Los personajes más importantes del campamento tampoco dormían. Estabancon la pluma en la mano y el pensamiento muy lejos.
El ingeniero Canterac, apoyando un codo en su mesa y con los ojosentornados, creía ver el remoto París y en él una casa vecina al Campode Marte, cuyo quinto piso estaba ocupado por su esposa y sus hijos.
Era una señora de aspecto triste, con el pelo canoso y el rostrotodavía fresco. A sus lados estaban sentadas dos niñas. Un muchacho decatorce años, su hijo mayor, de pie ante ella, escuchaba suspalabras… Y la madre acababa por mostrarles sobre el canapé de sumodesto salón un retrato que representaba á Canterac joven, conuniforme militar. El amueblado de las habitaciones, lo mismo que lostrajes de todos ellos, revelaban una existencia modesta pero ordenada,digna y con cierta distinción.
Conmovido el ingeniero por las visiones que él mismo iba creando, hizoun esfuerzo para arrancarse á ellas, y siguió escribiendo la carta quetenía empezada sobre la mesa:
«Pronto volveré á veros. Las deudas de honor que me obligaron áalejarme de París quedarán saldadas en breve, gracias á ti, valerosacompañera de mi vida, que has sabido manejar hábilmente los ahorrosque te envié. ¡Cómo deseo verte en mis brazos para decirte una vez másmi amor y mi gratitud!… ¡Cómo ansío ver á nuestros hijos, después detan larga separación…»
Quedó el ingeniero con la diestra inmóvil y la pluma en alto. Habíaperdido su rígida impasibilidad de hombre autoritario. Tenía los ojoshúmedos á causa de su emoción y se pasó una mano por ellos. Hizo unesfuerzo para reconcentrar su voluntad y siguió escribiendo el finalde su carta:
«¡Adiós á ti, esposa mía! ¡Adiós, hijos míos! Hasta el próximocorreo.—
Roger de Canterac.
»
Pero cuando iba á doblar el pliego, añadió una posdata:
«Adjunto te remito el cheque de este mes. El próximo cheque será másimportante que todos los que llevas recibidos, pues espero cobrar,además de mi sueldo, las retribuciones atrasadas de varios trabajosparticulares hechos en los dos últimos años.»
Pirovani también estaba en su despacho, á la misma hora pluma en manoy con los ojos vagorosos, como si contemplase interiormente una visiónideal.
Su pensamiento le conducía hasta un colegio de Italia donde estaba suhija única; un colegio dirigido por monjas y cuyas alumnas eran en sumayor parte de apellido aristocrático, lo que proporcionaba grandessatisfacciones á la vanidad pueril del contratista.
Parecía ennoblecerse su rostro con la sonrisa dirigida á esta visión.Avanzó los labios cual si pretendiese enviar un beso á su hija porencima de tres mil leguas de tierras y mares. Luego siguióescribiendo:
«Estudia mucho, Ida mía; aprende todo lo que necesita saber una señoradel gran mundo, ya que tu padre, después de tantas privaciones ytrabajos, ha podido juntar una fortuna que le permite darte una buenaeducación… Yo fui menos dichoso que tú, y nacido en la pobreza tuveque abrirme paso en el mundo, sin apoyo alguno, arrastrando el fardode mi ignorancia. Para evitarte molestias no quise casarme otra vez…¡Qué no haré yo por ti, Ida mía!»
«El año próximo pienso dar por terminados mis negocios en América, yvolveré á nuestra patria, y compraré un castillo del que serás tú lareina; y tal vez se enamore de ti algún noble oficial de caballeríacon apellido ilustre, y tu pobrecito papá tendrá celos… ¡muchoscelos!…»
Mientras Pirovani escribía las últimas palabras, su rostro empezó ádilatarse con una sonrisa bondadosa.
Moreno, el argentino, no enviaba su pensamiento tan lejos. Escribía enla casita de madera donde estaba instalada su oficina, bajo la luz deun quinqué de petróleo; pero su imaginación, siguiendo la línea delferrocarril, se detenía, á dos días de marcha, en un pueblo cercano áBuenos Aires.
También al levantar por un momento la cabeza para quitarse losanteojos y limpiarlos, contemplaba, como los otros, una visiónfamiliar. Su esposa, una mujer joven, de rostro dulce, estaba con unacriatura de pechos en el regazo, entre dos niños y una niña algomayores; pero ninguno de ellos pasaba de los siete años. La habitaciónmodesta ofrecía un aspecto fresco y gracioso. Aquella madre defamilia, al mismo tiempo que atendía á la prole, se preocupaba delbuen orden de su casa.
«A todas horas me acuerdo de ti y de los niños. De seguir los deseosde mi corazón, os traería á todos inmediatamente á Río Negro; perotemo que nuestros pequeños sufran demasiado en este desierto. La vidaque yo llevo no es para que la soporten nuestros hijitos ni tampocotú, animosa compañera de mi existencia.»
Contempló Moreno un retrato puesto sobre la mesa, en el que aparecíasu esposa y sus cuatro hijos. Besó la fotografía con emoción y volvióá escribir:
«Afortunadamente, en el Ministerio me aprecian un poco por milaboriosidad, y espero que antes de un año me trasladarán á BuenosAires. El mes próximo solicitaré un permiso para ir á veros. El viajees caro, pero no puedo sufrir más tiempo esta ausencia dolorosa.»
Ricardo Watson no escribía cartas, pero ensoñaba despierto como losotros.
Sentado ante un tablero de dibujo en el que había clavada una hojagrande de papel, iba trazando los contornos de un canal. Pero eldibujo se esfumó poco á poco para ser reemplazado por una visión de larealidad ordinaria. Las líneas rojas y azules se convirtieron en unrío orlado de sauces, en terrenos yermos y caminos polvorientos.
Este paisaje liliputiense ofrecía la vista completa de las tierras querodeaban el pueblo de la Presa, pero en escala tan reducida que todascabían en el tablero. Y á través de la diminuta planicie vió de prontogalopar á un jinete no más grande que una mosca, que iba saltando conalegre soltura; la señorita Rojas, vestida de hombre y moviendo ellazo sobre la cabeza.
Watson se llevó una mano á los ojos, restregándoselos para ver mejor.
¡Falsas ilusiones de la noche!
Luego agitó sus dedos sobre el papel, como si lo abanicase paraahuyentar el engañoso panorama, y reapareció el trazado de loscanales, con sus líneas rojas y azules.
Se sumió otra vez el joven en su monótona labor de dibujante lineal;pero á los pocos instantes sus ojos volvieron á levantarse del papel.Ahora creyó ver en el fondo de la habitación á Celinda montada ácaballo; pero no como una amazona pigmea, sino con su talla ordinaria.
La muchacha le arrojó de lejos su lazo, riendo con aquella risa queponía al descubierto su dentadura juvenil, y el norteamericano,maquinalmente, bajó la cabeza para librarse de la cuerda opresora.
«Estoy soñando—pensó—. Esta noche no puedo trabajar. Vámonos á lacama.»
Pero antes de domirse vió el pueblo entero como lo había contemplado ála puesta del sol, desde una altura, en compañía de Celinda.
Ahora la tierra estaba en la obscuridad, y sobre el telón azul delhorizonte, acribillado de luz, se imaginó ver el crecimiento de unainmensa aparición: una mujer de grave hermosura, coronada de estrellasy con una túnica negra de bordados igualmente siderales, que abríasus brazos gigantescos, arrancando de los jardines del infinito lasflores del ensueño, para derramarlas como una lluvia de pétalosfosforescentes sobre el mundo dormido.
Era la Noche, divinidad misericordiosa que hacía ver á los desterradosen este rincón del planeta todos los seres amados por ellos.
Como Ricardo Watson estaba solo en el mundo, la Noche escogía para élla flor más primaveral… Y el joven, antes de cerrar los ojos, empezóá conocer la dulce melancolía que acompaña siempre al primer amor.
* * * * *
#VI#Un grupo de chicuelos cesó de jugar en la llamada calle principal,lanzando gritos de asombro al ver el aspecto extraordinario delcarruaje que, tres veces por semana, ó sea los días de tren, iba yvolvía de la Presa á la estación de Fuerte Sarmiento.
La misma diversidad étnica de los habitantes del pueblo se notaba eneste grupo infantil, compuesto de distintas razas. Los niños blancosparecían como perdidos dentro de pantalones viejos de sus padres y suspies se movían sueltos en el interior de enormes zapatos. Losindígenas llevaban una simple camisita ó iban con la barriga al aire,resaltando sobre su curva achocolatada el amplio botón del ombligo.
Como todos ellos estaban acostumbrados á que los viajeros que llegabaná la Presa no llevasen otro equipaje que la llamada «lingera», saco delona donde guardaban su ropa, se asombraron al ver la cantidad debaúles y maletas del coche-correo, vieja diligencia tirada por cuatrocaballos huesudos y sucios de lodo.
Una gran parte de dicho equipaje iba amontonado en el techo delvehículo, y al avanzar éste rechinando sobre los profundos relejesabiertos en el polvo, se inclinaba con un balanceo cómico óinquietante, como si fuese á volcar.
En la puerta del boliche se agolparon los hombres libres de trabajo,atraídos por tal novedad. Se detuvo el coche ante la casa de maderahabitada por Watson, y éste se mostró rodeado de su servidumbre.
Corrieron hombres y mujeres, lanzando exclamaciones al ver que bajabadel carruaje el ingeniero Robledo.
Muchos se abalanzaron paraestrechar su mano confianzudamente, con la camaradería de la vida enel desierto. Después todos parecieron olvidar al español, á causa dela curiosidad que les inspiraban los desconocidos salidos del coche.
Primeramente echó pie á tierra el marqués de Torrebianca para dar lamano á su esposa. Ésta vestía un lujoso abrigo de viaje, cuyaoriginalidad chocaba violentamente con todo lo que existía en torno deella.
Se mostraba muy seria, con el gesto duro de sus malos momentos. Mirabaá un lado y á otro con extrañeza y disgusto. A pesar del amplio veloque defendía su cara, el polvo rojizo del camino había cubierto susfacciones y su cabellera. Sus ojos delataban una gran desesperación ytodo en su persona parecía gritar:
«¿Dónde he venido á caer?»
—Ya llegamos—dijo Robledo alegremente—. Dos días y dos noches deferrocarril desde Buenos Aires y un par de horas de coche á través deuna tempestad de polvo, no es mucho. Más lejos está el fin del mundo.
Varios hombres de los que habían saludado á Robledo dándole la manoempezaron á descargar espontáneamente las maletas amontonadas en eltecho y el interior de la diligencia.
Una doncella de la marquesa había enviado de París á Barcelona esteequipaje, que representaba los últimos restos del gran naufragio delos Torrebianca.
En torno á Elena se fué formando un corro de chiquillos y pobresmujeres, en su mayor parte mestizas, contemplándola todos con asombroy admiración, como si fuese un ser de otro planeta que acababa de caeren la tierra. Algunas muchachitas tocaron disimuladamente la tela desu vestido, para apreciar mejor su finura.
Fueron acudiendo, atraídos por el suceso, los principales personajesdel campamento, y el español hizo la presentación de sus amigosCanterac, Pirovani y Moreno.
Al ver Watson que los hombres que habían cargado con los equipajes losmetían en su vivienda, buscó á Robledo apresuradamente.
—Pero ¿esa señora tan elegante va á vivir con nosotros?…
—Esa señora—contestó el español—es la esposa de un compañero queviene á participar de nuestra suerte.
No vamos á construir un palaciopara ella.
Le fué imposible á la recién llegada ocultar su desaliento al recorrerlas diversas piezas de la casa de los dos ingenieros, que iba á ser enadelante la suya. Las paredes eran de madera, los muebles pocos yrústicos, y mezclados con ellos vió sillas de montar, aparatos detopografía, sacos de comestibles. Todo estaba revuelto y sucio en estavivienda dirigida por hombres distraídos á todas horas por laspreocupaciones de su trabajo.
Torrebianca sonreía con una amabilidad humilde, aceptando lasexplicaciones de su amigo. Todo lo que éste hiciese le parecía bien ydigno de agradecimiento.
—He aquí nuestra servidumbre—dijo Robledo.
Y presentó á una mestiza gorda y entrada en años, la criada principal,dos pequeños mestizos descalzos, que llevaban los recados, y unespañol rústico, encargado de la caballeriza. Esta gente mal pergeñadafué manifestando con sonrisas interminables la admiración que sentíaante la hermosa señora, y Elena acabó por reir también, nerviosamente,al recordar los domésticos que había dejado en París.
Después de la cena, Robledo, que deseaba enterarse de la marcha de lostrabajos, habló á solas con su consocio. Éste le fué enseñando losplanos y otros papeles.
—Antes de seis meses—añadió Watson—podremos regar nuestras tierras,según afirma Canterac, y dejarán de ser una llanura estéril.
Robledo mostró su contento.
—Un verdadero paraíso va á surgir, gracias á nuestro trabajo, de estesuelo que sólo produce ahora matorrales. Miles de personas encontraránaquí una existencia mejor que en el viejo mundo. Usted y yo, queridoRicardo, vamos á ser enormemente ricos y haremos al mismo tiempo ungran bien. La vida es así.
Para que se realice un progreso, esnecesario que este progreso empiece por enriquecer á alguienegoístamente.
Quedaron los dos silenciosos, con la mirada vaga, como si contemplasenen su imaginación el aspecto que iban á ofrecer las tierras yermasdespués de varios años de riego. Vieron campos eternamente verdes,canales rumorosos en los que el agua parecía reir, caminos orlados dealtos árboles, casitas blancas… Watson pensaba en los jardinesfrutales de California, y Robledo en la huerta de Valencia.
El norteamericano fué el primero que salió de esta abstracción,señalando mudamente la pieza inmediata, donde se habían instalado losrecién llegados.
Dormitaba Torrebianca en ella ocupando un sillón de lona. Su esposa,sentada en otro sillón, tenía la frente entre las manos, en unaactitud trágica. Persistía en su pensamiento la misma preguntadesesperada: «¿Dónde he venido á caer?…»
Durante los días pasados en Buenos Aires, encontró tolerable sudestierro. Era una gran ciudad á la europea, en la que había quebuscar tenazmente algún rincón de la antigua vida colonial paraconvencerse de que se había llegado á América. Experimentaba laextrañeza de vivir en un hotel mediocre y carecer de automóvil.
Apartede esto, su existencia no había experimentado ningún sacudimiento…¡Pero el viaje, después, por llanuras interminables, en las que eltren marchaba horas y horas sin encontrar una persona ni una casa,como sobre si la superficie del mundo se hubiese creado el vacío!…¡La llegada á esta tierra remota, en la que la rueda ó el pielevantaban al avanzar nubes de polvo, y los órganos respiratorios seobstruían con la tierra disuelta en el aire, y todas las gentes teníanun aspecto de abandono, lo que no evitaba que tratasen á los demás conmolesto compañerismo, como si se considerasen iguales, al vivir lejosde los otros grupos humanos!… ¡Ay! ¡Dónde había venido á caer!…
Robledo, adivinando el pensamiento de Watson, contestó á su mudapregunta:
—Mi amigo nos ayudará como ingeniero. No debe usted preocuparse deél. Yo le daré una participación en nuestro negocio, pero será de loque á mí me corresponde.
El joven, después de escuchar el relato de las desgracias deTorrebianca, tales como Robledo creyó prudente darlas á conocer, selimitó á decir:
—Ya que el amigo de usted viene á trabajar con nosotros, exijo que suparte se saque por igual de lo que nos corresponde á usted y á mí. Meparece una persona excelente y quiero ayudarle. Además, su esposa meda lástima.
Le estrechó la mano Robledo, agradeciendo su generosa resolución, y yano hablaron más de este asunto.
Desde la mañana siguiente, Elena, que tenía cierta facilidad paraadaptarse á las diversas situaciones de su existencia, se mostrólaboriosa y emprendedora. Quiso conquistar la admiración de aquelloshombres por sus talentos domésticos, lo mismo que semanas antespretendía distinguirse en los salones por otros méritos menoshumildes. Vistiendo un traje de corte sastre que ella había desechadoen París y asombraba aquí á todos por su elegancia, se dedicó con losguantes puestos á la limpieza y arreglo de la casa, marchando alfrente de la mestiza gorda y sus dos acólitos.
Cuando intentaba predicarles con el ejemplo, se hacía visibleinmediatamente su torpeza para esta clase de trabajos. Otras vecesquedaba vacilante, no sabiendo cómo se hacía lo que acababa deordenar, y era indispensable una intervención de la mestiza parasacarla del apuro.
En la cocina, una gran lámpara, alimentada con la misma esencia de losmotores que perforaban el suelo, servía para los guisos. Elena,animada por la facilidad con que podía apagarse y encenderse estefogón, quiso intervenir en los preparativos culinarios. Pero hubo deresignarse igualmente á reconocer la superioridad de la domésticacobriza, riendo al fin de su ineptitud para los trabajos domésticos.
Queriendo hacer algo, se quitó los guantes é intentó lavar los platos;pero inmediatamente volvió á ponérselos temiendo que el agua fríaperjudicase la finura de sus dedos y el brillo de sus uñas.Precisamente, en los momentos de desesperación por su nuevaexistencia, lo único que le proporcionaba cierto alivio era contemplarmelancólicamente sus manos.
Torrebianca, vistiendo un traje de campo, fué con Watson y Robledo ávisitar los canales, enterándose del curso de los trabajos, hablandofamiliarmente con los peones, examinando el funcionamiento de lasmáquinas perforadoras.
Poco después estaba sucio de polvo de la cabeza á los zapatos, y susmanos sintieron una comezón dolorosa al empezar á curtirse; peroconoció al mismo tiempo la alegre confianza del que cuenta con unmedio seguro de ganar su vida.
Cerrada ya la noche, volvían diariamente los tres ingenieros á suvivienda, donde encontraban la mesa puesta. Al principio se lamentóElena de la rusticidad de los platos y los cubiertos. Por iniciativasuya, trajo la mestiza del «Almacén del Gallego» varios objetosbaratos, procedentes de Buenos Aires. Con esto y unas cuantas hierbasligeramente floridas, que los dos pajes cobrizos iban á buscar en laribera del río, la mesa presentaba cada vez mejor aspecto. Se ibanotando en la casa la presencia de una mujer hermosa y elegante.
Una noche, mientras la cocinera traía el primer guiso, Elena sedespojó de una salida de teatro, que por ser algo vieja prestabaservicios de bata. Al desprenderse de esta envoltura apareciódescotada, con un traje de fiesta un poco ajado, pero todavíabrillante, recuerdo de sus tiempos felices.
Watson la miró con asombro, y Robledo hizo un gesto disimulado,llevándose un dedo á la frente para indicar que la creía algo loca.
El marqués permaneció impasible, como si nada de su mujer pudieracausarle extrañeza.
—Siempre he comido con traje descotado—dijo Elena—, y no veo larazón de modificar aquí mis costumbres. Sería para mí un tormento.
Después de la cena se desarrollaban largas conversaciones, en lascuales la parte mayor correspondía á Robledo. Éste hablaba conpredilección de los hombres de vida interesante que había vistodesfilar por «la tierra de todos». Muchos de ellos llevaban corridocasi todo el planeta antes de llegar á la Patagonia; otros acababan dehuir de Europa, ansiosos de aventuras, para forjarse una nuevaexistencia.
Al desembarcar en Buenos Aires les salían al encuentro los mismosobstáculos del mundo que dejaban á sus espaldas. La gran ciudad era yavieja para ellos; abundaban los pobres en sus tugurios llamados«conventillos»; resultaba tan difícil ganarse la vida en estametrópoli como en Europa. Algunas veces aún era mayor la dificultadque en el antiguo continente, por la gran concurrencia deprofesionales llegados de todas partes… Y se esparcían hacia lossitios más apartados de la República, invadiendo los territoriostodavía desiertos, donde se estaban realizando obras preparatoriaspara la instalación de las inmigraciones futuras.
—¡Los tipos que he visto pasar por aquí en pocos años!—continuabaRobledo—. Una vez me interesé por cierto peón que tenía la nariz rojade los alcohólicos, pero guardaba en su persona un no sé qué reveladorde un pasado interesante.
Era una ruina humana; pero igual á los palacios en escombros, cuyahistoria se presiente por un fragmento de estatua ó de capiteldescubierto entre los muros derrumbados, este hombre, que robaba á suscamaradas y quedaba en el suelo como muerto después de susborracheras, tenía siempre en su decaída persona un ademán ó unapalabra que hacían adivinar su origen.
—Un día vi cómo por broma peinaba á uno de nuestros capataces y learreglaba los bigotes en punta, á estilo del kaiser Guillermo. Mandéque le diesen de beber todo lo que quisiera. Es el medio más seguro deque esos hombres hablen, y él habló. El borracho, avejentadoprematuramente, era un barón de Berlín, antiguo capitán de la Guardiaimperial, que había perdido al juegos sumas importantes confiadas porsus superiores. En vez de matarse, como lo exigía su familia, se vinoá América, rodando hasta lo más bajo.
Empezó siendo general en elNuevo Mundo, y acabó de peón ebrio y mal trabajador.
Al ver que Elena se interesaba por el personaje, Robledo continuómodestamente:
-Este alemán fué general en una de las revoluciones de Venezuela. Yotambién he sido general en otra República y hasta ministro de laGuerra durante veinte días; pero me echaron por parecerles demasiadocientífico y no saber manejar el machete como cualquiera de misayudantes.
Después habló de otro peón igualmente ebrio, pero silencioso y triste,que había venido á morir en la Presa y estaba enterrado cerca del río.Robledo encontró papeles interesantes en el fondo de la «lingera» deeste vagabundo piojoso. Había sido en su juventud un gran arquitectode Viena. También encontró la vieja fotografía de una dama con peinadoromántico y largos pendientes, semejante á la asesinada emperatriz deAustria. Era su esposa, y había muerto en Khartoum, hecha pedazos porlos fanáticos del Sudán, capitaneados por el Madhí, cuando su maridoiba con el general Gordon. Otra fotografía representaba á un hermosooficial austríaco, con la levitilla blanca muy ajustada al talle: elhijo de aquel mendigo.
—Y es inútil—continuó Robledo—querer levantar á estos vagabundos.Se les limpia, se les proporciona una existencia mejor, se lessermonea para que beban menos y recobren sus facultades de hombresinteligentes.
Cuando ya están repuestos y parecen felices, sepresentan una mañana con el saco al hombro: «Me voy, patrón; arréglemela cuenta.» Nada se consigue haciéndoles preguntas. Están contentos,no tienen de qué quejarse, pero se van. Apenas se sienten bien, eldemonio que los empuja para que rueden por la tierra entera vuelve áacordarse de ellos. Saben que más allá de la línea del horizonte selevantan los Andes, y detrás de la cordillera de los Andes está Chile,y después la inmensidad del Pacífico con sus numerosas islas, ytodavía más lejos, los interesantes países del macizo asiático…Sienten el tirón de su manía ambulatoria que despierta. «Vamos á vertodo eso.» Y se echan la «lingera» al hombro, para volver á sufrirhambres y fatigas, para morir en un hospital ó abandonados en undesierto… Y cuando no mueren y pueden seguir marchando detrás de laIlusión que revolotea junto á sus ojos, vuelven por segunda vez á estepaís; pero es después de haber dado la vuelta entera á la tierra.
Algunas noches los dos ingenieros hablaban de su propia existencia.Watson tenía poco que contar.
Educado en California, había empezado suvida profesional en las minas de plata de Méjico, donde aprendió elespañol, continuándola después en las del Perú. Finalmente habíapasado á Buenos Aires, conociendo en esta ciudad á Robledo yasociándose á él para la empresa de Río Negro.
El español no gustaba de recordar su existencia antes de establecerseen la Argentina. Había intervenido en revoluciones que despreciaba,mezclándose en ellas únicamente por una necesidad de acción.
Habíaemprendido también prodigiosos negocios, viéndose al final engañado yrobado, unas veces por sus compañeros, otras por los gobiernos. Rudosvaivenes de fortuna le habían hecho pasar de una abundancia absurda áuna miseria de vagabundo. Pero evitaba hablar de sus aventuras enotros países y sus relatos eran siempre sobre la vida que habíallevado en Patagonia.
No podía olvidar un horrible sed sufrida en aquella altiplanicie queempezaba al borde de la cortadura del río Negro, extendiéndose hastael estrecho de Magallanes. Fué cuando renunció á servir al gobiernoargentino, lanzándose como ingeniero particular á la exploración deestas tierras solitarias, en busca de un buen negocio. Para evitarsegastos había emprendido la travesía del desierto con un sólo peónindígena y una tropilla de seis caballos del país, capaces dealimentarse con lo que encontrasen, sufridos animales que se ibanrelevando en la tarea de llevar sobre sus lomos á los dos viajeros.
Contaba Robledo con el auxilio de un plano hecho por otrosexploradores, en el cual se marcaban las
«aguadas», únicos lugaresdonde los expedicionarios podían detenerse.
Los años anteriores habían sido de gran sequía. Al llegar á un pozoencontró que el líquido era extremadamente salobre. Él estabaacostumbrado al agua de sal, que por un optimismo de los viajeros deldesierto figura como agua potable; pero la de este pozo resultabainadmisible para su estómago y el del mestizo acompañante.
Continuaron su marcha, confiando en la aguada que encontrarían al díasiguiente. Este pozo no tenía agua salobre, pero era porque estabacompletamente seco… Y se habían visto obligados á seguir avanzando átravés de una llanura siempre inmensa, siempre igual, guiándose por labrújula y sufriendo una sed de náufragos, que les hacía marchar conla boca jadeante, los ojos desorbitados y una expresión de locura enellos.
Por respeto á Elena, aludía Robledo voladamente á los recursos de quese habían valido el mestizo y él para no perecer, bebiendo sus propioslíquidos renales y los de sus caballos.
—Una manía atormentadora se apoderó de mí. Intenté recordar todas lasveces que me habían invitado á beber en un café sin que yo quisieraadmitir el líquido que me ofrecían: cerveza, aguas gaseosas, helados.Hacía memoria, igualmente, de todas las fiestas á que había asistidopasando con indiferencia ante una gran mesa llena de jarros ybotellas… Y yo me decía, perturbado por la fiebre, sin dejar demarchar: «Si entonces hubieses tomado todos los
bocks
de cerveza,todos los refrescos gaseosos, todos los helados que te ofrecieron y túdespreciaste, tendrías ahora en tu cuerpo una reserva líquidaimportante, pudiendo resistir mejor la sed.» Y este cálculo absurdo meatormentaba como un remordimiento, hasta el punto de sentir deseos deabofetearme por mi torpeza.
Robledo acababa describiendo su arribo—cuando los caballos ya nopodían avanzar más—á un pozo de agua salobre, que fué el másdelicioso de los líquidos bebidos en toda su existencia… Y al finalde este viaje no encontró nada. Los datos que le habían hecho creer enun gran negocio eran equivocados. Así había que ir á la conquista dela fortuna en América, cuando se llegaba á ella con medio siglo deretraso y todos los terrenos ricos, de fácil explotación, estaban yaocupados, quedando únicamente los remotos y ásperos, que, algunasveces, representaban la ruina y la muerte.
—De todos modos—continuó—, los hombres seguirán viniendo á esterincón del mundo. Aquí vive para ellos la esperanza, sin la cualresulta intolerable la existencia… No hay más que hacer memoria denuestro origen: usted es rusa, Federico italiano, Watson de losEstados Unidos, yo español. Fíjese también en la procedencia denuestros habituales visitantes: cada uno es de una nacionalidaddistinta. Lo que yo digo: ésta es la tierra de todos.
La casa de los dos ingenieros era visitada diariamente, después de lacena, por los más grandes personajes del campamento. El primero enpresentarse era Canterac, con sus ropas de corte militar, pero senotaba en su persona mayor acicalamiento que antes de la llegada delos Torrebianca. Luego venía Moreno, mostrando cierta turbaciónemotiva al saludar á Elena, enredándose la lengua y pronunciandobalbuceos, en vez de palabras. Finalmente llegaba Pirovani, con untraje nuevo cada dos noches y llevando algún obsequio á la señora dela casa.
Canterac reía de él por lo bajo, afirmando que había frotadolargamente sus sortijas, su cadena de reloj y hasta los gemelos de suspuños, antes de salir del
bengalow
, para deslumbrarlos á todos consu brillo.
Una noche se presentó Pirovani vistiendo un traje de coloresdetonantes que acababa de recibir de Bahía Blanca, y con un manojo derosas enormes.
—Me las han traído hoy de Buenos Aires, señora marquesa, y meapresuro á entregárselas.
Canterac miró al italiano hostilmente, y dijo por lo bajo á Robledo:
—Mentira; las ha encargado por telégrafo, según afirma Moreno, que losabe todo. Esta tarde envió un hombre á todo galope á la estación,para traerlas á tiempo.