Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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El pequeño Karl, niño de gravedad hombruna, al ver a su madre enconversación con este desconocido, había olvidado el libro de estampas,marchando hacia ella para colocarse entre sus rodillas.

Abría

sus

ojos,asombrado

por

el

lenguaje

incomprensible que se cruzaba entre los dos, yde vez en cuando, con la tenacidad vanidosa de los pequeños que notoleran verse olvidados, hablaba a su madre en alemán formulando unapetición, o se frotaba contra sus rodillas para hacer visible supresencia.

Jugueteaban las manos de Mina en sus cabellos lacios, de un rubioblancuzco, pero distraídamente, con un descuido de madre preocupada, sinque ojos descendiesen hasta él. Miraba a Fernando con una franquezavaronil, cual si fuese un camarada, sonriendo a todas sus palabras sinsaber por qué. Fijábanse sus pupilas en las pupilas de él resueltamente,como si quisiera sondearlas con su fluido visual. Pero de prontoarrepentíase de esta confianza, sentía miedo y vergüenza, y giraba lacabeza para escucharle con los ojos perdidos en los pentagramas dellibro de música.

Él hablaba mientras tanto, más atento a sus pensamientos mudos einternos que a lo que decía con su boca. La examinaba audazmente,detallando con los ojos toda su persona, sin obtener al final un juicioexacto. ¿Era fea?... ¿Era hermosa, con una belleza exangüe de flormarchita?... Ojeda recordaba ciertos muebles antiguos, de doradosborrosos y nácares opacos, que al abrir sus cajones esparcen un perfumesutil de alma olvidada.

Pensaba también en los salones viejos ypolvorientos, que guardan entre las grietas de sus muros jirones dericas tapicerías reveladores de suntuosidades que fueron; en las vocesdébiles, quejumbrosas por la enfermedad, que de pronto se arrastran conroce aterciopelado o se elevan con la vibración de una perla sobre elcristal, denunciando un pasado de gloria...

Veía su cuello esbelto, de líneas armoniosas y gráciles cuandopermanecía en reposo, pero que a la menor contracción marcaba la tirantemadeja de sus tendones. Se fijaba en la cortante arista de lasclavículas bajo la epidermis mate, de una blancura verdosa que absorbíala luz sin reflejarla. La más leve sonrisa abría en sus mejillas dostristes oquedades obscuras, que tal vez habían sido antes graciososhoyuelos. Una consunción interna había devorado las morbideces quesuavizan con armonioso

almohadillado

el

cuerpo

femenil;

pero

estaconsunción era irregular, fragmentaria, ensañándose en unas partes delorganismo y olvidando otras, dejando incólume, con incomprensiblerespeto, lo más prominente: los pechos todavía frescos y victoriosossobre el torso enflaquecido, semejante a un doble blasón de mármol enuna fachada ruinosa; las caderas de robustez germánica firmes einconmovibles, como si en ellas fuese más el hueso del armazón que lacarne del revestimiento.

La piel, tersa en unos lugares del cuerpo, se aflojaba en otros, dejandodolorosos vacíos entre ella y el óseo andamiaje. Pero la mirada eraindudablemente igual que en los tiempos de su gloria.

Los extremos de laboca, los ángulos externos de los ojos, remontábanse a un tiempo con lasonrisa, una sonrisa interior, dulce y enigmática como las que pintabaLeonardo. La decadencia física se había detenido piadosa ante la bellaexpresión de sus labios, encorvados hacia arriba como una luna encreciente. Sus párpados, algo marchitos, filtraban al encontrarse unaluz transfiguradora semejante a la del sol sobre las ruinas, que dora elmoho de las piedras negruzcas y da alegrías de jardín a las plantasparásitas de los escombros. Un tenue olor de carne perfumada y enfermallegaba hasta Ojeda, pero tan leve, tan vagoroso, que no sabíaciertamente si era su olfato quien lo percibía o su imaginación. Y otravez pensaba en el ambiente dormido de los antiguos muebles de secreto,que huelen a cartas de amor, polvo, ramilletes secos, cintas olvidadas ypolillas.

Por la noche había vuelto a hablar con ella largamente. En lasinmediaciones del fumadero, Mina lo presentó a su esposo, aprovechandouna rápida salida de éste, que iba a su camarote en busca de tabaco,abandonando a los compañeros y las altas columnas de redondeles defieltro que denunciaban los bocks consumidos.

El músico se mostró cortés y respetuoso. Era un honor para él estrecharla mano de tan gran poeta. No había leído un solo verso de Fernando,pero en las averiguaciones y curiosidades de los primeros días denavegación, cuando todos desean saber quién es el vecino, Maltrana habíahablado del talento poético de su compañero, y esto bastó para que lodesignasen por antonomasia con el título de «el poeta». Algunosalemanes, dispuestos a reconocer y acatar todas las diferencias yjerarquías sociales, por una irresistible tendencia a la admiración, lellamaban «el gran poeta»... «un poeta colosal», con méritos tanto másgrandes cuanto que vivían perdidos en el misterio de una lenguadesconocida.

Ojeda experimentó al examinar al maestro Eichelberger la misma sensaciónque ante su esposa. Vio algo que había sido, y al no ser, guardaba en suruina los muertos esplendores del pasado. Los gestos, las palabras, todoen su persona era de un hombre superior al medio en que vivíaactualmente. Rebuscaba sus palabras, se atusaba el bigote, un bigote deantiguo germano, con los extremos caídos; se echaba atrás, con aire deinspirado, la luenga cabellera rubia, en la que apuntaban las canas.Pero sus ojos

macilentos,

de

córneas

ligeramente

inflamadas,

losmanchurrones rojizos y malsanos de su rostro, cierta timidez al verse enpresencia de alguien que por su superioridad le hacía recordar el pasadocomo un remordimiento, revelaban los vicios tenaces de su vidafracasada. De pronto, para no delatarse en los azares de una largaconversación, se apresuró a despedirse del poeta. Fernando creyóigualmente que el músico huía de mostrarse ante su mujer en esta formacortés tan contraria a la realidad, temiendo sin duda la muda ironía desus pensamientos.

Quedaron solos hasta cerca de media noche en un rincón de la cubierta,teniendo entre los dos al pequeño Karl, que empezaba a familiarizarsecon Ojeda. Cuando se cansaba de apoyar la cabeza en las rodillas de lamadre, iba en busca del nuevo amigo, acogiendo como un gatito manso lacaricia de sus manos en la flácida cabellera. El sueño acabó porrendirle, y Mina lo llevó a su

camarote,

despidiéndose

de

Fernando

convisible

contrariedad. Pero a los pocos minutos volvió a subir, como sitirase de ella algo superior a sus preocupaciones de madre, y tuvo unamirada de gratitud para Ojeda al verlo inmóvil en el mismo asiento, cualsi prolongase mudamente la entrevista anterior.

Volvieron a hablarse, pero completamente solos, en creciente intimidad,sin prestar atención a la orquesta, que ejecutaba su concierto nocturnode valses sin fijarse en las miradas curiosas de algunos paseantes queparecían tomar nota del repentino acercamiento de dos personas que hastaentonces nadie había visto juntas. Una tos seca y persistente hizovolver la vista a Fernando. Era Mrs. Power con la pareja de compatriotassuyos que pasaba por delante de él fingiendo no verle.

A la mañana siguiente se habían encontrado de nuevo. Mina subió a lacubierta en las primeras horas, mucho antes que los otros días, llevandode la mano a Karl. El pequeñuelo, apenas vio a Fernando, corrió haciaél, dejando flotar sus rubias guedejas sobre el cuello azul de su blusamarinera. Este vínculo de aproximación hizo que los dos se abordasensonrientes, con la mano tendida, continuando la conversación de la nocheanterior.

Y una vez terminado el almuerzo, Karl se había encaramado poruna de las escaleras que conducían a la última cubierta, atraído por lagritería de los niños en pleno juego. Su madre le siguió, mirando antesen torno para ver si Ojeda estaba cerca. Y

éste fue tras ella peldañosarriba, como si le atrajese su pálida sonrisa.

«Aún no hace veinticuatro horas que nos conocemos—

pensaba Fernando—.¡Los milagros del encierro común! En tierra, hubiese necesitado mesespara llegar a esta intimidad.»

Se habían aislado los dos en medio del rebullicio que agitaba al pasajecon motivo de las próximas fiestas del paso del Ecuador. Fernando seguíaa la alemana en la vida de modesto apartamiento que hasta entonces habíallevado, tímida y orgullosa a la vez. La noche anterior se habíaacercado Isidro a él cuando estaba hablando con Mina. Debía recordarleque era uno de los presidentes del comité organizador de las fiestas, ylos señores de la comisión reclamaban su presencia antes de terminar elprograma. Pero Ojeda repelió con mal humor el inoportuno llamamiento.Maltrana podía representarle: delegaba en él toda la majestad de suimportante cargo.

A la mañana siguiente le buscaron los señores de la comisión.Solicitaban su concurso para la velada literaria y musical, una fiestaen la que todos los pasajeros poseedores de alguna habilidad artísticaiban a mostrarla, para el gozo estético de sus compañeros de viaje.Sonaba el piano incesantemente en el gran salón bajo los dedosentorpecidos de las señoritas que preparaban su «número». Otros pianosno menos balbuceantes y expuestos a error contestaban desde los extremosde la cubierta, en la sala de los niños y en los camarotes de gran lujo.Voces aflautadas y tímidas vocalizaban romanzas sentimentales, cancionesnapolitanas, y se interrumpían para decir: «¡Viniendo artistas a bordo!¡qué atrevimiento!...». Algunas jóvenes, bajo la crítica severa de untribunal de padres y de tías, recitaban versos en francés, tapándose conun abanico los ojazos ardientes de criolla o la boca carmesí, en la queempezaba a diseñarse la seda de un leve bozo, contorsionando conreverencias de dama versallesca sus caderas en capullo de futurasprocreadoras.

Ojeda repelió con terquedad estas invitaciones al «gran poeta»

para querecitase algunas de sus obras. Él no gustaba de tales fiestas: no sabíadecir bien dos versos seguidos; además, una gran parte de los oyentes noentendían su idioma. Podían dirigirse al conferencista italiano o alabate de las barbas, que hacían el viaje para divertir al público. Él sehabía embarcado con otros propósitos... Por cortesía, los invitantes sedirigieron también a Mina, recordando que la habían visto sentada alpiano.

Podía «llenar un número». Pero ella se negó ruborizada, alegandoque no era artista, sino la simple esposa del director de orquesta, y suintervención podía molestar a las «estrellas» de opereta que venían enel buque. Y los invitantes no creyeron necesario insistir más cerca deuna mujer pobremente vestida y que se apartaba de todos con hurañamodestia.

Su trato con Fernando infundía una nueva animación en su existencia.Parecía resquebrajarse después de cada entrevista el aislamiento en quehabía vivido hasta entonces, como en un caparazón

erizado

de

púas.

Y

eneste

resurgimiento

contemplábala Ojeda cada día con mayor interés. Ibarevelando su pasado fragmentariamente, con titubeos de modestia, cual sitemiese fatigar la curiosidad de su amigo. Ruborizábase con la evocaciónde ciertos infortunios que había deseado olvidar, para mantenerse deeste modo en la paz de una vida monótona, sin esperanzas ni recuerdos.

¡Su brillante entrada en la vida, mucho antes de conocer al maestroEichelberger, cuando la aplaudían en los teatros de Alemania yaprendiendo luego el italiano interpretaba las obras de Wagner en lasescenas de Europa y América!... Diez y nueve años; su voz no eraportentosa: justa y precisa nada más; la necesaria para cantar su partesin ahogos. Pero los entusiastas del gran mago la apreciaban porquesabía entrar «en la piel de los personajes». Wagner poeta, creador dehéroes épicos, intérprete de conflictos humanos, le inspiraba tantaadoración como Wagner músico. Durante mucho tiempo, por un fenómeno deartística adaptación, había creído ser Brunilda. Su verdaderapersonalidad era la de la hija de Wotan. Sólo vivía de noche, a la luzde las baterías escénicas, acompañada en sus pasos y lamentos por lamúsica misteriosa que surgía del abismo orquestal. El pecho encerrado enlos mamilares de la coraza de escamas, el metálico casquete rematado pordos alas blancas, la lanza vibradora en una mano, el manto purpúreosiguiendo con una flotación de bandera su paso vigoroso de virgenfuerte: todo esto había sido la realidad. La vida en los hoteles, losviajes por mar y por tierra, las míseras rivalidades de profesión, eranun ensueño incierto e incoloro, un limbo del que sólo guardaba pálidosrecuerdos.

El poder demoníaco de la música la había poseído por entero,transportándola a las regiones de una vida superior. La groserarealidad, cortina engañadora que oculta a nuestros ojos la supremabelleza para que nos resignemos a la penumbra de una existencia prácticay vivamos como bestias mirando al suelo, rasgábase para ella todas lasnoches así que pisaba las tablas.

Sentía su alma bañada en divina tristeza cuando el padre-dios, iracundoy bondadoso a un tiempo, la castigaba por su desobediencia,aletargándola sobre el peñasco que había de rodear el fuego con un murorojo de ondeantes almenas. Cantaba con la alegría de un pájaro quesaluda al día y al amor cuando la despertaba Sigfrido, el gran niño sinmiedo y sin prudencia, y al despojarla de su armadura le arrebataba lavirginidad. ¡Adiós, grandeza fría de los dioses! Ella quería ser mujer,con todos los dolores y las pobres alegrías de los humanos.

Estremecíase aún al recordar el final de la gran epopeya, ante la pirafúnebre rematada por el cadáver del héroe, cuando, tremolando laantorcha vengadora que convierte en cenizas el reino de los dioses,expresaba su pena y su sabiduría. Era su tristeza la de la mujersuperior que ha amado a un ser ligero, valeroso e inconstante, y en lahora suprema lo plañe y disculpa sus faltas. La gran verdad, resumen detodas las experiencias de la vida, la verdad que buscamos a tientas ydesechamos muchas veces al encontrarla; la que sólo reconocemos en elúltimo momento, cuando ya es imposible recomenzar y los errores notienen remedio, salía de su boca llorosa: «Renuncio a mi divina cienciay se la doy al mundo. Sepan los hombres que la felicidad no es lariqueza, ni el oro, ni el poder de los dioses. No es tampoco la pompadel rango supremo, ni los lazos mentirosos de las convenciones sociales,ni las rigurosas reglas de una hipócrita ley. En la alegría como en latristeza, sólo existe para el hombre una fuente de felicidad: ¡elamor!».

Y la pasión que ponía Mina en su voz comunicábase a los que laescuchaban. En sus peregrinaciones de teatro en teatro, acompañada porsu madre—viuda de un militar bávaro muerto en la campaña de Francia—,la joven se había visto diversas veces solicitada en matrimonio. Unmillonario de la América del Norte quiso casarse con esta alemana de laque hablaban los periódicos y cuyos retratos gozaban el honor de serexhibidos al lado de los presidentes de la gran República y los másfamosos boxeadores.

Cantantes de porvenir le ofrecieron la asociación matrimonial para hacerahorros en común, amasando una gran fortuna. Pero ella llegó a losveinticinco años sin prestar oído a estas proposiciones que atentabancontra su gloria, hasta que conoció el amor en la persona del maestroEichelberger. Tal vez no fue amor: tal vez fue lástima. Las mujeressienten desarrollarse en su pecho el sentimiento de la maternidad muchoantes de ser madres y lo aplican a todo hombre que les inspira uninterés de conmiseración, confundiendo el amor con la piedad. Se habíaengañado voluntariamente, interesada por los defectos del músico.

—Fue en Dresde donde nos conocimos—dijo Mina—. Él, a pesar de sujuventud, tenía cierto renombre de compositor. Todos le creían destinadopara algo más grande que dirigir una orquesta. Algunas de sus romanzasempezaban a ser populares en Alemania; una sinfonía suya había sidoaplaudida en los conciertos de Berlín. Trabajaba poco, su vida eraborrascosa, y yo pensé que le faltaba, como a todos los hombressuperiores en la primera época de su vida, un cariño que lo guiase, elamor de una compañera inteligente que lo sostuviera en el buen camino.

Se acordaba de la juventud del gran mago, de su primera mujer, MinaPlaner, hacendosa y burguesa, que seguía la carrera de cantante como unoficio, pero que supo facilitar la producción creadora de su esposodefendiéndolo de los acreedores, organizando un hogar modesto que sinella no habría tenido jamás el gran músico.

—Creía encontrar en la semejanza de nuestros nombres una identidad dedestinos. Yo podía ser la Mina de este nuevo Wagner que empezaba asurgir de la obscuridad. Y así se inició lo que no fue nunca amor, sinoun gran sacrificio por la gloria...

¡Ay! ¡Cómo nos envenena el artecuando lo hacemos consejero de nuestra pobre existencia!

Se buscaban, con una simpatía intelectual, entre los demás artistas,vulgares jornaleros de la música. Mina le había recibido frecuentementecontra la voluntad de su madre, señora de rígidos principios que nopodía transigir con los desórdenes del maestro.

Hablaban juntos de Él,del demiurgo, del nigromante; se extasiaban ante el piano, con losnervios estremecidos por el poder demoníaco de su música. Un día,Eichelberger llegaba borracho a estas entrevistas, completamenteborracho. ¡Esta semejanza más!... También Wagner, a los veinte años,cuando era simple director de orquesta de Magdeburgo y no tenía otrasobras que Las hadas y la sinfonía de Cristóbal Colón, había llegadobeodo una noche a la habitación de Mina Planer. Y la consecuencia deesta embriaguez de Wagner fue su matrimonio con una mujer que no creíamucho en su talento, pero supo cuidar de su cocina y salir adelante delos apuros pecuniarios con el sentido práctico de una antigua obrerahabituada a la miseria.

La suerte marcaba su camino a la otra Mina.Ésta, más inteligente,

sabría

«redimir»

al

joven

maestro,

que

sólonecesitaba el apoyo del amor para revelarse como un genio.

Y después queEichelberger, beodo, pasó la noche en su cuarto, el matrimonio fue cosadecidida y la madre tuvo que resignarse.

Entristecíase Mina al recordar este suceso: el gran error de suexistencia, el cambio fatal de rumbos. Se llevaba una mano a la frente,como si quisiera arrancarse un recuerdo tenaz para arrojarlo alOcéano... ¡Los crueles engaños del arte! ¡Las intermitencias deltalento, que en unos apunta como flor seductora con los días contados yen otros tiene la inmovilidad grandiosa de la montaña!...

—Usted habrá visto arrastrando una existencia de miseria artistas dehermosa voz, que sin embargo cantan en los cafés como mendigos. La gentese indigna contra esta injusticia de la suerte. Hay que ayudarlos, hayque llevarles a la ópera. Y cuando van a ella, el fracaso más desoladoracompaña su intento. Saben cantar bien una romanza, pero no pueden conuna ópera entera.

Al final del primer acto se enronquecen; al segundo,han perdido la voz; antes del final, tienen que huir... Y lo mismo seencuentran talentos frágiles en todas las artes: talentos en capullo queno se abren nunca, que carecen de vigor para abrirse y se marchitan ymueren.

Ojeda asintió con movimientos de cabeza. Pensaba en los pintores debocetos «geniales» que nunca llegan a terminar un cuadro; en que hacenconcebir optimistas ilusiones con fragmentos poéticos o cortos relatos yjamás pueden escribir un libro. Mina decía bien: no bastaba cantar ladulce romancita, breve como un suspiro; había que cantar la óperaentera, sin ronqueras ni desfallecimientos. El arte exigía paciencia, ysobre todo, fuerza, mucha fuerza. La voluntad era una inspiración.

—Mi marido—continuó ella con desaliento—no pasó de las obras de sujuventud. Dio con éstas «todo lo que tenía de artista». ¡Y yo que lecreía un genio!...

Le había visto agitarse como un emparedado, pugnando por levantar laenorme losa caída sobre él, interpuesta entre los ojos de su espíritu yla luz ansiada. Y Mina no tenía siquiera el consuelo de la ignorancia,no podía engañarse como otras mujeres que creen ciegamente hasta elúltimo instante en el talento de sus maridos y atribuyen su desgracia ainjusticias de la suerte. Dábase cuenta de la debilidad artística deEichelberger, seguía con mirada dolorosa su descenso, reconocía la razónde aquella indiferencia creciente que rodeaba su nombre.

Por desesperación o por ansia de consuelo, él se entregaba cada vez conmayor tenacidad a su vicio predilecto. Bebía sin recato, olvidado ya delos miramientos que había tenido con ella en los primeros meses dematrimonio. Acompañábale la embriaguez hasta en las funciones másdifíciles de su profesión.

Ocupaba muchas veces estando ebrio el atrilde director. Los teatros empezaban a rehusar sus ofrecimientos. Sunombre no inspiraba confianza: antes bien, era acogido con risasultrajantes.

Quejábanse los artistas de sus cambios de humor, de suscóleras alcohólicas, que perturbaban los ensayos con un estrépito debatalla. Su desprestigio comenzó a influir en el renombre artístico dela esposa. A fuerza de comentar los incidentes de su existenciamatrimonial, el público la encontraba menos interesante.

Ojeda creyó adivinar en la faz triste de Mina un sinnúmero de miseriasinconfesables. Se imaginaba la vuelta del teatro de estos dos seres queya no podía entenderse: ella resignada, con mudos gestos dedesesperación; él embrutecido por la amargura del fracaso. Tal vez susdisputas habían terminado con golpes; tal vez al entrar en la casa,titubeante y oliendo a alcohol, este falso Wagner, con una pesadezbrutal, había puesto su puño en la cara de Mina, la criatura de ensueñoque intentaba «regenerarlo».

Hablaba ella lacónicamente al hacer memoria de esta parte de su vida,como si quisiera salir cuanto antes de los dolorosos recuerdos.

—Mi madre murió... y yo tuve a Karl, para mayor desgracia.

Quedéenferma, creo que para siempre: enferma por ser madre; enferma por habersido esposa... ¡Ah, ese hombre!... Y sin embargo, no es un malvado: esun niño grande inconsciente; un niño que se ha vuelto cruel alconvencerse de su fracaso; un egoísta que se refugia en la bebida y sóloa ratos se da cuenta del daño que me ha hecho... Yo perdí la voz, memarchité siendo aún joven, y tuve valor para huir del teatro antes dealegrar a las compañeras con una ruina total. Él... ya lo ve usted: alfrente de una compañía de opereta, marcando con la batuta valsesvieneses. ¡Un hombre que ha dirigido Tristán y Los maestroscantores!... Sólo para un viaje por América ha podido encontrar quienlo contrate. El empresario le riñe como si fuese un corista, y sepropone vigilarlo en tierra para que no beba antes de lasrepresentaciones.

El público había olvidado a Mina completamente. Su nombre no era más queun vago recuerdo para los entusiastas que guardaban memoria de losintérpretes wagnerianos. Las glorias escénicas mueren pronto...

—Hace poco he encontrado mi nombre en una revista.

Hablaba de mí comode una joven de grandes esperanzas que se perdió prematuramente. Muchosme creen muerta; el articulista se lamentaba de mi triste fin... Y a míno se me ocurrió decir una palabra que desvaneciese el error. LaSchamale (mi nombre de teatro) está bien muerta; muerta para el públicoque tanto la aplaudió, muerta para ella misma, que no quiere acordarsede nada... Ahora sólo falta que Frau Eichelberger, la mujer fea yenferma de un director de opereta, muera también, pero de verdad, paraolvidar de una vez los grandes errores de su vida.

Y aquella tarde, al lado de Fernando, en la última cubierta del buque,mirando el Océano, repitió con desesperación:

—El poder demoníaco de la música, que influye en nuestra suerte comoantiguamente influían los astros... A él debo mi desgracia, y sinembargo, lo amo.

El mar luminoso, azul, estaba cortado por una ancha faja de reflejos desol, camino de fuego triangular que descansaba su vértice en elhorizonte y su base incierta y temblona en un costado del buque. Lascumbres de las pequeñas ondulaciones palpitaban erizadas de fulgorescomo fragmentos de espejo. Los ojos se contraían, fatigados por elexcesivo resplandor del cielo y del Océano, que parecía abrasar laretina.

Mina y Fernando, para evitarse la molesta refracción, apartaban sus ojosdel horizonte, mirando debajo de ellos mientras hablaban. Extendíase asus pies un tercio del buque, toda la sección de proa, el hocico férreoque iba arando con tenacidad infatigable los campos oceánicos, verdes yluminosos de día, obscuros y abullonados de noche con una aristafosforescente en cada pliegue como el lomo de una sirena.

Al mirar abajo, experimentaban la sensación del viajero que contempla aun pueblo desde la plataforma de una torre..

Las diversas cubiertas del trasatlántico descendían como peldaños, paravolver a remontarse en el extremo opuesto, donde formaban el castillo deproa. A una regular profundidad, veían el principio de la cubierta delcomedor: un entarimado húmedo, en el que descansaban los brazos de dosgrúas con sus articulaciones de ruedas dentadas, y del que surgíanvarios trombones de ventilador pintados de blanco con la gargantaescarlata. Más adelante, la gran plaza del combés estaba oculta bajo untoldo de lona, y de esta tienda surgía el palo trinquete, un gran mástilde acero amarillo y hueco, semejante a un alminar, en torno del cual sealineaban los brazos de descarga, cirios gigantescos atados en hazalrededor de la cofa. Y de esta cofa a las bordas, se tendían en ángulolos cordajes de acero, las escalas para la marinería, todas las lianasférreas que la construcción naval hace crecer en torno de los mástilespara asegurar su estabilidad y facilitar su acceso. En último término,el castillo de proa, espacio triangular que tenía en su vértice unpequeño mástil para la bandera de la Compañía cuando el buque entraba enlos puertos. Y en este triángulo, ocupado por los cabrestantes a vaporque elevaban o descendían las anclas, también abrían los ventiladoressus tentáculos respiratorios, sus bocas de serpentón ávido de oxígeno.

Las invisibles palpitaciones del mar en la tarde serena hacían que eltriángulo de la proa se elevase y descendiese, como una cabra saltadoray juguetona, al partir las aguas con su filo. Este movimiento parecíacircunscrito a aquella parte del buque, pues sus vibraciones seamortiguaban al extenderse por los flancos y apenas eran sensibles en elresto de la gigantesca construcción.

Las espumas, luego de elevarsejunto a la proa formando dos surtidores de leche pulverizada, resbalabanpor los costados en grandes redondeles semejantes a los anillos de luzsideral.

Corrían de proa a popa las aguas removidas, dos ríos verdes,agitados, tumultuosos, abiertos en la inmovilidad azul del Océano. Lospeces voladores saltaban por enjambres, se abrían en grandes abanicos deplata y rosa, volando lejos, muy lejos, en vistoso chisporroteo, arandola superficie con el arañazo de sus colas, hasta que, fatigados, volvíana sumirse en la profundidad.

Cuando la proa quedaba dormida por algunos minutos, el buque parecíainmóvil, clavado en el mismo sitio. La velocidad de su marcha hacía vercon un engaño óptico que era el Océano el que venía corriendo a suencuentro en gigantescos repliegues que se empujaban unos a otros. Losojos abarcaban un anfiteatro azul, inmenso, monótono, que borraba lanoción de volúmenes y distancias. Luego parpadeaban con una sensación deextrañeza al replegarse en esta cáscara férrea perdida en el