—El perverso ejemplo de los obreros del dique empieza á perturbar álos demás. Nuestra gente quiere menos horas de trabajo, como losotros… No comprendo en qué piensa ese pobre Pirovani.
Tienecompletamente abandonadas sus obras.
Le miró fijamente Robledo, guardando silencio, mientras Torrebiancacontinuaba dándole noticias.
—Anoche me dijo Moreno que Pirovani y Canterac empiezan á hacerse laguerra. El uno se resiste á aprobar como ingeniero los trabajos quehace el otro como contratista. Desea perjudicarle, retardando de estemodo los pagos del gobierno… Pirovani dice que suspenderá las obrasy se irá á Buenos Aires, donde tiene muchos amigos, á quejarse delingeniero.
Estas palabras hicieron salir al español de su indiferenciasilenciosa.
—Y mientras discuten—dijo con ira—llegará el invierno, crecerá elrío antes de que el dique esté terminado, las aguas destruirán yarrastrarán el trabajo de varios años, y todo habrá que volverlo áempezar.
El marqués, que parecía pensativo, exclamó de pronto:
—¡Esos dos hombres eran antes tan amigos!… Algo, indudablemente,debe haberse interpuesto entre ellos…
Robledo hizo un esfuerzo para que sus ojos no transparentasen lástimani asombro, y movió la cabeza afirmativamente.
* * * * *
#XI#Poco después de la salida del sol abandonó Moreno su casa, por haberlellamado Canterac urgentemente.
Al entrar en el alojamiento del ingeniero encontró á éste paseando conimpaciencia. Se había puesto ya las botas altas y el pantalón demontar. Un cinturón con revólver y su blusa estaban sobre una silla.
Con las mangas de la camisa recogidas y la pechera abierta, mostrabaaún las frescas señales de su ablución matinal. Su rostro era más duroy autoritario que otros días. Una idea tenaz y molesta parecía colgarde su fruncido entrecejo. Sobre los muebles y en los rincones habíanumerosos paquetes envueltos en papel fino, atados y selladoselegantemente.
Se adivinaba que el ingeniero había dormido mal, por culpa de aquellaidea que deseaba exponer á Moreno.
Éste tomó asiento, preparándose áoir. Canterac se mantuvo de pie para seguir paseando, y dijo aloficinista:
-Ese Pirovani, á pesar de su ordinariez, me vence siempre. ¡Como esrico!…
Luego señaló los numerosos paquetes que ocupaban una parte de lahabitación.
—Ahí tiene todos los perfumes que encargamos á Buenos Aires ¡Comprainútil! Los del italiano llegaron antes.
Moreno se apresuró á disculparse. Había hecho lo necesario para que elencargo viniese con rapidez; pero el otro, en vez de hacer el pedidopor carta, enviaba un mensajero á la capital.
Canterac quiso mostrarse bondadoso y aceptó las excusas deloficinista, dándole unas palmaditas en la espalda.
—No he podido dormir en toda la noche, querido Moreno. Tengo unproyecto y quiero consultarlo con usted. Necesito aplastar á eseintrigante que se atreve á medirse conmigo… Aquí todos se consideraniguales, como si se hubiesen suprimido en el mundo las jerarquías.Hasta es posible que ese contratista se crea superior á mí, que soy sujefe; todo porque tiene más plata.
Sonrió Canterac con una expresión cruel, y siguió hablando.
—Yo haré que tenga menos. Hasta ahora le había tolerado ciertas cosasal aprobar sus obras. En adelante perderá muchos miles de pesos y severá obligado á rescindir su contrato, yéndose de aquí.
Luego se aproximó á Moreno para hablar en voz baja, como si temieseser oído.
—Quiero hacer algo extraordinario, algo que ese emigrante sineducación no pueda discurrir. Anoche lo he pensado. En el primermomento creí que era un disparate, pero después de reflexionar largashoras reconozco que es algo original y digno de realizarse, si resultaposible… Pirovani ha ofrecido una casa á la marquesa. Yo la ofreceréun parque… un parque que haré surgir en pleno desierto patagónico.¿Qué le parece mi idea, amigo Moreno?
El oficinista le escuchaba con interés y asombro, pero no supo quécontestar. Necesitaba más explicaciones, y el otro siguió hablando.
—En ese parque daré una fiesta, una
garden-party
, en honor denuestra amiga la marquesa, y hasta me proporcionaré la venganza deinvitar á ese rústico enriquecido, para que se muera de envidia. Ustedme hará el favor de dirigirlo todo. Aquí tiene las instrucciones; lasescribí anoche, aprovechando mi falta de sueño.
Tomó el argentino el papel que le ofrecía Canterac, y luego de leerlomiró al ingeniero con extrañeza, como si dudase de su razón.
—Comprendo su asombro… Resultará caro, lo sé; pero no importa.Gaste sin miedo. Acabo de cobrar unos cuantos miles de pesos quepensaba remitir á París. Prefiero asombrar á la marquesa con miparque. Ya ganaré otra plata más adelante: tengo confianza en elporvenir.
Y dijo esto de buena fe, con el dulce optimismo de los que se sientenenamorados.
Al día siguiente era domingo, y Watson fué por la mañana á la antiguacasa de Pirovani para ver á Torrebianca. Necesitaba hablarle de unasunto relacionado con los trabajos de los canales. Robledo se habíamarchado dos días antes á Buenos Aires para pedir á los Bancos unnuevo crédito que le permitiese continuar sus obras, y también paravender ciertos terrenos que poseía en la Pampa central.
Subió el joven con cierta inquietud la escalinata de madera, despuésde mirar disimuladamente á las ventanas. Llamó á la puerta con recato,como si no quisiera ser oído por todos los habitantes de la casa, ysonrió al ver que era Sebastiana la que salía á abrirle.
—El señor no está: se fué con don Canterac á Fuerte Sarmiento estamañana. ¿Y don Robledo, está bueno?…
La mestiza, como muchas gentes del país, aplicaba el donindistintamente á los nombres y los apellidos.
Iba Watson á retirarse, cuando se levantó un portier del recibimiento,dejando visible una mano blanca rematada por una pulsera de reloj.Esta mano le hacía señas cual si pretendiese atraerlo. Despuésapareció Elena por entero, invitándole con palabras y sonrisas á pasaradelante. Cohibido por su presencia, no tuvo fuerzas Ricardo paranegarse, y la siguió al salón, bajando los ojos al tomar asiento.
—Al fin le veo en mi casa… Debo serle muy antipática, pues nuncaquiere visitarme.
Watson se excusó. Había estado dos veces por la noche en compañía deRobledo. No podía asistir diariamente á su tertulia, como los otrosvisitantes: se levantaba más pronto que todos ellos. Por ser de menosedad que su asociado, debía encargarse de los trabajos más penosos.
Ella fingió no escuchar estas explicaciones que desviaban el curso dela conversación. Quería decir algo y necesitaba decirlo cuanto antes.
—Tal vez le han hablado mal de mí. No se esfuerce en negarlo: nadatiene de raro que me traten de ese modo… ¡Las mujeres estamos tanexpuestas á la calumnia!… ¡Nos creamos tantos enemigos al no quereracceder á ciertos deseos!
Elena había tomado un tono de dulce ingenuidad al formular sus quejas,como si estuviese bajo el peso de las más injustas persecuciones. Seaproximó á Ricardo, hablándole sin ningún recato femenil, como sifuese un compañero de su infancia; y el joven empezó á sentir laturbación que esparce el perfume de una carne sana y bien cuidada, laproximidad de una mujer hermosa.
—Soy muy infeliz, Watson—siguió diciendo—. Deseaba una ocasiónoportuna para manifestárselo, y aprovecho este raro momento en quepodemos hablar á solas y tal vez no volverá á repetirse nunca… Me veusted rodeada de hombres que me hacen la corte y yo parece quecoqueteo con ellos. ¡Error!… Es únicamente por aturdirme, porolvidar el vacío de mi vida. Hace años que me siento sola, como si noexistiese en el mundo otro ser que yo.
Ricardo había olvidado su inquietud de momentos antes, para escucharlacon un interés crédulo, aceptando todas sus palabras.
—Pero ¿y su marido?…
Una lucecita irónica pareció temblar en los ojos de ella al oir estapregunta inocente. Pero contuvo su burlona admiración, para contestarcon tristeza:
—No hablemos de él. Es un hombre buenísimo, pero no el esposo quenecesita una mujer como yo. Nunca ha sabido comprenderme. Además, esun débil en la batalla de la vida; y yo, que he nacido para altosdestinos, estoy donde estoy por su falta de condiciones, habiendovenido á parar á una tierra casi salvaje.
Miró intensamente á Ricardo, que bajaba los ojos, no sabiendo quédecir, y añadió con expresión pensativa:
—Crea usted que un hombre joven y enérgico hubiera ido muy lejosteniendo á su lado una mujer como yo.
Sorprendido Watson por estas palabras, levantó su mirada, pero volvióá fijarla en sus pies, cual si temiera seguir viendo los ojos de ella.Sonrió Elena levemente de su temor, al mismo tiempo que susurraba conuna vocecita melancólica:
—La vida es así; se fijan en nosotras los hombres que no deseamos, yen cambio aquellos que nos interesan huyen casi siempre.
Al oir esto volvió el joven á levantar su cabeza, mirándola sin miedoalguno, con una expresión interrogante… ¿Qué es lo que intentabadecir aquella mujer?
Él no conocía la vida directamente; además, como hombre de acción,amaba poco la lectura, y le había sido imposible adivinar laexistencia á través de los libros; pero guardaba en el fondo de sumemoria ciertos recuerdos de novelas simplistas é ingenuas, abundantesen aventuras, leídas para combatir el aburrimiento durante los viajesen ferrocarril ó las travesías marítimas. También llevaba vistas uncentenar de historias cinematográficas, y lo mismo en las páginas delos libros que sobre las pantallas de los cinemas había conocido eltipo de la «mujer fatal», la mujer hermosa de cuerpo y enrevesada ymaligna de espíritu, que tienta á los hombres, consiguiendo hacerlossalir del camino del honor, y acaba perturbando la felicidad tranquilay dulcemente monótona que debe proporcionarse todo joven, casándose yformando una familia.
¿Si sería esta marquesa su mujer fatal? Robledono mostraba mucha simpatía por ella…
Pero á continuación pensó en todas las protagonistas calumniadas yperseguidas que había encontrado igualmente en los libros y lasaventuras cinematográficas, siendo tan enormes sus tormentos, que él,á pesar de su fortaleza viril, sentía humedecerse sus ojos. En elmundo abundaban tal vez las víctimas de dicha especie. Únicamente deeste modo podía él explicarse la frecuencia con que aparecen en lasnovelas.
Siguió mirando á la Torrebianca para darse cuenta de si era una mujerfatal ó una mujer perseguida injustamente; pero ella había bajado losojos, diciendo con triste modestia:
—He sufrido mucho al ver que usted huía de mí. Rodeada de hombresegoístas y de un grosero materialismo, necesito una amistad noble ypura, un amigo desinteresado, un compañero que me aprecie por mi almay no por mis atractivos corporales.
Watson movió la cabeza instintivamente. Este movimiento era un reflejode la aprobación que daba en su interior á tales palabras. Ibaformándose ya una opinión sobre aquella mujer.
—Siempre creí—continuó ella—que este amigo ideal podía serlo usted,que parece tan bueno… Pero ¡ay!
usted me detesta, usted huye de mí,creyéndome tal vez una mujer temible, como hay tantas en el mundo,cuando en realidad no soy mas que una infeliz.
Para expresar Ricardo con más vehemencia su protesta, se puso de pie,llevándose una mano al pecho.
Él no había sentido nunca antipatía porella, ni deseaba huir de su trato. Era un gentleman
que pensabasiempre con el mayor respeto de la esposa de su compañero Torrebianca.Pero confesaba que hasta ahora no la había conocido bien.
—Esto no es extraordinario. A veces las personas se hablan años yaños y creen conocerse, hasta que un día, de pronto, se conocen enrealidad y se ven muy distintas de como se habían imaginado. Yo,después de lo que acabo de oir…
No dijo más, pero su silencio y sus ojos dieron á entender la emociónque habían producido en él las palabras de Elena…
Ésta se levantó igualmente, aproximándose á Watson para tenderle unamano.
—Entonces, ¿acepta usted ser ese amigo que tanto necesito paracontinuar mi existencia?… ¿Quiere servirme de apoyo y de guía?…
Turbado por la mirada de ella, balbuceó el joven palabras truncadas,estrechando al mismo tiempo la mano femenina que se mantenía dentro dela suya. La marquesa acogió esta vaga aceptación con un regocijoinfantil.
—¡Qué felicidad! Me visitará usted todos los días, me acompañará enmis paseos á caballo, y ya no me veré seguida por esos suspirantespegajosos que me molestan continuamente.
Mostróse sorprendido Ricardo por la alegría de la Torrebianca. Él nohabía prometido nada de esto; pero no se atrevió á protestar.
Como si no tuviese ya duda de que el joven iba á ser su acompañante, Elena empezó á reir con una risa algo maliciosa.
—Además, en nuestros paseos me enseñará usted á tirar el lazo. ¡Cómodeseo poseer esa habilidad!…
Se dió cuenta inmediatamente de lo inoportunas que resultaban suspalabras. Watson había entornado los ojos, al mismo tiempo que sufrente parecía obscurecerse, pasando por ella la sombra de un desfilede lejanas imágenes. Recordó la tarde en que Elena los habíasorprendido cerca del río, á él y á Celinda, mientras ésta le enseñabaá tirar el lazo.
Elena, para repeler tal recuerdo, se aproximó más al joven, apoyandosus manos en las solapas de su blusa.
Parecía querer mirarse en suspupilas, al mismo tiempo que concentraba en los propios ojos todo supoder de seducción.
—¿Amigos de veras?…—preguntó con una voz susurrante—. ¿Amigospara siempre?… ¿Amigos por encima de la calumnia y de la envidia?
El joven se sintió vencido por el contacto y los perfumes de aquellamujer. El recuerdo de la ribera del río y las alegres lecciones deCelinda fué desvaneciéndose. Hubo algo dentro de él que intentóresistirse todavía á esta influencia. Pasó por su memoria el recuerdode las heroínas fatales de los libros. Hizo un movimiento como sifuese á decir «no», y llevó sus manos á las manos de ella paradespegarlas de su pecho. Pero sus dedos, al sentir el contacto de laepidermis femenina, se inmovilizaron en voluptuoso desmayo paraoprimir después, acariciadores, las manos de ella. Y como los ojos deElena parecían implorar una respuesta á sus recientes preguntas, élhizo un movimiento con su cabeza: «Sí».
A partir de este día Watson fué el único acompañante de la esposa deTorrebianca en sus paseos á caballo.
Frente á la antigua casa dePirovani se situaba un mestizo encargado de la caballeriza delcontratista, teniendo de las riendas á una yegua blanca con sillafemenil.
Llegaba Ricardo á caballo, aparecía en lo alto de la escalinata Elena,vestida de amazona, y en el mismo instante se presentaba en la calleel contratista, como si hubiese estado oculto esperando unaoportunidad para mostrarse. También iba á caballo, pero la «señoramarquesa» se negaba á aceptar su compañía.
—Vaya usted á sus negocios, señor Pirovani. Mi marido dice que losdescuida usted mucho, y eso me entristece… El señor Watson está máslibre ahora y me acompañará.
Acababa el italiano por aceptar tales palabras, con ciertoagradecimiento. ¡Cómo se interesaba por sus negocios esta mujer! Nopodía mostrar con más claridad la simpatía por todo lo referente á supersona.
Además, el acompañamiento de Watson no podía inspirarlecelos. Todos le tenían en el país por novio de la niña de Rojas… Yfinalmente se retiraba, aunque de mal talante, para ir á visitar lasobras del dique.
Otras veces, cuando ya estaba Elena en la silla, se presentabaCanterac, también á caballo, con el deseo de acompañarla. Pero Elenale acogía con signos negativos de su latiguillo.
—Ya le he dicho varias veces que no quiero más acompañante que misterWatson—le contestó ella una mañana—. Usted, capitán, váyase átrabajar en esa misteriosa y enorme sorpresa que me está preparando.
También Canterac aceptaba al ingeniero norteamericano como acompañantede la marquesa. Le parecía más tolerable que el odiado Pirovani.
Vió cómo se alejaban los dos jinetes, y aunque sentía un enojosombrío, como siempre que le rechazaba Elena, procuró disimularlo,encaminándose después á la casa de Moreno.
Estaba el oficinista leyendo una novela junto á su ventana, y al ver áCanterac se acodó en el alféizar para hablarle de los trabajosrealizados.
—Hay cerca de doscientos hombres y cuarenta carretas que ganan plataen lo del parque.
El ingeniero, siempre á caballo, escuchó las explicaciones que le fuédando Moreno desde su ventana.
—Le he quitado estos hombres á Pirovani ofreciéndoles doble jornal.Además, me he llevado todas las carretas que el italiano tienecontratadas y las que hay en Fuerte Sarmiento. Esto va á retrasar unpoco los trabajos del dique; pero luego, usted por una parte y elcontratista por otra, procurarán ganar el tiempo perdido.
Los hombres trabajaban á cinco leguas de allí, río abajo, en un lugaralgo pantanoso, donde las crecidas habían hecho surgir un bosque deálamos y otros árboles. Apartaban los peones la tierra inmediata á lostroncos, dejando al descubierto sus raíces. Luego cortaban éstas éinclinaban el árbol, haciéndole caer en una carreta de bueyes, queemprendía lentamente su marcha á lo largo de la ribera, necesitandotoda una jornada para llevar su carga hasta la Presa.
—Un trabajo largo y difícil—siguió diciendo Moreno—. Ayer estuveallá para verlo todo por mis ojos, y crea usted que la gente gana biensu plata.
Cerca de la Presa, en una planicie vecina al río, limpia devegetación, otros peones abrían hoyos en el suelo.
Al llegar lascarretas con los árboles, levantaban éstos y los metían en los hoyos,amontonando tierra en torno para que se mantuviesen erguidos.
—Son árboles de algunos metros nada más, pero resultaránextraordinarios en este desierto donde no hay otros que puedan servirde comparación. Tengo la seguridad, capitán, de que la sorpresa va áser enorme.
Eso no lo puede discurrir el italiano.
Canterac aprobó con un sonrisa de satisfacción las últimas palabras.
—Va usted á gastar toditos sus miles de pesos—continuó Moreno—, yhasta puede ocurrir que al final falte algo de plata; pero tendráusted su parque… Es verdad que el tal parque no le producirá nuevosgastos, pues al día siguiente de la fiesta los árboles tal vez esténsecos y muertos.
Y el oficinista rió de la inutilidad de un gasto tan enorme, admirandoy compadeciendo á la vez al ingeniero.
Mientras tanto, Elena y Watson marchaban lentamente á caballo por laorilla del río. Ella mantenía cogida una mano de él, hablándoleafectuosamente, con una expresión maternal.
—Veo, Ricardo, por lo que me cuenta, que Robledo lo dirige todo yusted es á modo de un empleado suyo… No debía mezclarme en susasuntos, pero todo lo que se refiere á usted ¡me inspira tantointerés!…
Yo no digo que el español cometa indelicadezas alrepartir las ganancias del negocio; eso no. Robledo es hombrecorrecto, pero abusa un poco de la condición de tener más años. Debeemanciparse usted de esa tutela, ó no hará el camino que lecorresponde hacer por sí mismo, sin necesidad de tutores.
Ricardo había defendido la persona de su asociado desde las primerasinsinuaciones; pero acabó por acoger, pensativo y ceñudo, sin unapalabra de protesta, el último consejo de Elena.
Mientras los dos conversaban, balanceándose ligeramente con el pasolento de sus caballos, un jinete apareció y se ocultó repetidas vecesen el fondo del paisaje, pasando de la orilla del río á las dunas dearena que las inundaciones habían dejado tierra adentro. Este jineteque se aproximaba ó se alejaba en un galope caprichoso era CelindaRojas.
Elena fué la primera en darse cuenta de sus evoluciones, y sonriómalignamente.
—Creo que alguien le busca—dijo á Ricardo.
Éste miró hacia donde ella señalaba, y al reconocer á la amazona, nopudo disimular cierta turbación.
—Es la señorita de Rojas—contestó, ruborizándose ligeramente—; unaniña todavía, con la que tengo alguna amistad. Es como una hermanamenor; mejor dicho, un compañero. No vaya usted á imaginarse…
La Torrebianca sonreía irónicamente, como si no creyese en susprotestas, y acabó por decir, con una frialdad que apenó al joven:
—Vaya usted á saludarla, para que no nos moleste más con suvigilancia, y venga luego á juntarse conmigo.
Después de estas palabras, dichas con el tono de una orden, hizotrotar á su caballo tierra adentro, por entre los ásperos matorrales,que se rompieron lanzando crujidos de leña seca. Inmediatamente,Celinda dejó de evolucionar á lo lejos, llegando á todo galope alencuentro de Ricardo. Cuando estuvo junto á él le amenazó con un dedo,pretendiendo imitar la expresión ceñuda de un maestro que riñe á sudiscípulo. Luego habló con una gravedad cómica:
—¿No le he dicho más de cien veces, mister Watson, que no quieroverle con esa… mujer? Paso ahora los días enteros corriendo el campoinútilmente, y cuando al fin consigo tropezarme con el señor, lo veosiempre en mala compañía.
Pero Watson era ahora otro hombre y no acogió con risas su fingidoenfado. Muy al contrario, pareció ofenderse por el tono de broma conque hablaba ella, y repuso secamente.
—Puedo ir con quien quiera, señorita. Sólo hay entre nosotros unabuena amistad, á pesar de lo que algunos suponen equivocadamente. Niusted es mi prometida, ni yo tengo obligación de privarme de misrelaciones para obedecer sus caprichos.
Celinda quedó absorta por la sorpresa y él se aprovechó de esto parasaludarla con brusquedad, alejándose después en la misma dirección quehabía seguido Elena. La niña de Rojas, al convencerse de que elnorteamericano huía verdaderamente, hizo un gesto de cólera, al mismotiempo que lanzaba palabras suplicantes:
—¡No se vaya, gringuito!… Oiga, don Ricardo; no se ofenda… Mireque esto sólo ha sido para reir, lo mismo que otras veces.
Como Watson fingía no oírla y continuaba su trote, acabó ella porechar mano al lazo que guardaba en el delantero de la silla, y lodeslió para arrojarlo sobre el fugitivo.
—¡Venga usted aquí, desobediente!
El lazo cayó sobre Ricardo con exacta precisión, aprisionándolo, perocuando Celinda empezaba á tirar de él, sacó el ingeniero un pequeñocuchillo, cortando la cuerda. Tan rápido fué este acto, que la joven,preocupada únicamente en tirar de su lazo, casi cayó del caballo alfaltarle de pronto el apoyo de la resistencia.
Watson se alejó, sacándose el fragmento de cuerda que envolvía aún sushombros. Luego la arrojó, sin volver la vista atrás. Mientras tanto,la niña de Rojas seguía recogiendo su lazo, que se arrastrabablandamente por el suelo.
Al llegar á sus manos el final de la cuerda, contempló tristemente suextremo cortado. Las lágrimas enturbiaron su visión. Luego, la hija dela estancia palideció de cólera mirando hacia las dunas, detrás de lascuales había desaparecido el norteamericano.
—¡Que el demonio te lleve, gringo desagradecido! No quiero vertemás… Ya no te echaré mi lazo, y si alguna vez deseas verme, serás túel que tengas que echármelo á mí… ¡si es que sabes!
Y no pudiendo resistirse más tiempo á la crueldad de su decepción, laniña de Rojas hundió la cara entre las manos, para que aquella tierraarenisca y aquel río impetuoso y solitario que tantas veces la habíanvisto reir no la viesen ahora llorar.
* * * * *
#XII#Llegó el día de la gran sorpresa preparada por Canterac. Lostrabajadores, bajo la dirección de Moreno, colocaron los últimosárboles en la llanura inmediata al río.
Grupos de curiosos admiraban desde lejos este bosque improvisado. DeFuerte Sarmiento y hasta de la capital del territorio de Neuquen ibanllegando gentes atraídas por la novedad de tal fiesta. Algunos obrerostendían de tronco á tronco guirnaldas de follaje y clavaban grupos debanderolas.
Friterini, elevado á la categoría de
maître d'hôtel
, había sacado desu maleta un frac algo apolillado, recuerdo de los tiempos en queprestaba servicio como camarero auxiliar en hoteles de Europa y deBuenos Aires. Preocupándose de la integridad de su pechera dura y sucorbata blanca, daba órdenes á una tropa de mestizas del boliche quese habían convertido en servidoras y preparaban las mesas para lafiesta de la tarde.
Don Antonio «el Gallego» también se había transformado exteriormente.Iba vestido de negro, con una gruesa cadena de oro de bolsillo ábolsillo de su chaleco. Él era de los invitados, tenía derecho áfigurar entre los vecinos más notables de la Presa representando alalto comercio; pero como la merienda había sido encargada á suestablecimiento, creyó del caso trasladarse al lugar de la fiestadesde las primeras horas de la tarde, para convencerse de que todoslos preparativos se desenvolvían con regularidad.
Entre los mirones situados al otro lado de una cerca de alambre seveían algunos gauchos, siendo uno de ellos el famoso Manos Duras.Después de la batalla ocurrida en el boliche, había vueltotranquilamente al campamento para dar explicaciones. No negaba quealgunos de los provocantes fuesen amigos suyos, pero todos eranmayores de edad y no iba á responder de sus actos, como si fuese supadre. Él estaba lejos del campamento al ocurrir el choque; ¿por quéintentaban mezclarlo en hechos de los que no tenía culpa alguna?…
El comisario hubo de conformarse con estas justificaciones; el dueñodel boliche las aceptó igualmente, creyendo que era mejor tenerlo poramigo que por adversario, y allí estaba Manos Duras contemplando conuna atención algo burlona los preparativos de la fiesta. Los otrosgauchos, igualmente silenciosos, parecían reir interiormente de taleslabores. Los
gringos
trasladaban los árboles del sitio donde loshabía hecho nacer Dios: ¡y todo por una mujer!…
Las gentes del pueblo eran más atrevidas en sus juicios, formulándolosá gritos. Algunas mujeres, las mejor vestidas, censuraban á lamarquesa:
—¡La grandísima… tal! ¡Las cosas que los hombres hacen por ella!
Enumeraban los regalos del contratista Pirovani, tan regateador y duropara los trabajadores. Todos los días de tren le llegaban á lamarquesa paquetes de Buenos Aires ó Bahía Blanca, pagados por elitaliano. Además, un carro con tonel no hacía otro trabajo que llevaragua del río á la casa. Aquella señorona necesitaba bañarse cadaveinticuatro horas.
—Eso no es natural. Debe tener en la carne algo que no quiereirse—afirmaban sentenciosamente algunas mujeres.
Para todas ellas, obligadas á ir varias veces al día con un cántaro ácuestas de su vivienda al río, el carro del tonel representaba el másinaudito de los lujos. ¡Un baño diario en aquel país, donde el menorsoplo de viento levantaba columnas de tierra suelta, tan enormes yviolentas, que obligaban á encorvarse para resistir mejor suempuje!… Como muchas de estas mujeres llevaban aún en sus cabellerasy en los dobleces de sus ropas el polvo de semanas antes, lasenfurecía tal derroche de agua, como una injusticia social.
Una, para consolarse, recordó malignamente al ingeniero Torrebianca.
—¡Y será capaz de venir esta tarde con los queridos de su mujer!…Parece imposible que un hombre sea tan… ciego. Deben marchar deacuerdo los dos.
Todos los que no estaban invitados á la fiesta y pretendían verla delejos, apoyados en la alambrada, se consolaban de su pretericiónhablando contra la Torrebianca, sus amigos y su marido.
Pasó Celinda á caballo, entre los grupos, lentamente y mirando conhostilidad el parque improvisado.
Luego, para no oir los escandalososcomentarios de aquellas mujeres, se alejó hacia el pueblo.
González, sin perder de vista la preparación de las mesas, hablaba áunos parroquianos de su establecimiento, mostrándoles el río. Erapropicia la ocasión para repetir, con una gravedad doctoral, muchascosas oídas á su compatriota Robledo.
Los indios habían dado á este río su nombre de Negro por lossufrimientos que les costaba remontarlo, á causa de su rápidacorriente. Los descubridores españoles lo titularon río de los Sauces,por la gran cantidad de árboles de esta especie que cubría susorillas. Habían disminuido mucho ahora, pero aún representaban elmayor obstáculo para su navegación, pues los troncos y raigonesimpulsados por la corriente batían como arietes á los barcos,quebrantándolos. Durante dos siglos había per