Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—Si yo fuese brasileño, temblaría sólo al ver los baluartes de legajosque trae ese buen señor. Dentro de pocos años, si le dejan, se habrácomido San Pablo y todos los otros santos que encuentre a mano, lasplantaciones de café y hasta el último de los negros. Estosconquistadores europeos son de un estómago insaciable.

—Fernando, no barbarice—dijo Maltrana poniéndose serio—.

No seareaccionario, no sea poeta. Ese hombre se comerá lo que quiera, y harámuy bien si es que le dejan, pues tales son las leyes de la vida; perova a prestar a la civilización un gran servicio. Hombres como él son losque han hecho la América que nos atrae y los que la harán todavía másgrande. Figúrese usted cuando haya convertido en realidades todas lasgrandes obras que lleva en sus papeles... ¡Qué importa que abuse encuanto a la recompensa! Sea él quien sea y salgan de dónde salgan losmillones que ponga en línea de combate, es un representante del santocapital, un sacerdote, como usted dice, de mi religión, y yo lovenero... ¡Lástima grande que se muestre tan gran señor y sólo meconteste con una mirada fría de sus lentes de concha y un gruñido demala educación cada vez que intento hablar con él del buen tiempo y dela felicidad del viaje!...

Acababan de doblar la curva del paseo en la parte de proa, y toda lacalle de estribor se ofreció ante sus ojos. Maltrana se detuvo, viendolos sillones despegados de la pared y esparcidos hasta obstruir el paso.Eran señoras las que los ocupaban, sólo señoras, y algunos transeúntesretrocedían, no queriendo continuar su marcha a través de estos gruposfemeniles que tomaban la cubierta como algo propio, sin importarlesdificultar la circulación.

—Mire usted, Ojeda. Ya se está reuniendo «el banco de los pingüinos».

Y ante el gesto de extrañeza de su acompañante, dio una explicación.Este mote de «pingüinos» no era de su cosecha.

¡Que le librase Dios detamaño atrevimiento!... Los «pingüinos»

eran las señoras más notables dea bordo, matronas argentinas que al no poder ocupar el trasatlánticoentero, lo mismo que un yate propio, se habían concentrado en esta partedel buque como asustadas y ofendidas del contacto con los demás. Era unmuchacho argentino, que regresaba a su tierra después de varios años devida en París, el inventor de este apodo un día que hablando conMaltrana se lamentaba del carácter de sus compatriotas, tachándolas dehurañas y poco sociables.

—Mire usted a nuestras mujeres, y aprenda, galleguismo—

había dicho—.Se han refugiado en un extremo del buque aislándose de las demás gentes.Se mantienen con los codos apretados para que nadie pueda entrar en sugrupo. Recuerdan a los pingüinos del Polo Sur, esos pájaros bobos quesólo pueden vivir ala con ala formando filas en las aristas de lasrocas.

Y desde entonces, la gente joven, en sus tertulias del fumadero, llamaba«el rincón de los pingüinos» a esta parte del buque donde pasaban eldía aisladas del resto del pasaje sus madres, sus hermanas y lasrespetables amigas de sus familias.

Este «rincón de los pingüinos» eramirado poco a poco con cierto respeto, hasta convertirse, algunos díasdespués, en un lugar envidiable. Los paseantes se abstenían de dar lavuelta en redondo a la cubierta y volvían sobre sus pasos para no turbarlas conversaciones de las damas. Sólo algún gringo despreocupado o deegoísmo insolente pasaba sobre sus gruesos zapatos por entre lossillones, sin darse la pena de entender el significado de las miradasfuriosas que despertaba su atrevida presencia.

Tácitamente, en virtud de un obscuro instinto de todos los pasajeros, sehabía efectuado en la cubierta una gran división de clases. El costadode estribor era el de la plebe sin valía social, el de los viajeros sinnombre y las pasajeras de vida sospechosa. En este lado, a partir delfumadero, se encontraba «el rincón de las cocotas»; luego, «la seccióncómica», o sea, los numerosos sillones de los cantantes masculinos yfemeninos de la compañía de opereta; «la gallegada», donde se juntabanlos españoles; y el grupo de «la gringada», mucho más numeroso,compuesto de comisionistas alemanes que pensaban penetrar con sumuestrario hasta

el

corazón

de

América;

relojeros

suizos,

de

aspectobonancible, pero prontos a irritarse con una cólera fría que tardabamucho en disolverse; pequeños negociantes británicos; agricultoresescandinavos establecidos en el extremo Sur; rubias alemanas que iban enbusca de sus maridos, y los ganaderos norteamericanos, que al caer latarde estaban ya medio ebrios. El banquero de la barba roja y susvoluminosos legajos, la esposa y su collar de perlas y el secretariosiempre con un cuello de camisa alto y brillante, manteníanse en estelado de estribor entre la gente insignificante, para demostrar con suindiferencia ostentosa que estaban muy por encima de todas lasdivisiones sociales que se implantasen en el buque.

—Fíjese en el respeto que infunden los «pingüinos»—dijo Maltrana—.Las coristas de opereta pasean cogidas del talle por casi toda lacubierta, riendo, empujándose, mirando a los hombres; pero al dar lavuelta a la parte de proa y llegar adonde estamos, encuentran a nuestrasdamas haciendo labores de gancho con una majestad de reinas, leyendo Fémina o conversando sobre los méritos y relaciones de sus respectivasfamilias, e inmediatamente retroceden cerrando el pico. Ninguna tienevalor para deslizarse ante el imponente areópago. La otra noche lepropuse por medio de intérprete a una de esas rubias que pasásemosjuntos ante los «pingüinos», creyendo enorgullecerla con este sacrificioy que me lo gratificase después. Pero la pobrecita casi palideció demiedo:

« Nein... nein», como si le hubiese propuesto echarnos de cabezaal mar.

De la sociedad modesta de estribor, las únicas que pasaban por allí erandoña Zobeida y Conchita. La buena dama de Salta saludaba a las«porteñas» con su aire señoril y bondadoso, a estilo antiguo, y seguíaadelante sin permitirse mayores intimidades. Ni aquellas grandes señorasdeseaban su amistad, ni ella necesitaba de su apoyo. Las más viejascontestaban a este saludo con cierta simpatía, como si adivinasen enella algo heredado y común que se iba perdiendo en sus propias personas.Las jóvenes miraban con extrañeza a «la buena mujer», acogiendo sussonrisas como si fuesen de una antigua criada familiar.

Conchita era menos bondadosa, y pasaba con manifiesta hostilidad entrelos grupos que obstruían este pedazo de cubierta perteneciente a todos.Las damas vestidas por los grandes modistos de París tenían miradas deburlona conmiseración para sus trajes de gusto madrileño y manufacturacasera. Pero ella erguía la pequeña estatura de maja goyesca, unía loscodos al talle y pasaba adelante moviendo las caderas, mirando con susojillos punzantes a las favorecidas de la fortuna. Su andar y su gestoparecían decir: «¿Y a mí qué?... ¿Y a mí qué?...».

Cerca de este grupo majestuoso, y buscando su contacto, estaban otrasdamas, a las que llamaba Maltrana «aspirantes a pingüinos». Eran laesposa y las niñas de Goycochea el español, la señora del millonarioitaliano, cuyo collar de perlas rivalizaba en valor y continuasexhibiciones con el de la mujer del banquero, sus hijas, la institutrizinglesa y toda la familia de la Boca que traía a su costa a Monseñor.

—Vea, Fernando, con qué aire de sonriente humildad acogen esas señorascualquiera palabra de los «pingüinos». Son más ricas tal vez que lasotras, pueden permitirse mayores lujos, pero no pasan de ser «gentemediana», y las otras son «gente bien», como ellas dicen. Sus maridos,gallegos o gringos, han hecho fortuna como la hicieron los padres o losabuelos de las otras, procedentes también de Europa. No hay entre ellasmás diferencia que una generación o dos de vida americana. El origencasi es el mismo. ¡Pero lo que representa socialmente esa diferencia!...

Ojeda asintió, recordando la época de su vida pasada en Buenos Airescomo secretario de Legación.

—Ríase usted, Isidro, de las castas sociales de Europa. Allá, casitodos somos unos; la educación y la inteligencia nivelan a las gentes.Pero en estos países democráticos, los ricos de ayer necesitan aislarse,para que los demás crean en su importancia.

Además, la continuaafluencia de aventureros les obliga a defenderse con un estrecho tactode codos. La «gente bien» son los que tuvieron en Buenos Aires unbisabuelo tendero poco antes de la Independencia, que vendía pañuelosrojos a los indios, paquetes de mate a los blancos, y compraba esclavosnegros para revenderlos en el interior. Todas las mejores familias seenorgullecían de poseer un tenducho abierto, gran riqueza para aquellostiempos de parvedad. Después, el abuelo se disfrazó de gaucho, sinserlo, para dar gusto al dictador Rosas, y tomó su mate teniendo porsillón un cráneo de caballo.

Otro abuelo copió a los románticosfranceses en su traje, su peinado y su énfasis, peleando en los muros deMontevideo contra el tirano y disparándole odas y folletos en losmomentos de reposo. Además, tuvo que vivir ojo alerta para que el taldéspota no le echase la garra e interrumpiese sus entusiasmos literarioshaciéndolo degollar con un cuchillo mellado... Luego, el padre fue elprimero que realmente tuvo plata, y empezó a montar la casa y la familiaen su rango actual. Creyó en Mitre y peleó por él... Pero la carne ya nose abandonaba en la Pampa como una cosa sin precio, y en vez de fabricarodas se dedicó a cercar con alambre leguas y leguas de tierra,haciéndolas suyas, y a poner la marca propia en los ganados sin dueño...

—Y estas «aspirantes»—interrumpió Maltrana, cuando se haya borrado elrecuerdo de sus maridos gringos o gallegos (como se ha perdido el de lospobres tenderos de hace un siglo) y sus hijos o sus nietos se casen conlos de las otras, serán a su vez

«gente bien», grandes duquesas sintítulo de la aristocracia trasatlántica.

—Cierto. Y por esto mendigan el contacto de los que están más arribacon una tenacidad a prueba de humillación. Acaban de llegar de lo másbajo con grandes penalidades; ya tienen el dinero: ahora les falta ellustre social... Y empujan hacia arriba con su audacia de antiguosemigrantes que no conoce la vergüenza ni el ridículo. Como le he dichoantes, puede usted reírse de las castas sociales de Europa. Entre unacomiquita de París y una gran duquesa de las que figuran en el Gotha,hay menos distancia que entre una joven millonaria reciente, hija deemigrantes, y una señorita cuyo padre tiene tal vez hipotecadas lastierras y cuyos abuelos vinieron a América también de emigrantes... perohace ochenta años.

Maltrana siguió explicando el diverso carácter de los otros grupos quese sentaban en la banda de babor. En último término, cerca delfumadero, los comerciantes germánicos dormitaban en sus sillones con unviejo ejemplar del Simplicissimus sobre la cara. Ciertas parejasinglesas deleitábanse pacientemente con las aventuras de correctospersonajes, bien vestidos y de buena renta, relatadas en novelas decuatro volúmenes en las que no ocurría nada, absolutamente nada. Y entreesta gente y el bando de los «pingüinos», con sus admiradoras anexas,estaba otro grupo, al que daba Isidro el título de «gran coalición depotencias hostiles»,

compuesto

de

señoras

de

nacionalidades

diversas,atraídas por una antipatía común. Maltrana las designaba con hermosossobrenombres, lo mismo que los personajes homéricos. La chilena, «cuellode cisne», era a modo del núcleo central de esta célula de lasociabilidad trasatlántica, y en torno de ella aglomerábanse variasuruguayas, «las de los bellos brazos», y algunas brasileñas, «las de losojos de antílope».

Por la mañana, al subir a cubierta, se saludaban las de uno y otro grupocon ceremoniosa sonrisa. «Buen día, señora; ¿cómo amaneció usted,señora?...» Y a continuación iba cada uno a ocupar el territorio propio,empujando su sillón para que quedase bien marcado el vacío fronterizo,la separación insalvable entre unas naciones y otras. Las «potenciashostiles» manteníanse alineadas a lo largo de la pared con unacorrección militar, cuidando de no obstruir el paseo, para que todosapreciasen la diferencia entre unas gentes y otras.

De vez en cuando, los «pingüinos», parleros y movedizos en susexplosiones de exuberancia, lanzaban una sonrisa amable del ladoenemigo, pero la sonrisa quedaba perdida en el espacio o era contestadacon leves movimientos de cabeza. Las

«potencias» fingían ignorar estavecindad, procuraban colocarse en sus asientos de tal modo que sólopresentasen al lado contrario la punta de un hombro, y cuando más sealborotaba el bando de los «pingüinos», riendo de una noticia oadmirando un objeto raro, ellas miraban obstinadamente al cielo o al marcon una indiferencia inconmovible.

Las «aspirantes a pingüinos», colocadas entre los dos grupos, cazabanlas sonrisas de unas y las palabras de otras, aprovechándolas paraentablar conversación. Estaban contentas de la vida íntima del buque,que no exige presentaciones para que las personas se conozcan.

A pesar de la falta de cordialidad de los dos grupos, casi todos losdías se establecía entre ellos una momentánea relación. Así lo exigenlas buenas prácticas diplomáticas; así viven las naciones armadas hastalos dientes, prontas a despedazarse, pero enviándose embajadores ymensajes afectuosos.

La chilena abandonaba el asiento, desdoblando su soberbia estatura paraavanzar por la cubierta «con la majestad de la reina de Saba»—segúnIsidro—, seguida de un séquito de confederadas. El bando contrarioacogía la visita diplomática con gran removimiento de sillones, paraofrecer los mejores sitios, y la conversación desarrollábaselánguidamente sobre recuerdos de elegancia y de grandes compras. Cadavez que las unas exaltaban los méritos de un modisto o un joyero de lacalle de la Paz o la plaza Vendôme, las otras murmuraban con una vozblanca y una modestia agresiva: «Nosotras no podemos permitirnos eso; ennuestro país somos muy pobres. Eso ustedes y nadie más». Y

miraban almismo tiempo con maliciosa complacencia sus trajes y sus joyas, de igualvalía que los de sus rivales.

Los «pingüinos», a su vez, enviaban una diputación de matronas alterritorio hostil, y su presencia parecía excitar la laboriosidad de lasvisitadas, que acometían con nuevos bríos sus labores de gancho y debordado, siguiendo la conversación sin levantar cabeza del trabajo.Algunas veces, ninguno de los dos campos se decidía a ir en busca delotro, y los encuentros eran en terreno neutral, en el grupo de las«aspirantes», donde tomaba asiento la familia italiana de la Boca con suobispo.

¡Adorado Monseñor! Las damas del país intermedio lo miraban como unagloria propia. Gracias a él, las señoras de ambos lados venían avisitarlas, atraídas por el brillo purpúreo de su faja de seda y elesplendor de su cruz de oro. Y Monseñor, sonriendo bonachonamente, seesforzaba por mostrarse galante y pretendía entretener al femenilconcurso con chistes aprendidos en el seminario y recuerdos de susestudios clásicos. Virgilio era su mayor adoración: lo recordaba con másfrecuencia que a los Padres de la Iglesia; todo lo había dicho yadivinado. Anécdotas modernas se las atribuía al poeta, como si con estolas diese nuevo valor. Y cada vez que abría la boca para hablar en suidioma, ya sabían las señoras cuál iba a ser el exordio: « dice il poetaVirgilio...». Y lo que decía il poeta era una historia leída por elobispo meses antes en cualquier periódico católico.

Otra relación de cordialidad se establecía diariamente entre losdiversos grupos. Por la tarde, antes de la hora del té, cuando lospasajeros dormitaban en sus asientos y ardientes cuchillos del sol seintroducían en la penumbra del paseo por los intersticios de las lonas,danzando acompasadamente de una cabeza a otra con el movimiento delbuque, como si fuesen péndulos de luz, las niñas bajaban a sus camarotespara volver a subir con grandes cajas llenas de dulces. Iguales a lasprocesiones de vírgenes que desfilan en los tímpanos de las catedralesllevando como ofrenda entre ambas manos un cofre de reliquias, lasvírgenes americanas de falda trabada, altos tacones y paso airoso ibande grupo en grupo regalando dulces: «¿Un bombón, señora? ¿Un chocolate,señor?...».

—Es incalculable, amigo Ojeda, la masa de confitería que esas muchachashan metido en el vapor. Cada amiga, al despedirlas en París, ha creídosu deber aportar el correspondiente cofre. No pasan dos días sin quecada una de ellas le quite la cubierta a un nuevo embalaje de bombones.Cajas Imperio con la Recamier o Josefina tendidas en un sofá; cofresforrados de seda con pastorcitos de Wateau, verdaderas maletas deterciopelo flordelisado... Y las pobrecitas, ¡tan amables! con el gustode exhibir los regalos de sus relaciones, hacen todas las tardes suronda en el lado distinguido de la cubierta, y la gente pasa el viajemascando caramelos y chocolates con crema.

En el curso de sus ofrendas llegaban hasta el extremo de babor, en lascercanías del fumadero, allí donde empezaban a borrarse las severasdiferencias sociales, y las gentes que se tenían por distinguidasconfraternizaban con las de la banda opuesta. Las vírgenes portadoras dearquillas se encontraban con sus hermanos, primos y futuros novios, quepasaban el día en el café o sus inmediaciones.

Esta juventud, con la cabeza descubierta, la cabellera partida en doscrenchas negras, abultadas, lustrosas, impermeables, que ningún huracánpodía alterar ni conmover, y el menudo pie encerrado en botines decharol de alto empeine y vistosa caña, siempre que salía del fumaderovolvía los ojos con cierto temor hacia el «rincón de los pingüinos».Allí estaban sus madres y parientas y las respetables amigas de susfamilias; pero antes la fuga que dejarse atrapar por una cariñosallamada y sufrir media hora de conversación en tan noble compañía.«¡Viejas pesadas!

¡Señoras macaneadoras!...» Y esperaban a que pasasenlas primas o las futuras novias para unirse a ellas y atraerlasdulcemente hacia la popa o la banda de estribor, donde reían y saltabancomo escolares en libertad.

Otras veces permanecían juntos y silenciosos, contemplando el mar,teniendo a sus espaldas la mirada irónica de las francesas tendidas ensus sillones o la sonrisa de las coristas alemanas a las que hablabanellos por la noche, a última hora, murmurando cifras.

—Yo admiro a esos muchachos—dijo Maltrana—. ¡Qué visión de larealidad! ¡Qué concepto de la vida y sus necesidades! Todos vuelven aregañadientes a su tierra: llevan París en el corazón. La otra noche, elhijo mayor del doctor Zurita me consultaba sobre su porvenir. Apenasllegue a Buenos Aires, piensa exigir a «su viejo» que lo envíe aEuropa... Quiere estudiar en París no sabe qué... pero en fin, quiereestudiar, sin aproximarse por esto al Barrio Latino, que encuentra poco chic y con mujeres ordinarias. Y me preguntó con adorable sencillez siun muchacho puede vivir con cuatro mil francos al mes, que es lo que sepropone pedir al viejo... «Cuatro mil palos», pensaba yo. Pero al mismotiempo sentí ganas de abrazarlo, por el alto concepto que le merecen lasnecesidades de la juventud.

Para justificar las señoritas este avance hacia los parajes ocupados porsus amigos, continuaban su tarea distributiva entre los señoresadormilados que fingían leer en las inmediaciones del fumadero. «Señor,¿un bombón?...» Y el gringo, despertado de su lectura por la vozjuvenil, levantaba los ojos del volumen alemán o inglés y metía la manoen la arquilla murmurando:

«Grachias, mochas grachias». Luego, volvía asumirse en el libro adormidera. «Señor, ¿un chocolate?» Y el brasileñode tez amarilla y picudas barbillas, enjuto y anguloso, como si el solecuatorial hubiese absorbido toda su grasa, saltaba del sillón congalante apresuramiento, como si le fuese en ello la vida:

« Muitoobrigado... ¡oh! muito obrigado». Y sólo al estar lejos la señoritaosaba devolver la gorra a su cabeza y la cabeza al respaldo del asiento.

Cuando los diferentes grupos de damas que ocupaban la banda de babor sereunían, entablando una conversación general, era indefectiblemente paraprorrumpir en quejas contra las inclemencias del Océano y los atentadosque se permitía con sus personas. Los cuellos cambiaban de coloración,no obstante el cuidado de huir de los rayos del sol. El aire salino losobscurecía, dándoles un tono de pan moreno; la piel blanca de las rubiasamarilleaba con la tonalidad del marfil viejo. La brisa húmeda barríalos polvos de la cara, conservándolos únicamente en las arrugas yoquedades de la piel, formando un barrillo blanco. Alborotábanse lospeinados en el hueco de una puerta, en una encrucijada de corredores, alpasar de una banda a otra, dejando al descubierto los artificios yretoques de los añadidos, lo que las obligaba a preservar estos secretoscapilares bajo un turbante de gasas.

Si algunos caballeros respetables se aproximaban a los grupos de damaspara conversar con ellas, hasta las más viejas, que parecían ajenas alas vanidades mundanales, los repelían con dengues juveniles.

—¡Ay, no se acerquen ustedes! Estamos horribles. Con este maldito marestá una impresentable. Todas tenemos algo verde en la cara.

Y los caballeros se creían obligados a ensalzar las grandes ventajas delviaje, durante el cual se satura el organismo de sales benéficas. Lo quese perdía en distinción se ganaba en saludable rusticidad. De noche,todas eran igualmente hermosas en el ambiente cerrado del comedor y lossalones.

Una solidaridad de sexo borraba de pronto las envidias y antipatías queseparaban a los grupos femeniles. Señoras de diverso bando se juntabanpara recorrer la cubierta con ojo avizor. Las inquietaba una ausencialarga de los maridos. Y

cuando los veían a través de las ventanas delfumadero jugando al poker, con la mirada fija en los naipes y lafrente rugosa, preocupada, sonreían satisfechas, lo mismo que siacabasen de sorprenderlos practicando una virtud.

Sus inquietudes reaparecían al encontrarlos en plena cubierta, aunqueestuviesen enfrascados en una conversación de negocios.

Andaban por allícerca las rubias de la opereta, las cocotas viajeras, un sinnúmero detemibles peligros; y sin una palabra que revelase su inquietud, cada unase aproximaba a su marido, se colgaba de su brazo, intervenía en laconversación, lo paseaba por toda la cubierta, y únicamente se decidía asoltarlo en la entrada del fumadero, con la promesa de que volvía al poker o a tomar una copa.

Algunas que aún no habían salido de la primera juventud y llevaban pocotiempo de matrimonio, paseaban casi todo el día del brazo del esposo conaires de tiple enamorada, inclinando la cabeza sobre el hombro de él,como si la cubierta fuese el jardín de «Fausto». Por dignidad de clase,gozosas de jugar un rato a

«señora mayor», distinguiéndose de lassolteras, permanecían entre las respetables matronas; pero de prontosentíanse agitadas por un hormigueo irresistible. No veían a sumaridito. ¡Quién sabe lo que estaría ocurriendo en la otra banda delbuque o en la cubierta de los botes! ¡Con tantas malas mujeres quevenían en este viaje! ¡No haber un vapor limpio de tentaciones, sólopara personas decentes! Y corrían sin saber adónde, como si hubiesesonado de pronto la señal de alarma.

Una actividad extraordinaria hacía ir y venir aquella mañana por lacubierta, en grupos parleros, a las jóvenes de diversa nacionalidad.Abordaba cada una a sus amigos y conocidos con un papel y un lápiz enlas manos. Iban recogiendo para las fiestas equinocciales, y antes deinscribir el donativo discutían y protestaban, queriendo aumentar lacifra.

—Vea, Fernando—dijo Maltrana—, cómo se mueve el abate francés, elconferencista de las barbas, entre las señoras, cuya admiración deseaconservar. Para él no hay divisiones, y salta de un grupo a otro. Los«pingüinos» lo consideran suyo porque se lo han recomendado las grandesdamas de la colonia de París. A las «aspirantes» las deslumbra hablandode las princesas y duquesas que lleva tratadas en su vida de predicadormundano.

Pretende halagar a las «potencias hostiles» hablando de suspaíses con grandes elogios y dando a entender que en Europa todos sabena qué atenerse en la apreciación de unos pueblos y otros, distinguiendoentre el valor real y el bluff. Mírelo cómo distribuye a las señoraslos libros de que es autor y periódicos con su retrato. ¡Ah,comediante!... Lleva en su equipaje colecciones enteras de todas lasrevistas ilustradas que han hablado de sus predicaciones en Canadá,Estados Unidos, Australia y no sé cuántos sitios más. Las hace circulary las recoge luego cuidadosamente, lo mismo que un tenor... Eso es, untenor: un tenor de sotana.

Y hablaba con irónico asombro de las múltiples y mediocres habilidadesdel abate viajero y verboso: conferencista, pintor, escultor, poeta ymúsico. Maltrana sabía esto por uno de los periódicos que repartía élmismo.

—Me lo prestó una señora algo devota que tiene empeño en que yo admireal abate. Y como a mí nada me cuesta dar gusto, me mostré asombrado.«Pero señora, ese hombre es Leonardo: el gran Leonardo de Vinci». Y mispalabras han tenido un éxito loco, pues cuando el doctor Zurita y otrosargentinos socarrones se burlan del abate y dicen que es un vivo que vaa Buenos Aires en busca de plata, las damas de su familia se indignan yme sacan a colación como argumento decisivo: «Es Leonardo, el que pintó La Cena: Leonardo de Vinci. Lo dice Maltranita, que es un mozo queescribe y ha tratado a muchas eminencias...».

Ojeda rio de la seriedad con que relataba su amigo estos accidentes dela vida de a bordo.

—Ahora, las buenas señoras—continuó Isidro—, quieren que una noche déel abate un concierto de piano, sólo para ellas... Ya han desistido deoírle una conferencia que estaba en proyecto.

«El Cyrano de Rostand yel idealismo cristiano...» ¿Qué le parece el tema? ¿Se ríe usted?... Poralgo lo alaban las buenas matronas, diciendo que es un cura moderno delo más moderno.

Pero el abate no quiere oír hablar de conferencias abordo; se niega a desembalar su mercancía gratuitamente antes de lallegada al mercado. Se reserva para un teatro de Buenos Aires.

Maltrana buscaba con los ojos al otro conferencista, el profesoritaliano, que se mantenía lejos de las señoras, en las inmediaciones delfumadero, entre los lectores soñolientos, con una columna de volúmenes yrevistas al lado de su sillón.

—Los «pingüinos» le saludan porque tiene un nombre conocido, y ellasrespetan instintivamente la celebridad. Le han hecho

firmar

un

sinnúmerode

tarjetas

postales

con

«pensamientos» filosóficos y galantes paraellas y para todas sus amigas coleccionistas; le han sacado retratos conautógrafo, y ahora, terminada la explotación, no se acuerdan de él. Esun sabio de malas ideas. El abate las acapara a todas.

Quedó Maltrana pensativo, y dijo luego a Fernando:

—Creo que usted y yo podíamos dedicarnos a eso de las conferencias.Según parece, gusta mucho en América y proporciona dinero. ¡Qué paísestan interesantes! ¡Pagar por oír discursos!... ¡Tantos que hablangratuitamente en nuestra tierra, y aun así no encuentran las más de lasveces quién los escuche!

Recordó Ojeda su vida en Buenos Aires años antes y las conferencias aque había asistido. Los pueblos jóvenes sienten el mismo afán de losescolares aplicados y curiosos, que, luego de oír las lecciones de