La Regenta by Leopoldo Alas - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Probablemente Benítez condenaría este afán de leer y me prohibiría ladesmedida afición. ¡Oh, qué cosas tan nuevas encuentro en estos librosque apenas entendía en Loreto! Los dioses, los héroes, la vida al airelibre, el arte por religión, un cielo lleno de pasiones humanas, elcontento de este mundo... el olvido de las tristezas hondas, delporvenir incierto... un pueblo joven, sano en suma.... Quisiera saberdibujar para dar formas a estas imágenes de la Mitología que measedian».

Ana, después de leer estas y otras páginas, escribió sus impresiones deaquellos días. Don Víctor vino a interrumpirla para anunciarle que yahabía instalado su tienda de campaña a la orilla del río, en el parajemás ameno y fresco, junto a una mancha de sombra en el agua, dondeinfaliblemente habría truchas.

Desde aquella tarde pescaron. Pescaron poco, pero muy alabado. Ana leíasentada en su banqueta de lona blanca con franjas azules, mientrassujetaba la caña con la mano izquierda, sin más fuerza que la necesariapara que la corriente no la llevase.

Mientras ella, a orillas del río Soto, a media legua de Vetusta encompañía de su Quintanar, dejaba a las truchas escapar muertas de risa,su imaginación, vuelta a los tiempos y a los parajes clásicos, se bañabaen el Cefiso, aspiraba los perfumes de las rosas del Tempé, volaba alEscamandro, subía al Taigeto y saltaba de isla en isla de Lesbos a lasCíclades, de Chipre a Sicilia....

Día hubo en que viajaba con Baco, Anita, recorriendo la India, o biennavegando en el barco prodigioso de cuyo mástil floreciente pendíanracimos y retorcidos tallos, y tuvo que saltar de repente a la prosaicaorilla del Soto, llamada por la voz del ex-regente que gritaba:

—¡Pero muchacha, que te están comiendo el cebo!

No importaba; Ana era feliz y Quintanar también. «¡Parece otro!» sedecía ella. «¡Parece otra!» pensaba él.

El tiempo volaba. Junio se metió en calor. Vetusta en verano es unaAndalucía en primavera.

Ana todas las mañanas, por la fresca recorríala huerta y sacudía las ramas cargadas de cerezas acompañada de donVíctor, Pepe el casero y Petra; llenaban grandes cestas, forradas conhojas de higuera, de aquellos corales húmedos y relucientes; y laRegenta sentía singular voluptuosidad sana y risueña al pasar lafinísima mano blanca por las cerezas apiñadas sobre la verdura de lashojas anchas y bordadas. Aquellas cestas iban a Vetusta a casa delMarqués y a veces a las de sus amigos. Una mañana vio Ana que Petra yPepe llenaban de la más colorada fruta un canastillo de paja blanca y decolores. Ana se acercó a ayudarlos. De pronto dijo:

—¿Para quién es esto?—Para don Álvaro—contestó Petra.

—Sí, voy a llevárselo yo mismo a la fonda—añadió Pepe sonriendo ya ala propina que veía en lontananza.

Ana sintió que su mano temblaba sobre las cerezas y aquel contacto lepareció de repente más dulce y voluptuoso.

Y cuando nadie la veía, a hurtadillas, sin pensar lo que hacía, sinpoder contenerse, como una colegiala enamorada, besó con fuego la pajablanca del canastillo. Besó las cerezas también... y hasta mordió unaque dejó allí, señalada apenas por la huella de dos dientes.

Y asustada de su desfachatez pensó todo el día en la aventura, sinvergüenza.

«¡También esto era cosa de la salud!».

La víspera de San Pedro, por la noche, el Magistral recibió un B. L. M.del marqués de Vegallana invitándole a pasar el día siguiente, desde lahora en que le dejasen libre sus deberes de la catedral, en el Vivero encompañía de los dueños de la quinta y de sus actuales inquilinos losseñores de Quintanar, más otros muchos buenos amigos. Pertenecía elVivero a la parroquia rural de San Pedro de Santianes; Pepe el caseroera aquel año factor de la fiesta de la parroquia, y pensaba echar lacasa por la ventana, «para no dejar mal al señor Marqués».

Anita, en la postdata de su última carta decía al confesor:

«El Marqués me ha dicho que piensa invitar a usted a la romería de SanPedro. Somos nosotros los factores... Supongo que no faltará usted.Sería un solemne desaire».

«No, no faltaré, pensaba don Fermín dando vueltas en la cama. Ojalátuviera valor para faltar, para despreciaros, para olvidarlo todo...pero ya estoy cansado de luchar con esta maldita obsesión que me vencesiempre. Sí, si he de acabar por ir, si estoy seguro de que al fin he detomar el camino del Vivero, más vale ahorrarme el tormento de la batallay declararme vencido. Iré».

Y no pudo dormir una hora seguida en toda la noche. Pero esto eraachaque antiguo ya. Desde que Anita « había vuelto a engañarle» donFermín no gozaba hora de sosiego.

Como el Marqués no le había invitado a hacer el viaje en su coche, locual tal vez indicaba cierta frialdad premeditada, que De Pas fingía nosentir, tuvo el señor canónigo que ir en persona a alquilar una berlina.Mandó que le esperase fuera del Espolón a las diez en punto. Fue a lacatedral, pero no pudo parar allí y a las nueve y media ya estaba enmedio de la carretera de Santianes o del Vivero paseándola a lo ancho,agitado, pálido, de un humor de mil diablos.

«¿A qué voy yo allá? De fijo estará el otro. ¿Que voy yo a hacer allí?¡Maldito Vivero!». La berlina tardaba. De Pas daba pataditas deimpaciencia. Por fin llegó el coche destartalado, sucio, a paso detortuga.

—¡Al Vivero, a escape!—gritó don Fermín dejándose caer como un plomosobre el asiento duro que crujió.

Sonrió el cochero, sacudió un latigazo al aire, el caballo extenuadosaltó sobre la carretera dos o tres minutos, y como si aquello fueseuna falta de formalidad indigna de sus años, que eran muchos, volvió alpaso perezoso sin protesta de nadie.

El Magistral recordó que en aquella misma berlina u otro coche de lamisma casa por lo menos, pocas semanas antes iba él llorando de alegría,llena el alma de esperanzas, de proyectos que le hacían cosquillas enlos sentidos y en lo más profundo de las entrañas. Y ahora unpresentimiento le decía que todo había acabado, que Ana ya no era suya,que iba a perderla, y que aquel viaje al Vivero era ridículo; que siestaba allí Mesía, como era casi seguro, todas las ventajas eran delpetimetre. Vestía el Provisor balandrán de alpaca fina con botones muypequeños, de esclavina cortada en forma de alas de murciélago. Teníaalgo su traje del que luce Mefistófeles en el Fausto en el acto de laserenata. Había deliberado mucho tiempo a solas:

¿qué ropa llevaría?Cada vez le pesaba más la sotana y le abrumaba más el manteo. Elsombrero de teja larga era odioso; demasiado corto era cursi, ridículo,parecía cosa de don Custodio; muy cerrado, antiguo, muy abierto, indignode un Vicario general. ¿Iría de levita? ¡Vade retro! No, el cura delevita se convierte por fuerza en cura de aldea o en clérigo liberal. ElMagistral muy pocas veces recurría a tal indumentaria. Oh, si le fueralícito vestir su traje de cazador, su zamarra ceñida, su pantalón fuertey apretado al muslo, sus botas de montar, su chambergo, entonces sí,iría de paisano, y la vanidad le decía que en tal caso no tendría quetemer el parangón con el arrogante mozo a quien aborrecía. Sí, a quienaborrecía. Don Fermín ya no se lo ocultaba a sí mismo. No daba nombre asu pasión, pero reconocía todos sus derechos y estaba muy lejos desentir remordimientos. «Él era cura, cura, una cosa ridícula, puestaslas cosas en el estado a que habían llegado». Había comprendido que Anasentía repugnancia ante el canónigo en cuanto el canónigo queríademostrarle que además era hombre. «¡Y sí era hombre vive Dios que erahombre, y tanto y más que el otro; capaz de deshacerle entre sus brazos,de arrojarle tan alto como una pelota!...». Dejaba de pensar en sustristezas y en su cólera. Miraba como tonto los accidentes del paisaje,los palos del telégrafo que iba dejando atrás de tarde en tarde. Tuvoque levantar los vidrios de las ventanillas porque el polvo le sofocaba.El sol le aburría y le picaba; no había cortinas. El viaje se hacíainterminable. Aquella media legua se había estirado indefinidamente. «ElMarqués se había portado como un grosero no ofreciéndole un asiento ensu coche. La culpa la tenía él que había aceptado el convite. ¿Pero quéremedio?».

Oyó el estrépito de cascos de caballo que machacaba la grava recientedetrás de la berlina. Se asomó a ver quiénes eran los jinetes yreconoció a don Álvaro y a Paco que pasaron al galope de dos hermososcaballos blancos, de pura raza española.

Ellos no le vieron; el placer de la carrera los llevaba absortos y norepararon en la mísera berlina que seguía al paso. Incapaz de toda nobleemulación, el mísero jaco de alquiler siguió caminando lo menos posible,seguro de que la felicidad no estaba en el término de ninguna carrera deeste mundo. Para comer mal siempre se llega a tiempo. Esta era toda sufilosofía. El cochero debía de ser discípulo del caballo.

Cuando el Magistral llegó al Vivero no había ningún convidado en lacasa, ni los Marqueses, ni los de Quintanar estaban tampoco.

Petra se le presentó vestida de aldeana, con una coquetería provocativa,luciendo rizos de oro sobre la cabeza, el dengue de pana sujeto atrás,sobre el justillo de ramos de seda escarlata muy apretado al cuerpoesbelto; la saya de bayeta verde de mucho vuelo cubría otra roja que sevislumbraba cerca de los pies calzados con botas de tela. Estaba hermosay segura de ello.

Sonrió al Magistral, y dijo:

—Los señores están en San Pedro.

—Ya lo suponía, hija mía, pero vengo muerto de sed y....

La aldeana fingida sirvió en la glorieta del jardín al Magistral unrefresco delicioso que improvisó con arte.

—Dios te lo pague, Petrica. Y hablaron. Hablaron de la vida que hacíanallí los señores.

Petra dijo que doña Ana parecía otra: ¡qué alegre! ¡qué revoltosa! nadade encerrarse en la capilla horas y horas, nada de rezar siglos ysiglos, nada de leer a su Santa Teresa eternidades....

Vamos, era otra.¿Y salud? Como un roble.

—¿El señorito Paco vino?—preguntó de repente De Pas.

—Sí, señor, hará un cuarto de hora. Llegaron él y el señorito Álvaro, acaballo, a escape; tomaron un refresco como usted, y corrieron a SanPedro.... Creo que no habían oído misa y quisieron coger la de lafiesta....

En aquel momento, hacia oriente sonaron estrepitosos estallidos decohetes cargados de dinamita.

—Ya están al alzar—dijo la doncella.

Petra observaba con el rabillo del ojo la impaciencia del Magistral, quepreguntó:

—¿La iglesia está cerca, creo, saliendo por ahí por el bosque, verdad?

—Sí, señor; pero hay tres callejas que se cruzan y puede darse en elrío en vez de... si quiere usted ir, le acompañaré yo misma; ahora notengo nada que hacer allá dentro....

—Si eres tan amable.... Petra echó a andar delante del Magistral. Por unpostigo salieron de la huerta y entraron en el bosque de corpulentasencinas y robles retorcidos y ásperos. Ocupaba el bosque las laderas deuna loma y el altozano, que era lo más espeso. Subía un repecho y donFermín veía los bajos irisados de chillona bayeta que mostraba sin miedoPetra, más algo de la muy bordada falda blanca y de una media de sedacalada, refinada coquetería que quitaba propiedad al traje y por lomismo le daba picante atractivo.

—¡Qué calor, don Fermín!—decía la rubia, enjugando el sudor de lafrente con pañuelo de batista barata.

—Mucho, rubita, mucho—respondía el Magistral, desabrochándose elmaldito balandrán y soplando con fuerza.

—Y eso que a usted la fatiga no debe rendirle, que allá en Matalerejotengo entendido que corre como un gamo por los vericuetos....

—¿Quién te lo ha dicho a ti?

—¡Bah! Teresina...—¿Sois amigas, eh?—Mucho. Silencio. Los dosmeditan. El canónigo reanuda el diálogo.

—No creas; yo, aquí donde me ves, soy un aldeano; juego a los bolos queya ya....

Petra se detuvo y se volvió para ver a don Fermín que hacía el ademán dearrojar una bola de roble por la cóncava bolera adelante....

Rió la doncella y continuando la marcha, dijo:

—No, que es usted fuerte no necesita decirlo: bien a la vista está.

Callaron otra vez. Detrás de la loma, y ya más cerca, estallaron cohetesde dinamita y en seguida la gaita y el tamboril de timbre tembloroso,apagadas las voces por la distancia, resonaron al través de la hojarascadel bosque.

La gaita hablaba a las entrañas del Provisor y de Petra, ambos aldeanos.Volvieron a mirarse y a sonreírse.

—Ya vuelven—dijo Petra, deteniéndose de nuevo.

—¿Llegamos tarde?

—Sí, señor; la comitiva tomará el camino de la calleja de abajo ycuando lleguemos nosotros a la iglesia, ya estarán en el Vivero....

—De modo....

—De modo, que es mejor volvernos. ¡Ay, don Fermín, perdóneme usted estepaseo... esta molestia!...

—No, hija, no hay de qué... al contrario.... Aquí se está bien... estasombra... pero yo estoy algo cansado... y con tu permiso... entreaquellas raíces, sobre aquel montón verde y fresco de yerba segada...¿eh? ¿qué te parece? voy a sentarme un rato....

Y lo hizo como lo dijo. Petra, sin atreverse a sentarse y sin quererdejar el puesto, miró al suelo ruborosa, hizo movimientos felinos, y sepuso a retorcer una punta del delantal....

—¿Cansado? ¡bah!—se atrevió a decir—un mozo como usted....

La gaita y el tambor llenaban las bóvedas verdes con sus chorretadas,alegres ahora, luego melancólicas, cargadas siempre de ideales perfumescampestres, de recuerdos amables.

El Magistral mordía yerbas largas y ásperas y meditaba con una sonrisaamarga entre los labios. «¡Ironías de la suerte! El fruto que seofrecía, que le caía en la boca, allí... despreciado... y el imposiblecodiciado... cuanto más imposible, más codiciado.... Sin embargo, paraque fuese menos ridícula su situación en el Vivero, le parecía muyoportuno poner por obra lo que meditaba. Y además, a él le conveníatener de su parte a la doncella de la Regenta, hacerla suya,completamente suya...».

—Petra....

—¿Señor?—gritó ella fingiendo susto.

—¿Quieres crecer? Pues bastante buena moza eres. Mira, no seas tonta...si no tienes prisa...

puedes sentarte.... Así como así, yo quisierapreguntarte... algunas cositas respecto de....

—Lo que usted quiera, don Fermín. Por aquí de fijo no pasa nadie;porque, sobre que poca gente atraviesa el bosque para ir a la iglesia,los que van siguen la trocha casa del leñador; es muy fresca y tieneasientos muy cómodos.

—Mejor que mejor. Hablaremos más a gusto. Vamos allá.

Se levantó y emprendieron la marcha. Subían en silencio. El monte sehacía más espeso.

La gaita y el tambor sonaban ya muy lejos, como una aprensión de ruido.

Petra, al llegar a la casa del leñador, se dejó caer sobre la yerba,algo distante de don Fermín; y encarnada como su saya bajera, se atrevióa mirarle cara a cara con ojos serios y decidores.

El Magistral se sentó dentro de la cabaña.

Hablaron. Por algo don Fermín temía el momento de encontrarse con lacomitiva, como decía Petra. Cuando media hora después entraba solo porel postigo del bosque en la huerta, lo primero que vio fue a la Regentametida en el pozo seco, cargado de yerba, y a su lado a don Álvaro quese defendía y la defendía de los ataques de Obdulia, Visita, Edelmira,Paco, Joaquín y don Víctor que arrojaban sobre ellos todo el heno quepodían robar a puñados de una vara de yerba, que se erguía en la próximapomarada de Pepe el casero.

El Marqués gritaba desde la galería del primer piso:

—¡Eh, locos! ¡locos! que os echo los perros, que destrozáis la yerba dePepe.... ¿Qué va a cenar el ganado? ¡Locos!...—Pepe, no lejos del pozo,vestido con los trapos de cristianar, más una corbata negra que habíacreído digna de un factor, dejaba hacer, dejaba pasar, se rascaba lacabeza y sonreía gozoso....

—Deje, señor, deje que rebrinquen los señoritos, que la erba yo laapañaré... en sin perjuicio....

La Regenta, con la cabeza cubierta de heno, con los ojos medio cerrados,no pudo ver al Magistral hasta que se acabó la broma y le tocó salir delpozo... con ayuda de don Álvaro y los que estaban fuera.

No se avergonzó de que su confesor la hubiera visto en tal situación....Le saludó amable, bulliciosa, y volvió con Obdulia, con Visita y conEdelmira a correr por la huerta, seguidas de Paco, Joaquín, don Álvaroy don Víctor.

Del Magistral se apoderó el Marqués que le llevó al salón donde estabanla Marquesa, la gobernadora civil, la Baronesa y su hija mayor, que noquería correr con aquellos locos; el Barón, Ripamilán, Bermúdez, quetampoco quería correr, Benítez el médico de Anita, y otros vetustensesilustres.

—Mire usted, señor Provisor—dijo Vegallana—; la fiesta se ha divididoen dos partes: como Pepe es el factor, ha convidado a todos los curas dela comarca, catorce salvo error; yo les he propuesto venirse a comeraquí con nosotros, pero como algunos de ellos son cerriles, comprendíque preferían verse libres de damas y caballeretes de la ciudad y se lesha puesto su mesa en el palacio viejo, donde yo pienso acompañarlos.Ahora bien, yo proponía a Ripamilán que viniese conmigo, pero él noquiere.... Si usted fuese tan amable que me acompañara, aquellos buenospárrocos se creerían honrados infinitamente... ¡ya ve usted, como ustedes el señor Vicario general!...

No hubo más remedio. El Magistral tuvo que comer con el Marqués y loscuras en el palacio viejo.

Petra se encargó de presidir el servicio de la mesa de aldea, aúnvestida de aldeana del país, y colorada, echando chispas de oro de losrizos de la frente, y chispas de brasa de los ojos vivos, elocuentes,llenos de una alegría maligna que robaba los corazones de los aldeanos yde algunos clérigos rurales.

A la hora del café don Fermín no pudo resistir más, se escapó como pudoy volvió a la casa nueva, donde la algazara había llegado a serestrépito de los diablos. En el momento de entrar él, don Víctor (conuna montera picona en la cabeza) cantaba un dúo con Ripamilán,rejuvenecido, junto al piano, que tocaba como sabía don Álvaro, con unpuro en la boca, zarandeando el cuerpo y cerrando y abriendo los ojosbrillantes que el humo del cigarro cegaba.

Las señoras ya no estaban allí. La Marquesa, la gobernadora y laBaronesa paseaban por la huerta; la gente joven, Obdulia, Visita, Ana,Edelmira y la niña del Barón, corrían solas por el bosque.

Se las oía gritar, desde la galería de cristales. Obdulia, Visita yEdelmira llamaban con aquellas carcajadas y chillidos a los hombres.

Así lo comprendió Joaquín que propuso a Paco dejar el concierto deQuintanar y don Cayetano y correr detrás de aquellas.

—Deja, luego—decía Paco, que gozaba mucho con las cancionesantiquísimas de Ripamilán y ya se iba cansando a ratos de su prima.

Cuando Quintanar y el Arcipreste se quedaron roncos, que fue pronto, sedejó el piano y se cumplieron los deseos de Orgaz. Él, Paco, Mesía yBermúdez salieron de la casa y entraron en el bosque. «Ya no se oían losgritos de aquellas». «¿Se habrían escondido?». «Eso debía de ser».

«A buscarlas cada cual por su lado».

«¡Magnífico! ¡magnífico!».

Se dispersaron y pronto dejaron de verse unos a otros.

Bermúdez, en cuanto se sintió solo, se sentó sobre la yerba. Unencuentro a solas con cualquiera de aquellas señoras y señoritas en unbosque espeso de encinas seculares, le parecía una situación que exigíauna oratoria especial de la que él no se sentía capaz. Y, sin embargo,¡qué deliciosa podría ser una conferencia íntima con Obdulia o con Ana sobre la verde alfombra!

El Magistral tuvo que quedarse con Ripamilán, don Víctor, el gobernador,Benítez y otros señores graves. Benítez era joven, pero prefería hacerla digestión sentado y fumando un buen cigarro.

Don Víctor se acercó al médico, en el hueco de un balcón y De Pas pudooír el diálogo que entablaron.

—¡Oh! no puede figurarse usted cuánto le debo.

—¿A mí, don Víctor?

—Sí a usted; Ana es otra. ¡Qué alegría, qué salud, qué apetito! Seacabaron las cavilaciones, la devoción exagerada, las aprensiones, losnervios... las locuras... como aquella de la procesión....

Oh, cada vezque me acuerdo se me crispan los... pues nada, ya no hay nada deaquello. Ella misma está avergonzada de lo pasado. Se ha convencido deque la santidad ya no es cosa de este siglo. Este es el siglo de lasluces, no es el siglo de los santos. ¿No opina usted lo mismo, señorBenítez?

—Sí señor—dijo el médico sonriendo y chupando su cigarro.

—¿De modo que usted opina que mi mujer está curada del todo?...¿radicalmente?...

—Doña Ana, amigo mío, no estaba enferma; se lo he dicho a usted cienveces; lo que tenía se curaba sin más que cambiar de vida; pero no eraenfermedad... por eso no puede decirse con exactitud que se ha curado...por lo demás... esa misma exaltación de la alegría, ese optimismo, eseolvido sistemático de sus antiguas aprensiones... no son más que elreverso de la misma medalla.

—¿Cómo? usted me asusta.

—Pues no hay por qué. Doña Ana es así; extremosa... viva...exaltada... necesita mucha actividad, algo que la estimule...necesita....

Benítez mascaba el cigarro y miraba a don Víctor, que abría mucho losojos, con expresión misteriosa de lástima un poco burlesca.

—¿Qué necesita?—Eso... un estímulo fuerte, algo que le ocupe laatención con... fuerza...; una actividad... grande... en fin, eso... quees extremosa por temperamento.... Ayer era mística, estaba enamorada delcielo; ahora come bien, se pasea al aire libre entre árboles y flores...y tiene el amor de la vida alegre, de la naturaleza, la manía de lasalud....

—Es verdad; no habla más que de la salud la pobrecita.

—¡Qué pobrecita! ¿Pobrecita por qué?

—¿Por qué? por esos extremos... por esos estímulos que necesita....

—¿Y eso qué importa? Su temperamento exige todo eso....

—¿De modo que usted cree que ayer era devota, exageradamente devotaporque... tal vez había quien influía en su espíritu en ciertosentido?...

—Justo. Es muy probable. Don Víctor, aturdido como solía, hablaba sinmiedo de ser oído, sin ver al Magistral, que fingiendo leer un periódicoy a ratos atender a Ripamilán, se esforzaba en no perder ni una palabradel diálogo del balcón.

—¿De modo... que el cambio de Anita se debe a... otra influencia?...¿su pasión por el campo, por la alegría, por las distracciones sedebe... a un nuevo influjo?

—Sí señor; es un aforismo médico: ubi irritatio ibi fluxus.

—¡Perfectamente! ¡ Ubi irritatio... justo, ibi... fluxus!

¡Convencido! Pero aquí el nuevo influjo... ¿dónde está? Veo el otro, elclero, el jesuitismo...

pero, ¿y este? ¿quién representa esta nuevainfluencia... esta nueva irritatio que pudiéramos decir?...

—Pues es bien claro. Nosotros. El nuevo régimen, la higiene, elVivero... usted... yo... los alimentos sanos... la leche... el aire...el heno... el tufillo del establo... la brisa de la mañana... etc., etc.

—Basta, basta; comprendido... la higiene... la leche... el olor delganado... ¡magnífico!... ¡De modo que Ana está salvada!

—Sí señor.—¿Porque esta nueva exageración no puede llevarnos a nadamalo?...

Benítez escupió un pedazo del puro, que había roto con los dientes, ycontestó con la misma sonrisa de antes:

—A nada.—¡Santa Bárbara!—gritó Quintanar cerrando los ojos yponiéndose en pie de un salto.

Y tras el relámpago, que le había deslumbrado, retumbó un trueno quehizo temblar las paredes. Cesaron todas las conversaciones, todos sepusieron en pie; Ripamilán y don Víctor estaban pálidos. Eran doshombres valientes de veras que se echaban a temblar en cuanto sonaba untrueno.

Ripamilán, aunque algo sordo de algunos años acá, había oídoperfectamente la descarga de las nubes y ya se sentía mal. No teníabastante confianza para pedir un colchón con que taparse la cabeza,según acostumbraba hacer en su casa.

Todos los convidados, menos los dos miedosos, se acercaron a losbalcones para ver llover.

Caía el agua a torrentes. Allá al extremo dela huerta se veía a la Marquesa y a las señoras que la acompañabanrefugiadas bajo la cúpula del Belvedere que dominaba el paisaje, en unaesquina del predio, junto a la tapia.

—¿Y los chicos?—preguntó Ripamilán asustado, fingiendo temer por losdemás.

Llamaba los chicos a los que habían salido al bosque.

—¡Es verdad! ¿Qué era de ellos? Hay que buscarlos.... Se van a ponerperdidos—exclamó Quintanar, acordándose de su mujer, lleno deremordimientos por no haberlo dicho antes.

El Magistral no pensaba en otra cosa, pero callaba. Estaba pasando unpurgatorio y aquello era ya el colmo. «Los otros en el bosque... y elcielo cayendo a cántaros sobre ellos.... ¡A qué cosas no estaríaobligando la galantería de don Álvaro en aquel momento!».

—Es preciso ir a buscarlos—decía el gobernador.

—Hay que llevarles paraguas...—Y el caso es que la Marquesa estásitiada por el chubasco allá abajo y no puede disponer....

—Y el Marqués está con sus curas en el palacio viejo y no puede venir ymandar....

Y se deliberó largamente qué se haría.

—Hay que salvar a los náufragos—dijo el Barón a guisa de chiste.

El Magistral, que había salido del salón, se presentó con dos paraguasgrandes de aldea, verdes, de percal. Ofreció uno a don Víctor, diciendo:

—Vamos, Quintanar, usted que es cazador... y yo que también lo soy...¡al monte! ¡al monte!

Y con los ojos, al decir esto, se lo comía, y le insultaba llamándolecon las agujas de las pupilas idiota, Juan Lanas y cosas peores.

—¡Bravo, bravo!—gritaron aquellos señores, que aplaudían el heroísmoajeno.

Un trueno formidable, simultáneo con el relámpago, estalló sobre la casay puso pálidos a los más valientes.

—¡Vamos, vamos, pronto!—gritó el Magistral, cuya palidez no lacausaba la tormenta. El trueno le sonaba a carcajadas de su mala suerte,a sarcasmos del diablo que se burlaba de él y de su miserable condiciónde clérigo.

—Pero... don Fermín—se atrevió a decir Quintanar—por lo mismo que soycazador... conozco el peligro.... El árbol atrae el rayo.... Ahí arribatambién hay laureles, el laurel llama la electricidad; ¡si fueran pinosmenos mal! ¡pero el laurel!...

—¿Qué quiere usted decir? ¿Que los parta un rayo a los otros? No veusted que con ellos está doña Ana....

—Sí, verdad es... pero ¿no podría ir Pepe con algún criado... conAnselmo...? Usted va a mojarse el balandrán... y la sotana....

—¡Al monte! ¡don Víctor, al monte!—rugió el Provisor.

Y la voz terrible fue apagada por un trueno más horrísono que losanteriores.

—Señores—dijo Ripamilán que estaba escondido en una alcoba—. No seapuren ustedes, los chicos deben de estar a