La Tierra de Todos by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

El italiano tomó un aire de hombre superior.

—Convendrá usted en que su casa no era la más adecuada para queviviese en ella tan gran señora. Yo, aunque no he estudiado, conozcolos deberes de un hombre de buena educación, y por eso…

Robledo levantó los hombros y siguió adelante, como si no quisieraescucharlo. El contratista marchó detrás de él, y, señalando una delas ventanas iluminadas, dijo con entusiasmo:

—¡Qué voz de ángel!… ¡Qué alma de artista!

Volvió Robledo á levantar los hombros, y los dos entraron en la casa.

Al llegar al salón se unieron á los tres varones que escuchabaninmóviles y apenas Elena hubo lanzado la última nota de su romanza, elitaliano empezó á aplaudir y á dar gritos de entusiasmo. Canterac y eloficinista, por no ser menos, prorrumpieron igualmente enmanifestaciones de admiración, expresándolas cada uno con arreglo á sucarácter.

En la nueva casa las reuniones iban á ser menos simples y austeras queen el alojamiento de Robledo.

Sebastiana, que sólo creía en el mate,remedio, según ella, de toda clase de enfermedades y suprema deliciadel paladar tuvo que servir á los invitados, ayudada por dos criaditasmestizas, varias tazas de agua caliente con una cosa llamada té.

Fingiendo ocuparse de la buena marcha del servicio, evolucionó Elenaentre aquellos tres hombres que la seguían ávidamente con los ojos,mientras vacilaban las tazas en sus manos, derramando á veces sucontenido sobre los platillos. Los tres admiradores intentaronrepetidas veces conversar con ella; pero era tan hábil para repelerlosdulcemente, que acababan por dialogar con su marido. En cambio, lamarquesa buscaba al único hombre que no había mostrado interés enhablarla. Al fin consiguió en una de sus evoluciones sentarse á unextremo del salón, con Robledo al lado de ella.

—Indudablemente, Watson no ha querido venir—dijo al español—. Cadavez estoy mas convencida de que no le soy simpática á él… ni tampocoá usted.

Robledo se defendió de esta acusación con gestos más que con palabras;pero como ella insistiese en presentarse cual una víctima de lainjusta antipatía de los dos asociados, el ingeniero acabó porcontestar:

—Watson y yo somos amigos de su marido, y nos da miedo ver laligereza con que hace concebir usted ciertas esperanzas, tal vezequivocadas, á los que la visitan.

Elena empezó á reir, como si la regocijasen las palabras de Robledo yel tono de gravedad con que las había dicho.

—No tema usted. Una mujer que no ha nacido ayer y conoce el mundo,como yo lo conozco, no va á comprometerse y á hacer locuras por esos.

Y abarcó en una mirada irónica á sus tres pretendientes, que seguíanal lado del marqués.

—Yo no supongo nada—dijo Robledo en el mismo tono—. Veo lopresente, como vi otras cosas en París…

y me da miedo el porvenir.

Quedó indecisa Elena mirando á su interlocutor, como si dudase entrecontinuar riendo ó mostrarse enfadada. Al fin habló con el tono gravede una persona ofendida:

—No me considero mejor ni peor que otras. Soy simplemente una mujerque nació para vivir en la abundancia y en el lujo, y jamás haencontrado un compañero capaz de darle lo que le corresponde.

Se miraron en silencio largo rato, y ella añadió:

—Los que me desearon no pudieron proporcionarme cuanto necesito parami vida, y los que hubieran podido satisfacer mis deseos nunca sefijaron en mí.

Bajó la cabeza como desalentada, murmurando contra su destino.

—Usted no sabe qué vida ha sido la mía. Necesito la riqueza; es algoindispensable para mi existencia, y he pasado lo mejor de mi juventudcorriendo inútilmente tras de ella. Cuando imaginé tenerla entre mismanos, la vi desvanecerse, para reaparecer más lejos, obligándome áuna nueva carrera… ¡Y así ha sido siempre!

Calló un instante, concentrando su pensamiento, para añadir con elmismo tono que si hiciera una confesión:

—Los hombres no pueden comprender las angustias y las ambiciones delas mujeres de ahora. Necesitamos para vivir muchísimo mas que lashembras de otros tiempos. El automóvil y el collar de perlas son eluniforme de la mujer moderna. Sin ellos, toda la que reflexiona unpoco y puede darse cuenta de su situación se siente infeliz… Yo lostuve algunas veces, pero sin tranquilidad, «sin solidez», temiendoperderlos al día siguiente. Como todos necesitamos escuchar, paraseguir viviendo, la canción de la esperanza, espero ahora que mimarido ganará aquí una fortuna, ¡no sé cuándo!… y esto me hacesoportar el horrible destierro.

Luego continuó con tristeza:

—¿Y qué ganará?… Centavos tal vez, cuando usted lleve ya ganadosmiles y miles de pesos… ¡Ay! Yo merecía otro hombre.

Volvió á levantar la cabeza para sonreir melancólicamente mirando alespañol.

—Tal vez mi felicidad hubiese sido encontrar un compañero como usted:animoso, enérgico, capaz de domar á la fortuna rebelde… Y á usted,para ser un verdadero triunfador, le ha faltado una mujer que leinspirase entusiasmo.

Robledo sonrió á su vez con aire bonachón.

—Ya es tarde para hablar de esas cosas…

Pero ella le miró fijamente, al mismo tiempo que protestaba de sudesaliento. Nunca es tarde en la vida para nada. Los hombresenérgicos son como ciertas tierras exuberantes del trópico, en las quese conoce la muerte pero no la vejez, renovándose sobre ellas unaprimavera incansable. Disponen de la voluntad que manda á laimaginación, y la imaginación es un pintor loco que anima con loscolores de su paleta el lienzo gris de la realidad.

Elena, al hablar así, había aproximado su rostro al de él. Sus ojosparecían querer penetrar en los ojos de Robledo. Éste, por un momento,sintió cierta turbación; pero se repuso en seguida, haciendo un gestonegativo.

—Muy interesante lo que usted dice, amiga mía, pero los hombresverdaderamente enérgicos no gustan de resucitar falsas primaveras, porlas complicaciones que esto trae.

Continuaron hablando. Ella quiso recordar otra vez su pasado.

—¡Si yo le contase mi historia!… Todas las mujeres tienen lapretensión de que su vida ha sido una novela, que sólo necesita sercontada con cierta habilidad para que interese al mundo entero. Yo noaspiro á que mi pasado sea interesante; únicamente lo creo triste, porla desproporción que siempre hubo en él, entre lo que yo creo merecery lo que la vida ha querido darme.

Se detuvo un momento, como si acabara de ocurrírsele una idea penosa.

—No crea usted que soy una de esas advenedizas hambrientas de goces ycomodidades, por lo mismo que no los conocieron nunca. En mí ocurre locontrario: necesito el lujo y el dinero para vivir porque me rodearonal nacer. Fui rica en mi infancia y pobre en mi juventud. ¡Lo que heluchado para ocupar otra vez mi antiguo rango y vivir de acuerdo conmi primera educación!… Y la lucha continúa… y las catástrofes serepiten… y cada vez me veo más lejos del punto de donde partí.Ahora estoy en uno de los rincones más olvidados de la tierra,llevando una existencia casi igual á la de las gentes que vivieron enlos primeros tiempos de la Historia. ¡Y todavía me censura usted!…

Robledo se excusó.

—Yo soy su amigo, el amigo de su marido, y lo único que hago esavisarla al verla marchar en mala dirección. Considero peligroso eljuego que se permite usted con esos hombres.

Y señaló á los tres personajes de la Presa, que seguían hablando con Torrebianca.

—Además, antes de su llegada, la vida era aquí un poco monótona, perotranquila y fraternal. Ahora, con su presencia, los hombres parecenhaber cambiado; se miran hostilmente, y temo que sus rivalidades,hasta el presente algo pueriles, terminen de un modo trágico. Ustedolvida que vivimos lejos de los demás grupos humanos, y esteaislamiento nos hace retroceder poco á poco á la vida bárbara.Nuestras pasiones, domesticadas por la existencia en las ciudades,pierden aquí su educación y saltan en libertad. Mucho cuidado conellas; es peligroso tomarlas con motivo de juego.

Elena rió de sus temores, y hubo en su risa cierto desprecio, nopudiendo comprender tal pusilanimidad en un hombre fuerte.

—Déjeme que tenga mi corte. Necesito estar rodeada de admiradores,como les ocurre á los grandes artistas vanidosos. ¿Qué sería de mí sime faltase el placer de la coquetería?…

Luego añadió, frunciendo el ceño y con voz irritada:

—¿Qué otra cosa puedo hacer aquí? Ustedes tienen el trabajo que lesdistrae, sus luchas con el río, las exigencias de los obreros. Yo meaburro durante el día; hay tardes que pienso en la posibilidad dematarme; y únicamente cuando llega la noche y se presentan misadmiradores encuentro un poco tolerable mi destierro… En otro sitiotal vez me hiciesen reir esos hombres; pero aquí me interesan.Resultan un verdadero hallazgo en esta soledad.

Miró con una ironía risueña hacia donde estaban sus tres solicitantes,y continuó:

—No tema usted, Robledo, que pierda la cabeza por ellos. Me doycuenta de mi situación.

Se comparaba con un viajero de la altiplanicie patagónica que nollevase mas que un cartucho en su revólver y se viera atacado por ungrupo de vagabundos de los que merodean cerca de la Cordillera. Dehacer fuego, sólo podía derribar á un enemigo, arrojándose los otrossobre él al verle indefenso. Era preferible prolongar la situaciónamenazándolos á todos, pero sin disparar.

—Me causa risa el pensamiento de que yo pudiera decidirme por uno deellos. No son estos hombres los que me harán perder la cabeza. Peroaunque alguno de los tres me interesase, guardaría mi prudencia,temiendo lo que harían ó dirían los demás al verse desahuciados. Esmejor mantenerlos á todos en la inquieta felicidad de la esperanza.

Y notando que su larga conversación con el español producía malestar yescándalo en los otros visitantes, se levantó para ir hacia ellos.

—¿Quién de ustedes me da un cigarrillo?…

Los tres salieron á su encuentro á la vez, ofreciendo sus pitilleras,y la rodearon como si quisieran disputarse á golpes sus palabras y susgestos.

La primera tertulia de la marquesa de Torrebianca terminó después demedia noche, hora inusitada en aquel destierro. Solamente ciertossábados, en que los trabajadores recibían la paga de medio mes,llegaban á horas tan avanzadas las fiestas en el boliche del Gallego.

Toda la mañana siguiente anduvo Sebastiana adormecida y con los piestorpes por haberse levantado al amanecer, como era su costumbre,después de mantenerse despierta hasta que se marcharon los invitados.

Estaba en una de las galerías exteriores, riñendo con voz queda á lascriaditas mestizas para que no despertasen con los ruidos de lalimpieza á la dueña de la casa, cuando repentinamente pareció olvidarsu cólera, poniéndose una mano sobre los ojos para ver mejor. Unjinete encabritaba su caballo en mitad de la calle, agitando al mismotiempo un brazo para saludarla.

—¡Mi señorita linda!… Siempre me cuesta el conocerla con su trajede varoncito. ¿Cómo le va?…

Y bajó apresuradamente los escalones de madera, atravesando la callepara ir al encuentro de Celinda Rojas.

No se habían visto desde el día que Sebastiana abandonó la estancia; yahora, por odio á don Carlos, creyó conveniente la mestiza enumerarlas magnificencias de su nueva situación.

—Una gran casa, señorita, sea dicho sin ofender á la suya. La platacorre como agua de acequia. Además, la patrona, una gringa bien,nació, según dicen, marquesa allá en su tierra. El italiano, que es undemonio para roerles la plata á los trabajadores, en cuanto se tratade esta señorona parece medio zonzo, y se cuida de que no la faltenada. Anoche hubo reunión con música. Yo pensé en usted, niña linda, yme dije: «¡Cómo le gustaría á mi patroncita oir cantar á estamarquesa!»

La amazona escuchaba haciendo signos afirmativos, como si sucuriosidad se excitase al oir este relato.

Para aumentar su admiración, fué Sebastiana enumerando todas laspersonas que habían estado en la fiesta.

—¿Y no te olvidas de alguno más?—preguntó Celinda al terminar ellasu lista—. ¿No estuvo don Ricardo, ese que trabaja con don Manuel, elde los canales?

Movió su cabeza la mestiza negativamente.

—En toda la noche vi á ese gringo.

Luego empezó á reir, dándose sonoras palmadas en uno de sus muslos derelieve elefantíaco, lo que marcó su enorme redondez bajo la ligerafaldamenta.

—Ya lo sé, mi niña, ya lo sé… Me han hablado de que usted y elgringo van siempre juntos á caballo por esos pagos, y no pasa día sinque se encuentren… Si alguna vez se dan un beso, busquen un lugardonde nadie los vea. Mire que la gente de aquí es muy habladora y noquiere otra cosa. Además, los que mandan en eso de las obras del ríotienen unos anteojos muy largos que lo descubren todo de lejos…

Celinda se ruborizó, al mismo tiempo que intentaba protestar.

—¡Si me parece muy bien!—siguió diciendo la mestiza—. Ese donRicardo es un buen mozo y excelente persona. Un gran marido parausted, si es que don Carlos, con el geniazo que Dios le ha dado, no seopone.

Los gringos de América, cuando no beben, son buenazos. Yo tengouna amiga que se casó con uno que es maquinista, y lo lleva de lanariz adonde quiere. Conozco otra que…

Pero la amazona no sentía interés por tales historias, y lainterrumpió:

—Entonces, don Ricardo no vino anoche.

—Ni anoche ni las otras noches. Entoavía no ha aparecido por aquí.

La miró Sebastiana con malicia, al mismo tiempo que una sonrisabondadosa dilataba su rostro carrilludo y cobrizo.

—¿Ya tiene celos, niña?… No se ponga colorada por eso. A todas nospasa lo mismo cuando queremos á un hombre. Lo primero que pensamos esque alguna nos lo va á quitar… Pero aquí no hay motivo. Usted es unaperla, patroncita. Esa señorona también es hermosa, principalmentecuando acaba de peinarse y se ha puesto en la cara tantas cosas quehuelen bien, traidas de la capital. Pero comparada con usted…

¡quéesperanza!… A mi niña casi la he visto yo nacer, y la marquesa nodebe acordarse ya de cuándo vino al mundo.

Luego, pensando en sí misma, creyó necesario añadir:

—A decir verdad, la marquesa no debe tener muchos años… Pero ¿quiénno resulta vieja al lado de usted, preciosura?… No todas podemos serun botón de rosa.

Calló un momento para mirar á un lado y á otro; y después, bajando lavoz y empinándose sobre las puntas de los pies para estar más cercadel rostro de Celinda, dijo con la alegría de una comadre que puedechismorrear libremente:

—Sepa, lindura, que muchos van detrás de ella; pero ninguno es donRicardo. Al pobre gringo le basta con quererla á usted, ramito dejazmín. Los otros andan como avestruces detrás de la marquesa: elcapitán, el italiano, el empleado del gobierno que lleva los papeles;¡todos locos, y mirándose como perros!… Y el marido no ve nada; yella se ríe de ellos y se divierte en hacerlos sufrir… Yo creo queningún hombre de los que vienen á la casa le gusta.

Celinda no parecía tranquilizarse con tales palabras. Antes bien,protestó de ellas mentalmente, pensando:

«Watson no puede sercomparado con los otros.»

Necesitó exteriorizar su pensamiento, y dijo á Sebastiana:

—Será verdad que no le gustan los demás; pero don Ricardo es másjoven que todos ellos; y estas mujeres que han corrido el mundo yempiezan á ponerse viejas, ¡resultan á veces tan… caprichosas!

* * * * *

#IX#

El famoso Manos Duras vivía al borde de la altiplanicie, del lado dela Pampa, viendo enfrente el límite de la Patagonia, y á sus pies laamplia y tortuosa cortadura del río y un extremo de la estancia deRojas.

Su casa, hecha de adobes, tenía alrededor otras construcciones aún másmíseras y unos corrales de viejos maderos hincados en el suelo, quesólo de tarde en tarde guardaban algún animal.

Todos en el país conocían la situación del llamado «rancho de ManosDuras»; pero pocos iban á él, por ser lugar de mala fama. Algunasveces, los que pasaban con cierta inquietud por sus inmediaciones sóloconseguían tranquilizarse al notar su soledad. No ladraban ni salíanal camino los perros de hirsuto pelaje, ojos sangrientos y agudoscolmillos acompañantes del gaucho. Tampoco se veían sus caballospastando la hierba rala de los alrededores.

Manos Duras se había ido. Tal vez merodeaba por las orillas del ríoColorado, donde era más abundante la ganadería que en el río Negro;tal vez vagaba por las estribaciones de los Andes, para visitar á susamigos del valle del Bolsón—poblado en gran parte por aventureroschilenos—, ó á los que habitaban las riberas de los lagos andinos.Estas excursiones á la Cordillera eran, según afirmaban muchos, paravender en Chile animales robados en la Argentina.

En otras ocasiones, el rancho de Manos Duras aparecíaextraordinariamente poblado. Gauchos errantes se instalaban en laschozas de adobes durante unas semanas, sin que nadie supiese concerteza cuál era su procedencia ni adonde irían al marcharse de allí.

El comisario de la Presa empezaba á sentirse inquieto por estasvisitas y á vivir mal, temiendo todas las mañanas la denuncia de algúnrobo… Pero transcurrían los días sin que se alterase la paz delpueblo y sus alrededores. En el rancho de Manos Duras se mataban ydesollaban reses, vendiendo carne el gaucho á toda la comarca. Y comono llegaba ninguna queja, don Roque se abstenía de averiguar la lejanaprocedencia de aquellos animales.

Luego huían de pronto los compañeros de Manos Duras, y éste continuabasu vida solitaria, ó desaparecía igualmente de su rancho por algúntiempo, con gran satisfacción del comisario.

Ahora vivía con tres compañeros malcarados y parcos en palabras, que,según se murmuraba en el boliche del Gallego, procedían de un valle dela Cordillera.

—Tres hombres de bien que se han desgraciado—dijo el gaucho hablandode ellos—; tres compadres que han venido á vivir á mi rancho hastaque las gentes malas se cansen de calumniarlos.

Un día de gran calor, Manos Duras montó á caballo para ir al pueblo áhacer unas compras. Era en las primeras horas de la tarde.

Los habitantes europeos de la Presa, al mirar el almanaque, pensabanen la nieve y los fríos huracanes de sus países, que estaban todavíaen pleno invierno. Aquí reinaba el verano, un verano patagónico,violento y ardoroso, sobre una tierra que rara vez conoce las lluviasy en la cual todas las estaciones son extremadas, descendiendo eltermómetro durante el invierno muchas unidades por debajo de cero.

La tierra yerma parecía temblar bajo el sol. Era una reverberación queondulaba las líneas rectas, cambiando los contornos de colinas,edificios y personas. Estos caprichos de la luz hacían ver también losobjetos dobles é invertidos, como si estuviesen al margen del agua,fingiendo lagos inmensos en un país extremadamente seco. Eran losespejismos del desierto que por sus formas variables é inesperadasllamaban la atención harta de los hijos del país, acostumbrados á todaclase de ilusiones ópticas.

En el último término de la gigantesca cortadura abierta por el río,casi al ras de la línea del horizonte, se deslizaba un largo gusanonegro con una pequeña vedija de algodón en la cabeza.

Manos Duras se detuvo para ver mejor. Aquel día no era de correo de Buenos Aires.

«Debe ser un tren de carga que viene de Bahía Blanca», se dijo.

Resultaba visible estando aún á muchos kilómetros de la Presa, ypasaría otros tantos kilómetros más allá, para no detenerse hastaFuerte Sarmiento. En esta tierra los ojos adquirían un poder visualmás grande; la retina abarcaba mayores extensiones; las distanciasparecían valer menos que en otros países.

El gaucho, después de contemplar unos momentos el remoto avance deltren, continuó su galope. Para ganar terreno solía meterse por laestancia de Rojas, atravesando una parte avanzada de dicha propiedadinterpuesta entre su rancho y el lejano pueblo. Con la indiferenciade la costumbre, dejó que su caballo avanzase por un tortuoso senderomarcado apenas entre los ásperos matorrales.

Al poco rato tuvo un mal encuentro. Don Carlos Rojas iba también áaquella hora visitando su estancia y haciendo cálculos sobre elporvenir.

Continuarían siempre sus tierras altas en la pobreza actual, nopudiendo dar alimento mas que á un número reducido de animales. Susnovillos eran «criollos», como él decía con cierto tono de desprecio;bestias de mucho hueso, pezuña dura, grandes cuernos y enjutas decarnes; aptas para nutrirse con un pasto silvestre y poco abundante;herederos degenerados del ganado que aclimataron siglos antes loscolonizadores españoles, trayéndolo en sus pequeños buques á travésdel Atlántico.

Recordaba con remordimiento los animales de lujo de la estancia de supadre, novillos enormes, con el lomo plano como una mesa, casi sincuernos, de reducido esqueleto y exuberantes carnes, verdaderas«montañas de biftecs», como él decía… Luego pensaba en los milagrosde la irrigación, cuando las tierras bajas de su estancia quedasenfecundadas por las aguas del río. Crecería en ellas la alfalfa con unaprodigalidad semejante á la de la tierra de Canaán, y le sería posiblerepetir al borde del río Negro las milagrosas crianzas de losestancieros vecinos á Buenos Aires, sustituyendo el áspero y flacoganado criollo con animales valiosos, producto del cruzamiento de lasmejores razas de la tierra.

Iba don Carlos imaginándose esta maravillosa transformación, con eldeleite de un artista que pule en su mente la obra futura, cuando vióvenir un jinete hacia él.

Se puso una mano sobre los ojos para examinarlo mejor, y no pudocontener la indignación que le produjo este encuentro.

—¡Hijo de la gran… tal!… ¡Es el ladrón de Manos Duras!

Al pasar el gaucho junto á él, se llevó una mano al sombrero parasaludarle, espoleando luego su cabalgadura.

Don Carlos, después de breve indecisión, salió también al galope,hasta que puso su caballo delante del de Manos Duras, cortándole elpaso y obligándole á detenerse.

—¿Con licencia de quién atravesás vos mi campo?—preguntó con voztemblona y aflautada por la cólera.

Manos Duras no intentó contestar mirándole con una insolenciasilenciosa y amenazadora, como hacía con los demás. Sus ojos atrevidosevitaron cruzarse con los del estanciero, y respondió en voz baja,como excusándose. No ignoraba que carecía de derecho para pasar porallí sin permiso del dueño del campo; pero de este modo acortabacamino, evitándose un largo rodeo para llegar á la Presa. Luegoañadió, como si emplease un argumento supremo:

—Usted, don Carlos, deja pasar á todos.

—A todos menos á ti—contestó Rojas agresivamente—. Si te encuentrootra vez en mi estancia, te saludaré á balazos.

Esta amenaza acabó con el hipócrita respeto del gaucho. Miró á Rojasdespectivamente, y dijo con lentitud:

—Es usted un viejo, y por eso me habla así.

Don Carlos sacó de su cintura un revólver, apuntándolo contra el pechode Manos Duras.

—Y tu un ladrón de novillos, al que todos tienen miedo no sé por qué.Pero si vuelves á robarme uno de mis animales, este viejo seencargará de hacerte justicia.

Como el estanciero le seguía apuntando con el revólver y la expresiónde su rostro no permitía duda sobre la posibilidad del cumplimiento desus amenazas, el gaucho no osó echar mano á sus armas. Estaba segurode recibir un balazo apenas intentase un movimiento agresivo. Despuésde mirarle con ojos rencorosos, se limitó á decir:

—Volveremos á encontrarnos, patrón, y hablaremos más despacito.

Y tras esta amenaza dió con las espuelas á su caballo y salió algalope, sin volver la cabeza, mientras don Carlos permanecía con elrevólver en su diestra.

Cerca del río tuvo el gaucho un encuentro más agradable. Vió venirhacia él un grupo de tres jinetes, é hizo alto para reconocerlos. Erala marquesa de Torrebianca, vestida de amazona y escoltada porCanterac y Moreno.

Había tenido ella que aceptar una nueva invitación para ver losadelantos realizados en las obras del dique.

Le era imposible negarseá este paseo. Necesitaba para su tranquilidad restablecer elequilibrio entre Pirovani y el ingeniero francés. Éste, ya que nopodía regalar una casa, deseaba hacer ver á Elena una vez más lasuperioridad que tenía como ingeniero director de las obras sobreaquel italiano, sometido muchas veces á sus decisiones.

El oficinista, contento de la invitación y molestado al mismo tiempopor el carácter de hombre tranquilo que le atribuían, marchaba ácaballo detrás de Elena, sin que ésta hiciese caso de su persona.Únicamente parecía acordarse de él cuando Canterac se mostrabademasiado vehemente en sus ademanes, tendiendo una mano de caballo ácaballo para estrechar la suya ó permitirse otras osadías disimuladas.

—Moreno—ordenaba la marquesa—, avance y póngase á mi izquierda,para que el capitán quede lejos. No me gustan los militares; son muyatrevidos.

Los tres cesaron de conversar para fijarse en Manos Duras, quepermanecía inmóvil á un lado del camino.

Moreno dió el nombre delgaucho, y Elena mostró tal interés al saber quién era, que acabó porhablarle.

—¿Usted es el famoso Manos Duras, de quien tantas cosas he oídodecir?…

El rústico jinete se mostraba turbado por las palabras y la sonrisa deaquella dama. Primeramente se quitó el sombrero con reverencia, «comosi estuviese delante de una imagen milagrosa», pensó Moreno. Luegodijo, con cierta expresión teatral que en él era espontánea:

—Yo soy ese desgraciado, señora, y este es el momento mejor de mivida.

La miraba el gaucho con ojos ardientes de adoración y deseo, y ellasonrió, satisfecha del bárbaro homenaje.

Canterac, que encontrabaridicula esta conversación, hizo ademanes de impaciencia y murmuróprotestas para reanudar la marcha; pero ella no quiso escucharle ycontinuó hablando al gaucho con sonriente interés.

—Dicen de usted cosas terribles. ¿Son verdaderamente ciertas?…

¿Cuántas muertes lleva usted hechas?

—¡Calumnias, señora!—contestó Manos Duras, mirándola fijamente—.

Pero si usted me lo pide, haré cuantas muertes quiera.

Elena se mostró complacida por esta respuesta, y dijo, mirando á Canterac:

—¡Qué hombre tan galante… á su modo! No me negará usted que esgrato oir tales ofrecimientos.

Pero el ingeniero parecía cada vez más irritado por este diálogofamiliar de Elena y el cuatrero. Varias veces intentó introducir sucaballo entre las cabalgaduras de los dos, dando fin de tal modo aldiálogo; pero Elena le detenía siempre con un gesto de contrariedad.

Al ver que ella continuaba su conversación con Manos Duras, se volvióhacia Moreno, necesitando manifestar á alguien su enfado.

—Ese gaucho es un atrevido, y habrá que darle una lección.

El oficinista aceptó sin reserva lo referente al atrevimiento, perolevantó los hombros al oir hablar de lección. ¿Qué podían hacer elloscontra este vagabundo temible, si hasta el comisario de policíamostraba por él cierto respeto?…

—Debe usted conseguir—continuó el ingeniero—que no le compren máscarne en el campamento ni acepten nada de lo que ofrezca.

Moreno contestó con signos afirmativos. Si no era mas que eso lo quedeseaba, fácilmente podía hacerse.

Al fin Elena reanudó su marcha después de saludar al gaucho con ciertacoquetería, satisfecha de su emoción y del deseo hambriento quereflejaban sus ojos.

—¡Pobre hombre!… ¡Un tipo interesante!

Mientras los tres jinetes se alejaban, Manos Duras siguió inmóviljunto al camino. Deseaba ver algunos momentos más á aquella mujer.Tenía en su rostro una expresión grave y pensativa, como sipresintiese que este encuentro iba á influir en su existencia. Pero aldesaparecer Elena con sus acompañantes detrás de un montículo arenoso,el gaucho, no sintiendo ya el deslumbramiento de su presencia, sonriócon cinismo.

Varias imágenes salaces desfilaron por su pensamiento,desvaneciendo sus dudas y devolviéndole su antigua audacia.

«¿Por qué no?—se dijo—. Lo mismo es ésta que las que bailan en elboliche del Gallego. ¡Todas mujeres!»

Continuaron su paseo por la orilla del río la marquesa y sus dosacompañantes. De pronto, ella se levantó un poco sobre la silla paraver más lejos.

En una pradera orlada de pequeños sauces por la