La Serie de Lenguaje Moderno del Librero Heath - Historias Cortas by Elijah Clarence Hills, Ph. D and Louise Reinhardt - HTML preview

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cerrillo deSan Isidro.

El tío Traga-santos cerró por dentro la puerta de la ermita,reforzándola con los bancos y oyendo á la irritada muchedumbre gritar:«¡Cerquemos la ermita de paja y leña y peguémosle fuego, para que mueraachicharrado en ella ese hipócrita y pastelero tío Traga-santos!»; elpobre tío Traga-santos cogió la preciosa imagen de San Isidro, ysaltando por la ventana de la trasera con felicidad tan milagrosa, quenadie le vió, ni se hicieron él ni el Santo el menor daño, logró salir ála vega á la luz del fuego que devoraba el hermoso edificio levantadopor él sobre un montón de gloriosas ruinas, á costa de tanto amor ytrabajo, y tomó el camino de la inmigración al compás de las maldicionesé improperios del vulgo, cuyo amor había creído alcanzar con elten-con-ten, ó lo que es lo mismo, procurando complacer á todos, sinocurrírsele que sólo se debe complacer al que lo merece.

VINO Y FRAILES

POR DON NARCISO CAMPILLO{114-1}

I

¿En dónde pasa la acción de esta verídica historia? En cualquier sitiodelicioso de cualquiera provincia de España. En todas ellas hubo docenasde docenas de conventos,

cuyos piadosos moradores atravesaban este vallede lágrimas sostenidos por su fe y por los copiosos tragos y valientestajadas con que procuraban conservarse robustos para entrar con piefirme en la mansión de los bienaventurados. Así es que en los solemnesdías de procesiones y oficios religiosos, cuando los frailes salíanjuntos en comunidad y cruzaban grave y lentamente {114-2} plazas ycalles precedidos de estandartes, cantores y músicas, admirábase{114-3}la gente devota de verlos tan lucios, gordos y colorados, á pesar de losayunos, maceraciones y cilicios que debían de sufrir, atribuyendo susesféricas panzas, bermejos rostros y anchos cogotes á la influencia yacción de la divina gracia, tranquilidad de conciencia y justo galardónde evangélicas virtudes.

No seré yo, pecador, quien lo niegue; aunque sospecho que la regalonavida y suculenta mesa tendrían en ello no pequeña parte; que el jamón yel vino crían carne y sangre con más eficacia que todas las antífonas,jubileos y responsorios. Á lo menos, tal es la común opinión defisiólogos y médicos; pero no entraré yo á sustentarla para que no meroan los huesos tachándome de incrédulo y materialista y tal vez deotras cosas peores. He reparado que según disminuye la fe, aumenta elnúmero de los que dicen que la tienen; y ya no hay podrido que no finjaescrúpulos de doncella, ni deje de establecer cátedra de religión ymoral, censurándolo todo y admirándose de todo como

si hubiese caído delas celestes regiones y temiera manchar la túnica de su inocencia alcontacto de este mundo pecador y terrestre. De semejante cuadrillaconozco muchos

cómicos. Dios los aplaste y luego los perdone,{115-1} yvamos á mi cuento.

Era cosa extraña que hallándose el monasterio de Nuestra Señora delValle en uno

de los lugares más sanos, ventilados y hermosos de todaEspaña, siempre hubiese en él un crecido número de enfermos.Singularmente al llegar la primavera menudeaban las

dolencias decarácter inflamatorio, y cada apoplegía que estallaba era un

súbitoescopetazo que se llevaba un fraile al sepulcro, sin darle cinco minutospara rezar un Padre Nuestro. El médico, persona entendida y deconciencia, y que, hubiese{115-2} poco ó mucho trabajo, cobraba por añosá cuota fija, calentábase la mollera discurriendo sobre la causa detales enfermedades. ¿Estaba en la atmósfera?

Nada tan puro como losaires de aquel convento, situado en el campo á legua y media

del máscercano pueblo, en un cerro ventilado y alegre y en medio de

frondosasarboledas. ¿Consistiría en las aguas? ¡Pero si las aguas bajaban de lapróxima sierra, delgadas, copiosas y tan cristalinas que ni con laimaginación podían suponerse mejores! ¿Los alimentos? Algún abuso habríaen la cantidad; mas en la calidad eran dignos de servirse en mesas dereyes. ¿La estrechez de la regla, las penitencias, los ásperos cilicios?El médico sabía muy bien que no había tales carneros; y aunque loshubiera, semejantes austeridades enflaquecen y momifican el cuerpo,siendo más propias para dejarlo cacoquimio y exangüe, que parasobrecargarlo

de carnazas y acres y gruesos humores. Ningún cenobita delos antiguos tiempos tuvo

jamás barriga prominente ni mofletesrubicundos, aunque al retirarse de la sociedad para vivir angélicamenteen el desierto, estuviese reventando de puro gordo. Los rábanos,berengenas, lechugas y otros manjares por el mismo órden con que

sealimentaban los penitentes solitarios, eran poco adecuados para criarmantecas; y aunque algunos tenían un cuervo ú otro caritativo pajarracoque diariamente les llevaba un pan, tampoco medraban mucho, pues el panseco, más que otra cosa, es mortificación y abstinencia.

Pero los frailes del Valle bebían vino, y añejo, y puro, y potencioso, ycapaz de resucitar á un difunto con sólo arrimarle á la nariz unacopita. ¡Ah! ¡el vino, el vino!

Ahí estaba la cola del lagarto y elpunto de la dificultad. El galeno dábase palmadas en la ancha frente,indignado contra sí mismo por su torpeza. ¿Cómo no lo había conocidoantes? ¿De qué otra cosa podía provenir aquella tendencia inflamatoria ypletórica tan común entre los monjes? No le quedaba duda: del vino.Además de ser

generoso y añejo, lo bebían á todo pasto, en anchos yprofundos tazones, á gaznate abierto y codo levantado, sin regla nimedida. Padre había{116-1} en la comunidad que no recordaba ya el sabordel agua; pero que sabía en cambio de memoria las vigas del

refectoriocon todas sus cabeceras, entalles y labores.....

El médico, hombre de conciencia y amigo de la verdad, creyó cumplir undeber dando cuenta de sus observaciones al Prior del convento, que talvez y sin tal vez era en la casa el menos devoto de Baco, hasta el puntode que solía bautizar su vino, con grave escándalo de la comunidad,partidaria del vino moro y aborrecedora de las mezclas. El Superior nodijo palabra á nadie, limitándose á poner en su vino más agua todavíapara ver si lograba conseguir algún fruto con la muda elocuencia delejemplo.

Pero aunque se hubiese bebido el estanque de la casa, que noera flojo, como destinado á criar hermosas truchas, no por eso habríafundado escuela ni aun sacado el menor discípulo. El vino seguía bajandoá raudales por aquellas gargantas, y la enfermería cobrando suacostumbrado tributo.

Entre tanto acercábase la fiesta de nuestro señor San Juan, en cuyodía{117-1} la comunidad acostumbraba celebrar capítulo donde los padresgraves discutían todo lo relativo al orden y acertado gobierno delconvento, así en la esfera espiritual como en la temporal y económica.Ciertamente no eran tales asambleas en muchas ocasiones lo

pacíficas quees de suponer entre clérigos regulares, y las crónicas de los institutosreligiosos y la tradición de personas ancianas conservan la memoria dealgunas de estas reuniones que terminaron trágicamente como el famosoRosario de

la Aurora. Los frailes son hombres, y es muy cándido el creerque al encajarse los hábitos y entrar en la clausura dejan á la puertasu carácter, instintos y pasiones, transformándose de repente enángeles ó cosa parecida. Así, pues, y por el fundado temor de armar untiberio, moderábanse los más vehementes, exponiendo con

templanza susopiniones; y aun los rectores, abades, priores ó provinciales setentaban la ropa y lo meditaban despacio antes de proponer cualquierareforma, por leve que fuera, ó de soltar alguna especie capaz de serinterpretada en mal sentido por los hermanos; y hacían bien, que nosiempre está la Magdalena para tafetanes.

No es de extrañar, por tanto, que llegado el día del capítulo fuesemanifestando el P.

Prior todos los puntos que habían de tratarse,dejando deliberadamente para lo último la reforma vinífera que pensabaplantear pro salutem etiamque mores, quiero decir, en beneficio de lasalud y aun de la moral de los asociados. Pero como las cosas lleganalguna vez por mucho que se retarden, llegó también el momento

demanifestarla, y no le faltó, ciertamente, la destreza más exquisita alhacerlo.

Después de una introducción ó exordio elogiando el tino y la prudenciacon que había resuelto el capítulo cuestiones delicadas, celebró quetodos los ánimos estuviesen unidos para cuanto fuese provechosoespiritual ó temporalmente á la orden, comparándola á una gran madrecuyo mejor adorno y corona son los buenos y virtuosos hijos. Añadió conhumildad que se creía inferior en doctrina y

merecimientos á otrosmuchos insignes varones allí presentes, y que por su parte procurabasuplir la falta de otras excelencias y altas dotes á fuerza deentusiasmo y celo por la comunidad que, aunque indigno, tenía la honrade dirigir, etc., etc.

Mientras iba ensartando estas cosas con voz insinuante y melíflua, leoía el capítulo como quien oye llover desde lugar cubierto; unosparecían mirar con grande atención

las pinturas de los muros y bóveda,medio dormidos otros cabeceaban haciendo reverencias, y muchos con lasmanazas cruzadas sobre la barriga y hartos ya de plática, decían para susayo: «¿cuándo se acabará esto y tocarán á refectorio?» Pero el discursono llevaba trazas de concluirse tan pronto; antes, al contrario, de unasreflexiones nacían otras; como las aguas vivas de manantial abundante,las palabras con rapidez asombrosa brotaban de los labios del orador,que siempre había

sido hombre de gran facundia, y en aquella ocasión loera más todavía, de suerte que el aburrido auditorio tenía casi agotadala paciencia, y sólo por ciertos respetos no daba mayores señales de sudisgusto.

—¡Vamos, predicar á frailes! ¡Ni al que asó la manteca se le ocurrecosa igual!

—¿De dónde habrá sacado el P. Prior tanta letra menuda? ¿Se estaráensayando ahora para algún sermón de empeño?

—Este hombre es muy capaz de estarse hablando seis horas sin escupirsiquiera. Y

luego en el refectorio nos servirán todas las cosasapelmazadas ó frías, ó pasadas de punto, ó... Esto es deplorable.

Tales pensamientos y otros de la misma estofa dominaban en el seráficoauditorio.

Conociéndolo el orador, hubiera hecho alto y puesto puntofinal á su elocuencia; mas

no tuvo tanta oportunidad, y siguió adelante.Por fin, entró de lleno en el asunto: descritas la posición escogida ycondiciones higiénicas del convento, la vida ordenada y sanaalimentación de los religiosos, no pudo menos de manifestar suextrañeza ante el excesivo número de ingresos en la enfermería, yespecialmente porque todos ó casi todos los padecimientos fuesen de lamisma índole y carácter inflamatorio, no pocas veces de terminaciónfunesta. Que siendo para él, añadió, caso de conciencia el atajar maltamaño, lo había consultado con personas de reconocido saber y consejo;de cuya

consulta resultaba causante de aquellas dolencias inflamatoriasy congestiones apopléticas el vino{120-1} puro y añejo y potencioso quesin tasa alguna los monjes bebían. Que, por tanto, era indispensablereducirlo en cuanto á la cantidad, y aguarlo en cuanto á la calidad, nodudando de que así lo harían todos los padres como varones prudentes yvirtuosos que eran.

Al llegar aquí no hubo ya dormilones, indiferentes ni medio dormidos;antes, cada cual abría los ojos como una liebre, fijándolos en el oradorcon cierta expresión de asombro y de lástima propia de quien contempla áun hombre que repentinamente acaba de perder el juicio. ¡Mermar el vino!¡Aguarlo! ¿Habría nadie{120-2} escuchado atrocidad semejante? Violentosmurmullos interrumpieron el discurso, que no pudo reanudarse: losfrailes dejaron sus asientos y se arremolinaron por grupos, voceando ygesticulando sin hacer más caso del Superior que de la carabina deAmbrosio; los de

un corrillo pasaban á otro, como consultándosemutuamente; la confusión y el tumulto

crecían por instantes; elSuperior, turbado ante aquella especie de motín, no sabía qué hacerse;hasta que, por último, dominando toda la gresca y baraúnda, se oyeronlas voces de «¡Silencio! ¡Callad! ¡Que hable el P. Procopio!¡Silencio!»

Era el tal P. Procopio un desaforado jayán, cetrino y barbudo, másadecuado para llevar una casa sobre la espalda ó tirar de una carreta,que para gozar en contemplaciones místicas y éxtasis divinos. Suentendimiento era el de un toro de ocho años y su fuerza también, sobretodo cuando se ponía ó lo ponían colérico; por cuya razón era muyrespetado y temido, y ninguno quería contradecirle aunque dijese unabarbaridad, y solía decirlas de monumental calibre. Este P. Procopioasumió el parecer de la comunidad, y restablecido el silencio clamó convoz tonante:

—Padre Prior, puro y sin tasa, y caiga el que caiga.{121-1}

II

Indudablemente fué el P. Procopio eco fidelísimo de la opinión general.Mientras el

Prior con su larga y pulida perorata sólo consiguiófastidiar al auditorio, él con cuatro palabras resolvió la cuestión, y ápoco más se ve{121-2} paseado triunfalmente en hombros por todo elconvento. Excusado parece añadir que siguió la cosa como antes;

el vinoañejo se repartía con profusión para sumirse por los cien abismos deaquellas insaciables gargantas; las inflamaciones y apoplegíascontinuaban, y jamás se desocupaba la enfermería. Precisamente una delas primeras víctimas de su

intemperancia fué el mismísimo P. Procopio,que á las pocas semanas del famoso capítulo mencionado reventó como unabomba..... Quien no conozca á los frailes, quizá imagine que estetrágico ejemplo pudo introducir en ellos alguna enmienda; sin

embargo,en honor de la verdad debo decir que no la hubo. Cuando una columna deataque se propone tomar un fuerte por asalto, avanza con paso ligerodespreciando

la metralla que barre hileras de hombres; si unos caenhechos pedazos, otros y otros llegan y pasan sobre los cadáveres y lasangre, y saltan fosos, y escalan empalizadas y reductos hasta clavar subandera en lo más alto de la fortaleza enemiga. Pues los frailes son unamilicia también, y no menos tenaz que la del ejército. Obligado áescoger entre ambas, me quedaría sin las dos, aunque la primera meparece más temible; y cuando así lo digo, estudiado lo tengo. Pero vayanlas digresiones á un lado, y siga adelante la historia.

El débil P. Prior de Nuestra Señora del Valle, que no se atrevió ácortar con mano

firme el inveterado abuso de que fue campeón el P.Procopio, resignó su cargo á causa de sus muchos años, y se retiró ápasar tranquilo en otro convento los que le quedasen de vida. Claro estáque alguien había de sustituirle para que la comunidad no quedaseconvertida en un cuerpo acéfalo y disparatado. Pero este alguien, estenuevo Prior, no era un anciano irresoluto y fatigado por la edad, nimenos un blandengue, ni tampoco un devoto contemplativo y extático,siempre con la imaginación en las esferas celestiales. Al contrario, erahombre joven todavía, pues apenas andaba en los cuarenta; poco erudito ymuy despejado, de imperiosa y breve palabra, y sobradamente

capaz desujetar y meter en cintura á un convento de frailes y también á unahorda de

piratas. Decíase de él por lo bajo que en su borrascosa mocedadhabía sido contrabandista y que yendo y viniendo de Ronda á Gibraltar yde Gibraltar á Ronda con su potro corredor y su trabuco naranjero, habíallenado aquella ancha zona de su

alto nombre y sus épicas hazañas.Decíase además que no conocía los PP. de la Iglesia, dogmáticos niapologistas; que estaba ayuno de Biblia Sacra y expositores, y que sólosabía un poco de moral y el suficiente latín para leer el oficio de lamisa y las horas canónicas. No le calumniaban en esto último: el nuevoPrior no era docto letrado, ni mucho menos; pero en cuanto á lo decontrabandista, no estaba del todo averiguado que lo hubiera sido,aunque dándolo como cierto y seguro, tampoco sería

maravilla; que en lasvueltas y mudanzas del mundo ladrones han llegado á santos, y

hombresvirtuosos acabaron en ladrones. Hasta el fin de la comedia no se sabe eldesenlace.

Vino, pues, el Prior nuevo precedido de esta fama: anduviéronse losfrailes con gran

pulso para no deslizarse en la menor cosa, y elconvento por lo tranquilo parecía una balsa de aceite. Una balsa deaceite en la superficie, que por el fondo rugía la borrasca.

Sin hacerlopunto discutible ni decir palabra á fraile alguno, había dispuesto elnuevo Prior que se sirviera en la mesa del refectorio el vino aguado, yen tal extremo como para refrescar el estómago en vez de acalorarlo. Eldespensero guardaba

cuidadosamente las llaves de la bodega, y por nadadel mundo hubiera faltado á la consigna. Verdad es que la salud de lacomunidad había mejorado y eran pocas las camas ocupadas en laenfermería; pero en tan grande ventaja no paraban mientes los frailes,sino que andaban resentidos y furiosos contra el nuevo jefe. ¡Aguarlesel vino!

¡Meterse á reformador sin consultar con nadie! Y encima deesto y por contera y remate, ¡no tener palabra ni ojos sino para elmando y para lanzar miradas que dejaban al más osado hecho una estatuade piedra! Vamos, esto era fenomenal é intolerable.

Para tomar el pulso al tonsurado ex-contrabandista y probarle lapaciencia, eligieron y diputaron los frailes al más atrevido, quien depropósito cometió una falta leve, y reprendido por ella contestó al P.Prior una tontería. Pero se arrepintió bien pronto de su ligereza,cuando sintió sobre sí una mirada fulminante y oyó una voz

severadiciéndole:

—Hermano, durante un mes tendrá su celda por encierro y ayunará á pan yagua.

Desde hoy comienzan la reclusión y el ayuno. Váyase en paz.

Y como el castigado hiciese ademán de responder presentando algunaexcusa,

añadió el P. Prior:

—Sean cuarenta los días de reclusión y ayuno.

Y hora tras hora se cumplió íntegra la sentencia; y como un hermanollevase á hurtadillas al castigado algo más sustancioso que pan y agua,el P. Prior, que era un Argos, lo supo y le recetó otro mes de igualpenitencia. Y ésta se cumplió también, y con más rigor todavía.

Vieron, pues, los frailes que era digno el Prior de su fama y quesentaba la mano de

firme por la cosa más leve. Tenía un modo de mandar,que imponía la obediencia; y si

como superior era inflexible, comohombre debía ser un león. Aunque hubiese resucitado el difunto PadreProcopio trayendo consigo una docena de PP. de su misma

calaña, todosellos ante la mirada fulmínea del Prior habrían bajado las suyas comodoctrinos. Bien supo lo que hizo el P. Provincial cuando le encargó elgobierno

de Nuestra Señora del Valle.

La cuestión vinífera continuaba en el mismo lamentable estado. Aquellasanchas y profundas tazas del refectorio, marcadas piadosamente con lasiniciales de la sacra familia, J. M. J., ya no encerraban generoso vino,consolador de penas y fatigas, sino una especie de aguachirle semejanteal de los barreños que en las tabernas sirven para fregar los vasos.Escondidamente, pues no podía ser de otro modo, murmuraban de ello losfrailes atribuyéndolo á tacañería más bien que á higiene, y trataban deelegir unos cuantos que en comisión representativa y á nombre de todos,manifestase el descontento de la comunidad al mismo P. Prior,suplicándole volviesen las cosas al antiguo ser y estado. Mas aunqueaplaudían la idea de la manifestación, no encontrando otra mejor para elfin propuesto, ninguno quería echar el cascabel al gato; esto es,ninguno quería llevar la palabra ante el P. Prior, cuyas malas pulgastenían presentes. Por último, acordáronse de un virtuoso anciano, muyquerido de todos por

su carácter angelical, y respetado de sus mismossuperiores por ser el más antiguo y el más docto de los monjes, crónicaviva y archivo ambulante de la historia, usos y tradiciones de la casa.Llamábase este bondadoso varón el P. Cándido; mas no lo era

en tal puntoque desconociese lo arduo y enojoso del encargo{125-1} que le daban. Porlo cual, exigió al aceptarlo, que habían de acompañarle á la celdaprioral los seis individuos de la comisión: él llevaría la palabra, ylos otros, si era necesario, apoyarían cuanto dijese. Convenido así,fijaron la entrevista para aquella misma tarde á la hora en que el P.Prior volviese de su acostumbrado paseo. No anduvieron desacertados enelegir tal oportunidad: ciertamente nunca el ánimo del hombre se hallatan propicio á conceder cualquiera favor, como después de haber comidobien y paseado por un campo delicioso, gozando y admirando á la puestadel sol las hermosas y melancólicas

perspectivas de la naturaleza.

Aquel día, como los demás, salió el P. Prior á dar su vespertino paseo.Iba solo y pensativo, lo cual no extrañó á ninguno de los que le vieronsalir, por la sencilla razón de que siempre iba lo mismo. Engolfado ensus cavilaciones, andaba ligero unas veces

y otras se detenía de pronto,haciendo rayas y figuras en la tierra ó círculos en el aire, como mágicoantiguo, con un palitroque ó báculo que en la mano llevaba. Asídistraído

se alejó algo más de lo acostumbrado, y al levantar los ojosvió cerca de sí un muchachuelo tendido sobre la hierba, cuidando de unescaso rebaño de cabras, y muy

entretenido en tallar con la navajillaalgunas labores en un palo. Por desechar fatigosos pensamientos, óporque la cara viva y picaresca del muchacho le agradase, el P.

Priorquiso darle conversación y se entabló el diálogo de esta manera:

—Hola, muchacho, ¿guardas cabras?

—No, señor, que son bueyes.

—¡Cómo bueyes! Si son cabras, y las estoy viendo.

—Pues, lo que su merced ve ¿para qué lo pregunta?

Mordióse los labios el fraile, y al cabo de un momento dijo alpastorcillo:

—Pareces muy despierto, y tal vez pudiera yo hacer algo por ti. ¿Cómote llamas?

—¡Otra! ¿Pues, no pregunta cómo me llamo?... De ninguna manera. Los queme llaman son los que me necesitan.

—Tienes razón, niño, tienes razón. Y ese angosto sendero que penetra enel bosque

¿adónde va?

—Á ninguna parte, Padre, que se está muy quietecito. Los que andan porél son los

que van y vienen. Ya tiene su merced bastante edad parasaberlo.

—Oye, ¿qué debe hacerse con los pilluelos desvergonzados?

—Meterlos á frailes.

Aquí el Prior no fué dueño de contenerse, y con paso ligero se encaminóal muchacho, resuelto á plantarlo de un puntapié en la copa de un pino.Sólo que el pastorcillo era mucho más ágil, y cuando el fraile llegóadonde él estaba, ya en pocos brincos había puesto por medio cuarentapasos y había desliado la honda de la cintura, y sin saber jota de lahistoria sagrada preparábase á repetir el lance de David contra elgigantazo de Goliat. Sobradamente lo conoció el religioso, y conociótambién que no podría echar la uña á semejante diablejo, que impávido yojo alerta le esperaba con la piedra calzada en la honda; por lo quedescompuesto y colérico, gritóle en son de despedida.

—Adiós, hijo de un ladrón.

—Vaya su merced con Dios, Padre, respondió el angelito.

Excusado me parece ponderar el efecto que en un hombre de carácterenérgico y además acostumbrado al mando harían las insolencias de aquelrapazuelo montaraz y

deslenguado. Alguna cosa hubiera dado por echarleencima los diez mandamientos; en

cuyo caso, aunque luego se hubiesearrepentido, por el pronto lo estruja{128-1} como una breva.Afortunadamente para entrambos cuidó muy bien el muchacho de no ponerseá

tiro, y silbando á su ganado, desapareció por el bosque.

—¡En mi vida me ha sucedido otra!{128-2} murmuraba el Padre Prior,volviéndose á su convento. Ese tuno debe tener metida en su cuerpecillotoda entera una legión de diablos. Yo se los iría sacando con una varade acebuche si lo pillara entre cuatro paredes, por muy agarrados queestuvieran.{128-3} ¡Atreverse conmigo, con un religioso!

Pero... locierto es que á su edad hubiera yo apedreado al Preste Juan de lasIndias. El mundo siempre es igual, porque... voto á...

Y lo soltó redondo con todas sus letras. Gracias á que por allí no habíaningún par

de orejas que pudiese oirlo, y así se excusó el escándalo.Entretenido con su monólogo acababa de tropezar en firme contra unapiedra, y como llevaba el pie desnudo en flexible sandalia, se lastimóno poco los dedos y aun creyó ver estrellas por el aire, sin que hubieseanochecido todavía. Los soliloquios distraen y tienen estas

contras.Cojeando y con la vista en el suelo y cara de vinagre llegó almonasterio, atravesó el espacioso patio y subió la ancha escalera. Nocontestó á los hermanos que al pasar le saludaban, y se encerró en sucelda de golpe y porrazo. Abrió un libro devoto y lo volvió á cerrar sinhaber leído cuatro renglones: empezó una carta, y apenas hubo puestodelante de sí el papel y mojado la pluma en el ancho canjilón de

lozaque le servía de tintero, desistió de su idea y comenzó á recorrer lacelda agitado y nervioso, como tigre enjaulado. Mala cara teníaentonces: más bien qué superior de una orden monástica, parecía unfacineroso. Y no era que le hubiese puesto así la desfachatez y osadíadel pilluelo, ni algún otro especial motivo; sino que estaba de malísimohumor, porque lo estaba: sabe Dios el depósito de bilis quetendría{129-1} en el cuerpo.

Entre tanto, la comisión representativa que había concertado hablarleaquella tarde sobre el asunto del vino, iba subiendo lentamente lamagnífica escalera, deteniéndose á cada cuatro ó cinco peldaños paraconferenciar sobre el modo de abordar la cuestión á fin de que tuviesemejor éxito, y se oían cosas por el estilo:

—Conviene pasarle la mano por el lomo, adularle y á cada tres palabrasllamarle Reverencia. Más alcanza un sombrero saludando, que seis espadasamenazando.{129-2}

¿He dicho bien?

—Sí, sin duda; pero no tan calvo que se le vean los sesos.{129-3} Entrecorrer y parar, hay un término medio, que es andar. Si todo se vuelvelametones y cortesías, no nos

hará caso y quizá, quizá nos mandenoramala. Es menester alguna firmeza, que vea cierto carácter, ¿eh?Vamos, ¿cómo va usted á entrarle, P. Cándido?

—Descuide, hermano, que yo le diré lo que me parezca justo y adecuado ála ocasión. Pero nuevamente advierto á ustedes que hemos de entrar todosen la celda prioral, como representantes de la comunidad que ahorasomos, y que habéis de aprobar y apoyar lo que yo diga; pues de otromodo parecería la queja cosa particular mía, cuando no lo es, ysí{129-4} de la corporación entera.

—Pues eso ¿qué duda tiene, P. Cándido? Nosotros entraremosacompañándole, y á <