—Sí: llevarás dos cartas; las dejaré esta noche sobre la mesa delgabinete y tú las cogerás mañana, sin hacer ruido, para no despertarnos.

—Descuide usted. Una hora después don Víctor dormía en una alcobaespaciosa, estucada, con dos camas. En el gabinete contiguo Ana escribíacon pluma rápida y que parecía silbar dulcemente al correr sobre elpapel satinado.

—No tardes; no escribas mucho, que te puede hacer daño. Ya sabes lo quedice Benítez.

—Sí, ya sé; calla y duerme.

Ana escribió primero a su médico, que era en la actualidad el antiguosustituto de Somoza.

Benítez, el joven de pocas palabras y muchosestudios, observador y taciturno, había permitido a su enferma, a laRegenta, que escribiera, si este ejercicio la distraía, a ciertas horasen que la aldea no ofrece ocupación mejor. «Escríbame usted a mí, porejemplo, de vez en cuando, diciéndome lo que sabe que importa para mipleito. Pero si se siente mal de esas aprensiones dichosas no me dépormenores, bastan generalidades...».

Ana escribía: «...Buenas noticias. Nada más que buenas noticias. Ya nohay aprensiones: ya no veo hormigas en el aire, ni burbujas, ni nada deeso; hablo de ello sin miedo de que vuelvan las visiones: me sientocapaz de leer a Maudsley y a Luys, con todas sus figuras de sesos ydemás interioridades, sin asco ni miedo. Hablo de mi temor a la locuracon Quintanar como de la manía de un extraño. Estoy segura de mi salud.Gracias, amigo mío; a usted se la debo. Si no me prohibiera usted filosofar, aquí le explicaría por qué estoy segura de que debo al plande vida que me impuso la felicidad inefable de esta salud serena, deeste placer refinado de vivir con sangre pura y corriente en medio de laatmósfera saludable... pero nada de retórica; recuerdo cuánto ledisgustan las frases.... En fin, estoy como un reloj, que es la expresiónque usted prefiere. El régimen respetado con religiosa escrupulosidad.El miedo guarda la viña, seré esclava de la higiene. Todo menos volver alas andadas. Continúo mi diario, en el cual no me permito el lujo deperderme en psicologías ya que usted lo prohíbe también. Todos losdías escribo algo, pero poco. Ya ve que en todo le obedezco. Adiós. Noretarde su visita. Quintanar le saluda... roncando.

Ronca, es un hecho. En aquel tiempo la Regenta hubiera mirado esto como una desgraciasuya, que le mandaba exprofeso el destino para ponerla a prueba. ¡Unmarido que ronca! Horror...

basta. Veo que tuerce usted el gesto.Perdón. No más cháchara. A Frígilis que venga con usted o antes. Diga loque quiera mi esposo, si Crespo no viene a prepararme la caña y aconvencer a las truchas de que se dejen pescar no haremos nada. Adiósotra vez. La esclava de su régimen, q. b.

s. m.,

Anita Ozores de Quintanar».

Después de firmar y cerrar esta carta, Ana se puso a continuar otra quehabía empezado a escribir por la mañana.

Ahora la pluma corría menos, se detenía en los perfiles.

Por un capricho la Regenta procuraba imitar la letra de la carta a quecontestaba y que tenía delante de los ojos.

«...No se queje de que soy demasiado breve en mis explicaciones. Ya letengo dicho, amigo mío, que Benítez me prohíbe, y creo que con razón,analizar mucho, estudiar todos los pormenores de mi pensamiento. No yael hacerlo, sólo el pensar en hacerlo, en desmenuzar mis ideas, me da laaprensión de volver a sentir aquella horrorosa debilidad del cerebro....No hablemos más de esto. Bastante hago si le escribo, pues prohibido melo tienen. Pero entendámonos. Lo prohibido no es escribir a usted.¿Hablo ahora claro? Lo prohibido es escribir mucho, sea a quien sea, ysobre todo de asuntos serios.

»¿Qué cuándo volvemos a Vetusta? No lo sé. Fermín, no lo sé.

»Que yo estoy mucho mejor. Es verdad. Pero quien manda, manda. Benítezes enérgico, habla poco pero bien; ha prometido curarme si se leobedece, abandonarme si se le engaña o se desprecian sus mandatos. Estoydecidida a obedecer. Usted me lo ha dicho siempre: lo primero es quetengamos salud.

»¿Que hay tibieza tal vez? No, Fermín, mil veces no. Yo le convencerécuando vuelva.

»¿Que rezo poco? Es verdad. Pero tal vez es demasiado para mi salud. ¡Siyo dijera a Quintanar o a Benítez el daño que me hace, sana y todo,repetir oraciones!... Que en mis cartas no hablo más que de don Víctor ydel médico. ¿Pero de qué quiere que le hable? Aquí no veo más que a mimarido; y Benítez me acaba de salvar la vida, tal vez la razón.... Ya séque a usted no le gusta que yo hable de mis miedos de volverme loca...pero es verdad, los tuve y le hablo de ellos, para que me ayude aagradecer al médico (de quien tanto hablo) mi salvación intelectual.¿Para qué me hubiera querido mi hermano mayor del alma, sin elalma, o con el alma obscurecida por la locura?...

»¿Que se acabó esto y se acabó lo otro...? No y no. No se acabó nada. Asu tiempo volverá todo. Menos el visitar a doña Petronila. No mepregunte usted por qué, pero estoy resuelta a no volver a casa de esaseñora. Y... nada más. No puedo ser más larga. Me está prohibido(¡otra vez!). Acabo de cenar. Su más fiel amiga y penitente agradecida.

Ana Ozores».

«P. D.—¿Qué se conoce que tengo buen humor? También es verdad. Me lo dala salud. Si lo tuviera malo y pensara mal, creería que a usted le pesade mi buen humor, a juzgar por el tono con que lo dice. Perdón portodas las faltas».

Anita leyó toda esta carta. Tachó algunas palabras; meditó y volvió aescribirlas encima de lo tachado.

Y mientras pasaba la lengua por la goma del sobre, moviendo la cabeza aderecha e izquierda, encogió los hombros y dijo a media voz:

—No tiene por qué ofenderse. Se acostó en el lecho blanco y alegre queestaba junto al de Quintanar.

El viejo madrugaba más que Ana, y salía a la huerta a esperarla. A lasocho tomaban juntos el chocolate en el invernáculo que él llamaba concierto orgullo enfático la serre.

—¡Si esto fuera nuestro!...—pensaba a veces Quintanar contemplandolas plantas exóticas de los anaqueles atestados y de los jarronesetruscos y japoneses más o menos auténticos.

La Regenta no pensaba en los títulos de propiedad del Vivero; gozaba dela naturaleza, de la salud y del relativo lujo que habían acumulado losVegallana en su famosa quinta, sin fijarse en nada más que gozar. Vivíaallí como en un baño, en cuya eficacia creía.

Don Víctor salió de la huerta y atravesando prados, pumaradas y tierrasde maíz, buscó entre las casuchas vecinas la bajada al río Soto, y porsu orilla el lugar más a propósito para sentar sus reales y pescar, encuanto volviese Anselmo con los trastos necesarios.

Ana, durante las horas del calor, que ya era respetable, subió a sugabinete, y después de leer un poco, tendida sobre el lecho blanco, seacercó al escritorio de palisandro, y hojeó su libro de memorias.Siempre hacía lo mismo; antes de empezar a escribir en él repasabaalgunas páginas, a saltos....

Leyó la primera que casi sabía de memoria. La leyó con cariño deartista. Decía así, en letra sólo para Ana inteligible, nerviosa yrapidísima:

«¡Memorias!... ¡Diario!... ¿por qué no? Benítez lo consiente».

Memorias de Juan García, podría decir algún chusco.... Pero como estono ha de leerlo nadie más que yo.... ¿Qué es ridículo? ¡Qué ha de ser!Más ridículo sería abstenerme de escribir (ya que es ejercicio que meagrada y no me hace daño, tomado con medida), sólo porque si lo supierael mundo me llamaría cursilona, literata... o romántica, como diceVisita. A Dios gracias, estos miedos al qué dirán ya han pasado. Lasalud me ha hecho más independiente. Sobre todo ¿qué han de decir sinadie ha de leerlo? Ni Quintanar. Nunca ha entendido mi letra cuandoescribo deprisa. Estoy sola, completamente sola. Hablo conmigo misma,secreto absoluto. Puedo reír, llorar, cantar, hablar con Dios, con lospájaros, con la sangre sana y fresca que siento correr dentro de mí.Empecemos por un himno. Hagamos versos en prosa. «¡Salud, salve! A tidebo las ideas nuevas, este vigor del alma, este olvido de larvas yaprensiones... y el equilibrio del ánimo, que me trajo la calmaapetecida...». Suspendo el himno porque Quintanar jura que se muere dehambre y me llama desde abajo, desde el comedor, con una aceituna en laboca.... ¡Ya bajo, ya bajo!... ¡Allá voy!..

El Vivero, Mayo 1... Llueve, son las cinco de la tarde y ha llovido todoel día. In illo tempore, me tendría yo por desgraciada sin más queesto. Pensaría en la pequeñez—y la humedad—de las cosas humanas, enel gran aburrimiento universal, etc., etc.... Y ahora encuentro natural yhasta muy divertido que llueva. ¿Qué es el agua que cae sobre esascolinas, esos prados y esos bosques? El tocado de la naturaleza. Mañanael sol sacará lustre a toda esa verdura mojada. Y

además, aquí en elcampo, la lluvia es una música. Mientras Quintanar duerme la siesta(costumbre nueva) y ronca (achaque antiguo y digno de respeto) yo abrola ventana y oigo el

rumor

de

la

lluvia

sobre

las

hojas

y

el

ruido

de

las

alas

de las palomas

que se esponjan sobre los tejadillos de su palomar cuadrado, entrando ysaliendo por las ventanas angostas. Ese palomar tiene algo de serrallo ode casa de vecindad, según se mire. La vida común con sus horas dehastío, de descuido, de pereza pública se refleja en las posturas deesas palomas, en sus pasos cortos, en el sacudir de las alas. Hayparejas que se juntan por costumbre, por deber, pero se aburren comosi cada cual estuviese en el desierto. De repente el macho, supongo queserá el macho, tiene una idea, un remordimiento, improvisa una pasión que está muy lejos de sentir, y besa a la hembra, y hace la rueda ycanta el rucutucua y se eriza de plumas.... Ella, sorprendida, sinsacudir la pereza corresponde con tibias caricias, y a poco, ambosfatigados, soñolientos, encontrando en la molicie de mojarse inmóviles,inflados, mayor voluptuosidad que en los devaneos, vuelven a suquietismo, tranquilos, sin rencores, sin engaño, sin quejarse de lamutua displicencia. ¡Racionales palomas!—Quintanar ronca; yo escribo....Pie atrás. Esto no iba bien. Había algo de ironía; la ironía siempretiene algo de bilis.... Los amargos abren el apetito... pero más valetenerlo sin necesitarlos. A otra cosa.

Llueve todavía. No importa. Todo el diluvio no me arrancaría hoy ungesto de impaciencia. La ventana está cerrada, los regueros del aguaresbalando por el cristal me borran el paisaje. Víctor ha salido conFrígilis (segunda visita del buen Crespo, el único grande hombre queconozco de vista.) Bajo un paraguas de Pinón de Pepa—el casero de losmarqueses—recorren, como cobijados en una tienda de campaña, el bosquede encinas que mi marido llama siempre seculares. Van a comprobar no séqué experimento de química, invención de Frígilis, según él.

Dios leshaga felices y les conserve los pies secos. Hoy me siento inclinada a lahistoria, a los recuerdos. No los temo. Poco más de cinco semanas hanpasado y ya me parece de la historia antigua todo aquello.

¡Qué tres días! Yo me figuraba estar prostituida de un modo extraño(aquí la letra de la Regenta se hace casi indescifrable para ellamisma.) ¡Todo Vetusta me había visto los pies desnudos, en medio de unaprocesión, casi casi del brazo de Vinagre! ¡Y tres días con los piesabrasados por dolores que me avergonzaban, inmóvil en una butaca! Llaméa Somoza que se excusó. Vino el sustituto Benítez, silencioso, frío;pero comprendí que me observaba con atención cuando yo no le miraba.Debía de creer que yo me iba volviendo loca. Él lo niega, dice que todoaquello lo explica la exaltación religiosa y la exquisita moralidad conque decidí sacrificarme al bien del que creía ofendido por mispensamientos y desaires. Benítez cuando se decide a hablar parecetambién un confesor. Yo le he dicho secretos de mi vida interior comoquien revela síntomas de una enfermedad. Conocía yo cuando le hablaba deestas cosas, que él, a pesar de su rostro impasible, me estabaaprendiendo de memoria.... El mal subió de los pies a la cabeza. Tuvefiebre, guardé cama... y sentí aquel terror... aquel terror pánico a lalocura. De esto no quiero hablar ni conmigo misma. Lo dejo por hoy; voyal piano a recordar la Casta diva...

con un dedo».

Pasó Ana, sin querer leerlas, algunas hojas. En ellas había escrito lahistoria de los días que siguieron al de la procesión, famosa en losanales de Vetusta. Sí, se había creído prostituida; aquella publicidaddevota le parecía una especie de sacrificio babilónico, algo comoentregarse en el templo de Belo para la vigilia misteriosa. Ademássentía vergüenza; aquello había sido como lo de ser literata, una cosaridícula, que acababa por parecérselo a ella misma. No osaba pisar lacalle. En todos los transeúntes adivinaba burlas; cualquier murmuracióniba con ella, en los corrillos se le antojaba que comentaban su locura.«Había sido ridícula, había hecho una tontería»; esta idea fija laatormentaba. Si quería huir de ella, se la recordaba sin cesar el dolorde sus pies, que ardían, como abrasados de vergüenza; aquellos pies quehabían sido del público, desnudos una tarde entera.

Si quería consolarse con la religión y el amparo del Magistral, su malera mayor, porque sentía que la fe, la fe vigorosa, puramente ortodoxa,se derretía dentro de su alma. En cuanto