Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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5 de noviembre.

La abuela ha reanudado sus días de recepción hoy, primer jueves denoviembre.

Muy de mañana he tenido una larga conversación con la abuela, apropósito del señor Desmaroy, y aproveché sus buenas disposiciones,causadas por mi docilidad para sus proyectos, para formular algunosdeseos, el primero de los cuales era continuar mis estudios sobre lassolteronas.

La abuela se encogió de hombros, como de costumbre, al oír ese nombreaborrecido, pero, a pesar de su antipatía, me permitió hacer lo quequisiera. Todos estos preliminares no tenían otro objeto que obtener quela abuela me llamase al salón si se presentaban hoy algunas solteronas,pues quería hacer mis estudios del natural.

Generalmente a la abuela le gusta recibir sola, y no me llama más quecuando viene con su madre alguna de mis amigas. Dice, como razón de eseostracismo, que sus recepciones serían mortalmente fastidiosas para unacabeza como la mía, siendo así que el elemento ligero falta en ellas porcompleto. Es poco halagüeño para mí...

Las íntimas de la abuela son personas de edad madura.

Muchas solteronasy no pocas señoras ancianas, son asiduas a sus jueves. Los caballerosson escasos, por el contrario, y la juventud no se muestra más que paramí. Mis amigas y yo formamos en el salón un grupo especial llamado el«rincón de las malas cabezas,» según una frase de cierta amiga de laabuela.

Aquel rincón querido está formado por un ancho biombo japonés,entre cuyos repliegues se esconden las banquetas destinadas a lajuventud, mientras inmensas palmeras proyectan su sombra fantásticasobre nuestro asilo. Cuando las señoras quieren librarse de nuestraimportuna presencia, la abuela me hace una señal y me voy dócilmente anuestro refugio, llevándome a mis amigas encantadas. Dicho sea entrenosotros, no es siempre divertido oír hablar del sermón del día antes,del de mañana, de la actitud del señor cura, de las congregaciones, delGobierno, de tal señora que espera un nuevo hijo, de una desgraciada,cuyo marido es borracho, de una tal que es gastadora, de la doncella dela de fulano que tiene mala conducta, etc., etc.

Estamos lejos de aquellos salones en que se hablaba y de los que miimaginación deslumbrada ha conservado un literario recuerdo.

El salón en que se conversa, es la excepción en Provincias; el en que sechismorrea, es enteramente la regla general... En casa de la abuela seconversa un poco... a veces; se chismorrea siempre... Con dulzura,seguramente, sin maldad y con una notoria benevolencia, pero, en fin, sechismorrea.

Hasta ahora estaba yo casi excluida de esas reuniones, sin gransentimiento mío, lo confieso. Hoy han cambiado mis ideas.

Con mispretensiones al estudio de mis semejantes, mis alas se desarrollan y seensanchan y pido conocer el mundo, la vida, las solteronas... y qué séyo cuántas cosas... En una palabra, la abuela está un poco asustada alver tal actividad intelectual.

—Espero, Magdalena, que no te vas a volver una cerebral—

gime aterrada.

Esa palabra en la boca de la abuela, es sinónimo de desequilibrada, peroyo no me ofendo. Un cumplimiento más de los que tienen poco dehalagüeños... ¡Bah! no hay más que acorazarse...

La primera visita de esta tarde ha sido el padre Tomás. Estaba yoterminando de arreglar las flores en los inmensos jarrones de losángulos, y echando una ojeada a los almohadones para convencerme de queestaban bien colocados, cuando el cura me sorprendió, en el momento enque me disponía a subir a mi cuarto a esperar que la abuela tuviese abien llamarme. El padre Tomás penetró en el salón con tan prodigiosavivacidad, que tropezó en una mesita en la que la abuela expone—pues esuna verdadera exposición,—preciosas miniaturas antiguas. La mesaretembló en sus patas vacilantes, los caballetes se estremecieron bajosu gracioso peso de cuadritos y retratos, y el cura se quedó tanconfundido que sus gafas temblaron en la rebelde nariz.

—¡Cómo, Magdalena! vaya un modo de abandonar a las solteronas—me dijoen cuanto se calmó un poco la emoción de una entrada tan bien combinaday no bien se hubo sentado en la silla que le indicó la abuela.—Esto esuna traición.

—No, señor cura—respondí alegremente.—Continúo mis estudios, conpermiso de la abuela.

—¿Y el señor Desmaroy, le autoriza a usted igualmente?—

preguntó elcura con tono bastante irónico.

—Se lo ruego a usted, señor cura, dejemos al señor Desmaroy en paz porahora, y hasta pasado mañana—imploré más con la mirada que con lapalabra.—Hoy me propongo aumentar mi ciencia del celibato y cuento conusted para ayudarme, ya que ha venido.

—Muy bien—dijo el cura, comprendiendo que no había cambiado tanto deideas como él creía, lo que me valió una dulce sonrisa, pues el curadetesta a las veletas.—¿Qué desea usted saber de éste su humildeservidor?—prosiguió, con mirada maliciosa.

—¿Me van ustedes a condenar a otra conversación sobre lassolteronas?—preguntó la abuela descontenta.—Creo, señor cura, que esusted tan insoportable como mi nieta...

—¿Cree usted?—preguntó el cura con una de esas buenas sonrisas de queél tiene el secreto.—Y yo que me hacía ilusiones...

La abuela movió la cabeza con expresión de duda, lo que puso el colmo ala alegría del cura, pues es éste tan feliz como un rey cuando puedecontrariar a la abuela.

—Y bien, Magdalena, ¿en qué está usted?—me dijo por fin, cuandorecobró el aliento.

—Me detiene la dificultad de distinguir las solteronas voluntarias delas involuntarias...

—¿Cómo es eso?

—En las jóvenes reconozco muy bien las diferentes categorías.

Así, porejemplo, veo sin microscopio que si Francisca y Petra, sin contar otrasamigas en el mismo caso, no llegan a casarse, serán ciertamentesolteronas involuntarias, recalcitrantes del celibato. Es igualmentevisible a simple vista que si Genoveva y yo no nos casamos, pasamosinmediatamente a la categoría de solteronas voluntarias. Lo que esmenos claro es lo que pasa con las solteronas llegadas.

—¿Llegadas a qué?—preguntó el cura abriendo los ojos interrogadoresdetrás de las gafas.

—Llegadas al pleno esplendor del celibato, a la completa y profundaposesión de su yo personal.

—¡Vaya! si empiezan ustedes con eso del «yo personal»—

protestó laabuela,—van a decir, ciertamente, muchas tonterías...

Estamos perdidos.

—No tanto como usted cree—respondió vivamente el cura.—

Si hecomprendido bien—continuó dirigiéndose a mí,—querría usted saber cómose distingue una solterona voluntaria de una forzosa, cuando ambas sonde cierta edad...

—Eso es, señor cura, enteramente eso.

—Entonces—replicó el cura sonriendo a medias,—se tiene ya lamurmuración del pueblo como base de información...

—¡Oh!—protesté vivamente, un poco conmovida por semejante frase.

—No deja usted de saber—prosiguió con acento burlón más marcado,—quela señorita X, que tiene sesenta años, tenía una vocación pronunciadapor el matrimonio; que la señorita Y, de cinco años más que ella, tuvoun amor desgraciado segado en flor; que la señorita Z, de unas cuantasprimaveras menos, asustó a sus pretendientes por su mal carácter; queésta no tenía dote; que aquélla tenía demasiadas pretensiones, etc.,etc.

—Sí, señor cura, se pueden, en efecto, conocer las hablillas; pero sépor mí misma lo que valen los chismes de una población pequeña, paradarles ninguna fe. Eso es la fábula, y yo querría la historia.

—Veo—respondió el cura riéndose,—que no ha olvidado usted laconversación que sorprendió en la víspera de cierta fiesta...

Yo también me reí, pues sabía que la abuela le había contado de cabo arabo mi escena de la Catedral.

—Comprendo ese rencor—continuó el cura.

—He perdonado, señor cura.

—Muy bien; digamos entonces su memoria. El consejo de referirse a lashablillas corrientes ha sido una broma; nada más falso, con frecuencia,ni más malo siempre. Hay, por otra parte, un medio muy sencillo deformular el distingo que usted busca.

Cuando, por ejemplo, ve usted enel mundo una madre de familia cuidadosa de sus deberes, celosa de sudignidad, buena esposa, buena madre, y adicta de una manera absoluta aaquel cuyo nombre lleva, ¿qué piensa usted?

—Que está dentro de su vocación, señor cura.

—Tiene usted razón.

—¡Bonitas cosas dicen ustedes!—exclamó la abuela con repentinaenergía...—¿Qué cree usted entonces de esas malas cabezas que hacen ladesgracia de su matrimonio?... ¿Que no están dentro de su vocación?...Entonces, esa vocación... Señor cura, me hace usted ruborizarme...

—No hay por qué, señora—respondió el cura con un dejo deimpaciencia.—Esas malas cabezas, están, sin duda, en su vocación. No sehan engañado más que en la línea general que convenía tomar, puesto queestaban hechas para el matrimonio; lo que les ha faltado es el maridoque les convenía. Hay mala cabeza con un marido que podía ser una mujerperfecta con otro.

Hace usted más el proceso del matrimonio moderno queel del matrimonio en sí mismo, ¿sabe usted, señora?

—Cómo me espanta ese matrimonio en que ninguno de los dos seconoce—murmuré estremeciéndome...

—No hablemos de matrimonios—exclamó el cura.—Estamos en el celibato,hablemos de él... No tenemos más que transportar a las solteronas lascualidades de bondad que admiramos en la mujer casada, para darnoscuenta si está o no en su vocación.

—Eso es muy fuerte—protestó la abuela indignada.—¿Hay, pues, ahorauna vocación del celibato?...

—Puede ser—dijo el cura sonriendo. ¿Qué es la vocación sino laatracción que sentimos por una vida especial?... ¿Podemos negar queciertas almas tienen una simpatía particular por el celibato?

—Pero eso es abominable—exclamó la abuela con espanto.

—No, no tanto como usted supone—respondió el cura un tantomalicioso.—Lo que estoy exponiendo en este momento son las ideasnuevas. Ahora bien, estando casi admitida la vocación al celibato, sepuede decir de un modo general que toda solterona agria, malévola ymalhumorada es una solterona involuntaria. No le ha faltado más que elmatrimonio para hacer de ella una mujer encantadora, puesto que apriori, toda mujer debe ser encantadora...

—Sin embargo, señor cura—repliqué sin recoger la alusión a mícontenida en las últimas palabras,—esa mujer ha podido atravesarpruebas que hayan transformado su carácter...

—No creo que tales causas puedan producir ese efecto. La desgraciaeleva a las almas hermosas y no abate más que a los caracteres débiles.Conozco solteronas para quienes la vida ha sido muy dura, y son mujerescasi perfectas. Así, cuando encuentro a una de esas solteronas buena,servicial, contenta con su suerte, benévola en sus juicios y caritativaen palabras y en obras, pienso siempre con satisfacción: He aquí un almaen su vía... Qué rica naturaleza...

—Pero entonces—interrumpí prorrumpiendo en una carcajada muy pocoreverente,—si lo que usted dice es exacto, como lo moral influye en lofísico, no hay más que mirar a las solteronas para distinguir lavoluntaria de la que no lo es... Una fisonomía animada, una mirada debondad, una sonrisa satisfecha y una conversación amable, deben ser lacaracterística de la soltera por vocación...

—No tan de prisa—exclamó el cura.—¿Qué hace usted de la enfermedad,que cambia la animación en tristeza, sobre todo en las nerviosas?...¿Qué de la sordera que ensombrece la mirada y le da una expresióninquieta?... No hay que ser tan categórico. El buen fruto se distinguedel averiado por las palabras y los actos.

Además, entre las solterasvoluntarias y las que no lo son, hay que colocar a las resignadas.

—¡Ah!—dije interesada,—¿en qué se puede reconocer a éstas; en elcolor de sus cintas, en la flor de sus sombreros, en la armonía de sutraje?...

—No—respondió el cura, divertido por mi interés.—Se las conoce...¿cómo diré yo?... en su resignación, qué diablo... Son blandas,grisáceas, dulces y borrosas. Son más bien cuadros despintados quemujeres de edad...

—Sí, comprendo, señor cura—dije conteniendo la risa,—son las«Flácidas» de la corporación...

Un ruido de pasos, una puerta que se abre, y nuestra conversación quedainterrumpida. Celestina, con su voz especial de los jueves—se anunciatodavía en casa de la abuela,—

anunció:

—La señorita Sarcicourt.

El cura me echó una mirada rápida que significaba: «Va usted a estudiaren lo vivo.»

Aprovechando las efusiones a que se entregaban la abuela y la señoritaSarcicourt, el padre Tomás se retiró, con gran desesperación de aquellasseñoras, que querían retenerle.

—¡Oh! señor cura, soy yo quien le echa... Qué lástima...—

murmuraba laseñorita Sarcicourt haciendo monadas.

—Nada de eso, nada de eso—respondía el cura, que no entendía definuras...—Me voy porque me voy... Buenas tardes...

Adiós, señoras.

Acompañé al cura hasta la puerta, y sus últimas palabras fueron:

—Sobre todo, no falte usted a la caridad...

Cuando volví al salón, la conversación era ya animada. La de Sarcicourtestaba dando a la abuela una receta exquisita para hacer el pudign confresas. Volví a ocupar mi puesto, sin intervenir en la tal receta, y medivertí en observar a la señorita Sarcicourt, como si no la hubieravisto nunca.

Unos sesenta años. Alta, flaca, después de haber sido delgada, laseñorita Sarcicourt carece de proporciones en lo alto de su largasilueta. Tiene una cabeza de pájaro en un cuello de jirafa.

Su cabezaestá siempre cubierta con un vasto sombrero de plumas desmayadas, que seagitan en cadencia a cada una de las palabras que pronuncia. Lafisonomía de la buena mujer es más bien simpática, sus frases sonbastante benévolas y sus recetas culinarias, en las que sobresale, sonexquisitas. Los ojos azules, que fueron hermosos, según asegura laabuela, y la sonrisa, que debió de ser encantadora, son, por el momento,los primeros muy tiernos y la segunda profundamente melancólica. Se veel alma no comprendida a la que ha faltado el alma hermana para serdichosa... ¡Pobre señorita Sarcicourt!...

La clasifico inmediatamente y la clavo con un alfiler en mi colección:«Resignada en toda la línea. Inútil profundizar. Alma grisácea, dulce,borrosa, cuadro despintado...»

Iba, sin embargo, a escuchar la conversación comenzada para comprobar miimpresión con todo conocimiento de causa, cuando Celestina introdujonuevas visitantes:

—La señorita Bonnetable.

—La señora y la señorita Dumais.

De un salto estuve en los brazos de Francisca y le expliqué en dospalabras mi estudio del natural y mi deseo de no tomar posesión aquellatarde del rincón de las malas cabezas. Francisca me echa una mirada depesar, lanzando un suspiro hacia nuestro querido biombo, y un gestohacia la señorita Bonnetable. Mi amiga se inclina con su gracia habitualante la abuela, que la besa en la frente, y va a sentarse a mi ladodespués de haber yo saludado a las recién llegadas y preguntado porPomme, la gata favorita de la señorita Bonnetable, y por Loustic, superro.

La Bonnetable no se parece en nada a la Sarcicourt, de la que es casicontemporánea. Pequeña y corta, la primera parece un tambor mayor conlas piernas cortadas, pues goza de una estatura desmesuradamente larga,con relación a los miembros inferiores.

En pie es una enana; sentadaparece inmensa. Su voz, retumbante, hace eco en todos los departamentosque tienen la suerte de recibirla; habla alto y firme y no admite que sediscuta con ella. Sus palabras adquieren así una importancia capital, ytodos la escuchan con respeto. Pero si cuando habla sabe tomar aspectode maza, cuando se calla es todavía más aterradora; su silencio es deplomo.

—¿Qué hay de nuevo, señoras?—preguntó en cuanto estuvosentada.—Supongo que sabrán ustedes que la doncella de la Courtin dejaa su ama...

—¿De veras?—exclamó la señorita Sarcicourt.

—Es un desagradable acontecimiento para esa buena señora de Courtin...

—¡Buena!... ¡Buena!...—replicó la Bonnetable, ya a la defensiva.—Silo que se dice es verdad, la de Courtin no tiene nada de buena...

—Me asombra usted—exclamó la de Dumais.

—Figúrense ustedes, señoras...

—La señora y la señorita Aimont—anunció Celestina en este momento.

Corrí a recibir a Paulina, una de mis buenas amigas, y la coloqué allado de Francisca, después de haberme inclinado delante de la de Aimont,que me respondió con un vigoroso shake-hand.

Muy amable y jovial la señora de Aimont. No tiene más que un sueño:casar a su hija... Pero Paulina tiene 10.000 pesos de dote y cree quecon esa suma puede conquistar un yerno en una posición fantásticamentehermosa. Lo que la de Brenay y Petra sueñan en aristocracia o en dinero,la de Aimont lo desea en posición. No tiene más que estas palabras en laboca:

—Mi hija se casará con una posición.

Si se la incita un poco, se la obliga a precisar:

—Mi hija no se casará más que con un forastero. En Aiglemont no hayposiciones...

Todos aquí compadecen a esta pobre muchacha destinada a casarse con unforastero. Es cosa corriente, como un proverbio, que no hay en Aiglemontninguna situación digna de la señorita Aimont, y la interesada, que esde mi edad, no es pedida con frecuencia en matrimonio. Los que pudieranarriesgarse no se atreven, y los que serían aceptados no se presentan.

Paulina sufre con invariable buen humor los inconvenientes de tener unamadre demasiado ambiciosa y acepta por adelantado la famosa posiciónvenidera. A todo lo que dice su madre, responde dócilmente:

—Sí, mamá.

Su bonita y agradable cara no refleja más que sentimientos amables yplácidos. Sin ser preciosa, no es fea, y hasta se parece bastante a unbombón pequeñito, rosado y apetitoso. Lo que le da sobre todo eseaspecto es la falta de expresión de su mirada. Sus ojos grises estáninvariablemente tranquilos y como fijos en el blanco lechoso que losrodea. Francisca, que tiene para cada cual su frase picante, exclamó undía dirigiéndose a Paulina:

—Lo que tú tienes no son ojos, sino linternas sordas...

La frase ha hecho fortuna y es corriente, cuando se habla de Paulina, eldecir, para distinguirla de su prima del mismo nombre, «la de laslinternas sordas.» Su madre lo sabe y es la primera en reírse.

—Linternas de 10.000 pesos—exclamó.—No está tan mal.

¡Cuántas cosasse pueden alumbrar con ellas!...

Se reanudó la conversación en cuanto se dieron noticias de la salud detodas, y se supo al fin que la de Courtin pesaba el pan a su doncella,le medía el vino y no dejaba a su disposición ni el más pequeño terrónde azúcar.

—Si esa muchacha se hubiera puesto mala en la noche, decía laBonnetable en tono trágico, no hubiera tenido azúcar para hacerse unainfusión...

Era lamentable, en efecto.

En resumen, después de diversas peripecias en las que el vino semezclaba con el azúcar y el pan, la doncella se había despedido.

Debió hacerlo antes...

—¿No hay ningún matrimonio en el horizonte?—preguntó la de Aimontqueriendo llevar la conversación a su asunto favorito.

—Ni uno—respondió la Bonnetable en tono contundente.

—Sin embargo—insinuó la Sarcicourt,—¿no se habla del matrimonio de laseñorita de Brenay con el capitán Bellortet?

—¡Qué disparate!—exclamó la Bonnetable.—La chica de Brenay no puedeencontrar un marido serio...

—¡Víbora!—murmuró Francisca entre dientes.

—¡Oh!—protestó la abuela,—Petra es amiga de mi nieta y esencantadora.

—Y muy distinguida—confirmó la de Aimont.

—Enteramente como es debido—afirmó la de Dumais.—¡Ah!

si Francisca sele pareciese...—terminó dando un suspiro.

—La señorita de Brenay puede ser encantadora, no digo que no—dijocategóricamente la Bonnetable,—pero es gastadora hasta el extremo... Ydespués, esa pretensión a millones cuando se tiene un dote modesto...

—No es tan modesto un dote de 20.000 pesos—exclamó la de Aimont prontaa indignarse.

—Es modesto para la señorita de Brenay que quiere hacer una vida de10.000—afirmó la Bonnetable con bastante razón esta vez.—No secomprenden semejantes exigencias... Su cocinera dijo una vez a la mía...

—Si escucha usted los chismes de las criadas—dijo la abuela,—no oiránada serio...

—No los escucho, los oigo—respondió la Bonnetable ofendida por laobservación de la abuela, lo que no es lo mismo—afirmó con un tono desuperioridad aplastante...—Esos chismes, como usted los llama, enseñanpor lo menos a conocer a las personas de que se habla...

—Como no sirvan precisamente para lo contrario—rectificó la abueladescontenta.

—En todo caso—añadió la Bonnetable más y más ofendida por la oposiciónde la abuela,—la de Brenay es ridícula y su hija también...

—¡Oh!—protestaron las señoras en coro.

—Eso se llama ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en elpropio—dijo Francisca a media voz.

—Sí, son ridículas, lo mantengo—replicó la Bonnetable, dispuesta estavez a dar la cabeza, si era preciso, para sostener su opinión.—Hasevisto querer casarse con un hombre que tenga millones y un nombrehistórico cuando se tiene 20.000 pesos y un nombre que no tiene nada deeso...

—Los Brenay son de buena familia—dijo la de Aimont.

—No digo que no en cuanto a la honradez—se dignó responder laBonnetable.—Pero en cuanto a su partícula—

acentuó con perfectodesprecio,—es una broma. Los Brenay son burgueses de partícula usurpaday no pertenecen en modo alguno a la aristocracia... Yo soy de tan buenafamilia como ellos, y jamás he tenido tales pretensiones... en lostiempos en que las tenía—añadió la amable vieja.

—Menos mal—dejó escapar Francisca por lo bajo.

—¿Usted ha tenido pretensiones?—preguntó alegremente la de Aimonttratando de evitar la tempestad que amenazaba.—Yo creí que estaba ustedlibre de tales debilidades...

—No...—dijo haciendo monadas la Bonnetable con voz que ella seesforzaba por hacer aflautada;—he pagado mi tributo a la juventud comotodo el mundo... He sido muy solicitada.

—¡Qué guasa!—exclamó Francisca empujándome con el codo.

—Y muy adulada... Si no he hecho un brillante matrimonio ha sido porqueno he querido.

—Embustera—dijo Francisca a la sordina, mientras yo me mordía loslabios para no reír.

—¡Ah!—gimió la de Dumais,—nuestras pobres hijas no podrán decir otrotanto...

—Lo diremos de todos modos, mamá. A cuarenta años de distancia se dicensiempre esas cosas aunque sean inexactas—

exclamó Francisca sin podercontener su maldita lengua.

El silencio, un terrible silencio de plomo se extendió como por encantopor el salón. La Bonnetable tomó la actitud de una persona gravementeultrajada y la de Dumais, aplastada en su butaca, no tuvo siquiera elrecurso de decir como de costumbre:

—¡Oh! Francisca...

—Sí—siguió diciendo la de Aimont, tratando de salvar la situación,—esindiscutible que el matrimonio es difícil para nuestras hijas. ¡Hay tanpocas buenas posiciones!... Es imposible casarlas con un empleadillo de600 u 800 pesos de sueldo.

¿Verdad, Paulina?

—Sí, mamá.

—Sin embargo—se atrevió a decir la Sarcicourt con una apariencia devalor,—esos son los sueldos ordinarios de los jóvenes. Solamente másadelante...

—Queremos un marido que haya llegado. ¿Verdad, Paulina?

—Sí, mamá.

—En la industria y en el alto comercio se encuentran muy buenasposiciones—dijo la de Aimont, que no quería que se creyese la verdad,es decir, que dejaría a Paulina casarse con un vejestorio con tal de quehubiese llegado.

—El alto comercio y la industria—respondió victoriosamente laBonnetable,—tienen otras pretensiones que las que usted puedeatribuirles. ¿Qué son 10.000 pesos para un industrial o un comerciantetales como usted los concibe?... Una gota de agua.

—¿Y 2.000 pesos—preguntó Francisca con un candor inimitable,—quéserán entonces?... Serán la quinta parte de una gota... Una miseria.

—Sí, señorita—respondió la Bonnetable lanzando a la pobre Franciscaunos ojos furibundos,—2.000 pesos de dote son la miseria... Por otraparte—siguió diciendo la dulce solterona,—

haría falta una fortunapara corregir los desastres de la educación moderna. Las jóvenesactuales están muy mal educadas—

terminó con una intención que no seocultó a nadie.

—¿Están mucho peor educadas que las de otro tiempo?—

preguntó Franciscaen tono de exquisita urbanidad.

—¡Oh! Francisca...—murmuró la de Dumais pálida de espanto.

—Ciertamente—respondió la Bonnetable aniquilándola con la mirada.—Enmis tiempos las jóvenes no preguntaban jamás a las personas mayores yesperaban modestamente que se les dirigiese la palabra.

—Debía de ser muy fastidioso—dijo Francisca con la modestia de unasólida convicción.

—En aquellos tiempos—siguió diciendo la Bonnetable más severa quenunca,—las jóvenes no pensaban más que en la corrección de su actitud.

—Qué mujeres tan distinguidas debían de ser...—suspiró Francisca conuna expresión ingenua que velaba la impertinencia de sus palabras.

La de Dumais parecía literalmente sobre ascuas, la abuela fruncía lanariz y la de Aimont contenía una enorme gana de reír, mientras que lade Sarcicourt y Paulina echaban a su alrededor miradas de ciervasmoribundas. Hacer frente a la intrépida señorita Bonnetable... Quéaudacia...

Seguramente, ésta no es del tipo resignado... En su humor agresivo yautoritario, adivinaba yo una rabiosa recalcitrante.

¿Pero cómocerciorarme?

Sin adivinar el precipicio que se abría ante mis pasos, me lancéinocentemente en la pelea preguntando a la Bonnetable si estabasatisfecha de haber permanecido soltera.

¡Dios mío, qué éxito!...

Fue aquello un estupor tan general en todo el salón, que comprendíinstantáneamente que había metido los pies en el plato. Preciso eraretirarlos...

La abuela vino por fortuna en mi socorro y reanudó la conversación comopudo para mantenerla en alturas inofensivas.

Y sin la señoritaBonnetable, que respiraba con ruido como para