—¡Déjese de macanas, ché!… ¿Por qué voy á mezclarme en esosentreveros de las gentes del campamento, cuando todos son amigos míos?Además, ya estoy viejo para meterme en tales cosas y no quiero hacerun papelón.
Insistió Moreno, y durante algunos minutos discutieron los doshombres. Al fin don Carlos pareció ablandarse seducido por el misterioque creía entrever en este duelo inesperado. Valiéndose de sucondición de padrino, tal vez averiguaría cosas muy graciosas éinteresantes.
—Bueno, ché; será como usted quiere. ¡Qué no me hará hacer estetinterillo!
Luego sonrió picarescamente, golpeando al oficinista en una pierna, almismo tiempo que le preguntaba bajando la voz:
—¿Y por qué quieren matarse? ¿Cuestión de mujeres?… De seguro queanda de por medio esa marquesa que á toditos los trae locos.
Tomó Moreno una actitud misteriosa, al mismo tiempo que se llevaba undedo á los labios para imponerle silencio.
—Prudencia, don Carlos. Piense que el marqués tratará con nosotroscomo padrino, y por ser experto en esto de los duelos tal vez dirijael combate.
El estanciero empezó á reir, dando nuevos golpes en las piernas de suamigo. Fué tal su risa, que en ciertos momentos se llevó una mano á lagarganta como si temiera ahogarse.
—Pero ¡qué lindo, ché!… Y es el marido el que va á dirigir eldesafio… Y los otros dos se pelean por su mujer… Pero ¡qué gringostan sabrosos! Me gustará ver eso… ¡Cosa bárbara!
Luego añadió, serenándose:
—Sí que acepto el ser padrino. Eso vale más que una comedia en Buenos Aires ó una de esas historias del biógrafo que traen loca á mi niña.
A media tarde, luego de haber almorzado en la estancia de Rojas,volvió Moreno á la Presa y echó pie á tierra frente á la antigua casade Pirovani.
Torrebianca se paseaba por la habitación que le servía de despacho.Iba vestido de luto y su aspecto era aún más triste y desalentado queen los días anteriores. Al pasearse se detenía algunas veces junto ásu mesa, donde estaba abierta una caja de pistolas. Había pasado unaparte de la tarde limpiando estas armas ó contemplándolas pensativo,como si su vista evocase lejanos recuerdos. Cuando olvidaba laspistolas miraba una fotografía puesta sobre la misma mesa y que era lade su madre. Esta contemplación humedecía sus ojos.
Moreno, después de saludarle, se apresuró á decir que ya habíaencontrado compañero y venía autorizado plenamente por él para ladiscusión de los preparativos del combate. El marqués aprobó con unsaludo ceremonioso y luego le fué mostrando sus pistolas.
—Las traje de Europa, y han servido varias veces en lances tan gravescomo el nuestro. Examínelas bien; no tenemos otras, y deben seraceptadas por las dos partes.
El oficinista manifestó que tenía por inútil este examen, aceptandotodo lo que hiciese el otro.
Siguió hablando el marqués con una dignidad caballeresca queimpresionaba á Moreno.
«Este pobre señor—pensó—no conoce su verdadera situación. Y es unhombre bueno y pundonoroso: un caballero que ignora los actos de sumujer y el triste papel que va á representar.»
Mientras el argentino le miraba con simpática conmiseración, Torrebianca siguió hablando.
—Como ninguno de los dos quiere dar explicaciones, y las injurias sonde indiscutible gravedad, el duelo lo concertaremos á muerte. ¿Noopina usted así, señor?…
El oficinista, que se había puesto muy serio al darse cuenta de laimportancia de esta conversación, aprobó silenciosamente conmovimientos de cabeza.
—Mi representado—continuo el marqués—no se contenta con menos detres tiros á veinte pasos, pudiendo apuntar durante cinco segundos.
Parpadeó Moreno para expresar el asombro que le producían talescondiciones, y quiso negarse á admitirlas; pero se acordó de unasegunda conversación que había tenido con Pirovani aquella mañana,antes de ir á la estancia de Rojas.
Parecía transfigurado el italiano por un entusiasmo belicoso.Celebraba esta ocasión que le iba á permitir mostrarse ante la «señoramarquesa» en la misma actitud de un héroe de novela.
«Acepto todas las condiciones—había dicho á Moreno—por terribles quesean. Quiero hacer ver que, aunque empecé como un simple trabajador,soy más valiente y más caballero que ese capitán.»
Acabó el oficinista por mover otra vez su cabeza afirmativamente.
—Esta noche—continuó el marqués—nos reuniremos los cuatro padrinosen casa de Watson para fijar por escrito las condiciones, y mañana áprimera hora será el encuentro.
Manifestó el representante de Pirovani que don Carlos Rojas no podríaasistir á tal reunión, por haber ido á Fuerte Sarmiento en busca de unmédico que presenciase el duelo; pero él suscribiría todos losdocumentos necesarios en nombre de su amigo. Y los dos padrinos dieronpor terminada su entrevista.
Al salir Moreno de la casa vió al comisario de policía junto á laescalinata, como si estuviera esperándole.
Don Roque se expresó conindignación.
—Ustedes se figuran que pueden hacer lo que quieran, como si en estatierra no hubiese autoridad, ni ley, ni nada, y aún mandasen en ellalos indios. Yo soy el comisario de policía, ¿sabe, ché? y miobligación es impedir que los demás hagan locuras. Dígame cuándo seráeso del duelo… Necesito saberlo.
Moreno se resistió á hacer tal revelación, y el comisario, en vista desu rebeldía, fué dulcificando el tono de su voz.
—Dígamelo y no sea cachafaz. Piensen todos ustedes que no está bienque ocurran aquí tales cosas hallándome yo presente. Dígame cuándoserá eso… para marcharme antes.
Le habló al oído el padrino, y él estrechó su mano agradeciendo laconfidencia. Luego fué en busca de su caballo, que estaba cerca, y alponer el pie en el estribo, dijo en voz baja:
—Voy á pasar la noche en Fuerte Sarmiento, y no volveré hasta mañanapor la tarde… Hagan lo que quieran. Yo lo ignoro todo.
* * * * *
#XIV#Empezaban á retirarse los parroquianos más trasnochadores del boliche,cuando llegó Robledo ante la casa ocupada por Elena.
Subió con pasos quedos la escalinata, llamando discretamente á lapuerta después de unos instantes de vacilación. La puerta se abrió alpoco rato, asomando á ella Sebastiana, sorprendida por estellamamiento cuando iba á acostarse.
Llevaba la dura cabellera dividida en numerosas trenzas, cada una conun lacito en la punta, y procuraba taparse con la enorme redondez desus brazos una parte del pecho cobrizo, no menos exuberante, puesto aldescubierto por el desabrochado corpiño. Sus ojos iracundos yanunciadores del chaparrón de malas palabras con que pensaba acoger alimportuno se dulcificaron viendo á Robledo, y antes de que éstehablase, dijo ella con amabilidad:
—La patrona está en su dormitorio y el marqués ha salido con sumaldita caja de pistolas. Yo creía que estaba donde usted… Entre,don Robledo; voy á avisar á la señora.
El ingeniero sabía bien que Torrebianca estaba en su casa con losotros padrinos; pero necesitaba hablar á Elena urgentemente. A pesarde su deseo, retrocedió al ver que Sebastiana le abría toda la puertainvitándole á pasar adelante. Tuvo miedo de encontrarse á solas con lamarquesa en el salón. Su entrevista debía ser breve. Además, podíallegar el marido y le sería difícil explicar su presencia allí, cuandomomentos antes había hablado con él en su propia vivienda.
—Es poca cosa lo que quiero decir á tu patrona… Será mejor que seasome á la ventana de su dormitorio.
Cerró la mestiza la puerta, y Robledo avanzó por la galería exterior,pasando ante diversas ventanas. Al poco rato se abrió una de éstas yapareció en ella la marquesa con la cabellera suelta y una batacolocada negligentemente sobre sus hombros, dejando al descubiertogran parte de sus brazos y de su pecho.
Se había vestido precipitadamente, parecía asustada, y antes de que Robledo la saludase, preguntó con ansiedad:
—¿Le ha ocurrido alguna desgracia á Watson?… ¿Por qué viene usted áestas horas?…
Sonrió Robledo irónicamente antes de contestar.
—Watson está bien; y si vengo á tales horas, es para hablarle deotro.
Luego la miró con severidad, añadiendo lentamente:
—Al salir el sol, dos hombres van á matarse. Esto es un horribledisparate que me quita el sueño, y he venido á decirle: «Elena, eviteusted tal desgracia.»
Convencida ya de que no se trataba de Watson, respondió con mal humor:
—¿Qué quiere usted que haga? Pueden batirse, si es su gusto… Paraeso nacieron hombres.
Acogió Robledo con un gesto de asombro estas palabras crueles.
—Aunque soy mujer—continuó ella—, no me asustan esos combates.
Federico se batió una vez por mí, cuando estábamos recién casados.
Allá en mi país, varios hombres expusieron su vida por serme agradables, y jamás intervine para evitarlo.
Hizo una mueca de desprecio y añadió:
—¿Pretende usted que vaya á rogar á esos dos señores que noarriesguen sus preciosas vidas, para que después cada uno de ellos meexija algo á cambio de su obediencia?… Además, si intervengo en eseasunto, los dos van á creer, cada uno por su parte, que me inspirangran interés, y ninguno de los dos me importa nada… Si se tratase deotro hombre, tal vez accedería á su ruego.
El español hizo un movimiento de cabeza al oir la palabra «otro», yvió por un instante la imagen de su asociado. Elena le miraba ahoracon ojos compasivos.
—Duerma tranquilo, Robledo, como yo voy á dormir. Deje que esos dosvanidosos anuncien que se van á matar. Verá como no ocurre nada grave.
Intentó retirarse de la ventana por miedo á los «jejenes» y otrosinsectos sanguinarios que, atraídos por las apetitosas carnes,empezaron á zumbar en torno á sus hombros, obligándola á repelerloscon incesantes manotazos mientras hablaba.
—Si ve á Watson, dígale que le he estado esperando todo el día. Conesto del duelo es imposible hablarle…
Hasta mañana, y pase usted unanoche tranquila.
Cerró la ventana, fingiendo un miedo pueril á los mosquitos, y Robledotuvo que retirarse desalentado.
A la misma hora el ingeniero Canterac escribía en su mesa de trabajo,terminando una larga carta con estas palabras:
«… y tal es mi última voluntad, que espero cumpliréis. ¡Adiós,esposa mía! ¡Adiós, hijos míos!
Perdonadme.»
Dobló el pliego para meterlo en un sobre, y luego puso éste en elbolsillo interior de una levita colgada cerca de él.
«Si caigo mañana—pensó—, encontrarán esta carta sobre mi pecho.Encargaré á Watson, antes del duelo, que en caso de muerte la envíe ámi familia.»
Una hora después su adversario entraba en la casa de Moreno. Eloficinista había vuelto, momentos antes, de su reunión con lospadrinos de Canterac. Pirovani le habló lentamente, esforzándose porocultar su emoción.
Acababa de dejar sobre la mesa de Moreno dos cartas, una de ellas muyabultada, con el sobre abierto, mostrando su interior repleto depapeles. Había estado escribiendo una parte de la noche en sualojamiento, para condensar en estas dos cartas todos sus asuntos.Señaló la más delgada y dijo:
—Ésta es para mi hija. Se la enviará usted, si es que muero.
El argentino quiso reir, como si dudase de la posibilidad de sumuerte, acogiendo tales palabras con gestos alegres… Pero desistióde su fingido regocijo al ver que el contratista continuaba hablandocon voz grave.
—En el sobre más abultado encontrará usted una autorización en reglapara que pueda cobrar sin dificultades lo que me debe el gobierno, asícomo las sumas que tengo depositadas en los Bancos. A un hombre hábilcomo lo es usted, le será fácil enterarse, después de examinar estospapeles, del estado de mis negocios y del medio mejor de liquidarlos.También dejo un testamento en el que le nombro tutor de mi hija. Ustedes el único que me inspira confianza. Aunque alguna vez se hainclinado más del lado de mi adversario que del mío, eso no importa.Sé que es usted un joven «honesto», y le confío mi hija y mi fortuna:todo lo que poseo en la tierra.
Moreno se conmovió de tal modo por esta muestra de confianza, que hubode llevarse una mano á los ojos.
Luego se levantó para oprimirfuertemente la diestra del italiano y con palabras entrecortadas fuéexpresando su voluntad de cumplir fielmente todo lo que le encargase.Juraba dedicarse al cuidado de la hija y la fortuna de su amigo siéste moría al día siguiente.
—Pero usted no morirá—añadió golpeándose el pecho—. Me lo dice elcorazón.
Poco después de salir el sol, varios hombres fueron reuniéndose en unapradera de hierba rala vecina al río.
Tenía por límite unos saucesviejos y con las raíces medio descubiertas, que se inclinabanmoribundos sobre la corriente, como si de un momento á otro fueran ádejarse caer en ella.
El lugar era triste. Como la luz se extendía á esta horahorizontalmente, casi al ras del suelo, las sombras de las personas ylos árboles se prolongaban con un estiramiento irreal.
Primeramente llegó Pirovani escoltado por Moreno y don Carlos, todosvestidos de negro, pero el contratista se distinguía de susacompañantes por una levita nueva y solemne. La había recibido deBuenos Aires la semana anterior, á gusto de un sastre famoso, á quienencargó un vestuario completo igual á los que poseyesen losmillonarios más elegantes de la ciudad.
Detrás de este grupo avanzó un viejo alto, enjuto de carnes, con lanariz violácea y granujienta de los alcohólicos y una caja de cirugíabajo el brazo. Era el médico que Rojas había ido á buscar la nocheanterior en el pueblo más próximo.
Pasados unos minutos llegaron á la pradera Canterac, Torrebianca yWatson. El capitán y el marqués vestían largas levitas, menosflamantes que la de Pirovani, y corbatas negras: lo mismo que siasistiesen á un entierro. Watson llevaba simplemente un traje obscuro.
Luego de saludar Canterac ceremoniosamente desde lejos á su adversarioy á los padrinos de éste, empezó á pasearse por la orilla del río.Fingía divertirse siguiendo con sus ojos el revuelo de los pájarosmatinales ó arrojando piedras á la corriente. El contratista, quedeseaba no ser menos que él, imitándole en todo, se paseó tambiénjunto á los sauces, mirando al río. Y así continuaron ambos, yendo yviniendo cada uno por la parte de la orilla que se había asignado,como si fuesen dos autómatas.
Torrebianca, al que todos cedían el primer lugar por su experiencia enestos lances, empezó á disponer los preparativos del combate. Pidió áWatson dos bastones que éste llevaba á prevención, y clavó uno en elsuelo. Luego miró hacia el sol con una mano sobre los ojos, para darsecuenta exacta de qué lado venía la luz, y empezó á marchar, contandosus pasos.
—Veinte—dijo clavando en el suelo el segundo bastón.
Al reunirse otra vez con los padrinos sacó una moneda, y luego deescuchar á Moreno la arrojó en alto.
Cuando cayó la pieza, eloficinista dijo á Rojas:
—Hemos ganado, don Carlos, y podemos elegir el sitio.
El marqués, que había traído bajo un brazo su célebre caja depistolas, la dejó abierta sobre la hierba. Cargó las dos armas conminuciosa lentitud, sacando á luz de nuevo la misma moneda para que elazar decidiese por segunda vez. Al caer la rodaja de metal, se inclinóel oficinista para verla y dijo al estanciero:
—La suerte está con nosotros. También podemos tomar la pistola quemás nos guste.
Después los padrinos de Pirovani fueron en busca de éste paracolocarlo junto á uno de los bastones escogido por ellos. El marqués yWatson condujeron á su apadrinado al lugar que marcaba el segundobastón.
Mientras tanto, el médico procedía con cierto azoramiento á suspreparativos. Era la primera vez que presenciaba un duelo. Habíaabierto su caja de cirugía, y con una rodilla en tierra empezó ádesenvolver vendajes, abrir frascos y examinar el buen funcionamientode sus aparatos.
Quedaron frente á frente los adversarios. Canterac estaba rígido, conrostro grave pero inexpresivo, lo mismo que un soldado que espera lavoz de mando. Pirovani tenía los ojos ardientes, miraba conagresividad, parecía furioso. Cuando se acercó Moreno con una pistolapara entregársela, le dijo en voz baja:
—Va usted á ver como lo mato. Me lo avisa el corazón.
Pero olvidó su optimismo homicida, para añadir con cierta angustia:
—Lo que yo deseo es que me expliquen bien el tiempo de que puedodisponer para apuntar. No quiero equivocarme, y que me tomen luego porun ordinario, incapaz de comprender estas cosas.
Conservaron sus pistolas los dos enemigos, con el cañón en alto.Moreno se cuidó de abrochar los botones de la levita de Pirovani queestaban sueltos. Luego le subió el cuello, para que no se viese elblanco de su camisa. Torrebianca examinó por su parte á Canterac.Estaba correctamente abrochado como un militar, pero su padrino lesubió también el cuello de la levita. Los dos, antes de tomar su arma,se habían quitado el sombrero, entregándolo á uno de los padrinos.
Colocándose el marqués entre ambos, sacó un papel y empezó á leerlocon grave lentitud.
«…Segundo. El director del combate dará tres palmadas, y loscombatientes podrán apuntar y hacer fuego á voluntad entre la primeray la tercera palmada.»
«Tercero. Si alguno de los dos hace fuego después de la tercerapalmada, será declarado felón y descalificado inmediatamente.»
Pirovani, con la pistola en alto, avanzaba la cabeza y entornaba losojos para oir mejor, acogiendo con movimientos afirmativos cadapalabra de Torrebianca. Canterac permanecía impasible, como un hombreque está escuchando algo que conoce sobradamente.
Siguió leyendo el marqués, y al fin guardó su papel, para hablar á losadversarios.
—Mi deber es dirigir á todos un llamamiento en pro de la concordia.¿Es posible todavía una explicación entre caballeros?… ¿Quierealguno de los dos presentar sus excusas al otro?…
Movió Pirovani con violencia su cabeza, haciendo signos negativos. Elingeniero permaneció inmóvil, sin que se alterase una línea de surostro sombrío.
El marqués volvió á hablar, quitándose su sombrero con tristecortesía.
—Entonces, que empiece el lance y cada uno cumpla como caballero.
Retrocedió unos pasos, pero de espaldas, sin perder de vista á loscombatientes. Luego levantó una mano, preguntando si estaban listos.Pirovani hizo un movimiento afirmativo. Su adversario continuaba mudoó inmóvil. Separó el marqués sus manos para dar la primera palmada.Todo esto lo hizo con una lentitud que daba á sus movimientos ciertasolemnidad trágica.
Los otros padrinos, colocados á alguna distancia de él, miraban conuna emoción mal disimulada. El médico, que seguía arrodillado junto ásu caja, levantó la cabeza con los ojos muy abiertos.
Torrebianca fué aproximando las manos y dijo lentamente:
—¡Fuego!… Una…
Los dos bajaron á un tiempo sus pistolas.
Pirovani, que sólo tenía en aquel momento la preocupación de no hacerfuego después de la tercera palmada, se apresuró á tirar. Su enemigoguiñó ligeramente un ojo y contrajo levemente la mejilla del mismolado, como si hubiese sentido el roce del proyectil. Pero recobróinmediatamente su impasible fosquedad y siguió apuntando.
Volvió el marqués á dar una palmada, diciendo lentamente: «Dos.»
Al ver Pirovani que no había herido á su adversario y quedabadesarmado ante él, pasó por su rostro, como una nube veloz, la emocióndel miedo; pero fué por un momento nada más. Luego, mirando á Canteracque le seguía apuntando, cruzó sus brazos, apoyó en el pecho lapistola inútil y presentó de frente todo su cuerpo, con locajactancia, cual si desafiase á la muerte.
Moreno se agarró á un hombro de Rojas, obligado por su ansiedad ábuscar un apoyo. El estanciero apretaba los labios.
—¡Pucha!… Lo va á matar—dijo entre dientes.
Dio otra palmada el director del combate. «Tres.» Un momento antes Canterac había hecho fuego.
Todos corrieron en una misma dirección, menos el capitán, quepermaneció inmóvil, con el brazo caído y la pistola todavía humeanteen su diestra.
El contratista estaba de bruces en el suelo como una masa inerte. Losque corrían hacia él vieron en primer término la cúspide de su cabeza,y saliendo de ella un hilo de sangre que serpenteaba entre la hierba.Inmediatamente esta cabeza quedó invisible, pues todos se agolparonen torno al cuerpo caído, inclinándose para escuchar al médico, que loexaminaba con una rodilla en tierra.
Momentos después alzó éste su rostro para decir con balbuceos deemoción:
—Nada queda que hacer… ¡Muerto!
Viendo que Canterac se aproximaba al grupo para saber lo ocurrido,Torrebianca salió á su encuentro, cerrándole el paso. El gesto tristedel marqués, antes que sus palabras, revelaron al ingeniero la verdad.
Su padrino juzgó necesario llevárselo de allí, y le dijoimperiosamente que le siguiese. Al otro lado de las dunas aguardaba uncarruaje, el mismo que había llevado á Elena la tarde de la fiesta.
Cuando este vehículo los dejó frente á la antigua casa del muerto, losdos quedaron con los pies vacilantes.
Torrebianca no podía invitar áCanterac á que entrase en un edificio que era de Pirovani. El otrotampoco osaba dar un paso.
Estaban los dos inmóviles, sin saber qué decirse, cuando aparecióRobledo. Debía estar rondando desde mucho antes por las inmediacionesde la casa para adquirir noticias. Al reconocer á Canterac le miró conuna expresión interrogante.
—¿Y el otro?…
Inclinó la cabeza Canterac y el marqués hizo un gesto doloroso quereveló á Robledo todo lo ocurrido.
Permanecieron los tres en silencio. Luego el francés dijo en voz baja:
—Mi carrera perdida; mi familia abandonada… ¡Y lo más horrible esque no siento odio alguno al pensar en ese infeliz!… ¿Qué será demí?
Robledo era el único de los tres capaz de una resolución enérgica enaquel momento.
—Lo primero es huir, Canterac. Este asunto hará mucho ruido, y nopuede taparse como una riña de boliche. Pase los Andes cuanto antes;al otro lado está Chile, y allí puede usted esperar… En el mundotodo se arregla, bien ó mal; pero todo se arregla.
El francés habló con desaliento. No tenía dinero; lo había gastadotodo en aquella fiesta, que ahora le parecía un disparate. ¿Cómo viviren Chile, donde no conocía á nadie?…
Le tomó un brazo el español para tirar de él afectuosamente,llevándoselo de allí.
—Lo primero es huir—dijo otra vez—. Yo le daré los medios dehacerlo. Vámonos.
Canterac se resistía á obedecerle, mirando al mismo tiempo á Torrebianca.
—Quisiera antes de irme—murmuró—decir adiós á la marquesa.
Fué tan suplicante el tono con que hizo esta petición, que provocó enRobledo una sonrisa de lástima. Luego le fué empujando con unasuperioridad paternal.
—No perdamos tiempo—dijo—. Preocúpese de usted nada más. Lamarquesa tiene otras cosas en que pensar.
Y se lo llevó á su casa.
Durante todo el día el suceso mantuvo en continuo bullicio á loshabitantes del pueblo. Muchos lo aprovecharon como un motivo paraabandonar el trabajo. En la calle central se formaron numerosos gruposde hombres y mujeres, hablando acaloradamente, al mismo tiempo quemiraban con hostilidad la casa que había sido de Pirovani. Los nombresde Torrebianca y su mujer sonaban tanto como los de los adversariosque se habían batido.
Entre las gentes del pueblo pasaron algunos gauchos amigos de ManosDuras, como si el reciente suceso hubiese extinguido completamente lahostilidad que existía entre ellos y los habitantes de la Presa.
A media tarde atravesó la calle central el mismo Manos Duras, mirandocon interés hacia la casa. Algunas mestizas le hablaron, manifestandosu indignación contra aquella señorona que perturbaba á los hombres.Pero el famoso gaucho encogió sus hombros, sonriendo despectivamente,y siguió adelante.
En el boliche le esperaban tres amigos suyos que vivían la mayor partedel año al pie de los Andes y habían venido á pasar unos días en surancho. Don Roque, en otras circunstancias, se hubiese alarmado alconocer esta visita. Tal vez preparaban algún robo importante de«hacienda» para llevar las reses al otro lado de la Cordillera yvenderlas en Chile. Pero ahora los personajes importantes de la Presadaban más que hacer al comisario que los gauchos dedicados alabigeato.
Al entrar Manos Duras en el «Almacén del Gallego», vió que el públicoera más numeroso que las otras tardes de trabajo, hablándose en todoslos corros de la muerte del contratista. Mientras bebía de pie juntoal mostrador, fué oyendo los comentarios de los parroquianos.
—Esa hembra—gritaba uno—es la que ha tenido la culpa de todo. ¡Quémala p…!
Manos Duras se acordó de la tarde en que había visto á la marquesa porprimera vez. Este recuerdo hizo que mirase con ojos agresivos al queacababa de hablar, lo mismo que si le hubiese dirigido una injuria.
—Dos hombres se han peleado á muerte por esa señora; ¿y qué?… Yotambién estoy dispuesto á pelar mi facón y á matarme con el primeroque la insulte. A ver si hay un guapo que quiera pisarme el poncho.
Esta invitación á «pisarle el poncho» era un reto á estilo gauchopara el combate; pero después de un corto silencio los parroquianosempezaron á hablar de otra cosa.
Se asomó Torrebianca, al atardecer, á una de las ventanas de su casa,mirando con extrañeza los grupos reunidos en la calle. Su número habíaaumentado. El comisario de policía, que acababa de regresar de FuerteSarmiento, iba entre ellos, hablando á unos y á otros para que seretirasen. Al ver al marqués en la ventana le saludó quitándose elsombrero.
Hombres y mujeres quedaron mirando al esposo de Elena fijamente, conuna curiosidad hostil, pero nadie osó una demostración contra él.
Torrebianca no pudo ocultar su sorpresa ante la mirada inquietante detantos ojos fijos en su persona. Luego se dió cuenta de unaimpopularidad que juzgaba inexplicable, y acabó cerrando las vidrierascon triste altivez.
Pasados algunos minutos abrió Sebastiana la puerta de la casa,apoyándose en una baranda de la galería exterior. Había sentido laatracción de aquella afluencia de grupos, en los que reconoció ámuchas amigas antiguas. Pero al verla las mujeres que estaban en lacalle, empezaron á gesticular y á insultarla á gritos.
Ella, irritada por tan incomprensible acogida, acabó por responder enel mismo tono; pero abrumada al fin por la superioridad numérica desus adversarias y viendo además que muchos hombres las ayudaban consus risas y palabrotas, tuvo que retirarse. Al reflexionar luego en lacocina, fué columbrando la verdad. Todas las mujeres del pueblo, sinexceptuar las que eran comadres suyas, irían contra ella porque estabaal servicio de la marquesa.
A la misma hora del anochecer entró Watson en el pueblo. Después delterrible suceso de la mañana había tenido que preocuparse del cadáverde Pirovani, acompañando á los padrinos de éste y al médico.Primeramente lo guardaron en un rancho ruinoso cercano al río. Luegoresolvieron trasladarlo á Fuerte Sarmiento, ya que debía ser enterradofinalmente en el cementerio de dicho pueblo. Así evitaban lasmanifestaciones que podían surgir en la Presa si el cadáver erallevado allá.
Regresaba Watson de Fuerte Sarmiento y había dejado á sus espaldas lasprimeras casas del pueblo, cuando se encontró con Canterac.
Éste iba también á caballo, con sombrero y poncho iguales á los queusaban los jinetes del país, y llevando además un saco de ropa y devíveres en el delantero de la silla.
Al reconocerlo, el joven se detuvo para estrechar su mano. Adivinó queno le vería más, pues su aspecto era el de un viajero que se dispone ácruzar la desierta llanura patagónica.
Canterac, respondiendo á su pregunta, señaló el horizonte, en el queempezaban á brillar las primeras estrellas por la parte de los Andesinvisibles. Luego le manifestó su propósito de pasar la noche en unaestancia cerca de Fuerte Sarmiento, para continuar la marcha apenasapu