Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

25 de noviembre.

Hoy gran fiesta para las solteras, jóvenes y viejas.

A primera hora, esta mañana, Celestina, de muy buen humor, se paseaba ensu cocina con ardor febril.

—Pero, mujer, te estás cansando—le dije con conmiseración.

—No—exclamó alegremente...—Quiero que el té de la señora seaperfecto. Eso hará rabiar a Mariana, la cocinera de la señoritaBonnetable—añadió con la cara llena de satisfacción.

—¿Por qué ha de rabiar?

—La señorita sabe bien que en el último té de la señorita Bonnetablelos pasteles de chocolate estaban quemados.

—¡Ah! y los tuyos...

—Los míos son siempre perfectos—respondió Celestina convehemencia.—Además—dijo entre dientes,—he prometido dos centavos aSan Antonio si sale bien la gran merienda.

Esa gran merienda de que habla Celestina con énfasis, es un simple téque todos los años, el 25 de noviembre, ofrece la abuela a sus amigas ya las mías solteras. De un año a otro Celestina piensa con ardor en lacantidad de novedades que podrá introducir en los pasteles y por todarecompensa no ambiciona más que cumplimientos, lo que, entre paréntesis,no le falta, pues todas conocen su flaco y la adulan.

A las dos y media empezó a oírse la campanilla. Genoveva, Petra, Paulinay Francisca llegaron de las primeras. Siguioles de cerca la señoritaSarcicourt. La Bonnetable, no habiendo podido digerir la «incalificableagresión» de que fue objeto de parte de Francisca y de la mía, se habíaexcusado. Llegaron después la señorita Fontane, encantadora solteronapor convicción; la señorita Melanval, presidenta de no sé cuántasasociaciones y ligas, y cuya única ocupación consiste en apuntar en unacartera los nombres de las nuevas adherentes a sus queridas obras; laseñora Roubinet, de buena conversación, muy farsante y demasiado ocupadaen procurar su efecto personal para pensar mucho en los demás, con loque va ganando una sólida reputación de benevolencia que nadie piensa endiscutir. Faltaron otras dos amigas de la abuela, que estabanresfriadas.

Por disposición de la abuela, que temía las ocurrencias de Francisca y,un poco, las mías, toda la juventud ocupaba el

«rincón de las malascabezas.» Las personas serias rodeaban a la abuela.

Como yo estaba un poco silenciosa, contra mi costumbre, Petra meinterpeló de repente:

—Pero di algo, Magdalena; estás en las nubes. Parece que no oyes lo quese dice.

—En efecto—respondí,—estaba distraída mirando al grupo de la abuela.

—¡Ah!—exclamó Petra tan desdeñosa como si se tratara del pobreteniente Cotorrac.—¿Te interesan esas señoritas?

—Mucho. Estaba pensando precisamente que la señorita Fontane debe deser una solterona por vocación...

—Pienso como tú—exclamó Genoveva.

—Sí, se ve la buena voluntad... Observad qué armoniosa es toda supersona. La mirada, la sonrisa, la voz, el gesto, todo respira elcontento.

—¿Y la señorita Roubinet?—prosiguió Genoveva.—¿Creéis que no acusauna satisfacción perfecta?

—Sí—respondí,—pero no es lo mismo. La Roubinet finge la satisfacciónde cabeza y la Fontane posee la de corazón.

—¿Y la Melanval, la encuentran ustedes bien armonizada?—

preguntóPaulina, que habla poco y escucha mucho.

—Esa es el colmo de la satisfacción—respondió Francisca, absorta hastaentonces en algún pensamiento íntimo, y que pareció que se despertaba derepente.—¡Cómo! tener la presidencia de tantas cosas y poseer el honorde apuntar en su libro de memorias los nombres de tantas personas... esun goce que renace sin cesar... Se está a la cabeza de una sociedad contan poderoso juego en las manos... Se acabó en Aiglemont el privilegiode la aristocracia—añadió echando a Petra una mirada maliciosa;—ahoraes el reinado de la virtud... Por otra parte, sólo al ver el modo quetiene la Melanval de mover las plumas del sombrero, de colocar la cabezay de hacer reverencias, se comprende su inefable dicha, al lado de lacual no es nada la felicidad paradisíaca...

—La Sarcicourt no participa de esa felicidad—hizo observarGenoveva.—Vean ustedes cómo contrastan sus aires modestos y su palidezcon la amable animación de la Fontane y con la alegría de la Roubinet albuscar una frase o una cita.

—Veo que te vuelves burlona, Genoveva—le dije amenazándola con eldedo.

La única respuesta de Santa Genoveva como nosotras la llamamos, fue unafina sonrisa.

—¡Ay!—exclamó de pronto Francisca levantando al techo unos ojosdesesperados;—qué fastidioso es pasar la vida con solteronas...

—Veo que sigues con tan poco gusto por ese glorioso estado—dijoGenoveva con compasión.

—Tengo tanto horror al celibato—respondió Francisca,—que me sientocon malas disposiciones hacia las solteras... Soy capaz de todas lasbajezas por atrapar un marido...

—Yo no—respondió Petra con un movimiento de protesta.—

Si deseocasarme, al menos estoy segura de no ir hasta la bajeza.

Los Brenay nohan cometido jamás malas acciones...

—Tampoco los Dumais—replicó orgullosamente Francisca.—

Pero—terminócon filosofía,—alguna vez han de empezar...

—Francisca exagera—se apresuró a decir Genoveva para evitar todaprotesta nuestra.—Francisca exagera siempre...

—Nada de eso; no exagero—exclamó Francisca.—Quiero casarme y mecasaré—añadió con un fruncimiento de cejas que envejeció de un modoextraño su cara, de ordinario tan animada.

—¿Y tú, Paulina?—pregunté para evitar otra declaración de principiosde Francisca.

—Yo—dijo Paulina ligeramente sorprendida por la pregunta,—haré lo quequiera mamá.

—¡Dios mío! qué paloma...—murmuró Francisca con despecho.—Esto sellama un carácter fácil...

—¿Por qué no he de hacer lo que quiera mamá?—replicó Paulinaasombrada.—Mamá no puede querer más que mi bien.

—Sí, sí—respondió Francisca muy nerviosa.—Déjate conducir y guiar...No pienses... No hables... No andes... Tu mamá hará todo eso por ti...

—¡Oh! Francisca...

—Y si necesitas sonarte, espera que tu madre te prepare el pañuelo, somema...

—¡Oh! Francisca...—volvió a decir la pobre Paulina completamenteenfadada esta vez.

—Ea, no hables tú ahora como mi madre—exclamó Francisca cada vez másexasperada.—Me fastidias y me irritas...

—¡Vamos, niñas!... ¿Qué pasa?—preguntó la abuela desde el extremo delsalón.

—Pasa, señora, que estoy muy enfadada—respondió Francisca.

—Venid un poco con nosotras; nuestro juicio corregirá vuestraexuberancia.

—No, no, voy a decir tonterías... No me llamen ustedes a su lado.

—Sí—respondió mi querida abuela con indulgencia.—

Estando prevenidasno nos asustaremos.

—Sí, sí, vengan ustedes, señoritas—insistió la Melanval, la presidentade las presidentas...—Tengo justamente una nueva obra quepresentarles...

—¡Ah!—exclamó Francisca precipitándose de un salto a la silla que leindicaba la abuela a su lado.—Si es una obra para casar a las muchachasen busca de marido, cuente usted conmigo.

Todas nos echamos a reír al instalarnos junto al grupo serio.

—¿Está usted tan descontenta de su suerte?—preguntó la Fontane con suamabilidad habitual.

—Murmurar

o

quejarse—dijo

sentenciosamente

la

Roubinet,—es oponerse alas leyes universales...

—¿Es usted quien ha inventado eso, señorita?—preguntó Francisca confingida dulzura volviéndose hacia la oradora.

—No Francisca—respondió la Roubinet con una modestia tan afectada comola dulzura de Francisca.—Esas palabras son de Federico el Grande.

—¡Un prusiano!... ¡Qué horror!... ¿Cómo puede usted citar frases de unenemigo de Francia?—objetó Francisca lo más seria que pudo.

—El genio no tiene patria—respondió la Roubinet convencida.

—Internacionalista y solterona... Es el colmo... ¡Ah!—añadió Franciscacada vez más nerviosa,—no quiero quedarme soltera...

—¿Sueña usted con el acuerdo de dos almas hermanas?—

preguntó laRoubinet, que no pensaba en enfadarse por las ocurrencias deFrancisca.—Lo comprendo... Encontrar en la vida una alma a nuestrodiapasón... ¡Qué ideal!...

—La verdad es que me importa poco el diapasón—

respondióFrancisca.—Hasta consiento en dar el sí bemol cuando mi alma hermana déel la natural... Pero, por amor de Dios que me encuentren un marido...

—Pero, Francisca, ¿qué tiene usted? Algo ha debido de ocurrirle, porqueno la conozco...

—Sí—respondió francamente Francisca.—Me ha ocurrido, que sepresentaba un pretendiente para mí, y mis 2.000 pesos de dote le hanpuesto en fuga... como de costumbre.

—¿No tenía fortuna?—preguntó la abuela.

—No, señora, ninguna. 500 pesos de sueldo por toda renta.

—Con los intereses de los 2.000 pesos—dijo la Sarcicourt,—

pongamos 80pesos, el total de 580. ¿Espera usted vivir con esa cifra?

—¿Por qué no?—respondió ingenuamente Francisca.

—Es posible vivir con 580 pesos—replicó la abuela,—pero con otraeducación que la de usted.

—Eso es lo que ha dicho el pretendiente—confesó con franquezaFrancisca.—¿Creerá, usted, señora—añadió,—que ese caballero llegó aquerer convencer a papá de que cuando no se tienen más que 2.000 pesosde dote se impone otra educación que la mía?

—¿Si?—dijo la abuela interesada.—¿Y qué respondió el señor Dumais?

—Papá se enfadó al principio, y cuando volvió a casa regañó a mamádiciendo que su debilidad era la causa de este nuevo incidente.

—Pobre señora de Dumais—gimió la Sarcicourt.—Es tan buena...

—Demasiado buena—dijo la abuela entre dientes.—De modo—siguiódiciendo más alto,—que no se casa usted, Francisca...

—¡Ay!—respondió la aludida,—mis pretendientes no cesan de correr...Señorita—dijo yendo a arrodillarse delante de la Melanval,—¿no tieneusted una liga por pequeña que sea, que se ocupe de las jóvenescasaderas?... Si no la hay debiera haberla...

Sería cien veces másútil—terminó levantándose,—que todas esas ligas que fastidian a todoel mundo...

—¡Francisca!—dijo la abuela con cierto tono de severidad,—

va usted adecir tonterías, hija mía.

—Sí, es verdad... Me callo—respondió Francisca con esa graciairresistible que hace que se le perdonen todas sus imprudencias.

—No comprendo—dijo la Fontane,—el horror que usted manifiesta por elcelibato... Eso estaba bien en otro tiempo, pero hoy le aseguro a ustedque está bien visto el quedarse soltera.

—No, amiga mía—respondió vivamente la abuela.—Eso es inadmisible.

—Sin embargo—añadió la Fontane reprimiendo una fuerte gana dereír,—estamos aquí cuatro representantes del celibato, sin contar laquinta—dijo echando una mirada a Genoveva,—y no veo lo que tenemos dereprensible.

—Eso depende de los motivos que han ocasionado en cada una el celibato.Los hay que yo admito y otros que no—terminó la abuela, ya descontentaal ver que iba yo a caer en mi tema favorito.

—¿Cuáles son esos motivos admitidos?—suspiró la Sarcicourt,—¿esindiscreto preguntarlo?

—De ningún modo, querida amiga—dijo la abuela, ya en pleno buenhumor.—El padre Tomás, explicando este asunto a mi nieta, los enumeróbastante sumariamente. Voy a tratar de recordarlos para complacer austed, aunque estoy muy cansada.

—No se tome usted esa molestia, señora—interrumpió la Fontane.—Eseasunto le es a usted antipático y voy a tratar de reemplazar a usted.Creo—continuó, mirando a la Sarcicourt,—

que una de las primerasrazones que impulsan al celibato es la abnegación.

—¡La abnegación!—exclamó la Roubinet con todo el ardor de una personaque nunca ha sabido lo que es eso.—¡Qué poesía en ese motivo!... ¡Quésuavidad!...

—Hay muchos géneros de abnegación—hizo observar Genoveva.

—En efecto, puede una sacrificarse de mil modos—repuso la Fontane muyrisueña.

—Se trata de encontrar el bueno—dijo Francisca, que generalmenteproclama que la abnegación es un asunto de edad y de temperamento.

—Todos son buenos—respondió la Fontane.—Entre la abnegación de unahija que se consagra a sus padres y la de una hermana que se sacrificapor sus hermanos menores, no sé, en verdad, a cuál dar la preferencia.Aquí son los padres muertos que dejan una familia que criar; allí unospadres pobres o enfermos a quienes hay que atender o cuidar... Se puedeuna quedar al lado de un hermano soltero para cuidarle la casa...

Unhermano que se queda viudo necesita a su hermana para vigilar a lospequeños, dirigir a los mayores y ser una madre para todos... Un hermanosacerdote nos reclama... Una hermana enferma nos absorbe... Y luego,fuera de la familia, se encuentran nobles causas de abnegación...

—Dios mío—interrumpió Francisca,—bastantes hay ya; no añada ustedmás...

—¡Niña mimada!... Debe usted comprender, Francisca—

siguió diciendo laFontane,—que hay almas que sienten la necesidad de sacrificarse por elprójimo en un marco más ancho que el de la familia. Existen muchasnobles hermanas de la caridad, seglares.

—Sí—respondió Francisca poco convencida,—para las almas hermosaspuede tener atractivos todo eso... Para las almas inferiores como lamía, no tiene ninguno.

—Yo creí, Francisca—dijo la abuela con tono de reproche,—

que teníausted corazón.

—Mi corazón se atrofia en el celibato—respondió Francisca sinmiramientos.—Siento que me voy volviendo mala...

—Buena solterona—murmuró Petra a la sordina.—Esto promete para elporvenir.

—Entonces, Francisca—dijo la Fontane,—no es usted de aquellas aquienes retiene en la pendiente del matrimonio un sentimiento de pudorvirginal...

—Absolutamente—respondió Francisca con la inconsciente franqueza quebrilla en todas sus palabras y que le vale tantas críticas.—¿Existen,pues, casos de ese género?...

—Ciertamente. ¡Cuántas almas temen los rozamientos de la vida!...

—Sí—hizo observar la Melanval bajando púdicamente los párpados,—elmatrimonio no es un modo de existencia propio de las naturalezas finas ydelicadas...

—¡Oh!—protestaron la abuela, Francisca y Petra.

—Yo misma—continuó la presidenta,—me he estremecido siempre de horroral pensar que un caballero hubiera podido besarme...

—Entonces—exclamó Francisca,—no tenía usted más que besarlo laprimera, y así...

—¡Francisca!—dijeron todas a coro.— Schoking...

—Francisca razona como una niña caprichosa—respondió laMelanval.—Habrá que cuidar esa imaginación—añadió un pocodescontenta.—Si no pone usted remedio se va a destruir cerebro, corazóny alma. Mala pendiente, hija mía; muy mala pendiente...

—¿Qué le voy a hacer?—suspiró Francisca en tono burlón.—

Es el efectoen mí del celibato... Hay jóvenes que se vuelven de azúcar, comoGenoveva; hay otras que se ponen más agrias que un limón, como yo... Nocomprendo por qué tienen ustedes todas, trazas de encontrar magníficoese sentimiento de pureza virginal de que hablan. Eso es bueno para unamonja, pero cuando no se siente una llamada hacia Dios...

—Ciertas almas—respondió la Fontane,—prefieren su blancura de armiñoa todos los goces de la vida... Ese sentimiento purísimo esinfinitamente respetable, tanto como hermoso.

—Y muy raro—dijo la abuela echando a Francisca una mirada terriblepara que no dijera alguna nueva tontería.

—Es muy difícil el saberlo exactamente—respondió la Fontane.—Lapureza extrema siendo silenciosa, las almas que han huido del matrimoniopara sacrificarse a ese deseo virginal, no lo cuentan generalmente. Esun secreto entre ellas y Dios.

—¡Secreto ideal!... ¡Secreto de amor!...—murmuró la Roubinet con lacara satisfecha de un niño que está comiendo dulces.

—En materia de secretos de amor—dijo la Fontane,—hay tambiénafecciones interrumpidas por la muerte, la traición o cualquiera otracausa. Esas afecciones dejan en el corazón de ciertas jóvenes una huellabastante profunda para que no sea posible otro amor... No habiendopodido casarse con el que amaban, esos corazones fieles prefieren vivir,envejecer y morir solos...

—¡Ah!—dijo Francisca estremeciéndose.—Nos deja usted heladas... Sieso es el amor no le quiero.

—¡Qué hermoso es el amor!—murmuró la Roubinet.

—Muy hermoso—replicó la abuela,—pero muy peligroso para cabezasjóvenes.

—No para la mía—objetó Francisca triunfante.

—¿Quién sabe?...—exhaló Genoveva en un aliento apenas perceptible.

—Una de las causas más frecuentes de celibato—dijo la Fontane,—estener un carácter demasiado independiente.

—Detestable causa—exclamó la abuela dirigiéndome un suspiro.

—No es ese mi caso—afirmó la Sarcicourt, que temía probablemente quese le imputase semejante disposición.—En mi vida he sabido lo que eratener ideas fijas y personales...

—¡Pobre amiga!—respondió Francisca llena de lástima.

—Esa independencia de carácter—continuó la Fontane,—no sólo es unmotivo de celibato del lado femenino, sino que asusta también a no pocosjóvenes. ¿Qué vamos a hacer—piensan—de una mujer autoritaria ydéspota?...

—Ahogarla—exclamó Francisca pensando en la Bonnetable y en el deseo yaformulado.

—Es un remedio un poquito radical—opinó la Sarcicourt, que no está porlas medidas violentas.

—No se emplea casi nunca—respondió la Fontane.—Existe, por otraparte, el contraste de la independiente, y es la joven a quien todoasusta, la que teme las responsabilidades del matrimonio y rehuye lacarga de almas que ese estado lleva consigo.

—¡Qué valentía!—exclamó Genoveva riendo.—Eso huele a las Cruzadas,¿eh, Petra?

Petra se encogió de hombros amablemente sin decir nada.

—El divorcio y la inseguridad en el matrimonio—prosiguió laFontane,—provocan igualmente la vocación del celibato en algunasmuchachas...

—Lo que pasa en el mundo es verdaderamente espantoso...

¡Qué negroabismo!—exclamó la Melanval.

—«Corromper y ser corrompido, ha dicho Tácito, es lo que se llama elsiglo»—dijo la Roubinet orgullosa de su frase.

—Por fortuna—observó la Melanval,—tenemos obras para evitar todosesos peligros... Así, la obra de la reforma social...

—No es suficiente—terminó Francisca con un resplandor malicioso en losojos.—Haría falta una obra de los desengañados, una unión de lasseparadas, una liga contra los divorcios, una federación de celosas, yqué sé yo cuántas cosas más... ¿Tiene usted una asociación contra elcelibato obligatorio?... Pues sería de primera utilidad. Admitirá ustedfácilmente que si los motivos enumerados por la señorita Fontaneimpulsan al celibato, hay otros que le crean... sin impulsar a él...

—Ciertamente—respondió la Fontane con sonrisa burlona.—

Lainsuficiencia del dote cuando se es gastadora, es una de esas causastemibles y temidas.

—Esto es lo que se llama recibir una estocada—

articulóFrancisca.— Mea culpa... Mea culpa...

—Los pretendientes toman miedo a las mujeres que les llevarían tangraves motivos de alarma.... Además, hay que tener en cuenta laspresunciones de las muchachas que se estiman en un alto valor, siendoasí que...

—Que no valen gran cosa...—concluyó Petra.—Me reconozco a mi vez... Mea máxima culpa...

—¿Para qué tantas pretensiones?—preguntó la Melanval.

—Es muy sencillo—respondió Petra.—Yo deseo el nombre, la familia, lafortuna, la respetabilidad, las relaciones y un físico agradable.

—¡Mucho es eso!—exclamó la Melanval.

—Tengo veinte mil pesos de dote...

—Es poco—hizo constar la Melanval.—Hagamos un pequeño sacrificio...¿El nombre?

—Imposible... ¿Un matrimonio desigual?... Horror...

—La familia va con el nombre. ¿La fortuna?...

—Jamás... Se va el dinero de las manos sin echarlo de ver.

—Entonces—replicó la Melanval un poco extrañada—no queda nada quesacrificar, pues la respetabilidad es necesaria.

Como no sea elfísico...

—Me es indispensable—respondió sencillamente Petra.

—¡Bah! ya irá usted rebajando, hija mía—dijo la abuela con su dulcefilosofía.—Y quiera Dios que no sea tarde—suspiró pensando en elteniente Cotorrac.

—Es lo que yo digo algunas voces a mamá—dijo Paulina un poco confusapor no ser de la opinión de su madre.—Mamá, que me quiere mucho, sueñapara mí con una situación brillante, y...

con diez mil pesos de dote...no sé si...

—¿Si

conquistarás

esa

situación?—acabó

Francisca

riéndose.—Creo queno, mi pobre Paulina... Rebaja pronto...

pronto... Ya quisiera yo tenerque rebajar algo—gimió Francisca,—pero no puedo disminuir mispretensiones a no ser que me case con un gañán, con un marmitón o con unmono vestido, lo que está lejos de ser tentador.

—¡Ah!—suspiró la Sarcicourt;—no estamos ya en los tiempos en que lagente se contentaba con una choza y un corazón...

—¡Dichosa época!—exclamó la Roubinet.—Pero si no tenemos ya esasgraciosas costumbres, sepamos acomodarnos, como decía Máximo del Camp,al tiempo en que vivimos; sólo en esto reside el gran arte de la vida.

—La falta de salud—dijo la Fontane, llevando la conversación a supunto de partida,—asusta también a muchos pretendientes.

¿Qué hacer deuna mujer enferma?...

—Cuidarla—murmuró Francisca con irónica piedad.—Pero esos hombres sontan detestables enfermeros...

—Es cierto—dijo la abuela,—que se debería vigilar escrupulosamente lasalud de la mujer lo mismo que la del hombre en todos los matrimonios,y, en caso de incertidumbre, prohibirles una unión llena de peligros.

—¡Cómo!—exclamó asombrada.—Ahora es la abuela partidaria delcelibato... ¡Qué conquista!...

—¿Y dónde me dejan ustedes el amor al estudio y la pasión por lasartes?—interumpió la Roubinet.—En nuestra época hay muchas jóvenesque prescinden del matrimonio para seguir esa vía privilegiada.

—¡Bah!—dijo la abuela.—¿Son las jóvenes sabias y las artistas en florlas que renuncian al matrimonio, o es el matrimonio el que no lasquiere?

—La estadística se calla en este punto—respondió la Roubinetligeramente confusa.—Pero he leído con gran satisfacción la vida deciertas solteronas sabias o artistas—dijo con su énfasis habitual.

—¡Oh!—exclamó Petra.—Creo que sueña usted.

—No, por cierto—insistió la Roubinet.—Así, en literatura...

En este momento entró Celestina con una bandeja cargada de pasteles deperfumes variados, e interrumpió a la Roubinet.

—Suplico a usted que espere un poco—dije a la oradora.—

Déjeme servirel té, pues sentiría mucho no oír a usted.

—Vaya usted, vaya, Magdalena—respondió la Roubinet muy halagada por mipetición.

—¡Qué delicioso perfume de flor de azahar!—exclamó Franciscaapoderándose de un plato de mostachones para presentárselo a lasinvitadas.—Es un perfume de circunstancias...

Hoy, fiesta de SantaCatalina, todo debe ser flor de azahar.

—¡Oh!—dijo haciendo monadas la Roubinet,—yo prefiero unas gotas deron en el té... Si me hace usted el favor, Magdalena...

—¡Cuidado!—exclamó Francisca;—el ron es un perfume de coraceros...

—No me importa—aseguró la Roubinet,—mi estómago le recibe muy bien.

—El mío no—dijo dulcemente la Sarcicourt.—El médico me prohíbe loslicores fuertes... Una gotita de leche, Magdalena, si usted gusta.

Cada cual tuvo al fin lo que deseaba, y la conversación se volvió aanimar.

—¿Cree usted—dijo Genoveva dirigiéndose a la Roubinet,—

que lassolteronas cuentan en sus filas muchas literatas distinguidas?

—¡Cómo! Genoveva—dijo la Fontane,—¿olvida usted a nuestra ilustreEugenia de Guerín?...

—No, pensaba en ella, así como en Clarisa Bader y en la Bremer. Pero noconozco muchas más.

—¡Cómo!—exclamó la Roubinet con indignación.—¿No conoce usted a laseñorita de Marchef, que compuso un libro titulado « Las mujeres, supasado, su presente y su porvenir... »?

¿Ni a la señorita Bertin, quehizo un volumen coronado por la Academia Francesa y hasta compuso dosóperas?... Hay además Miss Frances Brown, poetisa; Miss Martineau, lailustre filósofa de opiniones un poco atrevidas... Miss Cummins, MissSedwick, Miss Wetherell, Miss Lothropp, Miss Johnson, americanas cuyasobras habrá usted leído; Miss Pardoc y Miss Kavanagh, novelistasinglesas; las señoritas Poulet y Luisa Stappaerts, poetisas belgas; laseñorita Gatti de Gamond, prosista de mérito; las señoritas Fleuriot,Marechal y Monniot, cuyas obras han hecho la dicha de las generacionesnuevas, y no sé cuántas más...

—¡Qué diluvio!—exclamó la abuela.—¡Cómo las solteronas tienen lapluma tan intemperante!... Ya no me extraña que Magdalena...

—¡Abuela!—imploré.

—La pintura—prosiguió la Roubinet poseída de su asunto—

cuenta tambiénsolteronas de talento. No citaré a usted más que dos de las másilustres: la gran artista holandesa María Van-Osterroyek, que vivió enel siglo XVII, y nuestra gran francesa Rosa Bonheur...

—¡Qué nombres y qué artistas!... Cuánto celebro ver que las solteronasestán tan favorecidas...

—¿Por qué no habían de serlo?—preguntó la Melanval.—Las solterasencierran bastantes mujeres de bien para tener el derecho deenorgullecerse con las mujeres de talento que figuran en sus fil