La Regenta by Leopoldo Alas - HTML preview

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Lo que más le irritaba era que su conciencia le envolvía a él también enel general desprecio....

«Todo era pequeño, asqueroso, bajo... y él comotodo».

«¿Y lo que había dicho el médico? Ubi irritatio... es decir que Anacaería en brazos de don Álvaro... ¡que era fatal aquella caída!... Ytanto misticismo, y tanto hermano mayor del alma...

¿para qué habíaservido? Farsa, hipocresía, hipocresía inconsciente, como la propia,como la del universo entero...».

El Magistral daba diente con diente. El frío le hizo pensar en la ropa,la ropa en su madre.

«Esta es otra. ¿Qué va a decir al verme entrar así? Tendré que inventaruna mentira. ¡Bah! una más, ¿qué importa?... Y los otros allá... a susanchas.... Podrán, si quieren, cometer sus torpezas delante del mismoidiota del marido.... Oh, ¿quién es aquí el marido? ¿Quién es aquí elofendido?

¡Yo, yo! que siento la ofensa, que la preveo, que la huelo enel aire... no él que no la ve aun puesta delante de los ojos...».

Idea tuvo de arrojarse del coche, y a pie, a todo correr, volver furiosoal Vivero a sorprender

«lo que el presentimiento le daba por seguro, loque no había pasado tal vez en el bosque, pero lo que estaría pasando enla casa... entre aquellos borrachos disimulados y aquellas damaslascivas, locas y encubridoras...».

Un trueno que retumbó sobre Vetusta sirvió de acompañamiento a la cóleradel canónigo.

—«¡Eso! ¡eso!—rugió mientras abría la portezuela y se apeaba frente asu casa—. ¡Esto sólo se arregla con rayos!».

Y entró en su casa después de pagar al cochero.

Los rayos que quería le esperaban arriba dispuestos a estallar sobre sucabeza.

Cuando se acostó aquella noche, pensaba que en su vida había tenido tanformidable reyerta con su señora madre, ni había visto jamás a doñaPaula ostentar mayores parches de sebo en las sienes.

Y al dormirse, la última idea que le perseguía, la que más leatormentaba con sus punzadas, era la del ridículo.

«¡Qué aventuras tan grotescas... qué horrorosa ironía de lo cómicodurante todo el día! Y... la culpa de todo la tenía la odiosa, larepugnante sotana...».

Los últimos pensamientos del Magistral fueron maldiciones. Pero a pesarde todo durmió, rendido por tanta fatiga.

Allá en el Vivero los convidados habían puesto a mal tiempo buena cara,y mientras en el palacio viejo los curas rurales, el Marqués, y algunosotros señores de Vetusta jugaban al tresillo a primera hora y más tardeal monte, que llamaba el clero del campo la santina, en la casa nuevatodas las damas y los caballeros que habían querido correr por losprados en la romería, procuraban divertirse como podían y se bailaba, setocaba el piano, se cantaba y se jugaba al escondite por toda la casa.Ya se sabía que al Vivero no se iba a otra cosa. Visitación, Obdulia yEdelmira también, eran las que conocían mejor los lugares másescondidos, dónde había puertas de escape, y todo lo que exigíanaquellos juegos infantiles a que se entregaban, sin pensar en los muchosaños que tenían varias de aquellas personas tan alegres.

A don Víctor se le recibió en triunfo; triunfo burlesco. Algunos, Visitay Paco entre ellos, querían coronarlo, pero él prefirió correr a sucuarto para mudarse de pies a cabeza.

Entró con él la Regenta para ayudarle.

—¿Y don Fermín?—preguntó.

—Tu don Fermín es un botarate, hija mía, y perdona—contestó Quintanarde mal humor, mientras se mudaba los calcetines.

Y refirió a su mujer todo lo que les había sucedido, menos el hallazgode la liga.

Ana convino en que De Pas había llevado la galantería a un extremoridículo, sobre todo ridículo, en un sacerdote.

—¿A quién le importará más mi mujer, a él o a mí?—repetía a cadainstante el marido, como supremo argumento contra el Magistral.

«Sí, pensaba Ana, tiene razón don Álvaro, ese hombre... tiene celos,celos de amante... y lo que ha hecho hoy ha sido una imprudencia.... Debohuir de él, tiene razón Álvaro».

Mesía y Paco, en los días anteriores, habían venido varias veces alVivero, a caballo; Mesía había encontrado a la Regenta expansiva,alegre, confiada: y sin hablar palabra de amor pudo conseguir que ellaescuchase consejos que él juraba higiénicos principalmente.

«El misticismo era una exaltación nerviosa».

En eso estaba Ana también, asustada todavía con los recuerdos de susaprensiones.

«Además, el Magistral no era un místico; lo menos malo que se podíapensar de él era que se proponía ganar a las señoras de categoría paraadquirir más y más influencia».

Cuando don Álvaro se atrevió a decir esto, ya sus confidencias habíansido muy íntimas.

De amor no se hablaba; Mesía, aunque con trabajo, respetaba a la Regentahasta el punto de no tocarle al pelo de la ropa. Ella se lo agradecía y,como en tiempo antiguo, procuraba aturdirse, no pensar en los peligrosde aquella amistad; y lo conseguía mejor que antes.

«Mi salud, pensaba, exige que yo sea como todas: basta para siempre decavilaciones y propósitos quijotescos y excesivos: quiero paz, quierocalma... seré como todas. Mi honor no padecerá... pero los escrúpulosme volverían a la locura, a las aprensiones horrorosas...».

Y temblaba recordando las tristezas y los terrores pasados.

La pasión, menos vocinglera que antes, subrepticia, seguía minando elterreno, y a los pocos latidos de la conciencia contestaba con sofismas.

Cuando Quintanar refirió los pasos imprudentes del Magistral, Ana sintiópor un momento algo de odio. «¿Cómo? ¿Su mismo confesor la comprometía?Si Víctor fuera otro, ¿no podría haber sospechado o de don Álvaro o delcanónigo mismo? ¿Pues no estaba bien claro que todo aquello eran celos?¡No faltaba más! ¡qué horror! ¡qué asco! ¡amores con un clérigo!».

Y ahora sí que la imagen de don Álvaro se le presentaba risueña,elegante, fresca y viva. «Al fin aquello estaba dentro de las leyesnaturales y sociales... a lo menos era cosa menos repugnante... menosridícula; no, lo que es ridículo, nada... ¡pero un canónigo!...».

Y le parecía que el pecado de querer a un Mesía era ya poco menos quenada, sobre todo si servía para huir de los amores de un Magistral...«¿Pero qué se habría figurado aquel señor cura?».

No se acordaba la Regenta ahora de aquello del «hermano mayor del alma»,ni de la leña que ella, sin mala intención, sin asomo de coquetería,había arrojado al fuego de que ahora se avergonzaba. La pasión, queahora halagaba con su nueva vida, vencedora, próxima a estallar, lesugería sofisma tras sofisma para encontrar repugnante, odiosa, criminalla conducta del Provisor, y noble y caballeresca la de Mesía.

El cual, aquella misma mañana en el pozo lleno de yerba, antes en elpatio de la iglesia, por las callejas, cuando venían detrás del tambory de la gaita, en el bosque, después en el carro de Pepe, donde veníanjuntos, casi sentada ella encima de él, sin poder remediarlo, más tardeen el salón, en todas partes y en todo el día le había estado dejandover que la adoraba, «pero no se lo había dicho, por respeto... a fuerzade quererla tanto».

Y comparando proceder con proceder, Anita encontraba abominable el delclérigo.

Y le faltó tiempo para decírselo a don Álvaro.

En tono confidencial, que al lechuguino le supo a gloria, le fuediciendo, cuando pudo hablarle sin que los oyeran:

—¿Qué le parece a usted la conducta del Magistral?

¿Que le había de parecer a don Álvaro? ¡Abominable! ¿Pues qué era lo queél, don Álvaro, tenía dicho? Que no había que fiarse del Provisor, etc.,etc.

—«Sí, Ana, está enamorado de usted, loco, loco... eso se lo conocí yohace mucho tiempo...

porque... porque...».

Y Álvaro sonreía de un modo que lo decía todo perfectamente, y hasta conacompañamiento de una música dulcísima que la Regenta creía oír dentrode sus entrañas; una música que le salía de los ojos y de la boca....«¡qué sabía ella! pero aquello era una delicia mucho más fuerte quetodas las del misticismo».

Cuando hablaban así, como otros dos hermanos del alma, empezaba lanoche, retumbaban los truenos lejanos y vibraban en el cielo losrelámpagos que a don Fermín le sorprendieron al entrar en Vetusta. Ana yMesía estaban solos apoyados en el antepecho de la galería del primerpiso, en una esquina de aquel corredor de cristales que daba vuelta atoda la casa. La mayor parte de los convidados abajo, en el salón, sepreparaban a volver a Vetusta, otros preferían aceptar la hospitalidadque los Marqueses les ofrecían en el Vivero por aquella noche. Todo eraabajo ruido, movimiento, órdenes confusas, broma, vacilaciones, unos quese quedaban y de repente preferían emprender el viaje, otros que sepreparaban a ocupar un asiento en un coche y volvían a la casaprefiriendo «dormir en el suelo aunque fuera». Ripamilán desde luegoaceptó la cama que le ofreció la Marquesa «para él solo».

—Vuelve la tormenta y yo no quiero bromas con la electricidad; meconsta que la carrera de un coche atrae el rayo.... Me quedo, me quedo.

Las baronesas prefirieron desafiar la tempestad. El Barón quería másquedarse, pero tuvo que seguirlas. También se metió en el coche elgobernador, pero su esposa se quedó con los Marqueses. Bermúdez volvió aVetusta; Visitación, Obdulia, Edelmira, Paco y Mesía se quedaban.

Mientras abajo se trataban a gritos y con idas y venidas tan arduasmaterias, Edelmira, Obdulia, Visita, Paco y Joaquín corrían como locospor el corredor del primer piso. Visitación estaba un poco borracha, notanto por lo que había bebido como por lo que había alborotado; Obduliadecía que tenía un clavo en la sien: había bebido mucho más, pero eltorbellino del baile, las emociones fuertes del escondite la manteníanen pie firme de puro excitada. Edelmira, maestra ya en el arte dedivertirse al estilo de la casa de sus tíos, estaba como una amapola yreía y gozaba con estrépito; su alegría era comunicativa y simpática.Paco la pellizcaba sin compasión y ella despedazaba los brazos de Paco;Joaquín Orgaz, que había conseguido aquella tarde algunas ventajaspositivas en el amor siempre efímero de Obdulia, pellizcaba también; yhabía carreras, tropezones, voces, aprietos, saltos, sustos, sorpresas.Ahora, mientras Ana y Álvaro hablaban asomados a la galería, sin miedoal agua que les salpicaba el rostro ni a los relámpagos que rasgaban elhorizonte negro enfrente de sus ojos, los demás, en la obscuridad delcorredor estrecho jugaban a un juego de niños que se llamaba en Vetusta el cachipote, y que consiste en esconder un pañuelo convertido enlátigo y buscarlo por las señas conocidas de: frío y caliente. El que loencuentra corre detrás de los otros a latigazos hasta llegar a la madre.Este juego inocente daba ocasión a multitud de sabrosos incidentes entreaquellos jugadores todos malicia. A menudo dos manos, una de hembra yotra de varón, buscaban en el mismo agujero el cachipote; los quecorrían se atropellaban, y la verdad histórica exige que se declare, pormás que parezca inverosímil, que muy a menudo aquellos chicos quecorrían como locos todos juntos por la estrecha galería, huyendo dellátigo, caían al suelo en confuso montón, mientras el zurriago les medíalas espaldas.

Y mientras abajo sonaba el ruido confuso y gárrulo de las despedidas ypreparativos de marcha, y detrás el estrépito de los que corrían en lagalería, y allá en el cielo, de tarde en tarde, el bramido del trueno,la Regenta, sin notar las gotas de agua en el rostro, o encontrandodeliciosa aquella frescura, oía por la primera vez de su vida unadeclaración de amor apasionada pero respetuosa, discreta, todaidealismo, llena de salvedades y eufemismos que las circunstancias y elestado de Ana exigían, con lo cual crecía su encanto, irresistible paraaquella mujer que sentía las emociones de los quince años al frisar conlos treinta.

No tenía valor, ni aun deseo de mandar a don Álvaro que se callase, quese reportase, que mirase quién era ella. «Bastante lo miraba, bastantese contenía para lo mucho que aseguraba sentir y sentiría de fijo».

«No, no, que no calle, que hable toda la vida», decía el alma entera. YAna, encendida la mejilla, cerca de la cual hablaba el presidente delCasino, no pensaba en tal instante ni en que ella era casada, ni en quehabía sido mística, ni siquiera en que había maridos y Magistrales enel mundo. Se sentía caer en un abismo de flores. Aquello era caer, sí,pero caer al cielo.

Para lo único que le quedaba un poco de conciencia, fuera de lopresente, era para comparar las delicias que estaba gozando con las quehabía encontrado en la meditación religiosa. En esta última había unesfuerzo doloroso, una frialdad abstracta, y en rigor algo enfermizo,una exaltación malsana; y en lo que estaba pasando ahora ella erapasiva, no había esfuerzo, no había frialdad, no había más que placer,salud, fuerza, nada de abstracción, nada de tener que figurarse algoausente, delicia positiva, tangible, inmediata, dicha sin reserva, sintrascender a nada más que a la esperanza de que durase eternamente. «No,por allí no se iba a la locura».

Don Álvaro estaba elocuente; no pedía nada, ni siquiera una respuesta;es más, lloraba, sin llorar por supuesto, «de pura gratitud, sólo porquele oían». «¡Había callado tanto tiempo! ¿Que había mil preocupaciones,millones de obstáculos que se oponían a su felicidad? Ya lo sabía él;pero él no pedía más que lástima, y la dicha de que le dejaran hablar,de hacerse oír y de no ser tenido por un libertino vulgar, necio, queera lo que el vulgo estúpido había querido hacer de él».

Siempre le había gustado mucho a Ana que llamasen al vulgo estúpido;para ella la señal de la distinción espiritual estaba en el despreciodel vulgo, de los vetustenses. Tenía la Regenta este defecto, tal vezheredado de su padre: que para distinguirse de la masa de loscreyentes, necesitaba recurrir a la teoría hoy muy generalizada del vulgo idiota, de la bestialidad humana, etc., etcétera.

Por fortuna, don Álvaro sabía perfectamente manejar este resorte: era élcapaz de despreciar, llegado el caso, al mismo sol del medio día si seoponía a sus pasiones. «Todo era preocupación, pequeñez de ánimo....Pero, ¿tenía él derecho para que Ana siguiera sus ideas y despreciaselas maliciosas y groseras aprensiones del vulgo? Oh, no; ya sabía que la letra estaba contra él.... Al fin, ¿qué era él? Un hombre que hablabade amor a una señora que era de otro, ante los hombres.... Ya lo sabía,sí; no exigía que Ana se hiciese superior a tantas tradiciones, leyes ycostumbres, lugares comunes y rutinas como le condenaban; claro quehabía en el mundo mujeres, virtuosas como la que más, que ya sabían aqué atenerse respecto de la letra de la ley moral que condenaba aquelamor de Mesía; pero ¿podía él pedir a Ana, educada por fanáticos, quehabía pasado su juventud en un pueblo como Vetusta, podía pedirla que sedignase siquiera alentar su pasión con una esperanza? Oh, no; demasiadosabía que no... bastaba con que le oyera.

¡Cuántos años había estado sinquerer oírle! ¡Y lo que él había padecido!... Pero, en fin, de esto yano había que acordarse. El dolor había sido infinito... infinito... perotodo lo compensaba la felicidad de aquel momento. Callaba Ana, oía...¿pues qué más dicha podía él ambicionar?...».

A la luz de un relámpago, la Regenta vio los ojos de Álvaro brillantesy envueltos en humedad de lágrimas.

También tenía las mejillas húmedas.... Ella no pensó que esto podía seragua del cielo.

«¡Estaba llorando aquel hombre... el hombre más hermoso que ella habíavisto, el compañero de sus sueños, el que debió haberlo sido de suvida!...».

«Pero ¿por qué hablaba de agradecimiento? ¿Porque ella no leinterrumpía? ¡Si él supiera... si él supiera que no podía nihablar!...».

Ana sentía un placer puramente material, pensaba ella, en aquel sitiode sus entrañas que no era el vientre ni el corazón, sino en el medio.Sí, el placer era puramente material, pero su intensidad le hacíagrandioso, sublime. «Cuando se gozaba tanto, debía de haber derecho agozar».

Cuando Álvaro, creyendo bastante cargada la mina, suplicó que se ledijera algo, por ejemplo, si se le perdonaba aquella declaración, si sele quería mal, si se había puesto en ridículo... si se burlaba de él,etc., Ana, separándose del roce de aquel brazo que la abrasaba, con unmohín de niña, pero sin asomo de coquetería, arisca, como un animaldébil y montaraz herido, se quejó... se quejó con un sonido gutural,hondo, mimoso, de víctima noble, suave. Fue su quejido como un estertorde la virtud que expiraba en aquel espíritu solitario hasta entonces....

Y se alejó de Álvaro, llamó a Visita... la abrazó nerviosa y dijo,pudiendo al fin hablar:

—¿A qué jugáis, locos...?

—Ahora ya a nada.... Jugábamos al cachipote, pero Paco y Edelmira estánallá en la esquina del otro frente disputando sobre quién tiene másfuerza, si ella o él.... Ven, ven, verás qué puños los de Edelmira.

En la más obscura de las galerías, en un rincón, amontonados estaban losdemás compañeros de broma; Edelmira y Paco espalda con espalda, como sebaila a veces la muñeira, sobre todo en el teatro, medían susfuerzas.... Paco resistía con dificultad el empuje violento de su prima,que gozando lo que ella y el diablo sabían, se incrustaba en la carne desu primo, más blanda que la suya, empeñada en vencerle y hacerle andarhacia adelante mientras ella andaba hacia atrás. Al cabo Edelmiravenció, y Paco, silbado por los presentes, propuso luchar de frente, conlas manos apoyadas en los hombros del contrario. Así se hizo y esta vezvenció Paco.

Joaquín propuso la misma lucha a Obdulia; Visita se atrevió a medir conla Regenta sus fuerzas. Joaquín y Ana vencieron. A don Álvaro, que notenía con quién luchar, se le vino a la memoria la escena del columpioen que le venció el maldito De Pas.... «Pero ahora le tenía debajo delos pies».

«Más valía maña que fuerza».

Siguieron los ejercicios corporales; el ruido del agua, la luz de losrelámpagos, los truenos lejanos, la obscuridad ambiente, los vapores dela comida, la estrechez del corredor, todo los animaba, los arrojaba ala alegría aldeana, a los juegos brutales de la lascivia subrepticia,moderados en ellos por instintos de la educación. Pero volvieron lospellizcos, los gritos, los puñetazos de las mujeres en la cabeza de losvarones. Ana jamás había asistido a escenas semejantes; ella y donÁlvaro no tomaban parte activa en la broma al principio, pero al fin letocó a la Regenta algún pellizco, ninguno de Mesía, a este varios deObdulia y Visita, y, sin pensarlo, Ana en la general contienda más deuna vez sintió su espalda oprimida por la de Álvaro, y aunque huía elcontacto delicioso, de un sabor especial, en cuanto lo notaba, elcontacto volvía, y Ana iba sintiendo emociones extrañas, nuevas deltodo, una inquietud alarmante, sofocaciones repentinas y una especie desed de todo el cuerpo que hasta le quitaba la conciencia de cuanto nofuese aquel rincón obscuro, estrecho, donde cantaban, reían, saltaban....Como una música lejana, dulcísima en su suavidad, recordaba todos lospormenores de la declaración amorosa de Mesía....

Fatigados con tanto movimiento y alardes de fuerza, choques yexcitaciones vanas, Paco y Joaquín, antes que Edelmira, Obdulia yVisita, dejaron de correr y enredar; y muy serios, con la melancolíadel cansancio, se pusieron a contemplar la luna que apareció en elhorizonte como una linterna en el campo de batalla de las nubes, queyacían desgarradas por el cielo.

Paco, con regular voz de barítono, cantó pedazos de Favorita y de Sonámbula y Joaquín salió por malagueñas, como él decía; en su vozhabía una tristeza que contrastaba con la alegría que le brillaba en losojos, clavados en los de Obdulia, quien aquella noche se había propuestodar el premio de sus favores, no el principal, al género flamenco. Porfortuna Joaquín se conformaba con el accèsit.

Don Víctor, que se aburría abajo, oyó cantar el Spirto gentil y subió.Le daba ahora por la música. Cantar óperas, a su modo, y oír cantar alos que afinaban más que él, era su delicia por aquella temporada, ysi todo esto se hacía a la luz de la luna, miel sobre hojuelas.

Todos en un grupo, respirando el fresco de la noche, contemplando laluna que salía por la bóveda desgarrando jirones de nubes de formacaprichosa, cantaban a la vez o por turno y hablaban en voz baja, comorespetando la majestad de la naturaleza dormida, con languidez delcuerpo y del alma.

Don Víctor era más soñador que ninguno de los presentes. Se acercó aMesía, consiguió entablar conversación particular con él; y comoencontró a su amigo más atento que nunca, más cordial, más afectuoso, notardó en abrirle el alma de par en par.

Cuando ya los otros se habían cansado de la luna y de las óperas y lasmalagueñas, don Víctor, que había comido bien y merendado con frecuenteslibaciones, seguía abriendo el pecho ante la atención de Mesía, atenciónmuda, intachable.

—Mire usted—decía el viejo—yo no sé cómo soy, pero sin creerme unTenorio, siempre he sido afortunado en mis tentativas amorosas; pocasveces las mujeres con quien me he atrevido a ser audaz, han tomado a malmis demasías... pero debo decirlo todo: no sé por qué tibieza oencogimiento de carácter, por frialdad de la sangre o por lo que sea, lamayor parte de mis aventuras se han quedado a medio camino.... No tengoel don de la constancia.

—Pues es indispensable.—Ya lo veo; pero no lo tengo. Mis pasiones sonfuegos fatuos; he tenido más de diez mujeres medio rendidas... y muypocas, tal vez ninguna puedo decir que haya sido mía, lo que se llamamía.... Sin ir más lejos....

Don Víctor, en el seno de la amistad, seguro de que Mesía había de serun pozo, le refirió las persecuciones de que había sido víctima, lasprovocaciones lascivas de Petra; y confesó que al fin, después deresistir mucho tiempo, años, como un José... habíase cegado en unmomento... y había jugado el todo por el todo. Pero nada, lo de siempre;bastó que la muchacha opusiera la resistencia que el fingido pudorexigía, para que él, seguro de vencer, enfriara, cejase en sudescabellado propósito, contentándose con pequeños favores y con elconocimiento exacto de la hermosura que ya no había de poseer.

Y de una en otra vino a declarar el hallazgo de la liga, aunque sindecir que había sido de su mujer. Le parecía una debilidad indigna de unmarido «de mundo» regalarle ligas a su señora.

Pidió consejo a Mesíarespecto de su conducta futura con Petra.

—¿Debo despedirla?—¿Tiene usted celos?—No señor; yo no soy el perrodel hortelano...

aunque he de confesar que algo me disgustó en el primermomento el descubrir aquella prueba de su liviandad.

—Pero ¿está usted seguro de que la liga es de Petra?

—Ah, sí; estoy absolutamente seguro.

Y siguió Quintanar hablando, hablando, sin trazas de dejarlo.

La alcoba en que dormían Ana y don Víctor tenía una ventana a la galeríaprecisamente del lado en que estaban conversando los dos amigos.

La Regenta abrió de repente las vidrieras y llamó a su marido.

—Pero, Víctor, ¿no te acuestas hoy?

Los dos amigos se volvieron. Quintanar tenía los ojos inflamados y lasmejillas encendidas....

Sus confidencias le habían rejuvenecido....

—¿Pero qué hora es, hija mía?

—Muy tarde.... Ya sabes que en la aldea nos recogemos temprano. LosMarqueses ya están recogidos.

Ahora mismo acaba de llamar la Marquesa a Edelmira, que duerme en sucuarto.

—Bobadas de mamá—dijo Paco del mal humor—apareciendo por un extremode la galería.

Edelmira prefería dormir con Obdulia, como es natural...y ahora doña Rufina la hacía acostarse en su misma alcoba.... Bobadas....Tonterías de mamá...

—Buena está Obdulia para dormir con nadie—dijo Visita que venía delcuarto contiguo al de Ana.

—¿Pues qué tiene?—Yo creo que una mica, una borrachera de milcosas, de ruido, de fatiga y hasta de vino... qué sé yo; ello es queestá en la cama dando ayes y dice que allí no se acuesta nadie, quequiere dormir sola... yo me voy junto a ella; voy a poner mi cama allado de la suya....

Buenas noches....

Y acercándose a la ventana sujetó a la Regenta por los hombros, le hablóal oído, le llenó de besos estrepitosos la cara y corrió a su cuarto,haciendo antes una mueca de conmiseración burlesca a Joaquinito Orgazque, cabizbajo y tristón, rondaba por los pasillos.

—Vamos, vamos, ya ves que todos se retiran. Víctor, a la cama.

Ana sonreía, hermosa y fresca con su traje sencillo de la hora deacostarse.

—¿Y ustedes?—dijo Quintanar.

—Nosotros—respondió Paco—nos hemos quedado sin cama porque a laseñora gobernadora le dio el capricho de tener miedo a los truenos yquedarse a dormir....

—¿De modo?...—preguntó Ana risueña.

—Que dormiremos en un sofá.—Vaya, vaya, pues buenas noches.

—Espera un poco, tonta, mira qué buena noche está... hablemos aquí unpoco....

—Yo no tengo sueño; tiene razón Paco; hablemos—dijo don Víctor, quehabía entrado en su cuarto y se había puesto las zapatillas y el gorrode borla de oro.

—¿Cómo hablar? no señor..., a la cama....

Y Ana, coqueta sin querer, amenazó graciosa, provocativa, con cerrar lasventanas y las contraventanas....

Mesía con un mohín le suplicó que esperase....

Y hablando en tono confidencial, comentando los sucesos del día, lasbromas, los juegos, estuvieron a la luz de la luna cerca de una horatodavía; Ana y su marido dentro, Paco, Joaquín y Álvaro en la galería....

Don Víctor estaba en sus glorias. Ver a su Anita alegre, expansiva, yallí, cerca del propio lecho, a los amigos jóvenes en cuya compañía sesentía él joven también, ¿qué mayor dicha? Ni la sombra de una sospechase le asomaba al alma al noble ex-regente. Ya todo era silencio en lacasa, todos dormían, y sólo en aquel rincón de la galería, junto aaquella ventana abierta había el ruido suave de un cuchicheo. Hablaban aveces dos o tres a un tiempo, pero todos en voz baja que parecía dar másintimidad e interés a lo que se decían. Ana esquivaba unas veces lasmiradas de don Álvaro, que fumaba apoyando un codo muy cerca de los deAnita, también reclinada sobre el antepecho. Otras veces, las más, losojos se clavaban en los ojos y sin que nadie pudiera remediarlo sedecían amores, cada vez más elocuentes.

Álvaro, de tarde en tarde, miraba de soslayo y con envidia y codicia alinterior de la alcoba....

Ana sorprendió alguna de aquellas miradasrápidas y compadeció al enamorado galán, sin tomar a mal su curiosidadindiscreta. Don Víctor no llevaba traza de poner fin al palique y Anamisma se creyó en el caso de decir:

—Vaya, vaya... hasta mañana; Víctor, adentro, adentro.

Y cerró las vidrieras en las narices de Álvaro y de los pollos. Paco yJoaquín desaparecieron en lo obscuro del corredor. Quintanar ya estabade espaldas, allá en el fondo de la alcoba, en mangas de camisa. DonÁlvaro no se movía; y vio a la Regenta detrás de los cristales, cerrandopausadamente las maderas; y ella en medio, en el hueco de luz, mirándoleseria, dulce...

y