Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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humildesexcusas: «Usted perdone; pero aquí no es como en tierra. Pasamos la vidajuntos; estamos en la soledad del mar, confiados a la voluntad delSeñor... ¿Conque usted también va a Buenos Aires, don Fernando?...¡Vaya, vaya! Allá vamos todos, y quiera el Altísimo que los negocios leresulten bien, conforme a sus deseos».

Hablaba el buen clérigo sin interrupción, y Ojeda iba entresacandofragmentos de su historia de estos períodos de charla confidencial.Tenía a su madre en un pueblecillo de Castilla la Vieja; además, unahermana mal casada, con una turba de hijos, y todos confiaban en él, queera la gloria de la familia, «el señor cura», el ser excepcional. Últimodescendiente de una línea de míseros jornaleros del campo, habíaconseguido emanciparse de la servidumbre del terruño gracias a ciertaviveza de ingenio demostrada en la escuela del lugar y a la protecciónde una señora vieja que le había costeado la carrera del sacerdocio.

—Carrera corta, don Fernando. Yo no soy teólogo; no soy doctor en nada.Cura de misa y olla nada más; pero ¡lo que he trabajado en esta vida! ¡ylo que me queda que penar!... Mi cuñado es infeliz, un buen hombre, queno sirve para nada, y yo tengo que mantenerlo, y a la pobre viejecita, ya mi hermana, y a todos los sobrinos, que se creen superiores a losdemás del pueblo porque cuentan con un tío cura. He sido vicario,trabajando del alba a la noche por seis reales al día: peseta y media,don Fernando. He sido párroco suplente en lugares de mala muerte, ydespués de enviar a mi madre lo que ganaba (menos de lo que gana unguardia civil), tenía que mantenerme de los regalos de los feligresespobres. Y todavía el barbero del pueblo y otras malas lenguas murmurabande la vida regalona que llevamos los de la Iglesia... Cuando vivía enMadrid, cerca del diputado del distrito, solicitando un puesto mejor, heandado hecho un azacán de sacristía en sacristía pidiendo misas como elque pide limosna. He pasado mucha hambre; no tengo vergüenza en decirlo:mucha hambre por sostener a los míos; y por esto voy allá, a ver sicambio de suerte.

Calló un momento don José, como si vacilase, temeroso de exponer susideas, y al fin continuó en voz baja:

—Dicen que España es un país católico, el más católico de la tierra.Así será, pero no hay en él dos pesetas para los clérigos de mi clase,para los que trabajamos de veras. Hay dinero para la Iglesia, pero se lollevan otros... otros.

En la vaguedad de su mirada, en la timidez de su voz, había ciertaprotesta contra los que vivían en las alturas.

Fernando quiso saber cómo se le había ocurrido la idea del viaje.

—Tengo allá compañeros de seminario. Un muchacho que estudió conmigovive en Buenos Aires, y me ha escrito maravillas de aquella tierra,invitándome a ir con él. Antes era mucho mejor: faltaban gentes denuestra clase; ahora, en cada buque llegan sacerdotes de todos lospaíses. Pero no importa: en la capital se puede vivir bien a la sombrade una parroquia, y además hay el campo, donde cada semana se funda unpueblo y hace falta un cura... También tengo condiscípulos en Chile yotras naciones del Pacífico. Allá creo que aún se presenta la cosa mejorpara nosotros. Me escriben que hay señora que da cien pesos de limosnapor una misa. ¡Y en España que no pasa nadie de tres pesetas!...

Complacíase Ojeda con esta franqueza de don José al comparar lasganancias del sacerdocio en los dos hemisferios.

Había hecho bien enembarcarse: seguramente le esperaba allá la fortuna.

—No es tan fácil, don Fernando; hay mucha concurrencia. Me dicen quelos curas italianos trabajan por lo que les dan, y han abaratado losprecios. Como que muchos se ayudan con un oficio, y cuando vuelven de laiglesia a casa, son sastres de viejo o remiendan zapatos... En aquellastierras los hombres se muestran, según mis noticias, algo indiferentescon nosotros. Lo mismo que en la nuestra. Hay que buscar el apoyo de lasmujeres, y para esto me ha prometido don Isidro presentarme a esasseñoronas ricas que hablan con él y se sientan en la parte de proa.Parecen muy entusiasmadas con el obispo italiano:

«Monseñor, aquí;Monseñor, allí», pero yo soy español, y ¡quién sabe!... Me gustaríaencontrar una señora rica que me protegiese.

Fernando sonrió, algo asombrado de la naturalidad con que don José hacíaesta declaración. ¡Qué cinismo tranquilo!... Y

quiso acompañar su risatocándole en el pecho con un dedo, pero se detuvo al ver su gesto desorpresa.

—Se equivoca usted, señor Ojeda. Yo soy un indigno pecador en muchascosas... menos en ésa. Tengo mis defectos, como todos los hombres, perolo que usted cree... ¡nunca! Yo no pienso jamás en esas niñerías. ¡Yosoy muy hombre!

Golpeábase el pecho con arrogancia al hacer esta viril declaración, yOjeda admiraba la incoherencia del pobre sacerdote, que repetía conorgullo su calidad de masculino como prueba de virtud.

—Soy muy hombre, don Fernando, y por eso me deja indiferente ese pecadotonto en el que usted piensa y que sólo proporciona escándalos yquebraderos de cabeza... Otros pecados, no digo que no...

Una sonrisa de malicia infantil arrugó sus mejillas morenas, en las quese marcaba la mancha azul de la recia barba. Quedaron al descubierto

susdientes

apretados,

deslumbradores,

que

denunciaban una gran fuerzatriturante. Contemplando su ávido brillo, creyó Ojeda en la pureza deaquel hombre. La voluptuosidad había contraído en él todos sustentáculos, para replegarse sórdidamente en el paladar y el estómago.

Maltrana le había hablado algunas veces del apetito insaciable de donJosé, de la prontitud con que acudía al comedor apenas sonaba latrompeta, de la profusión con que recolectaban sus manos emparedados ygalletas en las bandejas a la hora del té, del entusiasmo con queelogiaba la abundancia nutritiva a bordo del Goethe. Su capacidad dealimentación sólo era comparable, según Isidro, a la de un náufrago quese salva o a la de un habitante de ciudad sitiada que se rinde despuésde varios años.

Cuarenta generaciones de jornaleros hambrientos comíanpor su boca.

En aquel mismo instante, mirando Ojeda hacia el paseo de babor, vio aIsidro que acababa de abandonar su conversación con las señoras y veníahacia él. Pero se detuvo ante la familia de Nélida. El padre, sinmoverse de su asiento, hablaba con Martorell, el poeta bancario, yMaltrana, después de escucharles unos segundos, se inmiscuyó en laconversación.

—Yo necesito, para abrirme paso, una señora que me proteja—continuódon José—. Pero eso no es fácil; en nuestro mundo hay modas, como entodos los mundos, y vanidades y categorías. Yo soy un pobre cura quesólo sabe cumplir como buen trabajador.

—Debía usted imitar—dijo Ojeda—a ese abate francés que tantoentusiasma a las señoras.

—¡Cállese, señor!—protestó el cura—. Yo no sirvo para titiritero. Losespañoles no sabemos hacer comedias: tenemos más seriedad... ¡Yo soy muyhombre!

Y resumía su indignación con un fiero golpe en el pecho, afirmandovarias veces que era muy hombre.

—Tal vez en tierra me sea más fácil abrirme paso. Yo no soy cura a lamoda, pero soy cura español, y esto algo debe valer entre gentes que sonde nuestra sangre, hablan nuestra lengua y profesan el catolicismoporque España fue la primera en descubrir sus tierras. Ahí está la buenaseñora doña Zobeida, ese ángel de bondad; para ella no hay más sacerdotea bordo que yo: el obispo y el abate, como si fuesen zapateros. ¡Ojaláse resolviese lo de su pleito y cambiase de fortuna! Ciertamente que nome olvidaría... Además, en aquella tierra, según dicen, el exceso dedinero y la abundancia de negocios malean a los sacerdotes. Unos sededican a la cría de caballos o de bueyes, otros prestan dinero a losfeligreses sobre las cosechas. Pero yo llego a trabajar sólo en lo mío,para cumplir como bueno, y me contento con poco. Mi felicidad sería uncurato en esos campos donde la carne va tirada, según dicen, y el pan lomismo. Mi madre no puede venir, porque le tiene miedo al mar; perotraeré a mi hermana, que es guisandera fina, y malo será que no coloquea mi cuñado y dé carrera a los sobrinos... ¡Señor, que así sea!

Quedó indeciso y silencioso, como si agitasen su cerebro nuevas einesperadas ideas.

—Líbreme el Altísimo de un engaño—dijo—; pero yo pienso, donFernando, que nosotros en América somos algo. Tal vez no sabemos tanto osomos menos atrevidos que ese parlanchín de las barbas, pero somos másserios, más sencillos. Nuestro catolicismo es para América más... ¿cómome explicaré?... más...

—Más clásico—interrumpió Ojeda, para sacar al cura de su apuro.

—Eso es—dijo don José tras una vacilación, como si pesase la palabrano comprendiéndola bien—. Más clásico, más con arreglo al país, y poresto las personas buenas y sencillas que no se curan de modas debenrecibirnos mejor a nosotros que a esos sacerdotes extranjeros queparecen gente de teatro.

Permanecieron los dos en silencio, y Ojeda volvió a tener la mismavisión del día anterior... «¡Buenos Aires!» También este nombre mundialhabía titilado un instante, como parpadeo de mística lámpara, en lapenumbra de la sacristía, evocando la ilusión de una mesa abundante, unamesa de hartura, y en torno de ella una familia robusta y saludable,segura del porvenir, rodeando al sacerdote rico... Y allá iban todos,siguiendo el revoloteo de la esperanza, hacia un mundo de fértilessoledades faltas de hombres, llevando como precio de su entrada fuerzas,iniciativas y apetitos: unos sus brazos, otros su inteligencia, otros elávido capital ansioso de copular con la tierra y reproducirse hasta loinfinito... y hasta aquel pobre cura llevaba su misa, su catolicismoespañol, más serio, más... clásico.

La llegada de Maltrana interrumpió estas meditaciones.

—¿Qué dice don Pepe?...

Y acompañó el familiar saludo con una suave palmada en el abdomen delclérigo. Éste se inclinó sonriendo. «¡Qué don Isidro tan alegre ysimpático!... Era imposible enfadarse con él...»

Al ver juntos a los dos amigos, el cura pareció contraerse en suhumildad.

—Ustedes tendrán que hablar—dijo mirando a su reloj—. Va a sermediodía. ¡La hora del almuerzo! Me hace falta un poco de paseo paradespertar el apetito.

Y se alejó, seguido por la risa de Maltrana, que lamentaba irónicamentela inapetencia del cura.

Ojeda quiso saber qué había hablado su amigo con Martorell y el padre deNélida.

—Hablábamos de negocios—dijo Isidro con repentina gravedad y unaexpresión de misterio—, de un gran negocio que llevamos entre manos.¡Quién sabe si antes de un año seré rico, muy rico, más que usted, quequiere ir al desierto a roturar la tierra!... Las amistades sirven demucho, y yo las tengo buenas.

La mirada interrogante y asombrada de Ojeda le invitó a continuar en susconfidencias. Dudó un momento, como si temiese la burla de su amigo, yal fin dijo con resolución:

—Vamos a fundar un Banco apenas lleguemos a Buenos Aires... No se ríausted, Fernando; me lo esperaba. Es cosa seria.

Martorell pone la ideay su experiencia de técnico. El señor Kasper, el padre de Nélida, pondráel capital que se necesita para empezar; poca cosa, según el catalán,que entiende mucho de esto. Yo... no sé lo que pongo en el negocio, peroseguramente pondré algo, pues entro en él, y mis consocios parecencontentos de tenerme en su compañía.

Echóse a reír Ojeda con tal fuerza, que su espalda chocó con labarandilla, doblándose hacia la parte exterior. «¡Maltrana banquero!¡Maltrana fundador de un Banco, cuando apenas tenía unas pesetas paradesembarcar!...»

—No se burle—dijo éste, algo amoscado—. La cosa no es para tanto.¿Vamos o no vamos a una tierra de riquezas y prodigios?... Si ustedoyese a ese muchacho catalán, la sencillez con que explica las cosas seconvencería de que lo del Banco es asunto serio. ¿Y qué tiene deextraordinario que yo llegue a ser un gran banquero en un país dondetodos, al llegar, cambian de profesión y cada uno se descubre confacultades y aptitudes que no sospechaba en Europa?... Aquí en el buqueno se oye hablar más que de millones y de negocios estupendos. Todosllevamos nuestro plan gigantesco para asombrar al Nuevo Mundo yencadenar a la fortuna. Hasta los que se volvieron de Américadesesperados retornan con nuevos bríos. ¿Por qué no ha de tener Maltranasu negocio?... Crea usted que los que han fundado Bancos allá no valíanmás que yo ni tenían el talento de Martorell, que es un águila paraestas cosas.

Pasado el primer acceso de hilaridad, admirábase Ojeda de la conviccióncon que hablaba su amigo del futuro negocio. Sentía, indudablemente, lainfluencia misteriosa que había observado él en anteriores viajes. Unensanchamiento de la ilusión, hasta los confines más absurdos de loirreal, dominaba a los viajeros. El aislamiento en medio del Océanoempequeñecía o anulaba todos los obstáculos con que se tropieza viviendoen tierra firme. La inmensidad del mar parecía dilatar los cerebros ylos ojos. Todos pensaban en grande y veían sus propias ideas con retinasde aumento. Y como la ilusión de los unos no oponía obstáculos a laesperanza de los otros, todos se empujaban locamente, dando porrealizadas las cosas en este galope de optimismo.

Los vecinos de asiento, que durante los primeros días de navegación sehabían mirado hostilmente en la cubierta de paseo, buscábanse ahora, nopudiendo vivir separados, y hablaban horas y horas de los futurosnegocios ideados en comandita, sin cansarse de manosearlos para apreciarmejor su mérito, examinándolos, como una piedra preciosa, faceta porfaceta. Un hálito de heroísmo despreciador de los obstáculos hacíavibrar los cerebros. La vieja Europa, meticulosa, cobarde yretardataria, quedaba atrás; las hélices la enviaban los espumarajos delas aguas rotas como un salivazo de despectivo adiós. Por la proallegaba el viento del Nuevo Mundo, la respiración de una tierra devalerosos sin escrúpulos ni remordimientos, donde el absurdo triunfa,siempre que vaya acompañado de la tenacidad y la audacia.

Si para un negocio se necesitaban tierras, las tierras se adquirirían.Los futuros triunfadores ignoraban cómo ni por qué medio, pero seadquirirían, y... basta. Éste era un detalle de poca importancia. Si senecesitaban grandes capitales, se encontrarían igualmente. No había quepreocuparse de esto. Lo importante era el negocio, el gran negocio deestupenda novedad que se les había ocurrido—novedad que consistía entrasplantar algo viejo y tradicional de Europa—, y calculaban lasseguras ganancias: tanto por mes, tanto por año, tantos millones a loscinco años, creyéndose, en fuerza de ilusión, casi al final de estarápida carrera de la suerte.

Algunos, con inagotable generosidad, sentían el deseo de hacerpartícipes de su estupenda fortuna a todos los allegados, y cada mañanaadmitían un nuevo socio, ofrecían graciosamente una parte a un nuevoauxiliar, hasta el punto de no saber con certeza qué restaría paraellos, los geniales inventores. Otros, más ásperos de alma, empezaban amirarse con recelo y suspicaz vigilancia, temiendo una mutua traición enel negocio que aún estaba por venir. La riqueza achica los corazones ylos endurece.

Y lo más extraordinario era que todos abominaban de laimaginación como de una facultad deshonrosa y ridícula.

«Nada deilusiones: hay que ver las cosas tales como son, y en el caso deexagerar colocarse en lo peor. Pongamos que sólo se gana la mitad;pongamos que sólo es la mitad de la mitad...» Y

tras estos cálculosdescendentes, que revelaban su odio a toda fantasía, siempre resultabanmillonarios.

Los más entusiastas y de fe inconmovible eran los que habían estado enAmérica y volvían a ella por segunda o tercera vez.

Los neófitos, queescuchaban con asombro sus profecías de riqueza, parecían dudar derepente. Era la timidez europea que resucitaba. «Yo he estado allá, y sélo que es aquello—decía el compañero viejo—. Nada de miedo; esta vez,con mi experiencia, estoy seguro del éxito...» Y Maltrana, burlón yescéptico, que iba a América sin saber ciertamente para qué, se habíasentido de pronto arrebatado, lo mismo que los otros, por este huracánde optimismo.

—Sí señor; un Banco—repitió mirando a Ojeda con expresión algoagresiva—. Vamos a fundar un Banco, y no comprendo que un negocio seriole produzca a usted tanta risa. Las cosas están magníficamente ideadas.Ese chico catalán, aunque despreciable como poeta, es un granorganizador; y el señor Kasper será un pillo, si usted quiere, pero enlos negocios la picardía es un mérito. El plan no tiene falla porninguna parte.

Y lo exponía con la sequedad de un grande hombre ofendido por laignorancia de su auditorio. Fundar un Banco era cosa corriente enaquellos países. Cada semana nacía uno, según le había dicho Martorell.No había calle principal de Buenos Aires que no tuviese unos cuantos. Lomás importante era encontrar una buena casa y amueblarla con mueblesingleses, «serios»,

«distinguidos», y mostradores de caoba brillante.Además, eran necesarios un enorme rótulo dorado, juegos de banderas paralas fiestas patrióticas, y gran iluminación nocturna en la fachada.Capital para empezar: dos o tres millones de pesos.

—Usted creerá haberme aplastado preguntando: «¿Dónde está elcapital?...». Se hacen figurar todos esos millones y más si se desea enlos Estatutos, y sobre todo en las vidrieras y el rótulo, con letras dea dos palmos. Pero en realidad se empieza con treinta o cuarenta milpesos... Y también me dirá usted: «¿Dónde están?...». El señor Kasper,que tiene en gran aprecio a Martorell y cree en el negocio, prometetraerlos. Además, contamos con los buenos señores que entrarán en elDirectorio... Siempre se encuentran media docena de tenderos deseosos defigurar al frente de un Banco. Gusta mucho poder decir a los amigos:«Esta tarde tengo sesión de Directorio». Da importancia escribir a losparientes de Europa, a los papanatas de la tierra, en el papel del Bancocon un membrete que impone respeto, en el que se consignan los millonesdel capital y las operaciones del establecimiento. El catalán, que«conoce el corazón humano» y es gran aprovechador de vanidades, tieneechado el ojo desde su viaje anterior a unos cuantos compatriotas. Éstosaportarán fondos, tomarán acciones para ser del Directorio, y luego quefuncione el Banco... ¡a vivir! Daremos dinero al 30 por 100

(lo que esfácil allá, según dice Martorell), prestaremos con hipoteca, paraquedarnos con los bienes hipotecados; un sinnúmero de bellas maldades,que explica mi consocio con su hermosa sonrisa de hiena poética.

Quedó en silencio Maltrana, como si se examinase interiormente.

—¡País de asombros!—continuó—. ¡Yo banquero, yo que he hecho sufrirtanto a los prestamistas de Madrid!... ¡Tierra de transformismos, dondelos albañiles se hacen agricultores, los curas fugitivos se conviertenen padres de familia y los señoritos arruinados entran de cajeros deconfianza en las casas de comercio!...

—¿Ya tienen ustedes título para el Banco?—preguntó Ojeda.

—Ése es el obstáculo, el único escollo con que tropieza hasta ahoranuestro negocio. Lo del título es importante. Casi va el éxito enencontrar algo que suene bien, que se pegue al oído, inspire confianza ytenga un carácter internacional, lo más internacional que sea posible.Los consocios no se ponen de acuerdo en lo del título; lo únicoindiscutible es que, sea cual sea su dimensión, deberá añadírsele «y delRío de la Plata». Porque allá, según Martorell, todos los Bancos, aunquese titulen rusos, chinos o noruegos, llevan como final de rótulo «y delRío de la Plata». Sin esto, no hay respetabilidad posible.

Volvió a quedar en silencio Isidro, pero su rostro se animó durante estapausa con su acostumbrada expresión de malicia.

—Yo tengo mi título, un título de lo más universal. Abarca las diversasnacionalidades de las gentes que vendrán a nosotros y halaga al mismotiempo el sentimiento regionalista. Hasta he tenido en cuenta el lugarde nacimiento de mis dos compañeros.

«Banco de Westfalia, de Tarragona ydel Río de la Plata.» Pero los socios no lo aceptan.

Fernando miró fijamente a su amigo. ¡Famoso Maltrana! En él la gravedadera siempre de corta duración. Nunca se sabía ciertamente dónde cesabansus emociones, dando paso a la fría burla.

En lo alto del buque vibró la señal de mediodía, un rugido que hizotemblar los pasillos y tabiques del trasatlántico y se dejó absorber sineco alguno por el sordo infinito del Océano.

—Las doce: vamos a almorzar.

Cerca de la proa vieron algunos pasajeros que señalaban la línea delhorizonte, discutiendo con frases breves. Contraían los ojos para darmayor potencia a su visualidad; pasábanse de mano a mano los gemelosprismáticos, explorando el límite del Océano, sobre cuyo lomo seabullonaban tenues vapores. «Ya se ve Cabo Verde...» Otros dudaban. Noeran las islas: eran simples nubes. Y todos, como si despertasen de lacalma letárgica del mar, mostraban un deseo famélico de ver tierra, dedistinguir aquellas islas en las que no había de detenerse el buque.

Abajo en el comedor almorzaban muchos con cierta precipitación, comogentes que han de ir al teatro y aceleran la comida por miedo de llegartarde. «Tierra: ya se ve tierra», decían de mesa en mesa con una alegríainfantil. Más impacientes, algunos se levantaban de sus asientos con laservilleta en la mano, y alargaban el pescuezo queriendo distinguir porlas ventanas del comedor aquellas islas ante las cuales iban a pasar delargo y de las que hablaban todos como de una tierra de promisión.

Después del almuerzo, la gente tomó el café a toda prisa y los salonesquedaron abandonados, sonando en el vacío el abejorreo de losventiladores y los trinos de los canarios. Todos se amontonaban hacia laproa, en las bordas de la cubierta, ansiosos de ver las islas. Empezarona marcarse en el horizonte las gibas obscuras y borrosas de unasmontañas emergiendo del mar.

Cansados al poco rato de esta contemplaciónmonótona, muchos retrocedían. ¿No era más que aquello? Iba a transcurriruna hora larga antes de que estuviesen frente a ellas. Además, el buquepasaba muy lejos... Volvían al fumadero a continuar sus partidas de poker, o formaban en la cubierta los corrillos habituales, hablandotendidos en el sillón, hasta que el cabeceo de la somnolencia les hacíalevantarse titubeantes, camino del camarote, para continuar la siesta.

Ojeda y su compañero, acodados en la baranda, miraban con interés lassiluetas de las islas destacándose como nubes puntiagudas sobre el azulsereno del horizonte.

—Hasta aquí llegó Colón—dijo Fernando—. El Almirante, que habíanavegado siempre hacia Poniente, puso en el tercer viaje la proa al Sur,buscando descubrir tierras nuevas por la parte del Austro. Pero más alláde estas islas tuvo miedo, y torció el rumbo para seguir la ruta desiempre. Le espantaron los calores del Ecuador; creyó que de seguirhacia el Sur acabarían por arder sus naves. Tal vez influyeron en sucredulidad de visionario las leyendas de que rodeaba la pobre geografíade entonces a la línea equinoccial.

Recordó después los incidentes de su tercer descubrimiento.

Los rayosdel sol eran tan intensos, que el Almirante, según consignaba en suscartas, temió que incendiasen navíos y personas. Caían sobre laescuadrilla frecuentes turbonadas, pero estas lluvias de pegajosatibieza sólo servían para hacer tolerable el calor durante unas horas.Colón las acogió como un socorro providencial, creyendo que sin ellastodos hubiesen perecido. Iba enfermo; le inquietaba la desaparición enla línea del horizonte de los astros que guiaban a los navegantes en losmares del hemisferio

boreal,

así

como

la

aparición

de

otras

estrellasignoradas que a cada singladura iban remontándose en el cielo.

Renacían en su memoria las opiniones de la época sobre la líneaequinoccial y lo que existía detrás de ella, doctrinas aprendidas en suvagabundaje por los conventos y los puertos, conversando con hombres deciencia y navegantes.

Para muchos, en el hemisferio del Austro estaba el Paraíso terrenal. ElEcuador, con sus calores irresistibles, era «el gladio o cuchillo ígneoversátil» que había puesto Dios entre los hombres y el Paraíso para queninguno de los hijos de Adán pudiese volver a él. Los poetas de laantigüedad y los Padres de la Iglesia acordábanse maravillosamente alfantasear sobre esta parte del mundo absolutamente ignorada. Más alládel Ecuador estaba la tierra llamada «Mesa del Sol», por la dulzura desu clima y la generosa abundancia de sus productos. En ella vivían seresfelices que, al no tener que preocuparse de las necesidades de lavida—pues la Naturaleza, pródiga, les ofrecía todo con exceso—,dedicábanse al estudio de las causas naturales, y especialmente de laastrología. Arim, la «ciudad de los filósofos», era el centro de la«Mesa del Sol».

En esta parte de la tierra, por ser la más noble, había de estarforzosamente el Paraíso. Los astros influían en nuestra existenciapoderosamente. Todo se desarrollaba en el suelo, no con arreglo a supropia bondad, sino por «las nobles y felices influencias de lasestrellas que están sobre él», causa universal de vida. «A cielo noblecorrespondía tierra nobilísima», y como las constelaciones del ignoradohemisferio eran, según la ciencia de la época, «las mayores, másresplandecientes, más nobles y perfectas, y por consiguiente de mayorvirtud, felicidad y eficacia que las de Aquilón», de aquí que bajo suresplandor debía estar forzosamente la mejor de las tierras, o sea elParaíso.

La cabeza es la parte más noble de «todas las cosas naturales yartificiales, la más adornada y de mejor hechura, de donde procede lainfluencia a los otros miembros del cuerpo». ¿Y

dónde estaba la cabezade la tierra?... En el ignorado Austro, en el Sur, como le ocurre alárbol, que, aunque tiene la cabeza oculta abajo, no podría extender lasramas, con sus frutos y pájaros, si esta cabeza dejase de enviarle sunutrición y su fuerza.

Y el fuego, fuente de vida, nacía en el Austro,se engendraba en él, y una barrera de este fuego tendida circularmenteen el Ecuador impedía el paso de un hemisferio a otro.

El descubridor, alarmado por los insufribles calores que le salían alencuentro, vio en ellos una confirmación indiscutible de las opinionesde los hombres doctos de su época, y volvía la proa a Poniente, noosando avanzar más en el temido Austro.

Una gran sorpresa le esperaba. El mundo no era redondo, como habíancreído Ptolomeo y otros. Podía ser esférico en el hemisferio boreal,donde aquellos sabios habían hecho solamente sus estudios; pero esteotro hemisferio por cuyos límites navegaba él tenía la «forma de unapera, que es redonda salvo allí donde tiene el pezón, que es más alto, ola de una pelota con una teta de mujer puesta encima», y el extremo detal pezón era

«la parte del mundo más propincua al cielo».

Los buques, al continuar hacia Poniente, aunque parecía que navegabanpor un océano llano e igual, subían y subían, siguiendo el lomoascendente de esta protuberancia del planeta.

El Almirante reconocióesta subida en la frescura del aire, cada vez más sensible según seavanzaba al Oeste, aunque las naves siguiesen el mismo grado, y sobretodo en las particularidades que ofrecían tierras y gentes. Así como eldescubridor se había ido aproximando a la línea ígnea del Ecuador, elsol quemaba con más fuerza, las tierras estaban más calcinadas y loshabitantes eran más