Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

15 de noviembre.

Hacía bien en contar con mi buena estrella para sacarme del mal paso.Todo se ha arreglado con una sencillez asombrosa.

Una aventura no muy lejana ocurrida al señor Desmaroy y descubierta porel padre Tomás, encargado por la abuela de comprobar los informes delnotario, ha puesto fuego a la pólvora y apresurado el no final. Laabuela ha suspirado un poco por la forma al pronunciarlecategóricamente, pero su negativa ha sido espontánea porque no podíaprescindir de la cosa... Boulmet se ha mostrado menos fácil.

—Pardiez—exclamó,—puesto que la novela en cuestión se terminó ochodías antes de las negociaciones, ¿qué más quieren ustedes?...

—Nada de novelas—repliqué.

—¡Nada de novelas!—repitió el señor Boulmet en el colmo de laestupefacción.—¿Dónde encontrará usted un hombre de treinta años que nohaya tenido su novela?... ¿Su novela?... Sus novelas, su colección denovelas...

—De acuerdo—replicó la abuela, contrariada por encontrar una tacha ensu pájaro raro.—Pero si desgraciadamente es imposible ignorar queexisten esas novelas, se puede exigir al menos que la última no se hayaterminado hace tan poco tiempo... y, sobre todo, que no haya lugar atemer que la última hoja de esa novela no se haya vuelto tandefinitivamente como se quiere asegurar...

—Señora—respondió Boulmet,—el señor Desmaroy es un hombre de honor.

—¿Qué tiene que ver el honor de un hombre con esta especie de cosas?...¿Ignora usted, acaso, que hay hombres que se jactan de pagar sus deudasy no temen faltar a sus juramentos? El honor humano es poca garantíacuando se trata de la fe conyugal.

—El señor Desmaroy tiene principios religiosos, de modo que...

—¿Le han protegido los principios religiosos?

—Acaso le han sostenido y preservado mucho tiempo... Y

después,

quédiablo—añadió

nuestro

notario

falto

de

argumentos,—los principiosreligiosos salvan el edificio, pero no impiden las grietas... en ciertasnaturalezas.

—Y bien—dijo la abuela,—nosotras no queremos grietas, está decidido.

He vuelto, pues, a ser una joven como las demás... ¡Qué suerte!

La de Ribert y Genoveva, a quienes había puesto al corriente de lasperipecias de los últimos días, me aprobaron completamente cuando fui acontarles el desenlace de nuestros proyectos de matrimonio.

—Magdalena—me dijo la de Ribert con una melancolía que no es en ellahabitual—desconfíe usted de las locuras pasadas en un futuro marido...Estas locuras vuelven a empezar muchas veces.

Es lo que yo pensaba. Me ha satisfecho, sin embargo, oírselo repetir auna mujer que ha tenido ciertamente algo de ese género que reprochar asu marido. Aunque se suponga lo contrario, la experiencia de los demásnos aprovecha siempre un poco.

Con la de Ribert he reanudado mis averiguaciones relativas a lassolteronas. Le he contado nuestro pique con la Bonnetable y midesencanto a propósito de las solteronas desde que las estudio alnatural. En primer lugar, la maldad de algunas de ellas, mis dos malaslenguas de la Catedral; después el matiz grisáceo y desteñido de laspobres solteronas resignadas con su estado, en lugar de estar alegres;en fin, la omnipotencia notable de las recalcitrantes del celibato quedejan caer sobre todo el mundo, en general, y sobre cada cual, enparticular, el peso de su descontento perpetuo.

—Hará usted mal de juzgar por el carácter de la excepción el carácterde la masa—me respondió la de Ribert.—¿Cree usted de buena fe que lassolteronas tienen el monopolio de la maldad en la charla, y que sólo unade ellas puede presentar el carácter de la Bonnetable?...

—No—respondí convencida por el razonamiento.—Tiene usted razón. Elamor a los chismes no es solamente un defecto de solterona, sino lapasión de todas las mujeres desocupadas y frívolas. En cuanto alcarácter de la Bonnetable, debe ciertamente de encontrarse en mujerescasadas.

—Conozco algunas, por mi parte, que no dejan nada que desear en cuantoal órgano, al gesto y a la manía del mando. Esas hacen marchar su casacon la punta del dedo, y no están contentas más que de ellas mismas y desu progenitura. Todo lo que no toca inmediatamente al círculo reducidode su familia, es implacablemente

criticado,

denigrado

ypisoteado...—dijo

Genoveva.

—Eso no es raro—repuso la de Ribert, sonriendo.—Hasta hay mujeres quese dicen bien educadas que llegan a decir palabrotas... Pero no hablemosde esas monstruosas excepciones.

El matrimonio es un gran sacramento, esverdad, pero sería pueril reconocerle la facultad de dar a las que lereciben inteligencia,

dulzura

y

virtud.

Existen

las

agriadas

delmatrimonio, como las agriadas del celibato. Y así como no se dice quetodas las casadas son desagradables, porque lo son algunas, se debetener la misma circunspección respecto de las solteras.

—Es verdad—respondí.—Pero el mundo no hace esas distinciones ycondena a las solteronas en conjunto. La abuela, de acuerdo con elmundo, no las quiere nada, aunque tenga una profunda amistad con algunasde ellas... La abuela estaría enteramente desolada si yo me quedasesoltera.

—Comprendo que la buena señora desee establecer a usted, pero en fin,¿qué reprocha al celibato? Confieso que no veo bien el por qué de suanimosidad, aunque me dé cuenta del de su preferencia.

—Afirma que el celibato es una situación anormal, antinatural y... ¿quése yo?

—Sí, la mujer debe casarse, tener hijos... eso es conocido... ¿Y

quémás?

—Según ella, la mayor parte de las solteronas son egoístas.

—¿Y los premios Montyon?...—objetó Genoveva.—Esos premios son desolteras y no para las egoístas...

—La abuela dice también que las solteras tienen la devoción estrecha,meticulosa y hecha de menudas prácticas, más que de profunda piedad; queson charlatanas y envidiosas; que tienen ideas mezquinas y atrasadas, y,en fin, que poseen todos los defectillos imaginables, entendiendo pordefectillos todo lo que achica un carácter, todo lo que apaga un alma...

—Sí, pero el conjunto de esos defectos constituye una tacha enteramentefemenina y no es sólo aplicable a las solteronas...

No creía yo que laseñora de Sermet tenía respecto a ellas esa opinión tan poco fundada...

—Sí, señora—respondí,—y eso es lo que me ha hecho empezar misinvestigaciones. Me sentía tan poca vocación por el matrimonio y tantapor el celibato, que he querido darme cuenta de lo que se podíareprochar a esas pobres criticadas.

—¿Y has encontrado algo?—preguntó Genoveva con interés.

—No mucho... Veo, sobre todo, muchos prejuicios e ideas hechas quepasan de generación en generación como un gabán viejo que cada cualadapta a su talla y a su gusto.

—Creo—dijo Genoveva,—que lo que más ha contribuido a dar un aspectoridículo a la solterona, es la inconsecuencia de algunas de ellas—lasrecalcitrantes del celibato, como tú las llamas,—que tienen la malacostumbre de gritar sus penas al primero que se presenta, y de ir depuerta en puerta pidiendo un marido.

—¡De puerta en puerta!—murmuré sorprendida...

—Pregunta a mamá—interrumpió Genoveva.

—Genoveva tiene razón, Magdalena. Conozco personalmente solteras,contemporáneas mías, cuya juventud se ha pasado en repetir a todas susrelaciones: «Cáseme usted... Por Dios, encuéntreme usted un marido... Nose olvide usted de mí.» Esto se repite al principio con compasión,después con un dejo de burla y luego con un desdén acentuado. Y sededuce ligeramente que todas las solteronas se encuentran en este casoridículo y no forman en su conjunto más que una gran colección de«dejadas por cuenta.»

—Es injusto—exclamé con emoción.

—No, Magdalena—respondió sencillamente la de Ribert.—

Supongamos queFrancisca, Petra y Paulina no se casen. ¿Qué pensará usted?

—Que no han encontrado el pretendiente de sus sueños—

respondí sinreflexionar.

—Ya lo ve usted... Usted misma, una amiga, participa de la opinióngeneral. Si no encuentran el pretendiente de sus sueños, esevidentemente porque éste no es tal pretendiente...

Convengamos en quehay aquí un «dejado por cuenta» evidente.

—Acaso mis amigas tienen pretensiones por encima de su situación defortuna y...

—Sí, lo concedo, y de eso tiene la culpa la educación moderna; pero, ensuma, sus amigas de usted serían «dejadas por cuenta» puesto que lospretendientes que ellas aceptarían no las quieren...

—Pero—entonces balbucí confundida,—las solteronas han hecho ellasmismas su reputación...

—En mucha parte, sí—afirmó la de Ribert.—Las solteras forzosas hangritado tanto sus desilusiones, que el mundo, generalmente pocobenévolo, ha creído que todas las solteras estaban en el mismo caso.

—¡Vírgenes y mártires!—exclamó muy contrariada por esta nuevaconcepción.—¡Es completo!

La de Ribert y Genoveva se echaron a reír. Mi consternación lesdivertía.

—Y bien, ese maravilloso estado, ¿te tienta todavía?—

preguntó Genovevacon los ojos brillantes de malicia.

—Sí—respondí con alguna vacilación.—Pero me fastidia, sin embargo,pensar que las solteronas tienen un lado un tanto ridículo... ¡Qué idea,reclamar un marido con tanta insistencia y tan poca discrección!...¡Bah!—exclamé con más firmeza,—me siento, con todo, una aptitudsublime para esa vocación tan desacreditada... Sin embargo, porcomplacer a mi abuela, consiento en poner toda mi buena voluntad alservicio del matrimonio.

Mi

amor

a

las

solteronas

no

me

impedirá,probablemente, volver a empezar dentro de poco la ceremonia de losúltimos días con otro caballero.

—¿No te ha curado el señor Desmaroy de esa buena voluntad?—preguntóGenoveva sonriendo.

—No, ese señor ha respondido simplemente a la pregunta que yo habíahecho al señor Boulmet. «¿Tiene corazón?» Ha resultado que tenía más delnecesario, y no ha habido más.

—Sí—dijo la de Ribert muy animada,—y además no le gustaba a usted...

—Absolutamente nada—exclamé con una seguridad inmutable.

La de Ribert y Genoveva me abrazaron con efusión, y las dejé para volvera mi casa.

Al entrar en la cocina para decir una cosa a la buena anciana, me la vimuy afanada delante de la mesa, con la pluma en la mano y la caracongestionada, por los esfuerzos que hacía para escribir una carta.

—Mi pobre Celestina—dije al pasar,—te vas a poner mala.

—No hay cuidado... La señorita no se casa ya, y siendo así...

Sé lo quesé, y cumplo mi voto...

—¿Qué voto?

—Eso es cuenta mía... Asunto de conciencia...—

respondiómisteriosamente Celestina.—He hecho un voto, y puesto que no se casausted, voy a cumplirlo... No hay más.

Veo que no sacaré nada de esta obstinada y tomo el sabio partido dedejarla cumplir su voto, que no puede ser más que alguna cosaedificante, pues Celestina piensa siempre en todo y por todo, en laedificación del prójimo... ¡Es hermoso!...