Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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20 de octubre.

Con gran desesperación de la abuela, Genoveva me envió al día siguientelos libros prometidos y desde entonces los leo y los devoro. Aunque laabuela dice que estoy ridícula con mis solteronas, la verdad es que lasencuentro un serio interés. Mis estudios me deleitan y los continúo.

Hubiera deseado encontrar otra Isabel de Francia para tener derecho asentar un sólido juicio sobre una base no menos seria; pero con gransentimiento mío, la vocación del celibato no parece haber sidovoluntaria en los siglos pasados. Casarse es decididamente una cosa deun orden esencialmente natural y parece que la solterona por gusto esuna creación exclusivamente moderna.

¿De dónde viene?

Eso es lo que he procurado investigar con una paciencia tanextraordinaria como inusitada. He reanudado mis estudios en plenofeudalismo, en medio del vigoroso impulso del espíritu caballeresco. Meha parecido curioso estudiar esa época, ya muy brumosa, en la que «MiDios y mi Dama» era el grito de los infanzones que iban a la batalla conuna cruz en la mano y los colores de la señora de sus pensamientos en elcorazón. Eso difiere un poco de nuestros jóvenes modernos, que no hanconservado, evidentemente, esas nobles maneras.

¿Qué era esa dama evocada por la imaginación de nuestros antepasados?

Algunas veces era una delicada niña de púdica sonrisa; con frecuenciaera la esposa de algún caballero renombrado, pero ni una sola vez, queyo sepa, se la encuentra bajo las facciones de una honrada y castasolterona. El estado neutro de que hablaba el Papa no está muy en honorni en el mundo eclesiástico ni en la sociedad seglar. Preciso es añadir,por otra parte, que el enorme éxito de lo que se llamaba tan exactamente«cortes de amor» no era para fomentar el estado de virginidad ni paradarle muchos elogios. El espíritu caballeresco, basado en el amor, debíaser hostil al celibato, y todas sus adoraciones y homenajes se dirigíana aquellas que, lejos de estar armadas contra los sentimientos tiernos,sabían animarlos graciosamente.

La caballería, a pesar de la aureola con que ha llegado hasta nosotros,no se alimentaba exclusivamente de flores azules cogidas en el país delideal. Práctica y dura, apreciaba muy bien las especies contantes ysonantes o los hermosos dominios dorados por el sol.

El sistema feudal, al privar a las hijas de toda fortuna, aumentóconsiderablemente el número de las muchachas pobres y, por consiguiente,imposibles de casar, pues en aquel noble tiempo de sentimientoscaballerescos hacía falta un dote para conquistar un marido. La historiano nos dice si bardos o trovadores consagraron a este asunto, sinembargo tan interesante, sus versos y sus melodías. Es de creer que niunos ni otros hubieran logrado transformar una sociedad que exaltaba ala mujer y buscaba el dinero.

La nobleza y la burguesía, encontrando la mayor facilidad paradesembarazarse de las hijas sin soltar dinero, preferían darlas sin doteal convento a dotarlas para casarlas.

Pero las dificultades de la vida se acentuaban para las jóvenescasaderas y para los conventos que las servían de refugio. El número demonjas obligadas crecía hasta tal punto, que ciertas casas faltas derecursos tuvieron que recurrir a la bondad real para obtener algunaslarguezas. Luis XIV permitió a algunas comunidades aceptar dotes acondición de que se dedicasen a la instrucción profesional de las hijasdel pueblo.

Pero con esta ocasión se renovaron los antiguos edictos paralos conventos ricos con agravación de las penas para los infractores.

ElParlamento de París castigó a las religiosas de la Virginidad por habermedido una vocación «más al peso del metal que al del santuario.»

La sociedad meticulosa de la época prefería la desgracia de sus hijas enun claustro, a su dicha relativa en el mundo, en el que no se admitía elcelibato. Las conveniencias lo mismo que el espíritu religioso de laépoca se oponían a este último partido.

Los predicadores tronaban en el púlpito contra el entristecedorespectáculo del celibato involuntario, y uno de ellos llegó a decir quelas hijas solteras que se quedan en el mundo son en él objeto deescándalo y un obstáculo a las buenas costumbres.

¿Cómo, después de esto, atreverse a permanecer solterona?

Era necesariotomar el camino del claustro, donde nadie pensaba en averiguar el gradode vocación que llevaba a tantas pobres almas.

Los moralistas hablaban también en favor del matrimonio, demostrando,como Montesquieu, que «cuanto más se disminuye el número de losmatrimonios que pudieran hacerse, más se corrompe a los que están yahechos: cuantas menos personas casadas hay, menos fidelidad existe enlos matrimonios, como cuando hay más ladrones existen más robos.»

Y como la causa del matrimonio no avanzaba un paso, se decidió dejarresueltamente a un lado a las jóvenes feas y pobres para dar, al menos,a las que no lo eran un puesto más ancho en el mundo. Un sabio casuista,el padre Bonacina, jesuita, declaraba «exenta de pecado a la madre quedesee la muerte de sus hijas sino puede casarlas a su gusto a causa desu fealdad o de su pobreza.»

Con el convento para las unas, el matrimonio para las otras y la muertepara las que no entraban en ninguno de los dos estados, pudiérase creerque en adelante no habría ya esas desgraciadas jóvenes cuya vistaproducía en la conciencia pública el efecto de un remordimiento. Pero laespecie no quiso desaparecer. Al fin del siglo XVIII, el moralistaSebastián Mercier declara que «en todas las casas burguesas de París seencuentran cuatro jóvenes casaderas por una casada.»

Dejé la pluma, pensativa, reflexionando que en provincias, a la horaactual, el matrimonio está por lo menos tan abandonado como en tiempo deSebastián Mercier, cuando la abuela me arrancó bruscamente de misdemasiado sabias meditaciones.

—Un poco de memoria, Magdalena. Olvida que tenemos que ir esta tarde aver a la señora de Brenay.

—Es verdad—exclamé,—no me acordaba...

—Las solteronas te hacen perder la cabeza, pobre hija mía...

Vamos,despáchate. Voy a ponerme el sombrero y te espero en el salón.

En diez minutos hice el milagro de estar compuesta y acicalada. Laabuela, satisfecha, se dignó sonreírme con una benevolencia en la queentraba un poco de inocente admiración.

Pasar de repente de la calma absoluta a una intensa tempestad, essiempre desagradable, y esto fue lo que nos sucedió a la abuela y a mí.Dejamos la apacible tranquilidad de nuestro home y nos encontramos enpleno huracán en casa de los Brenay.

El señor de Brenay, que no parece más que raras veces por su salón,estaba paseándose con agitación febril que sacudía con bruscosmovimientos sus bigotes largos y retorcidos. La de Brenay, desplomada enuna butaca, parecía aniquilada y olvidaba por completo el cuidado deconservar sus maneras aristocráticas.

Petra, muy encarnada y comovergonzosa, estaba mordiendo rabiosamente el pañuelo. Era indudable quecaíamos en plena escena de familia. La abuela y yo cambiamos rápidamenteuna mirada de estupor, pero era imposible retroceder.

El salón de los Brenay, siempre tan animado, tan alegre, tan en armoníacon los gustos de los dueños de la casa, me pareció ensombrecido pornegras nubes cuando tomé posesión de una silla al lado de Petra. Elseñor de Brenay, hombre muy corrido, creyó que debía, en cuanto secambiaron los primeros cumplimientos, ponernos al corriente de lo quemotivaba semejante perturbación en su interior.

—Esta democracia...—dijo con un desdén exasperado,—esta democracia esaudaz en extremo... ¿Creerá usted, señora, que un teniente deinfantería... sin apellido... casi sin fortuna... mil doscientos pesosde renta—¿qué es eso?—se atreve a levantar los ojos hasta mi hija?

—Audaz es en efecto—dijo la abuela en tono de broma.—Un gusano de latierra enamorado de una estrella...

—Precisamente—exclamó

Brenay

con

acento

de

aprobación.—El tenienteCotorrac...

—¿Es posible—dijo la señora de Brenay confundida,—que con semejantenombre se atreva a pensar en mi hija?...

—¡Ah!—gimió Petra,—estoy avergonzada... Qué apellido para anunciar enun salón... La señora de Cotorrac...

La desesperación de Petra era tan franca, que reprimí valerosamente todahilaridad. Y tuve mérito, porque la escena era divertida.

—¡Cállate, hija mía, cállate!... Ese ganapán, ese perdido mereceríaseis meses de castillo por haberse permitido pensar en ti... ¡Sivolviera el antiguo régimen!

—Si se nos permitiese solamente hacer que nuestros criados dieran unabuena paliza a esos insolentes...—acentuó la señora de Brenay,—nopasarían estas cosas.

—Dios mío—se atrevió a decir la abuela, bastante divertida en el fondopor aquella tragicomedia.—¿Creen ustedes que el crimen no tieneexcusa?... Petra es tan linda y tan seductora...

—Mi hija no debe ser linda ni seductora para quien no es de suclase—gruñó el padre.

—Un pobre diablo puede tener ojos—añadió la abuela,—y hastacorazón... Y si ese pobre diablo es un oficial y tiene mil doscientospesos de renta... la cosa cambia de punto de vista.

—No cambia nada—exclamó Brenay.—¿Es bien nacido?...

No... ¿Tienefortuna?... No... ¡Ah! el lado vergonzoso del negocio es que ese mozoafirma que está loco por mi hija...

—Papá, por Dios, no repitas semejante cosa...

—¿Y qué?—preguntó la abuela.

—Que es un amor inadmisible—respondió Brenay con su voz másmordaz,—que estoy seguro de que hace estremecerse de horror en sustumbas a todos los Brenay pasados...

—Sin contar los Mauval a que yo pertenezco,—apoyó la de Brenay.

La abuela se esforzó en vano por establecer que la respetabilidadpersonal, las cualidades del joven, su sinceridad y su lealtad evidenteeran dignas de otra acogida. Ni el señor de Brenay ni su mujer quisieronconceder nada, y Petra, herida en su amor propio, no consintió tampocoen deponer su cólera.

Después de un cuarto de hora de una conversación difícil, cuyo asuntoera imposible de cambiar, tan violenta era la exasperación reciente, laabuela se levantó con gran satisfacción mía. Yo, que me complazco muchohabitualmente con la compañía de Petra, fui feliz al dejarla. Talesprejuicios de casta, o de pandilla, como diría Francisca, son tanextraordinarios que me producen el efecto de un gran anacronismo.

—¡Bah!—dije a la abuela, que estaba un poco sublevada con lo queacababa de oír;—supongamos que vivimos en el siglo XVIII en lugar deencontrarnos en el XX, y todo será natural...

—Las enseñanzas de la historia son letra muerta para muchos—murmuró laabuela...—Es curioso—añadió,—el ver cuántas personas inteligentes hayentre nosotros a quienes la historia no ha enseñado nada.

—¡Aprender!... Esa es toda la filosofía de la vida, abuela querida...Pides demasiado.

La abuela, sorprendida, me miró atentamente.

—Acaso tengas razón—añadió cuando se dio cuenta de que era yo quienhabía hablado.—En todo caso, la pobre Petra está en la dolorosa vía delcelibato.

—¡Dolorosa!... no, abuela, muy feliz.

Y para ahorrarme un sermón de la abuela, desaparecí prontamente de suhorizonte. Abríase ante mí la puerta de mi casa y me metí en ella másque de prisa.