Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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22 de octubre.

Mis investigaciones van tomando cuerpo... Las solteronas se enredan enuna madeja inesperada. Estaba yo gimiendo en mi interior por lasdificultades de mi tarea, cuando la Providencia, bajo las facciones delpadre Tomás, vino a llamar a la puerta de la abuela. El buen curadeseaba averiguar el estado de nuestras cabezas y el de nuestroscorazones.

Apenas entró en el salón, iluminado por un lindo rayo de sol, queaureolaban los primeros fuegos del hogar en un dulce resplandor, cuandollegaron también la de Ribert y Genoveva para informarse del resultadode mis lecturas.

La abuela no reanuda sus días de recibir hasta noviembre, pero acoge congusto a las personas de nuestra intimidad que se presentan. No cierra supuerta desde julio hasta Todos los Santos más que a los indiferentesque, con pretexto de interés, van a casa ajena a informarse del matiz delas ideas y del aspecto de las caras para inventar historiassorprendentes e inverosímiles.

Me puse tan alegre por aquella doble visita que de buena gana hubierasaltado al cuello del cura y al de la señora de Ribert paramanifestarles mi satisfacción. Me indemnicé de la imposibilidadabsoluta de hacerlo precipitándome a las mejillas de Genoveva querecibieron cada una dos sonoros besos.

La de Ribert es el vivo retrato de su hija o más bien, ésta es lareproducción exacta de lo que ha debido de ser su madre. El cabello grisde la de Ribert, parece ser el sucesor designado de la opulentacabellera de Genoveva. Sólo ha cambiado el talle, engruesado por laedad, y, sobre todo, ha venido la enfermedad triste e implacable que lamitad del tiempo clava a Genoveva en la cabecera de su madre, sin que launa ni la otra pierdan por eso una sola de sus sonrisas ni un átomo desu apacible amabilidad.

El padre Tomás, conocido y apreciado por el pueblo entero, lo que no esfrecuente en Aiglemont, es también íntimo de los Ribert. El cura sacó enseguida la conversación de las solteronas, ayudado por la de Ribert,apasionada por todo lo que se refiere a la evolución femenina. Es, alcontrario que la abuela, enemiga del matrimonio y se dice por lo bajoque su marido, muerto hace muchos años, no la hizo precisamente feliz.

—Y bien, ¿cómo van esos estudios?—dijo el cura con una risa sonora quehizo estremecerse hasta las tenazas de la chimenea.

—Están suspendidos, señor cura.

—¿Por qué?

—Porque no encuentro el lazo que debe unir a la solterona involuntariade otro tiempo con la de hoy. He llegado casi al fin del siglo XVIII yme falta una Princesa Isabel...

—¡Dios mío!—gimió la abuela,—no se concibe semejante obstinación.

—Sí, señora, ciertamente—respondió el cura con bondad.

Y añadió dirigiéndose a mí:

—Si necesita usted absolutamente una princesa, me parece que la Cortede Luis XVI le ofrece una solterona distinguida...

—¡Qué aturdida soy!—dije con convicción.—Es verdad, olvidaba a madamaIsabel, la hermana de Luis XVI...

—Sí, madama Isabel, sin hablar de otras ilustres solteronas. En cuantoal lazo que usted reclama entre las solteronas involuntarias y lasvoluntarias, existe muy claro. ¿Qué hace usted de la Revolución y delCódigo de Napoleón?...

—Nada absolutamente, señor cura—dejé escapar a pesar mío.—Esas doscosas no me dicen nada que valga.

—Pues es un error—respondió el cura.—La Revolución y el Código deNapoleón, por el establecimiento de principios nuevos y por la abolicióndel derecho de primogenitura, han dado a las jóvenes de las clasesacomodadas una independencia real para permitirles vivir como lesacomoda. De aquí se deduce...

—¿Entonces, señor cura—preguntó la de Ribert muy interesada,—ustedcree que la Revolución y el Código entran por mucho en este temor delmatrimonio que manifiestan tantas jóvenes modernas...

—Evidentemente... ¿No se nota ese temor precisamente en laburguesía?...

—Sí, es cierto. Sin embargo...

—No hay sin embargo—afirmó el cura con autoridad.—Desde el momento enque se suprimió el derecho de primogenitura y la mujer mayor, nocasada, fue admitida a gozar de sus bienes, se ha desarrollado, por lafuerza de las cosas, el gusto por el celibato voluntario. Abra usted elCódigo...

—No, no—dijimos en coro,—la cosa no es distraída.

—Pues bien, no le abran. Pero si le abrieran, verían que la mujersoltera es más generosamente tratada que la que se encuentra bajo lapotencia del marido. La primera goza de todos sus derechos en cuanto esmayor de edad; la segunda es una eterna menor.

—Pero dije cautivada por la demostración;—entonces usted cree...

—Sin duda, sin duda—replicó el cura.—Es claro que al convertirse lasoltera en protegida del Código, el celibato, hasta entonces objeto deaversión, adquiere rápidamente, bajo el imperio de nuevas costumbres,toda la apariencia de una posición escogida.

—Si lo que usted dice es exacto—repuso la abuela olvidando suantipatía por este asunto,—habría que buscar en esa transformación delas leyes el comienzo de otras muchas evoluciones.

—Así lo creo, señora—respondió el cura.—La evolución femenina de quehabla todo el mundo, me parece que no tiene otra causa primera. Loscambios de hechos acarrean siempre cambios de ideas, cuando no es elcambio de éstas lo que produce el de los primeros.

—Es curioso, muy curioso—exclamó la de Ribert.—

Sinembargo—objetó,—no comprendo bien la importancia extraordinaria que dausted al Código de Napoleón desde el punto de vista femenino.

—Va usted a comprenderlo—respondió el cura, muy contento por laatención de su auditorio.—Por primera vez en la historia de los siglos,la mujer de las clases acomodadas es llamada de soltera a la libreposesión de sus bienes de familia. ¿Cómo quiere usted que tal evoluciónno traiga consigo otra?

—Es verdad—dijo Genoveva,—todo se enlaza.

—Usted me comprende, señorita Genoveva—dijo el cura con una mirada deaprobación.—La mujer que posee, es naturalmente una mujer que obra yllega a ser por la fuerza de las cosas una personalidad con la que hayque contar.

—¡Qué lejos estamos—exclamé,—de las leyes de Manou, del Génesis y delCorán!... Unas y otras declaraban con una notable unanimidad que lamujer sin marido no era nada y no podía nada...

—Sí—aprobó el cura,—todo está muy cambiado. Las mujeres, que no erannada en otro tiempo, están a punto de serlo todo, gracias a lassolteronas—añadió con malicia.

—¡Todo!—exclamó la abuela.—Las solteronas son entonces, según usted,abominables feministas....

—No, no—respondió el cura divertido por la alarma de la abuela.—Ustedexagera... Afirmo sencillamente que la posesión legal de los bienesfomenta en la soltera el desarrollo de su personalidad. Y hay queconfesarlo, no se puede creer que el desarrollo de la personalidad en lamujer sea un excelente factor de matrimonio.

—Es verdad—aprobó la de Ribert.—La independencia de bienes provoca lade la voluntad y la de la mente. No querría deducir que la independenciadel corazón sigue el mismo movimiento, pues eso traería seriasconsecuencias. Pero hay una evidente propensión a un individualismoque, como usted dice, está muy lejos del matrimonio.

La abuela no pudo contener una exclamación de horror.

—Sí—dijo el cura pensativo sin ocuparse ya de los suspiros de laabuela,—el individualismo es ahora una especie de contagio.

Es la ideafija de muchas jóvenes... ¿Es un bien o un mal?... El porvenir lo dirá.Por el momento, se hace un pedestal a la mujer moderna sin pensar que,acaso, el individualismo llegará a ser sinónimo de egoísmo...

—No, señor cura—respondió Genoveva con energía.—Se puede tener unapersonalidad bien caracterizada sin caer en el horrible defecto queusted señala.

—He dicho «acaso» y no «ciertamente...» Hay en esto un escollo, un granescollo. Muchas jóvenes—añadió con tristeza más acentuada, mirándomecon fijeza;—muchas jóvenes de las mejores y de las más inteligentes, nosienten ya la necesidad de apoyarse en el brazo de un marido...

—Y bien—dijo alegremente la de Ribert mientras la abuela volvía asuspirar,—tanto mejor... Puesto que se dice que ya no es posible casara las hijas, dichosas la que no tienen la vocación del matrimonio.

—Sí, lo concedo—dijo el cura.—¿Pero por qué ese estado de alma reinaprecisamente entre las jóvenes que se casarían más fácilmente? Sí, esbueno en general que las jóvenes no coloquen en el matrimonio su únicaprobabilidad de dicha...

—¡Pobre probabilidad!—interrumpió la de Ribert.

—...Es preciso, sin embargo, no complicar la situación haciendo que seimplante demasiado ese miedo del matrimonio.

—Eso es lo que me canso de decir—exclamó la abuela.—Es malo, esespantoso...—acabó en el último grado de la indignación.—¡Ah! señorcura, señor cura... ¿Qué ha hecho usted de Magdalena?

—Caín, ¿qué has hecho de tu hermano?—parodió dulcemente elsacerdote.—Pero señora,—continuó con más vivacidad,—no he hecho nadamalo de Magdalena, que yo sepa. Es verdaderamente buena,—añadió con lasatisfacción del que se complace en su obra moral, mientras sus buenosojos se fijaban en mí con una indulgencia enteramente paternal.

—Sí, lo concedo, no es mala—dijo la abuela halagada en su amormaternal.—Pero esa personalidad... ese modo de bastarse a sí misma...

—Ya sé, ya sé—replicó el cura confuso.—Verdaderamente, no habíaprevisto ese peligro.

—¡Un peligro!—exclamó la de Ribert, contenta al ver al cura habérselascon la abuela.—¿Dónde ve usted ese peligro?

—Un peligro desde el punto de vista del matrimonio, seentiende—explicó el sacerdote.—Involuntariamente, al armar a lasmuchachas para el famoso struggle for life, las armamos contra elmatrimonio. En el día en que sienten verdaderamente que son alguien,saben por esto mismo razonar. Ahora bien, el razonamiento mata lailusión; la ilusión perdida da el golpe de muerte a la confianza; yaniquilada la confianza, ¿dónde quiere usted que se coloque el amor enun corazón femenino?... Pero, en realidad—continuó el buen curalevantando la cabeza con confianza,—Magdalena no ha dicho que renunciaal matrimonio.

—Sí, sí, haga usted el buen apóstol... ¿No ve usted que va por esecamino?

—Todavía no, señora. Magdalena está en el período de la reflexión.

—Admito que reflexione sobre tal o cual pretendiente, señor cura, perosobre el matrimonio... sobre el matrimonio...

—San Pablo, señora...

—No me hable usted de San Pablo, por amor de Dios—dijo la abuela conagitación.

—Y bien, Magdalena—preguntó la de Ribert para evitar a San Pablo unanueva algarada;—¿qué tiene usted que reprochar al matrimonio, hija mía?

—El marido—respondí con sincera convicción.

—¡El marido!—exclamó la de Ribert riendo, con gran contento deGenoveva, que gozaba deliciosamente de la alegría de su madre.—¡Elmarido!... Qué gran verdad...

La abuela, consternada, nos miraba a las tres alternativamente con talexpresión de reproche, que el cura tomó el prudente partido de dejarnospara cortar la conversación. La de Ribert y Genoveva se quedaron todavíaunos instantes, y cuando vieron tranquila a la abuela, se levantaron conla promesa de vernos muy pronto.

—Estas señoras son muy amables—dijo la abuela en cuanto semarcharon,—pero es lástima que tengan ideas falsas... ¡Qué mal serazona ahora!... En mi tiempo no era así.

—En tu tiempo, abuela—repliqué apoyando dulcemente la cabeza en suhombro,—todo el mundo era perfecto.

—Aduladora—respondió la abuela dándome un beso.—Bien sabes que hacesde mí todo lo que quieres...

Y se firmó la paz con otro beso.

¡Ah! si la abuela quisiera ser razonable, qué felices seríamos...