Mesía explicó a la Regenta el caso. La había enterado de todo y de muchomás. Las tentativas del mísero don Víctor eran para la Regenta, graciasa las calumnias de Álvaro, delitos consumados. Pero ella no atribuía aesto la insolencia de la criada; temía que hubiese descubierto susamores con Mesía y que aquella soberbia, aquel desafío constante de susmiradas, de sus sonrisas y de sus gestos fuese amenaza de revelar a donVíctor su secreto.
—Ya ves como no era lo que tú temías, aprensiva.... Es muy posible,probable que la pobre chica no sospeche nada, que su atrevimiento no seamás que una amenaza al amo....
Ana se ruborizó. Todo aquello le repugnaba. «¡Aquel marido a quien ellahabía sacrificado lo mejor de la vida, no sólo era un maníaco, un hombrefrío para ella, insustancial, sino que perseguía a las criadas de nochepor los pasillos, las sorprendía en su cuarto, les veía las ligas!...¡Qué asco! No eran celos, ¿cómo habían de ser celos? Era asco; y unaespecie de remordimiento retrospectivo por haber sacrificado a semejantehombre la vida. Sí, la vida, que era la juventud».
«Álvaro—seguía pensando Ana—había hecho mal en revelarle aquellasmiserias, en hacer traición a Quintanar, por indigno que este fuera, ysobre todo en avergonzarla a ella con las aventuras ridículas yrepugnantes del viejo». Pero como tenía empeño en limpiar de toda culpaa su Mesía, a su señor, al hombre a quien se había entregado en cuerpo yen alma por toda la vida, según ella, pronto le disculpaba,reflexionando que «el pobre Álvaro hacía aquello por amor, por arrojardel pensamiento de su Ana todo escrúpulo, todo miramiento que pudieraatarla al viejo que había hecho de lo mejor de su vida un desierto detristeza».
«Tampoco le agradaba a Anita ver a su Álvaro metido en aquellos cuidadosdomésticos de despedir criadas; y menos encontrarle tan experto en elasunto; todo aquello, de puro prosaico y bajo, era repugnante, pero ¿quéremedio? Álvaro lo hacía por ella, por gozar tranquilamente de aquellafelicidad que tantos años de martirio le había costado...».
Estos y todos los demás lunares que en Mesía le obligaba a descubrir depoco acá el endiablado espíritu de análisis, camino de la locura segúnella, procuraba Ana convertirlos en otras tantas estrellas luminosas depura hermosura. Si alguna vez le sobrecogía la ida de perder a donÁlvaro, temblaba horrorizada, como en otro tiempo cuando temía perder aJesús.
Las primeras palabras de amor que Ana, ya vencida, se atrevió a murmurarcon voz apasionada y tierna al oído de su vencedor, no el día de larendición, mucho después, fueron para pedirle el juramento de laconstancia...
«Para siempre, Álvaro, para siempre, júramelo; si no es para siempre,esto es un bochorno, es un crimen infame, villano...».
Mesía había jurado, y seguía jurando todos los días, una eternidad deamores.
La idea de la soledad después de aquello, le parecía a la Regenta máshorrorosa que en un tiempo se le antojara la imagen del Infierno.
Con amor se podía vivir donde quiera, como quiera, sin pensar más que enel amor mismo...; pero sin él... volverían los fantasmas negros que ellaa veces sentía rebullir allá en el fondo de su cabeza, como si asomaranen un horizonte muy lejano, cual primeras sombras de una noche eterna,vacía, espantosa. Ana sentía que acabarse el amor, aquella pasiónabsorbente, fuerte, nueva, que gozaba por la primera vez en la vida,sería para ella comenzar la locura.
«Sí, Álvaro; si tú me dejaras me volvería loca de fijo; tengo miedo a micerebro cuando estoy sin ti, cuando no pienso en ti. Contigo no piensomás que en quererte».
Esto solía decir ella en brazos de su amante, gozando sin hipocresía,sin la timidez, que fue al principio real, grande, molesta para Mesía,pero que al desaparecer no dejó en su lugar fingimiento. Ana seentregaba al amor para sentir con toda la vehemencia de su temperamento,y con una especie de furor que groseramente llamaba Mesía, para sí,hambre atrasada.
Él estuvo el primer mes asustado. Si los primeros días renegaba delmiedo, de la ignorancia y de los escrúpulos ( absurdos en una mujercasada de treinta años, según la filosofía del Presidente del Casino),pronto vio tan colmada la medida de sus deseos, que llegó a inquietarle«otro aspecto» de sus amores. Nunca había sido más feliz. ¿Queríasatisfacer el amor propio a quien la edad empezaba a dar algunosdisgustos? Pues Ana, la mujer más hermosa de Vetusta, le adoraba; y leadoraba por él, por su persona, por su cuerpo, por el físico.
Muchasveces, si a él le daba por hablar largo, y tendido, ella le tapaba laboca con la mano y le decía en éxtasis de amor: «No hables». Mesía noechaba esto a mala parte; también él reconocía que lo mejor era callar,dejarse adorar por buen mozo. ¿Quería satisfacer caprichos de la carneahíta, gozar delicias delicadas de los sentidos? Pues la mismaignorancia de Ana y la fuerza de su pasión y las circunstancias de suvida anterior y las condiciones de su temperamento y la de su hermosurafacilitaban estos alambicados goces del gallo, corrido y gastado, perocapaz de morir de placer sin miedo. Y a pesar de tanta felicidad, Mesíaestaba intranquilo.
—Está usted desmejorado—le decía Somoza.
—Cuidado—repetía Visitación.
Y él mismo notaba que su rostro perdía la lozana apariencia que habíarecobrado en aquellos meses de buena vida, de ejercicio y abstinenciaque él, prudentemente, había observado antes de dar el ataque decisivo ala fortaleza de la Regenta.
«Sí, sentía que dentro de su cuerpo había algo que hacía crac decuando en cuando. Había polilla por allá dentro. Y lo que él temía noera la enfermedad por la enfermedad, la vejez por la vejez; no; era buensoldado del amor, héroe del placer, sabría morir en el campo de batalla.Su inquietud era por otro motivo. Morir, bueno; pero decaer y decaer enpresencia de Ana era horroroso; era ridículo y era infame. Sí; élfaltaba a su juramento envejeciendo, perdiendo fuerzas. Recordaba conescalofríos épocas pasadas en que decadencias pasajeras, producidas porexcesos de placer, le habían obligado a recurrir a expedientesbochornosos, buenos para referirlos entre carcajadas en el Casino, aúltima hora, a Paco, a Joaquín y demás trasnochadores, para referirlosdespués de pasados, cuando el vigor volvía y ya las trazas cómicas noeran necesarias; pero expedientes odiosos como la miseria y sus engaños.Aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amor corporal,parecíale a don Álvaro semejante a los recursos de la pobreza ostentosaque describe Quevedo en el Gran Tacaño. Él también había sido más deuna vez, después de pródigo, el Gran Tacaño del amor.... Pero las trazasantiguas serían imposibles ahora, si llegara el caso de necesitarlas....«No, antes huir o pegarse un tiro. Ana, la pobre Ana, tenía derecho auna juventud eterna e inagotable». Pero estas ideas tristes, aprensionesde la edad, venían de tarde en tarde; lo más del tiempo semejanteinquietud dejaba libre al Tenorio vetustense gozando de aquellos amoresque reputaba la gloria más alta de su vida. Por su parte se confesabatodo lo enamorado que él podía estarlo de quien no fuese don ÁlvaroMesía. Después del Presidente del Casino ningún ser de la tierra leparecía más digno de adoración que su dócil Ana, su Ana frenética deamor, como él había esperado siempre aun en los días de mayorapartamiento. Don Álvaro no se confesaba a sí mismo, que había habido untiempo en que perdiera la esperanza de vencer a la Regenta. ¡La teníaahora tan vencida!
Mejor que nunca lo conoció cuando hubo que dar la gran batalla paratrasladar al caserón de los Ozores el nido del amor adúltero. Ana seopuso, lloró, suplicó... «no, no; eso no, Álvaro, por Dios no, esonunca». Y resistió muchos días a las súplicas del amante que se quejabade lo poco y deprisa y sin comodidad que gozaba de su amor. Casi siemprese veían en casa de Vegallana; allí eran sus cariños furtivos,precipitados; pero el reposado dominio de horas y horas de voluptuosaintimidad no era posible conseguirlo, si no se buscaba lugar menosexpuesto a sobresaltos, intermitencias y disimulos. Ana se negaba aacudir a un rincón de amores que Álvaro prometía buscar; el mismo Álvaroconfesaba que era difícil encontrar semejante rincón seguro en un pueblo tan atrasado como Vetusta. Además, el lugar que él pudiera encontrar,al cabo tenía que parecerle repugnante a ella; y como en Ana laimaginación influía tanto, el desprecio del albergue podía llevarla a larepugnancia del adulterio.... No había más remedio que tomar por asilo elcaserón de los Ozores. Era lo más seguro, lo más tranquilo, lo máscómodo. Comprendía Álvaro los escrúpulos de Ana, pero se propusovencerlos y los venció. Sin embargo, si los obstáculos del ordenpuramente moral, los escrúpulos místicos, como se decía Álvaro confrase tan impropia como horriblemente grosera, se dejaron a un lado, afuerza de pasión, los inconvenientes materiales, las precauciones delmiedo opusieron dificultades de más importancia.
A don Álvaro se leocurría que sin tener de su parte a una criada, a la doncella mejor, eratodo sino imposible muy difícil; pero ni siquiera se atrevió a proponera Anita su idea; la vio siempre desconfiada, mostrando antipatía maloculta hacia Petra, y comprendió además que era muy nueva la Regenta enesta clase de aventuras, para llegar al cinismo de ampararse dedomésticas, y menos sabiendo de ellas que eran solicitadas por sumarido.
Pero otra cosa era conquistar a la criada sin que lo supiera el ama. ¿Noera Petra muy tentada de la risa? La aventura de la liga y otras de queél tenía noticia ¿no probaban que era muy fácil interesar en su favor aaquella muchacha? Sí. Y dicho y hecho. En ausencia de Ana y de donVíctor, detrás de la puerta, en los pasillos, donde podía, don Álvarocomenzó el ataque de Petra que se rindió mucho más pronto de lo que élesperaba. Pero había un inconveniente muy grave. A la chica se leocurrió ser, o fingirse, desinteresada, preferir los locos juegos delamor a las propinas, ofrecer sus servicios, con discretísimas mediaspalabras y buenas obras, a cambio de un cariño que Mesía no estaba encircunstancias de prodigar. «¡Pobre Ana, qué sabía ella de todas estascomplicaciones!». No sabía tampoco don Álvaro tanto como él creía.Ignoraba por ejemplo que Petra podía permitirse el lujo de servirle biena él sin pensar en el interés, sin más pago que el del amor con que elgallo vetustense ya no podía ser manirroto: no era Petra enemiga delvil metal, ni la ambición de mejorar de suerte y hasta de esfera, comoella sabía decir, era floja pasión en su alma, concupiscente de arribaabajo; pero en Mesía no buscaba ella esto; le quería por buen mozo, porburlarse a su modo del ama, a quien aborrecía «por hipócrita, porguapetona y por orgullosa»; le quería por vanidad, y en cuanto aservirle en lo que él deseaba, también a ella le convenía por satisfacersu pasión favorita, después de la lujuria acaso, por satisfacer susvenganzas. Vengábase protegiendo ahora los amores de Mesía y Ana, «delidiota de don Víctor» que se ponía a comprometer a las muchachas sinsaber de la misa la media; vengábase de la misma Regenta que caía, caía,gracias a ella, en un agujero sin fondo, que estaba, sin saberlo lahipocritona en poder de su criada, la cual el día que le conviniesepodía descubrirlo todo. Tenía entre sus uñas a la señora ¿qué más queríaella? Todas las noches pasaba unas cuantas horas, la honra y tal vez lavida del amo, pendiente de un hilo que tenía ella, Petra, en la mano, ysi ella quería, si a ella se le antojaba, ¡zas! todo se aplastaba derepente... ardía el mundo. Y como si esto en vez de un placer, en vez deuna gloria fuese para Petra una carga, un trabajo, el mejor mozo deVetusta le pagaba el servicio con amores de señorito que eran los queella había saboreado siempre con más delicia, por un instinto de señoríoque siempre la había dominado. Pero además gozaba de otra venganza mássuculenta que todas estas la endiablada moza. ¿Y el Magistral?
ElMagistral la había querido engañar, la había hecho suya; ella se habíaentregado creyendo pasar en seguida a la plaza que más envidiaba enVetusta, la de Teresina. Petra sabía lo bien que colocaba doña Paula atodas las que eran por algún tiempo doncellas en su casa. Teresina, aquien esperaba para muy pronto una colocación de señorona allá encierta administración de bienes del amo, casada con un buen mozo,Teresina la había enterado de lo que ella no había podido observar yadivinar, le había abierto los ojos y llenado la boca de agua; Petracomprendía que la casa del Magistral era el camino más seguro parallegar a casarse y ser señora o poco menos....
La ocasión habíallegado; después de la romería de San Pedro creía ella que todo eracuestión de semanas, de esperar una oportunidad; Teresina saldría prontobien colocada y entraría ella en su puesto.... Pero no fue así; elMagistral no volvió a solicitar a Petra; cuando tuvo que hablarla, nofue para asuntos que a ella directamente le importasen, fue... ¡quévergüenza! para comprarla como espía. Cierto es que el Provisor leprometió para muy pronto la plaza de Teresina, con todas las ventajasque su amiga disfrutaba e iba a disfrutar; pero de todas suertes a ellase la había engañado; o mejor, se había engañado ella; pero esto noquería reconocerlo la orgullosa rubia.
Era el caso que, en su opinión,el Magistral era amante de doña Ana hacía mucho tiempo, y que la escenadel bosque del Vivero la interpretó la vanidad de la criada como unavictoria de su belleza que había hecho caer en pecado de inconstancia alcanónigo. Creyó Petra que don Fermín la quería a ella ahora después dehaber querido a su ama. Caprichos así había visto ella muchos.
Cuando seconvenció de que don Fermín, por mucho que disimulase, estaba enamoradocomo un loco de la Regenta, furioso de celos, y de que no había sido suamante ni con cien leguas, y de que a ella, a Petra, sólo la habíaquerido por instrumento, la ira, la envidia, la soberbia, la lujuria sesublevaron dentro de ella saltando como sierpes; pero las acalló por depronto, disimuló, y por entonces sólo dio satisfacción a la avaricia.Aceptó las proposiciones del canónigo. Ella entraría en casa de donFermín el día que fuese necesario salir del caserón de los Ozores, peroentre tanto prestaría allí sus servicios bien pagada, mejor pagada de loque podía pensar. El canónigo sabría todo lo que pasaba; si doña Anarecibía visitas, quién entraba cuando no estaba don Víctor o se quedabadespués de salir el amo, etc., etcétera.
Petra prometió decir todo lo que hubiera. Fingió no recordar siquieraciertas promesas de otro orden que a don Fermín se le habían escapado enel calor de la improvisación en aquella dichosa mañana del Vivero, deque estaba avergonzado. Cuando vio don Fermín a Petra tan propicia paraservirle por dinero, sintió más y más haber comenzado por el caminoabsurdo, vergonzoso de una seducción... ridícula. Aquella aventura quele recordaba las de antaño, le sonrojaba ahora, porque contradecía encierto modo aquel andamiaje de sofismas con que se explicaba su pasiónpor la Regenta. «El amor purísimo que yo tengo, todo lo disculpa».«¿Pero ese amor se aviene con aventuras como la del bosque? Claro queno», le decía la conciencia. Por eso le repugnaba Petra ahora. Pero nohabía más remedio que valerse de ella.
Petra era feliz en aquella vida de intrigas complicadas de que ella solatenía el cabo. Por ahora a quien servía con lealtad era a Mesía; estepagaba en amor, aunque era algo remiso para el pago, y ella le ayudabacuanto podía, porque ayudarle era satisfacer los propios deseos: hundiral ama, tenerla en un puño, y burlarse sangrientamente, del idiota delamo y del indino del canónigo. Para más adelante se reservaba la astutamoza el derecho de vender a don Álvaro y ayudar a su señor, al quepagaba, al que había de hacerla a ella señorona, a don Fermín. ¿Cuándohabía de ser esto?
Ello diría. Si don Álvaro no se portaba bien, podíaocurrir el caso, llegar la oportunidad; si ella se cansaba, o siTeresina dejaba la plaza y por miedo de que otra la ocupase le conveníacorrer a ella, también podía convenir echarlo a rodar todo. Entre tantodon Fermín no sabía por Petra nada más que noticias vagas, suficientespara tenerle toda la vida sobre espinas, para hacerle vivir como un locofurioso que tenía además el tormento de disimular sus furores delantedel mundo, y de doña Paula singularmente.
De modo que si don Álvaro podía decir con razón: ¡Pobre Ana, que no sabenada de esto!
también Petra podía exclamar: ¡Pobre don Álvaro, que nosabe ni la cuarta parte de lo que tanto le importa!
El presidente del Casino de Vetusta no tuvo inconveniente en engañar ala Regenta. Era, según él, muy justo respetar los escrúpulos de aquellaadúltera primeriza (otra frase grosera del seductor), que no podíaavenirse a tomar por encubridora a Petra; pero también era equitativoque él, sin decírselo a doña Ana, fingiendo desconfiar también de ladoncella, aprovechase los servicios de esta, preciosos en talescircunstancias. La cuestión era entrar todas las noches en la habitaciónde la Regenta por el balcón. Esto se decía pronto, pero hacerlo ofrecíaserias dificultades. ¿A dónde daba el balcón del tocador? Al parque.¿Cómo se podía entrar en el parque? Por la puerta. ¿Pero quién tenía lallave de la puerta? Una, Frígilis; con esta no había que contar. ¿Y laotra?
Don Víctor. Esta podía sustraérsele, pero Petra dijo que a tanto no secomprometía, que aquello de andar llaves en el ajo era delicado y podíacomprometerla. Lo mejor era que el señorito saltase por la pared.Justamente don Álvaro tenía las piernas muy largas. De esta manera lacomedia se representaba mejor; segura doña Ana de que don Álvaro saltabapor el muro, no podía sospechar tan fácilmente que tenía cómplicesdentro de casa. Después llegar bajo el balcón, trepar por la reja delpiso bajo y encaramarse en la barandilla de hierro era cosa fácil paratan buen mozo.
Todo esto lo hacía don Álvaro sin la ayuda directa, inmediata de Petra,y doña Ana encontraba así muy verosímil todo lo que su amante decía desu industria para entrar en el cuarto de ella.
Para lo que servía Petraera para vigilar, para evitar que don Álvaro pudiera ser sorprendido alentrar o al salir, y para darse tales trazas que doña Ana creyese queella, la doncella, no había estado durante toda la noche encircunstancias de poder notar la presencia del amante. Estaba ademásallí para dar el grito de alarma si llegaba el caso, y para combinar lashoras. En el servicio de Petra había algo de la responsabilidad de unjefe de estación de ferrocarril. Don Álvaro sabía, porque don Víctor selo había confesado, que el ex-regente y Frígilis, en cuanto llegaba eltiempo, salían de caza mucho más temprano de lo que Ana creía. Petra erala encargada de despertar al amo, porque Anselmo se dormía sin falta yno cumplía su cometido: Frígilis llegaba al parque a la hora convenida,ladraba... y bajaba don Víctor. Llegó a quejarse don Tomás de que susladridos no siempre despertaban al amo ni a la doncella, de que se lehacía esperar mucho tiempo, y para evitar reyertas y plantones, seacordó que Crespo y Quintanar acudiesen al parque a la misma hora sinnecesidad de ladrar a nadie. Para mayor seguridad don Víctor compró unreloj despertador que sonaba como un terremoto y con este avisoautomático, como él decía, acudió en adelante a la hora señalada para lacita. Casi todas las mañanas Quintanar y Crespo llegaban al Parque a lamisma hora. El tren que los llevaba a las marismas y montes de Palomaressalía este año un poco más tarde y no necesitaban levantarse antes delser de día.
Todo esto necesitó saber don Álvaro para no exponerse a un choque en lavía con Frígilis o con el mismísimo don Víctor. Este mismo, sin saber loque hacía, le enteró de sus horas de salida; y lo demás que necesitabasaber de los pormenores se lo refirió Petra. Así pues no había miedo.
Lode saltar la tapia ofreció algunas dificultades; pero una noche, por laparte de fuera en la solitaria calleja de Traslacerca, el Tenoriopreparó removiendo piedras y quitando cal, dos o tres estribos muydisimulados en el muro, hacia la esquina; hizo también con disimulofingidas grietas o resquicios que le permitieron apoyarse y ayudar laascensión, y quedó así vencido el principal obstáculo. Por la parte dedentro todo fue como coser y cantar. Un tonel viejo arrimado al descuidoa la pared, y los restos de una espaldera, fueron escalones suficientes,sin que nadie pudiese notarlo, para subir y bajar don Álvaro por laparte del parque con toda la prisa que pudieran aconsejar lascircunstancias. Aquella escalera disimulada, la comparaba don Álvaro conesas cajas de cerillas que ostentan la popular leyenda, ¿dónde está lapastora? ¿dónde estaba la escala? Después de verla una vez no se veíaotra cosa; pero al que no se la mostraban no se le aparecía ella.
No faltaba más que lo peor, persuadir a la Regenta a que abriera elbalcón. Como a ella no se le podía hablar de las garantías de seguridadque don Álvaro tenía dentro de casa, nada o poco se podía oponer a susargumentos relativos a las sospechas probables de la antipática Petra.Pero al fin don Álvaro que había triunfado de lo más, triunfó de lomenos: llegó a comprender Ana que era imposible, y tal vez ridículo,negarse a recibir en su alcoba a un hombre a quien se había entregadoella por completo. Mucho valía la castidad del lecho nupcial, oex-nupcial mejor dicho, pero ¿no valía más la castidad de la esposamisma? Entre estos sofismas y la pasión y la constancia en el pedirdieron la victoria a Mesía, que si no pudo acallar los sobresaltos deAna, quien a cada ruido creía sentir el espionaje de Petra, conseguía amenudo hacerla olvidarse de todo para gozar del delirio amoroso en queél sabía envolverla, como en una nube envenenada con opio.
Y así pasaban los días, asustada Ana de que tan poco después de la caídafuese ella capaz de recibir a un hombre en su alcoba, ella, que tantosaños había sabido luchar antes de caer.
Aquella tarde de Navidad, después de recoger el servicio del café, Petrasalió de casa y se dirigió a la del Magistral.
La recibió doña Paula. Eran ahora muy buenas amigas. La madre delProvisor conocía la estrecha simpatía que existía entre Teresina y ladoncella de la Regenta; y por la actual criada del señorito, de suhijo, sabía que en el ánimo de Fermín, Petra era la persona destinada asustituir a Teresa el día, próximo ya, en que esta alcanzara el premioconsabido de salir de allí casada para administrar ciertos bienes de los Provisores.
Doña Paula, que entendía a medias palabras, y aun sin necesidad deellas, ganosa de satisfacer aquel deseo de su hijo, según su políticaconstante, y de satisfacerle de una manera pulcra, intachable en laforma, anticipándose a él, había resuelto tomar la iniciativa y ofrecera Petra ella misma aquel puesto que la rubia lúbrica tanto ambicionaba.La proposición se hizo aquella tarde.
Teresina iba a salir de casa de undía a otro. Petra aceptó sin titubear, temblando de alegría. Hasta queestuvo en el caserón de vuelta, no se le ocurrió pensar que aquellafelicidad suya acarreaba la desgracia de muchos, y hasta cierto punto supropio daño. Adiós amores con don Álvaro, amores cada vez más escasos,más escatimados por el libertino gracioso, que iba menudeando laspropinas y encareciendo las caricias, pero al fin amores señoritos,que la tenían orgullosa.
¿Qué hacer? No cabía duda, ser prudente, cogerel codiciado fruto, entrar en aquella canonjía, en casa del Magistral.Para esto era preciso echar a rodar todo lo demás, romper aquel hilo queella tenía en la mano y del que estaban colgadas la honra, latranquilidad, tal vez la vida de varias personas. Al pensar esto Petrase encogió de hombros. Se le figuró ver que caía la Regenta y seaplastaba, que caía el Magistral y se aplastaba, que caía don Víctor yse convertía en tortilla, que el mismo don Álvaro rodaba por el suelohecho añicos. No importaba. Había llegado el momento. Si perdía laocasión, la vacante de Teresina, podía entrar otra y adiós señorío futuro.
No había más remedio que ocupar la plaza inmediatamente. Peroentonces había que decírselo todo al Provisor, porque en saliendo deaquella casa ya no podía ser espía, ni ayudar al que la pagaba a abrirlos ojos de aquel estúpido de don Víctor, que, como era natural,querría vengarse, castigar a los culpables; que sería lo que necesitabael canónigo, puesto que él no podía con sus manteos al hombro ir adesafiar a don Álvaro. Petra discurría perfectamente en estas materias,porque leía folletines, la colección de Las Novedades, que dejara enun desván doña Anuncia, y sabía quién desafía a quién, llegado el casode descubrirse los amores de una señora casada. El que desafía es elmarido, no un pretendiente desairado, y mucho menos siendo cura.
Nohabía duda, el Magistral la necesitaba a ella en el caserón llegado elmomento crítico... si salía antes y después no le servía, podía echarlade casa por inútil. Había que hacerlo todo pronto, inmediatamente. ¿Yqué iba a hacer? Una traición, eso desde luego, pero ¿cómo...?
En esto pensaba cuando entró en el comedor, ya al obscurecer, a prepararla lámpara. Sintió que la sujetaban por la cintura y le daban un beso enla nuca.
«Era el otro; ¡pobre, no sabía lo que le aguardaba!».
Don Álvaro, después de su conversación con Ana, la había hecho retirarsey se había quedado solo en el comedor para «dar el ataque» a Petra yproponerle, entre caricias, de que cada día le pesaba más, el cambio deamos. No era cierto que hubiese vacante en la fonda, pero allí era élamo y se crearía la vacante. Con toda la diplomacia que pudo emplear unhombre que se creía principalmente político y era seductor de oficio,ofreció a la doncella la nueva posición, «que sería divertidísima, ylucrativa como pocas». Don Víctor le tenía miedo, doña Ana también, cadacual por su motivo, y él, don Álvaro, sería mucho mejor servido si Petraconsentía en salir de la casa.
«Ya ves, hija, tú has cometido una falta, tratar a la señora conaltivez, con insolencia; esto, que es feo de por sí, la asustó a ellahaciéndole creer que sabes algo y que abusas de tu secreto; le asustó aél que teme que vas a cantar, y me perjudica a mí, como comprendes,porque... ya ves...
estando asustada ella... recelosa... pago yo. A tiya no te necesito en esta casa, porque yo entro y salgo ya sin guías...y allá en casa... en la fonda puedes sernos útil.... Además...».
Además, don Álvaro comprendía que ya no podía pagar a Petra susservicios con amor, porque cada día era más urgente economizarlo; yllevando a la chica a la fonda, allí otros huéspedes hambrientos de estaclase de bocados la distraerían y él cumpliría con propinas en adelante.En suma, ya le estorbaba Petra en el caserón de los Ozores por muchosconceptos. Pero a ella no se le podían dar tales razones.
—Señorito—dijo Petra, que a pesar de su resolución reciente, sintió enel orgullo una herida de tres pulgadas—no necesita apurarse tanto paraconvencerme de que debo irme de esta casa.
—No, hija, lo que es, si tú lo tomas por donde quema, yo no insisto.
—No señor, si no me deja usted explicarme.... Si yo quiero salir deaquí; si precisamente...
pero en cuanto a lo de irme a la fonda, noseñor. Una cosa es que una tenga sus caprichos y una buena voluntad,¿entiende usted? y otra cosa que a una la regalen a los amigos, y lalleven y la traigan... y....
—Pero, Petrica, si no es eso, si yo por tu bien....
Don Álvaro bajaba la voz y Petra la levantaba.
Pero la astuta moza, que sabía contenerse, cuando era por su bien, sereprimió, y cambiando el tono, y el estilo se disculpó, disimuló elenojo, y dijo que todo estaba perfectamente, y que ella misma pediríala soldada, y se iría tan contenta, no a la fonda, sino a otra casa; unaproporción que tenía, y que no podía decir todavía cuál era. Por lodemás, tan amigos, y si el señorito, don Álvaro, la necesitaba, allí latenía, porque la ley era ley; y en lo tocante a callar, un sepulcro.
Queella lo había hecho por afición a una persona, que no había por quéocultarlo, y por lástima de otra, casada con un viejo chocho, inútil y chiflao que era una compasión.
Petra engañó otra vez a Mesía. Hasta le consintió nuevas caricias degratitud que él se juró serían las últimas, por lo de la economía, quele tenía maniático.
Do