Liette by Arthur Dourliac - HTML preview

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Carlos vuelve al saloncillo, y le parece obscuro, vacío y frío.

Y, sin embargo, la tía Liette sigue allí, en su butaca.

Las circunstancias poco ordinarias en que Carlos y Eva se habíanconocido en África, eran de esas que crean en una semana una intimidadde veinte años.

Ya, hacía algún tiempo, habían balsado juntos en un baile delgobernador; pero en el mundo oficial y en la trivialidad de las frasesde salón, «se habían cruzado sin verse», según el refrán melancólico,secreto de tantos destinos fracasados.

Por el contrario, en el estrecho Blockhaus que podía ser su tumba, en elroce diario de la vida común, que hace resquebrajarse tan pronto elbarniz mundano que oculta tantas macas y a veces tan preciosascualidades, habían aprendido a conocerse, a estimarse... y quizá no sehabían quedado en eso.

Diga lo que quiera Augier, las desdichas, más que la prosperidad, son lapiedra de toque del verdadero mérito. El peligro y la angustiacompartidos pueden más que las conveniencias sociales y ponen a cada unoen su lugar.

La rica americana y el joven oficial no podían menos de ganar en esecontacto con las duras realidades de la existencia. Ni el uno ni el otrohabían seguramente conservado una impresión desfavorable de su primerencuentro, pero era una impresión vaga, fugitiva, efímera, la duraciónde un vals; mientras que en aquellas horas de angustia suprema, cada unade las cuales podía ser la última, sus almas no temían mostrarse aldesnudo.

Carlos había podido admirar la valentía, la sangre fría y la sonrienteresignación de aquella niña mimada de la suerte y de la fortuna,amenazada a los veinte años de dar un eterno adiós a todos los gocesque le estaban prometidos.

Ella, por su parte, había podido apreciar el carácter caballeresco, lapronta decisión y la viril energía de aquel joven jefe encerrado enaquel precario abrigo con un puñado de forajidos, en quienes hacíavibrar las cuerdas dormidas del patriotismo, del heroísmo y del honorpor la fuerza del ejemplo.

Lo que no era siempre fácil.

Un tal Ragasse, una de las malas cabezas del destacamento, hongovenenoso del lodo parisiense, de aspecto burlón, acento provocador ylenguaje de barrios bajos, acribillado de castigos hasta no saber quéhacer de ellos, y, por esto mismo, de una profunda indiferencia respectodel particular, causaba la desesperación de sus superiores y lesproducía serias inquietudes por su perniciosa influencia sobre suscamaradas. Fatuo y presuntuoso además, el tunante no ocultaba su groseraadmiración por miss Darling, a la que asestaba miradas lánguidas, dignasde un tenor de Belleville, y el capitán había tenido que amenazarle másde una vez con el cepo.

Ragasse, pues, le había consagrado un odio astuto que no esperaba másque la ocasión de estallar...

Una noche, pasando por delante del dormitorio, Carlos le oyó pronunciarclaramente estas palabras:

—El capitán las echa de guapo para deslumbrar a la chiquilla; pero espara mí; y si quiere andarse en chanzas le corto el pescuezo en menosque canta un gallo.

Una oleada de cólera le subió al cerebro, y el joven oficial abrió derepente la puerta...

Aterrados por esta aparición, los soldados agrupados alrededor delorador hicieron un vago movimiento de retroceso; solamente aquél, conexpresión burlona y actitud provocadora, sostuvo sin pestañear la miradade su jefe...

¿Qué hacer?

Nada tenía influencia en aquellas cabezas de hierro.

Castigarle, hubiera sido arriesgar algún motín, y nada más.

Pero la debilidad hubiera producido un efecto todavía más deplorable.

Si creían meterle miedo, la insolencia de aquellos miserables no tendríaya límites.

Esta vacilación no duró más que un relámpago.

—Un hombre de buena voluntad para una misión peligrosa—dijo Carlos muytranquilo.

Todos dieron un paso adelante.

—¡Ragasse!—gritó el capitán en tono breve.

—Presente.

—Sígame usted.

Su resolución estaba tomada. Había que impresionar la moral de aquellosseres degradados, pero susceptibles de ideas generosas. Espíritus ycuerpos indomables, era preciso hablar a sus corazones.

Ragasse, sin darse prisa, bajó contoneándose con las manos en losbolsillos.

—Si estaba detrás de la puerta—dijo con malicia,—no le disgustarádesembarazarse de mí...

Y escuchó con expresión provocadora sus instrucciones.

Tratábase de ir a recoger cartuchos, que empezaban a faltar, de losmuertos del día, no recogidos aún por los árabes.

—Está bien; allá voy. ¿Dónde está el saco?

Y se lo echó a la espalda, diciendo:

—Esto me recuerda cuando iba a robar alcachofas a la llanura deSaint-Denis...

El capitán hizo formar el círculo.

—Si el soldado Ragasse vuelve sano y salvo, todos sus castigos seránlevantados; si muere, su nombre será citado en la orden del día.

—¡Bueno!—murmuró el soldado,—esa orden del día le gustará a él másque a mí.

—Si yo no vuelvo, el teniente Donnet tomará el mando—añadió Carlos.

Ragasse se detuvo sorprendido.

—¡Mi capitán!... ¿Viene usted también?

—¿Por qué no?—respondió Carlos sencillamente fijando en él su claramirada.

Y pasando el primero, salió por la poterna sin volver la cabeza.

El otro le siguió como un perro.

Si le había oído, era valiente lo que hacía el capitán...

¡Salir tranquilamente así, delante de su fusil!... No tenía más queapretar el gatillo...

No había nadie... Nada que temer... Los árabestenían buena espalda.

Verdaderamente era tentar al diablo... El golpe era fácil... demasiadofácil...

Pero no, no tan fácil como parecía... Aunque hubiera querido, su manocrispada no hubiera obedecido a su voluntad impotente.

En vano trataba de avivar su rencor y de mascullar sus malas voluntades;no podía herir a aquel hombre a quien odiaba, pero que se fiaba así desu lealtad...

Y humillado y furioso decía con rabia:

—¡No puedo!...

De repente tropezó en un cadáver; habían llegado al sitio del combate.

—Llene usted el saco—dijo el oficial.

En la sombra opaca su fina silueta se destacaba más sombría todavía;inmóvil y sondando el horizonte tenebroso, no se ocupaba siquiera de sucompañero, que se daba prisa para acabar su lúgubre tarea...

De pronto, un relámpago desgarró la obscuridad.

Ragasse dio un salto.

—¡Mi capitán! ¿No está usted herido?

—No, tiene que volver a empezar—respondió Carlos tranquilamente.

Sonó otra detonación tan cerca del soldado, que éste balbució aterrado:

—Mi capitán, le juro a usted que no he sido yo.

—¡Naturalmente!... ¿Se ha acabado?

—Sí, mi capitán.

—Entonces, en retirada; de prisa.

Dieron unos cuantos pasos.

Hacia la izquierda sonó otra detonación.

Carlos cayó al suelo.

Ragasse se había detenido.

—¿Ha pescado usted algo, mi capitán?—preguntó ansioso mientras seelevaba del campamento un sordo rumor y unas sombras se agitaban en lasombra como arenas movibles.

—Una bala en la pantorrilla. Huye, muchacho; me han hecho mi negociosin que tú hayas intervenido.

—¡Oh! mi capitán... mi capitán...

Sofocado y anheloso, el pobre diablo hubiera querido echarse a los piesde su jefe, pero no era aquel el momento, y, sin más tardanzas niprotestas ociosas, le cogió en sus vigorosos brazos y se le llevócorriendo hasta el Blockhaus, al que llegó jadeando y no sin sufrir unadescarga general.

Carlos estaba salvado.

Ragasse domado.

Y cuando Eva, hermana de la caridad improvisada, estaba curando al uno yfelicitando al otro, el capitán dijo con bondad:

—Es más fácil ser un héroe que un asesino, ¿verdad, Ragasse?

Desde entonces no tuvo auxiliar más adicto, ni miss Darling perro másfiel.

Era que también en ella realizaba la adversidad su obra saludable; lajoven aprendía a considerar como hombres a aquellos desgraciados,escoria de la sociedad, pero en los que brillaba aún la chispa divinadebajo de las cenizas.

Tan compasiva y dulce como valiente, tenía para todos la piedad queconsuela y la palabra que levanta, tal como el «Eloa» del poeta cuyaradiante caridad no se detiene en las puertas del infierno.

Por eso tenían todos por ella una admiración que sólo podía compararsecon su respeto. El día en que fueron libertados y tuvieron quesepararse, todos lloraban, y ni el perdón general de los castigosconcedido a su petición, ni las liberales promesas del tío Dick, ni ladistribución de vino, de tabaco y dólares lograron consolarlos.

Entonces, viendo su pena, la joven miss tuvo una delicada inspiración.

—Si fuese yo una reina de otros tiempos, querría condecorar a todos misbravos defensores... No soy más que una hija de la libre América, peroos pido que llevéis sus colores en memoria mía.

Y con encantadora amabilidad, empezando por el último soldado y acabandopor el capitán, les distribuyó la cinta azul sembrada de estrellas, unpoco ajada, que adornaba su traje.

A consecuencia de aquella acción, el capitán Raynal fue propuesto parala cinta roja... Pero él no pudo olvidar la cinta azul.

La tía Liette no había vuelto a preguntar a Carlos si iría a Argicourt.

Pero, el sábado por la mañana encontró al despertarse su mejor uniformecuidadosamente cepillado, sus botas bien embetunadas y la camisa másfina preparada al pie de la cama, como por el asistente más meticuloso.

Y el joven se quedó encantado.

¡Querida tía Liette!

Su tía había sido muy amable ahorrándole las preguntas ociosas yexplicaciones inútiles sobre su cambio de parecer, justificado por elamable paso de aquellas señoras y por la doble invitación que salvabalas inconveniencias.

Ante aquella muestra de deferencia para su madre adoptiva, no podía yaCarlos ser más realista que el rey ni había ninguna razón para hacer elsalvaje.

Mientras silbaba una marcha militar, se puso a vestirse con una especiede compunción, meditando sobre una arruga del dormán como si se tratasede un asunto de importancia, contrariado por una gota de agua quealteraba el lustre inmaculado de las botas y afilando dos veces lanavaja de afeitar para más seguridad.

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—¿Está contento mi coronel?—decíale su tía.

Liette pasaba largamente la inspección y se detenía en los menoresdetalles, muy orgullosa de aquel guapo oficial que era su hijo deelección.

—Hoy, que no necesitas atenerte a la ordenanza, quiero hacerte unregalo—le dijo.

De la cómoda estilo Imperio en que dormían las reliquias del pasado,sacó un estuche con las iniciales G. R. que contenía una cruz minúsculaque era una verdadera joya artística.

Este fue el regalo de novio de mi pobre madre a mi querido papá, queacababa de ser condecorado. Era para mí un recuerdo doblemente precioso,y espero que será para ti un amuleto que te dará la felicidad.

Mientras ella le prendía la cruz al uniforme, Carlos, conmovido poraquel pensamiento delicado que le unía más estrechamente aún a sufamilia de adopción, atrajo hacia la suya aquella querida cara.

—¡Oh! tía Liette, ¿cómo agradeceré jamás lo que has hecho por mí?...

—Siendo feliz, hijo mío—respondió Liette con una sonrisa tiernamentematernal.

Sí, era feliz, lo era más de lo que él mismo hubiera podido decirmientras el break que había ido a buscarle, a él y a otros convidados,rodaba hacia Argicourt.

En primer lugar, adoraba el Rally-paper, una cacería tan divertida, enla que la caza no da distracciones. Además el barón era un excelentecamarada, sencillo, cordial y de una amabilidad perfecta. Su mujer eraperfecta y él pasaría un día delicioso.

¿Un día?

Digamos el día, el solo, el único día, el día incomparable, casi tanraro como la flor que brota cada cien años, cuyo perfume no se respirados veces; el día en que el cielo parece azul, aunque se esté en otoño,y en que la naturaleza parece una fiesta aunque los bosques estén deluto; el día en que, cualquiera que sea la decoración, rico salón,modesta boardilla, alegre primavera, triste invierno, la comedia,siempre la misma, es siempre nueva desde hace cinco mil años, puesto quees el amor el director de escena; el día siempre corto que pasa como unahora y las horas como minutos; el día en que dos corazones, fundidos enuno solo no dejan escapar más que una palabra de pesar, la última:

—¡Ya!...

¡Ya! Tal era el suspiro ahogado que oprimía el pecho de los dos jinetesque volvían lentamente a la cacería en las primeras sombras delcrepúsculo, que no es ya el día y no es todavía la noche, en que el solse apaga y las estrellas no se encienden todavía, en que pasa unescalofrío helado por los seres y las cosas como el adiós de lo que seva para no volver; en la vaga melancolía de esa estación indecisa que noes ya el verano y no es todavía el invierno; en la que, por una supremacoquetería, el aire se hace más tibio y los últimos rayos del sol másacariciadores; en que la tierra pone sobre su desnudez una alfombra detonos bermejos como una inmensa piel de león; en las últimas hojas deoro pálido o de cobre rojo parecen desprenderse de las ramas como alasde gigantes mariposas; en que los árboles tienen perfumes más acres; enque la menor florecilla toma aspecto de reina desterrada, en que elviento que sopla entre las ramas parece el último murmullo de los nidos.

Y

los

dos

paseaban

perdidos en los bosques.

¡Ay! no, no perdidos, y era lástima. ¡Qué hermosura, un paseo sin finpor alguna selva virgen del Nuevo Mundo, cuyo recogimiento misterioso nofuese turbado por la irritante llamada de la trompa!... Aun conteniendolos caballos, como hubieran querido contener el instante fugitivo,tenían necesidad de dirigirse hacia la cacería... Los dos jóvenes noparticipaban del entusiasmo de Alfredo de Vigny: Me

gusta

el

son

de

la

trompa

en el fondo de los bosques.

Con las riendas sueltas, la cabeza inclinada y la mirada pensativa,ambos se callaban escuchando en el fondo de sí mismos el eco encantadorde las palabras ya dichas y viendo pasar ante sus ojos medio cerradoslos menores incidentes de aquel día inolvidable pronto a rodar al abismodel pasado.

Primero, la llegada: en el vasto patio de honor atestado de cazadores ycazadoras y en el que las casacas rojas y verdes se mezclaban con lostrajes femeninos más o menos chillones, entre la confusión de losgrandes carruajes, el relincho de los caballos y el jurar de lospicadores, la joven se le había aparecido como una castellana de losantiguos tiempos, bajando lentamente la escalinata, con una amazona muysobria recogida en el brazo derecho y la fusta en la otra mano; y todolo demás se había borrado para él, que ya no vio a nadie más que a lamujer amada. ¿Cómo respondió a la acogida calurosa de Gastón deArgicourt, a la amabilidad de su mujer, a los apretones de manos de unoscuantos camaradas, al saludo ceremonioso del señor de Candore, alcordial cumplimiento del viejo general Estry y al vigoroso «shake-hand»del tío Dick?... Carlos no sabía absolutamente nada. Deslumbrado yfascinado, no veía a nadie más que a ella ni oía más que su dulce voz,que le saludaba con un gracioso: «¡Buenos días, mi capitán!»

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