Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

16 de diciembre.

La abuela acepta difícilmente mi negativa respecto del señor deBaurepois, dice que me porto como un chorlito y lamenta mi deplorableobstinación.

El padre Tomás, aunque más conciliador, confiesa que le ha sorprendidodesagradablemente lo que él llama el fracaso de mi inteligencia y de mirazón.

—Rehusar un joven ocupado en cuestiones tan elevadas... Y

yo, que creíaque su conversación había encantado a usted...

—Me interesó, señor cura, lo que no es lo mismo. El interés está lejosdel encanto...

Por la gesticulación del cura se ve que no comprende mi estado de alma yque no se da cuenta tampoco de la psicología de un corazón de muchacha.

La de Ribert y Genoveva son más indulgentes conmigo. Sin dejar de apoyara la abuela ponderándome las ventajas de una unión con el señor deBaurepois, una de las fuerzas del partido militante conservador, handepuesto las armas las primeras.

—No ha llegado la hora de Magdalena, ha dicho la de Ribert a Genoveva.Cuando esa hora suene, discutirá menos... Su convicción se formará solay ella misma reclamará el derecho de casarse con el que le haya gustado.

—¡Oh! señora—respondí con cierta melancolía,—renuncio a conocer jamásesa hora... Jamás podré acostumbrarme a ese modo de casarse...

—Pero, Magdalena—dijo la buena Genoveva,—todo el mundo se casa así ennuestra sociedad.

—Sí—respondí suspirando,—el matrimonio de inclinación es consideradocomo un suceso raro y muy peligroso. Todos predican las peorescalamidades a los que se dejan llevar al matrimonio por un cariñoapasionado. Lo que no obsta para que yo encuentre odioso casarse en lascondiciones ordinarias...

Estaba yo tan nerviosa por las interminables discusiones que habíatenido que sostener con la abuela en los últimos días, que me eché allorar. Genoveva me abrazó.

—¡Oh! no llores, Magdalena... Qué niña eres... Nadie te obliga acasarte... Sé razonable...

Razonable... Que si quieres... Cada vez lloraba más... La de Ribertparecía consternada y Genoveva, para consolarme, acabó por llorartambién.

—No llore usted así, Magdalena, hija mía... Su abuela de usted nopiensa obligarla al matrimonio.

—No, señora—respondí entre dos sollozos,—pero todas ustedes meencuentran poco razonable y novelesca porque no puedo decidirme acasarme con un hombre a quien no conozco.

Es ese juicio lo que me hacedaño, mucho daño en el corazón...

—¡Bah! tontuela, nadie juzga a usted así—me dijo con bondad la deRibert.—No llore usted más, no sea niña...

—Tranquilízate—añadió Genoveva enjugándose los ojos, muyencarnados.—Te lo ruego; me das pena...

Al fin logré dominarme y me decidí a guardarme el pañuelo en elbolsillo.

—Vamos, ¿se acabó la pena?—me preguntó amablemente la de Ribertdándome un beso.

—Así lo espero—dije mientras se me saltaban otra vez las lágrimas porel tono de la pregunta y por el beso maternal de la buena señora.

En cuanto me tranquilicé un poco, expliqué a aquellas señoras que habíaalgo en mí que se negaba absolutamente al matrimonio con un desconocido.

—Sí—exclamé,—no puedo, no podré nunca decidirme...

—Pues bien—respondió la de Ribert, que comprendió que no era elmomento de insistir,—espere usted, la cosa no corre prisa... Si Diosquiere que usted se case, él sabrá enviarle el marido que la convenga.

—Sí, sí—añadió Genoveva.—Hablemos de las solteronas...

Eso distraeráa Magdalena.

Pronto recobró mi alegría su vivacidad habitual. Al contar mis últimasimpresiones sobre mi asunto favorito, hablé del deseo de saber lo quepiensan los hombres que no se casan.

—¿Para qué?—preguntó la de Ribert un poco asombrada.

—Para comprender sus motivos de celibato. Puesto que hay solteronasrecalcitrantes que lo son a pesar suyo, tendría curiosidad de saber losmotivos que alegan esos caballeros para despreciarlas de ese modo.

—La falta de dote y las pretensiones de las jóvenes casaderas sonmotivos suficientes—dijo Genoveva.—No veo qué más puedes desear parainformarte...

—Sí—repliqué—hay además otra cosa. No me harás creer que el egoísmoestá bastante extendido en la tierra para que no haya otros motivosserios que expliquen ese abandono del matrimonio... Además—añadíbajando los ojos a la chimenea, que ostentaba un hermoso fuego,—nopueden ustedes figurarse qué curiosa estoy por saber si hay entre loshombres algunos que piensen como yo... Debo de poseer un alma hermanaque se asuste de casarse con una desconocida.

—¿Y quisieras conocer a esa alma hermana?—preguntó con curiosidadGenoveva sonriendo.

—Puede ser—dije sintiendo que me ponía colorada.—Quisiera al menossaber si existe...

—Vean ustedes esta joven razonable que quisiera hacer un estudio delnatural—exclamó la de Ribert sonriendo...—Después de todo—añadiódespués de una corta vacilación,—¿por qué no?...

—¡Cómo!—exclamó Genoveva.—¿Qué diría la de Sermet?

—Sí, comprendo, hija mía, pero no se trata de Magdalena...

¿Por qué nohe de hacer yo lo que no puede hacer ella? Yo tengo ya la edad de larazón.

—¡Oh! señora—exclamé con ardor arrojándome en sus brazos.—¡Qué buenaes usted!...

—No, no tan buena... Sabe usted que hace mucho tiempo que me ocupo encuestiones femeninas... Me gusta tener datos precisos. Algunas veces,esto entre nosotras, he escrito a un periódico para obtener informes...Ese periódico se llama

«Preguntas y Respuestas». Inserta las preguntasque se le envían, y entre sus lectores o lectoras, hay siempre personasde buena voluntad que dan una respuesta cualquiera... ¿Quiere usted quetrate de tener lo que desea en su lugar?...

—Sí, pero ¿cómo?—dije interesada.

—No es difícil poner un anuncio pidiendo las noticias que deseamos. Losque quisieran dar respuesta dirigirían sus misivas al periódico, y ésteme las transmitiría bajo sobre con iniciales.

—¡Oh! sí—respondí llena de entusiasmo.—Haga usted eso por mí,señora... Genoveva, corramos a pedir permiso a la abuela...

—No, ve tú sola—dijo Genoveva riendo de mi entusiasmo.—

Tu abuela seva a enfadar y no me atrevo a ser yo la que haga semejante petición.

—Anda Genoveva, te lo suplico—dije abrazándola.—La abuela te loconcederá todo... Sabe que eres tan buena y razonable...

—¿Qué hago?—preguntó Genoveva a su madre.—¿Debo arriesgarme?

—Sí—respondió la de Ribert.—Bien puedes hacer eso por Magdalena.

El tiempo de echarse una falda, de ponerse los guantes y el sombrero, yGenoveva estuvo pronta a acompañarme a casa de la abuela, que se quedósorprendida de nuestra entrada repentina.

Costole mil trabajos ponerseal corriente de lo que queríamos y empezó por llenarse de indignación encuanto supo poco más o menos de lo que se trataba. Se calmó un poco aloír las dulces razones de Genoveva y acabó por enviarnos al padreTomás, sin cuya opinión no podía pasarse en semejante caso.

—La cosa se sale tanto de las conveniencias...—murmuró la pobre abuelaconsternada.—En verdad, no sé si estáis locas o si soy yo la que noestá en el movimiento de ideas moderno... ¡En qué siglo vivimos!...

Genoveva nos acompañó a casa del padre Tomás, que, felizmente paranosotras, tiene la indignación menos fácil que la abuela. El curaescuchó con atención las explicaciones de Genoveva, la cual se abstuvo,sin embargo, de hablar de mi deseo de encontrar un alma hermana. Un pocosorprendido al principio, movió largo tiempo la cabeza antes deresponder... Era seguro que vacilaba.

—¡Dios mío!—dijo por fin,—si fuese Magdalena la que pusiera eseanuncio, diría que era imposible de todo punto...

—Así lo comprende mamá—hizo observar Genoveva.

—Pero la señora de Ribert, a quien todo el mundo conoce como mujerseria, inteligente y ocupada en trabajos intelectuales, puedeperfectamente hacer lo que le plazca. No veo ninguna razón para negar laautorización solicitada.

—Entonces, señor cura, suplico a usted dos letras para la abuela...Sería capaz de no creernos...

—Esperen ustedes—dijo el cura lleno de condescendencia.

Cogió una tarjeta y escribió debajo:

«¿Por qué impedir el vuelo de un pajarillo? Hay más grandeza verdaderaen lanzarse por encima de lo convencional que en permanecerobstinadamente atado a lo vulgar...

»Todos mis respetos.»

—Gracias, señor cura, gracias de todo corazón—exclamé con un intensoacento de triunfo.

—Calma, calma...—dijo el cura.—Si su cerebro de usted se pone enebullición, retiro el permiso...

Una dulce sonrisa de Genoveva le tranquilizó. Y nos fuimos rápidamente acasa. Celestina tuvo mil trabajos para seguirnos a nuestro paso.

—Abuela—dije con expresión vencedora dándole la carta del cura,—aquítienes la respuesta que esperabas.

La abuela se sujetó las gafas con cuidado, cogió la tarjeta, la leyó, lareleyó, la meditó y dijo finalmente encogiéndose de hombros:

—El cura descarrila... y vosotras también.

—¡Oh! abuela—dije horriblemente alarmada,—¿niegas el permiso?

—No... haz lo que quieras. Francamente, no puedo hacerme a estascostumbres nuevas... Escribir a un periódico... Poner un anuncio... ¡Yqué anuncio!...

—Gracias, abuela, gracias de todos modos—exclamé con transporte.

—No hay de qué—respondió la abuela.—Pasa por el mundo entero unaespecie de viento de locura... No me habléis más de todo esto—concluyóvolviéndonos la espalda.

La de Ribert, que esperaba una oposición obstinada de la abuela, sequedó sorprendida de nuestro éxito.

—Bueno—dijo alegremente,—aprovechemos el permiso y ocupémonos delanuncio. Aquí tenéis el que he redactado durante vuestra ausencia.

«Persona seria que hace estudios sobre las solteronas, desea conocer losmotivos que alejan a los hombres del matrimonio.

Respuesta a lasiniciales A. B. C. Oficinas del periódico.»

—¿Qué pensáis de esto?

—¡Perfecto!—exclamé saltando de alegría.—Pronto, un sobre... ¡Oh!señora, qué agradecimiento... Qué feliz soy...

—Espere usted, Magdalena—dijo la pobre señora de Ribert, aturdida pormi turbulencia.—Espere usted; hacen falta aún mil cosas. Qué niña...

Por fin salió la carta... Volví a casa, donde encontré a la abuela casirepuesta de su exceso de indignación, y ya me encuentro alegre como...me falta término de comparación.

Cuánto quisiera tener rápidamente una respuesta.