Las Solteronas by Claude Mancey - HTML preview

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22 de diciembre.

¡Nada!... No hay respuesta... Qué largo es esto...

Hoy, el día en que recibe la señora de Brenay, hemos ido a verla.También ha ido Francisca y su madre, Paulina y la señora de Aimont. Sehabló mucho del baile blanco que da la señora de Geraumont con motivo delos esponsales de su hija, que se casa con un riquísimo banquero. LosGeraumont son unos opulentos molineros retirados de los negocios y notienen la suerte de agradar a lo que se llama «la alta sociedad,» queles pone mala cara.

—¿Vas a ese baile, Magdalena?—me preguntó Petra.

—Magdalena no sale más que en la intimidad—respondió la abuela.—Unahuérfana no está en su lugar en reuniones muy numerosas.

—Pero es un baile blanco—observó la de Brenay.

—Sí, lo sé; pero es todavía demasiado mundano para Magdalena. ¿Y ustedha aceptado?—preguntó la abuela a la de Brenay.

—Los Geraumont no son de nuestra sociedad—respondió la de Brenaydesdeñosa.

—¡Ah!—respondió sencillamente la abuela, que, a pesar de seraiglemontesa, no admite tan sutiles distinciones.—¿Y

usted,señora?—preguntó a la de Aimont.

—No me halaga el exponerme a bailar con los proveedores—

respondióésta.—Es un baile de comerciantes, de modo que...

—Pues nosotros aceptamos—dijo Francisca antes de que se lopreguntaran.—Siempre encontraremos algunos amigos para hacer bandaaparte, y será divertido...

—Y, sobre todo, muy fino para la dueña de la casa—murmuró la abuela ala sordina.

—Me hace usted reflexionar—dijo la de Aimont.—Si estuviera segura deencontrar en casa de esa gente personas conocidas, puede que aceptasepor Paulina... Hay tan pocas distracciones en Aiglemont...

La abuela logró apenas contener una sonrisa que yo adiviné en su miradacasi maliciosa. Demasiado inteligente para apreciar mucho esasestrecheces tan en boga en Aiglemont, la abuela cambió la conversación,que amenazaba ser funesta para los pobres Geraumont.

—¿No hay ningún matrimonio en el horizonte?—preguntó sabiendo que asícomplacía a todas aquellas señoras.—La chica de Geraumont no es, sinembargo, la única joven casadera...

En este momento entraron otros visitantes en el salón, con talestrépito, que la conversación se suspendió. Grande fue la sorpresageneral al ver que eran el padre Tomás y la Melanval que se anonadabanmutuamente de testimonios de finura y se negaban a pasar el uno delantedel otro. Por fin encontraron el secreto de ponerse de acuerdoprecipitándose los dos a un tiempo a la puerta, lo que produjo un ruidoespantoso y provocó una risa enorme en el interior del salón.

En cuanto se restableció la calma, siguió la conversación con toda suvivacidad.

—Señor cura—dijo la de Brenay,—háganos usted saber lo que piensa deldesgraciado estado de cosas que íbamos a hacer constar una vez más; ladificultad de casar a las jóvenes que tienen un dote mediano...

—Y a las que le tiene pequeño—añadió la de Dumais con una convicciónde las más sinceras.

—Lo cierto es—prosiguió la de Aimont,—que en nuestra población, comoen otras muchas, hay muchas jóvenes cuyos padres viven en buenaposición... Esas jóvenes no tienen ni más ni menos atractivos que losque tenían sus madres a su edad, y, sin embargo, no encuentran marido...

—Sí—convino el padre Tomás.—Ya he tenido una larga conversación sobreesto con la señora de Sermet y Magdalena.

Nada se opone a que lacontinuemos... Las condiciones de la vida moderna aumentanconsiderablemente las probabilidades que tiene una muchacha para nocasarse—dijo mirándonos una tras otra a todas las jóvenespresentes.—Los hechos están ahí, innegables, casi palpables...

—Destruya usted esos hechos, señor cura, destrúyalos usted—

interrumpióFrancisca con su petulancia habitual.—Es horrible condenarnos conhechos... y con hechos palpables...

—¿Y qué quiere usted que yo le haga?—objetó el cura.—En primer lugar,nacen indiscutiblemente más mujeres que hombres, al menos en Francia...Después la muerte se lleva más pronto a los hombres que a las mujeres,lo que hace el elogio de ustedes, señoras—observó graciosamente elcura,—porque prueba la pureza de su vida. El hombre paga sus locuras osus debilidades... En tercer lugar, la aspereza creciente de la famosalucha por la vida exalta los sentimientos egoístas en el hombre. «Tengobastante para mí—se dice,—pero no para tres o cuatro, si tengohijos...» Esta tendencia, por otra parte, no es reciente; Michelethablaba de ella en su libro sobre la mujer.

—Y bien, ¿por qué no educar a las jóvenes con arreglo a este nuevoestado de cosas?—exclamó la Melanval.

—Es verdad—respondió el cura.—Últimamente he leído un artículo deMarcel Prevost...

—¡Oh!—balbució la Melanval con espanto.—Usted lee a Marcel Prevost...

—¡Los canónigos leen, pues, a Marcel Prevost!—murmuró Francisca conuna apariencia de ingenuidad que no engañó a nadie.

—Los canónigos... no lo sé. En cuanto a los profesores, su deber esponerse al corriente de todo lo que puede ser útil al cumplimiento de sumisión y...

—Señor cura—dijo en tono lastimero la de Dumais,—perdone usted aFrancisca.

—No hay nada en todo esto que necesite perdón. Francisca me hacía unapregunta y yo respondo... Los profesores están hechos pararesponder—añadió el cura con una buena sonrisa.—

Decíamos, pues—dijoreanudando el hilo de sus ideas,—que Marcel Prevost se ocupaba en lacuestión del celibato y va hasta aconsejar que se eduque a las muchachaspara ese estado. El escritor dirige a las jóvenes un discurso, muy bienhecho a fe mía, en el que les dice poco más o menos:

«Soñad con un marido, unos hijos y un hogar; es legítimo.

Tratad de serunas muchachas casaderas tan cumplidas, que el dejaros por cuentaatestigüe una inverosímil ceguera. Pero concebid paralelamente otroporvenir además del matrimonio para el caso de que no os caséis a pesarde todo... Sobre todo, no vayáis a meteros en la cabeza que vuestra vidaquedará truncada si no habéis encontrado esposo. Hay algo que elcelibato no perjudicará ni disminuirá, y es vuestra propia personalidad,o, más sencillamente, las probabilidades de gozar honradamente de lavida que os ofrecen vuestro corazón, vuestra inteligencia y hastavuestras facultades físicas, desarrolladas con cuidado. El celibato noes, en suma, más que una desgracia negativa, la falta de una añadidura.Guardaos de jugar todo vuestro destino a un suceso que no depende devosotras. Antes de ser esposas, antes de ser casaderas, sois personas;el perfeccionamiento de esa persona depende sólo de vosotras.»

—¡Bravo por Marcel Prevost!—exclamé con entusiasmo.—

Todo eso esjustamente lo que yo pienso... ¡Y qué bien dicho está!...

—Ya tenemos a Marcel Prevost elevado a la altura de un padre de laIglesia—dijo la abuela descontenta de sus teorías.—¡Si nos vamos apreocupar de la opinión de los literatos modernos!...

—Querida señora—respondió el cura, otra vez en discordancia con suantigua amiga,—esa opinión tiene su valor... Mientras los novelistastengan la especialidad de pintar las ideas de una época, habrá que teneren cuenta lo que ellos indican y...

—¿Son acaso las ideas de nuestra época lo que ese señor ha expuesto enel discurso que acaba usted de leernos?... ¡Ah! señor cura, jamás,jamás—respondió la abuela en un acceso de violenta indignación.—¿Quémadre tendría semejante lenguaje?

—Una madre prudente y lista—dijo el cura muy bajo.—Pero, en realidad,señora ¿se cree usted de esta época?... Usted, abuela,

¿comprende todoslos pensamientos de su nieta?

—Verdaderamente no—repuso la abuela confusa.—Todo lo que oigo ahoraes tan contrario a lo que se decía y se pensaba en mi juventud, que nopuedo acostumbrarme... Esta Magdalena me trastorna.

—¿Yo?—balbucí sorprendida.—Diga usted más bien Marcel Prevost... Encuanto a mí, te engañas seguramente, abuela.

—No, no, sé lo que me digo... Ya estás entusiasmada por las teorías deese caballero... ¡Ah! qué jóvenes las actuales...

—¡Ay!—gimió la de Dumais a modo de aprobación.

—¿Por qué educar a las jóvenes como se hace ahora?—dijo la abuela conmás energía.—En mi tiempo éramos más prácticos y no educábamos a lasjóvenes más que para esposas ni les inculcábamos

cualidades

o

talentosmás

que

para

el

matrimonio... Aquel era mejor tiempo.

—De eso habría mucho que hablar—respondió el cura moviendo lacabeza.—En la dichosa época de que usted habla, los prejuicios erantales, que los padres no se atrevían a desarrollar en sus hijas una delas más puras pasiones de un gran corazón, el amor a la belleza...Entonces existían muchas mujeres para las cuales la cultura de lainteligencia y la generosidad del alma eran causas incesantes de luchay de discordia con sus maridos...

—¿Y cree usted que se han acabado esos tiempos?—preguntó la de Aimonten tono de burla.—¿Los señores maridos se han vuelto tan perfectos quepueden apreciar la idealidad en sus mujeres?...

—Eso—dijo el cura confuso,—depende de las mujeres y... de losmaridos.

—Sí—añadió la de Brenay,—sin contar que el intelectualismo exageradode que padecemos no es muy apreciado por esos pobres maridos... ¿Qué sehace con una intelectual?—terminó con una sonrisa llena de malicia.

—Esa es una objeción pueril—respondió el cura.—Nunca el corazón delas mujeres encontrará mejor sostén ni un alimento más poderoso que elestudio de la Naturaleza. ¿Verdad, Magdalena?

—Predica usted a una convertida—dijo la abuela.—

Magdalena piensa comousted... Usted es para ella la ley de los profetas... Sin embargo,admitiendo que tenga usted razón,

¿todas esas bellas cosas mejorarán lasituación de las solteronas?... Esa es la cuestión.

—Por lo menos les harán soportar una situación que muchas de ellas nohan creado ni deseado—respondió el cura,—pues en esta clase de cosaslas costumbres pueden mucho... En Inglaterra una mujer no está obligadaa tomar un nombre que no es el suyo para ser respetada. Los inglesesllegan hasta a encontrar muy práctica esa multiplicación de lassolteronas...

—No me extraña—dijo Francisca,—los ingleses razonan siempre en contradel sentido común.

—No tanto, no tanto—murmuró el cura.—En estos tiempos está cada cualtan absorbido por sus intereses que no tiene tiempo más que para pensaren sí mismo. Ahora bien, las solteronas, que no tienen nada que hacer,están destinadas a pensar en los demás.

—¡Es delicioso!—exclamó Francisca con convicción.

—Es hermoso—dijo la abuela levantándose para despedirse.—

Pero, sinembargo, ¿es esa la dicha?...

El cura contempló durante unos segundos la silueta de la abuela plantadadelante de él como una verdadera interrogación.

—¿La dicha?—respondió.—La dicha se encuentra allí donde está eldeber.

—¡Ay!—exclamó Francisca,—esa es la dicha a precios reducidos.

—Yo hubiera preferido otros deberes—replicó la abuela moviendo lacabeza con melancolía.

—Sí, ya sé... Pero el deber cambia con la época en que se vive.

—Puede ser—respondió la abuela.—La generación actual es eléctricahasta en el deber... Tiene usted razón, señor cura, yo no soy de estesiglo...

El saludo de la abuela se resintió de la tristeza de su última frase ycareció, casi, de la tradicional reverencia. Las mías indicaron miserenidad habitual. Yo estoy siempre contenta cuando se habla de lassolteronas.

¡Cuánto voy a tener que escribir esta noche!...

Ya acabé... Qué suerte...