Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Quedaban los más con hambrepero dábanse por contentos siempre que el paje encargado de la gavetadel vino pasase con frecuencia ante ellos taza en mano.

Olvidaban los pasajeros todos los martirios y miserias de la navegacióna la vista de las Indias. Abrían las cajas para sacar camisas blancas yvestidos nuevos; limpiábanse de los menudos compañeros de viajerepugnantes y molestos, que volvían a refugiarse en las rendijas de lasnaos; se ceñían la espada. En cuanto a las pobres damas, macilentas porel mareo y las privaciones, transfigurábanse al llegar a las nuevastierras.

Deshacían los cadejos de sus greñas abandonadas, animábanse elrostro con blanco solimán y roja cochinilla, «saliendo de bajo decubierta—según un viajero de entonces—tan bien tocadas, rizadas,engrifadas y repulgadas, que parecían nietas de las que eran en altamar».

La gloria, la riqueza y hasta el gobierno de pueblos estaban al alcancede todos al otro lado de los mares. Siguiendo los pífanos y atambores delos tercios y el flamear de las banderas con águilas de doble cabeza, elpobre hidalgo iba al encuentro de la gloria, pero también de la miseria.Después de largas campañas en Flandes o en Italia, tenía asegurada unaespera no menos luenga en las antesalas de los palacios, con el memorialen las rodillas, solicitando una recompensa de criado por los pelotazosde hierro y los acuchillamientos recibidos en las batallas contra elturco y el herético. Los altos puestos los acaparaban

los

cortesanos

denobleza

tradicional,

los

descendientes de los que habían peleado en laPenínsula contra el sarraceno.

Embarcándose para las Indias todo era posible. Bastaba fundar un pueblopara ennoblecerse por este hecho, colocando ante su nombre el honoríficoDon. Mozos de vida airada, acostumbrados a peleas nocturnas con lasrondas de alguaciles y a largas estancias en la cárcel por deudas,convertíanse al otro lado del Océano en magníficos señores quedestronaban emperadores, colocaban otros en su lugar, o concluían porsentarse en el trono.

Algunos, a la hora en que sus madres, vistiendozagalejos de roja bayeta, daban de comer a las gallinas en sus corralesde Extremadura y Andalucía, se casaban, lo mismo que los caballerosandantes, con grandes princesas de tez pálida y ojos oblicuos, criaturasde enigma y ensueño que llevaban sobre la frente la borla multicolor dela autoridad y en el pecho áureas placas con sagrados jeroglíficos.

Y todos los días, durante un siglo, chirriaban al amanecer las puertasdel caserío vasco, del tapial pardo de Castilla, del casuchín moriscoenjalbegado y oprimido en la calleja andaluza, de la corralada extremeñaenvuelta en olor de estiércol cerduno, y los mozos emprendían la marcha,ligeros de ropa y ágiles de piernas, cantando como los mancebos queencontraba Don Quijote en sus correrías, con una vieja espada al hombroa guisa de bordón de peregrino y pendiente de ella el hato de ropa contoda su fortuna: unas calzas nuevas, los gregüescos, dos camisas, unrosario, unos naipes gastados, lo más preciso para llegar a virrey o amarqués de título sonoro y exótico al otro lado del mar. Y de todos losextremos de la Península, siguiendo rutas convergentes como las varillasde un abanico, estos alegres romeros de la aventura y la ilusión veníana unirse con una firme amistad, tal vez por toda la existencia, al piede las carabelas y galeones que se balanceaban pesadamente en ladesembocadura del Guadalquivir esperando el lombardazo de partida.

Eran «la segunda hornada» de exploradores, los que habían de contornearel mundo recién descubierto, a través del naufragio y la muerte.Embarcábanse años después los de «la tercera hornada», losconquistadores de reinos y fundadores de ciudades, que, mal avenidos conla paz del triunfo, acababan por pelearse entre ellos sañudamente en unaguerra de banderías estúpida y feroz.

Los reyes vivían vueltos de espaldas a estas tierras de misterio, cuyasriquezas tan decantadas sólo fueron una realidad algunos años más tarde.Preocupados con sus guerras y negocios de Europa, miraban indiferenteseste éxodo y abrían la mano liberalmente a toda demanda de nuevasconquistas y permisos de navegación.

—Un autor de aquella época—dijo Maltrana—escribió un libro titulado Los seis aventureros de España, y cómo el uno va a las Indias, y elotro a Italia, y el otro a Flandes, y el otro está preso, y el otro andaentre pleitos, y el otro entra en religión. Y

cómo en España no hay másgente destas seis personas sobredichas... Así era: no había más. Ésteera el estado a que podían aspirar los que tenían voluntad y coraje. LasIndias representaban, según Cervantes, «el refugio y el amparo de todoslos desesperados de España»; y como la desesperación era el estadonatural de los españoles de entonces, de aquí que el libro debió teneruna segunda parte, verídica y lógica, relatando cómo el aventurero deIndias se quedaba allá para siempre; y los aventureros de Italia yFlandes, aburridos de un heroísmo pobre y sin gloria, acababan por irseal Nuevo Mundo; y el preso hacía lo mismo al salir de la cárcel; y elpleiteante seguía idéntico camino, viéndose sin otra subsistencia que lasopa boba; y hasta el fraile acababa sus días en un monasterio colonialadoctrinando vírgenes cobrizas y cuidando los naranjos recién traídos dela Península...

—En esta fuga hacia las tierras nuevas—dijo Ojeda—, ¿quién podráconocer jamás la cifra exacta de los que salieron y no llegaron?¡Cuántas catástrofes ignoradas!... Algunos autores extranjeros afirmanque en tres siglos le costó a España treinta millones de hombres lacolonización del Nuevo Mundo.

Seguramente exageran; pero hay que pensarque esa magna colonización desde la mitad de los actuales Estados Unidosal paso de Magallanes la acometió ella sola con sus propios recursos.Hoy, el americano ha cambiado mucho de su tipo original. ¡La mezcla queesto supone! ¡El enorme envío de virilidad que fue necesario paraaclarar la sangre india de su cobre nativo!...

Durante el primer siglo de la conquista, embarcábanse los aventureros enlos primeros buques que encontraban disponibles, vasos antiguos apenasrecompuestos y guiados por cualquier piloto costero que se prestaba adirigir la expedición. Las administraciones de entonces no conocían laestadística.

Además, eran frecuentes los viajes clandestinos, sinpapeles.

Nadie se preocupaba de la seguridad de los viajes ajenos: cadauno que velase por sí mismo. Se confiaba en Dios y no se tenía miedo anada.

Una expedición al mando de un viejo capitán de Indias salía de Cádizpara la isla de las Perlas, en las costas de Venezuela. El día erabonancible, el mar liso y tranquilo; pero el galeón estaba tandesencuadernado y podrido, que apenas navegó una hora se fue a piqueinstantáneamente a la vista de la ciudad, ahogándose todos sustripulantes.

—Esta catástrofe—dilo Maltrana—metió algún ruido, porque entre losaventureros iba el hijo único de Lope de Vega, mozo poeta deseoso deseguir una de las seis carreras de los hidalgos de entonces. Peroocurrían con mucha frecuencia estos naufragios por imprevisión o poraudacia, sin que de ellos quedase noticia alguna... ¡Si este mar pudiesecontarnos todos los dramas ignorados del descubrimiento!

El doctor Zurita asintió gravemente. Mucho le había costado a España sugran empresa de Ultramar. Tal vez su decadencia provenía de esto.

—Así es—contestó Ojeda—. Unos atribuyen esa decadencia a las guerraseuropeas; pero las naciones que peleaban con nosotros experimentaroniguales pérdidas, y no por esto decayeron... Otros echan la culpa alexceso de religiosidad, que nos metió en empresas absurdas. Tal vez seaesto cierto, pero en parte nada más. Naciones hubo entonces tanfanáticas como la nuestra, y sin embargo no se vieron en peligro demuerte... La causa principal de nuestra decadencia, o más bien dicho, denuestra anemia, debe buscarse en la colonización de las Indias. Unorganismo sana de las heridas que recibe, por tremendas que sean. Lopeligroso, lo mortal, es un desangre que dura años, que dura siglos: unflujo inatajable con el que se escapa la vida...

Fernando describió a la vieja España como una de esas madres prolíficasen exceso que marchan sobre sus piernas un tanto vacilantes, entre sushijos, grandotes, robustos, sonrientes con la confianza de la salud.Sufren todas las enfermedades y no tienen ninguna: su única dolenciacierta es la debilidad, la anemia, la escasez de una vida que han idorepartiendo y malgastando generosamente. Cada hijo se ha llevado unjirón de su existencia.

—Y figúrense ustedes—continuó Ojeda—lo que representa para Españahaber dado a luz cerca de una veintena de cachorros que están al otrolado del mar viviendo por cuenta propia, unos adelantados y cultos,otros impulsivos y montaraces, pero todos de su sangre y su apellido ycon las ilusiones de la juventud.

Maltrana asintió a estas palabras, pero añadiendo una opinión suya. Elmal de España había sido no descansar hasta la vejez.

—Nuestro país es por su historia algo semejante a una olla que hiervesiglos y siglos sin que nadie la aparte del fuego para que se enfríe sucontenido. Los grandes pueblos de Europa, después del hervor fundentedurante el cual se mezclaron sus razas y se borraron sus antagonismos,pudieron descansar en la paz. Este reposo les ha servido parasolidificarse, engrandecerse y adquirir nuevas fuerzas. España no;España no conoció el descanso.

Durante siete siglos hierve con elburbujeo de las luchas de raza y los antagonismos religiosos. Al fin severifica de cualquier modo la fusión de los diversos ingredientes. Yaestá hecha la mixtura nacional, tal vez de mala manera, pero ya estáhecha.

Hay que retirar la vasija del fuego para que se cristalice elcontenido y sea algo más que líquido y vapores.

Pero en este momento crítico, España descubría las Indias y por alianzasmonárquicas se encontraba dueña de media Europa.

Y en vez de descansar,volvía a hervir con un fuego mayor, se hinchaba con un burbujeo loco,absurdo, el más extraordinario, atrevido e insolente que consigna laHistoria. Una nación relativamente pequeña, mal situada en un extremodel mundo viejo, y que además pretendía unificarse expulsando a losespañoles hebreos y musulmanes por ser de distinta religión, emprendíaal mismo tiempo la empresa de colonizar medio globo y de mantener bajosu autoridad lejanas naciones europeas que no eran de su idioma ni de suraza.

Y el líquido, hinchado por el fuego, adquiría fantásticas proporciones,pareciendo mucho más grande de lo que realmente fue; esparcíase enoleadas fuera de la vasija, para perderse sin utilidad alguna, hasta queacabó por apagar la lumbre. Y cuando la olla descansaba al fin,enfriándose, sólo tenía en su interior leves residuos. Lo mejor se habíaescapado en vapores gloriosos o quedaba esparcido por el mundo enmanchas, en pequeños terrones, sin formar una masa homogénea.

—¡Ay, si hubiésemos descansado a tiempo como otros pueblos!—dijoMaltrana—. ¡Si hubiese transcurrido un siglo o dos entre laconstitución nacional y nuestras grandes empresas!...

Pero estiramos lapierna más allá de la sábana, que era corta.

Nunca se ha visto undespilfarro de vida y de energías más glorioso e inútil.

El doctor Zurita protestó de esto último.

—Inútil no. En lo que se refiere a las empresas de Europa,indudablemente... Pero queda la América, todas las repúblicas que hablanespañol, y que más allá de sus diferencias de constitución nacional soniguales por su alma y sus costumbres.

Ojeda asintió. El loco despilfarro de la energía española únicamentehabía sido reproductivo en las Indias. Viajando por diversas repúblicasdel Nuevo Mundo en sus tiempos de diplomático, había apreciado lagrandeza histórica de España mejor que con la lectura de los librosapologéticos.

En un país americano de clima frío, donde crecían lo mismo que en Europael pino y el abeto y las montañas estaban coronadas de nieve, salía alencuentro del viajero el idioma castellano, y con él las viejas casas deescudos coloniales en el portón y los entonados señores de solemnesmaneras semejantes a los hidalgos antiguos. Hasta el presidente de laRepública llevaba un apellido rancio y sonoro, igual al de los galanesde capa y espada de las comedias de Calderón. Luego, al saltar a otropaís de cocoteros y bosques enmarañados, con ríos como mares, llanurasde infernal ardor, volcanes de cima humeante y lagos suspendidos entrecordilleras vecinas a las nubes, volvía a encontrar vestido de blanco,con el sombrero de paja en la mano, el mismo hidalgo cortés yceremonioso; la dama de breve pie y ojos andaluces, discreta, juguetonay devota como una tapada de Lope; el antiguo convento colonial con sustorres encaperuzadas de azulejos que desgranan el campaneo de las horasen las tardes ardorosas o las noches lunares sobre calles de rejasventrudas impregnadas de perfume de naranjo y de jazmín. Y

otropresidente le recibía en audiencia, ostentando un apellido de viejacepa, y era idéntico a los demás en su porte caballeresco y sus hazañasde caudillo voluntarioso y corajudo.

Desde las fronteras de Texas a los hielos de Magallanes, vivía España yviviría luengos siglos en el doctor sentencioso, trasatlántico,descendiente de Salamanca y Alcalá; en la dama graciosa y devota queimita las últimas novedades de la elegancia exterior, pero guarda elalma de sus abuelas; en el caudillo aventurero que renueva al otro ladodel Océano los romances

medievales

de

la

Península;

en

la

irresistibleadmiración por el valor y la audacia que sienten hasta los másilustrados, colocando el coraje por encima de todas las virtudeshumanas.

Podía un cataclismo continental hundir la Península ibérica bajo lasaguas; y si con esto desaparecía la España nación, no por ello iba amorir la España pueblo, la España verbo, el alma española. Al otro ladodel mar, en las costas del Atlántico y el Pacífico, o acopladas en lasladeras de los Andes como los nidos de los cóndores, existían miles deciudades unificadas por el idioma, las costumbres y un concepto peculiardel honor.

Ochenta millones de seres hablaban el castellano y pensabanen él. El catolicismo, firme y dominador en unas naciones de América,débil y transigente en otras, era también una fuerza tradicional quemantenía viviente el pasado, común a todas ellas.

Los europeos aprendían el español para entenderse con los pueblosjóvenes de América. El castellano era el tercer idioma mundial gracias asu difusión en el Nuevo Mundo. España renacía en el verdor y belleza desus hijas.

—Y esto es algo—dijo Ojeda—. Nuestro loco despilfarro de otrostiempos no se ha perdido del todo gracias a América.

Sus amigos asintieron. No, no se había perdido.

—Sólo un país como la Península—continuó Ojeda—, de clima africano yal mismo tiempo con mesetas de frío glacial, podía dar una razapreparada para la colonización de un mundo tan grande y diverso. Asíúnicamente se comprende que unos mismos hombres llegasen a fundarciudades que están a más de dos mil metros de altura, en las que serespira con dificultad, y ciudades al nivel del mar, bajo el Ecuador, enun ambiente de infierno. Sólo un pueblo sobrio y de vida dura como elespañol podía acometer la empresa de poblar un mundo con el que la genteaún era más sobria y había poco de comer o no había nada absolutamente.El peligro para el conquistador no fue la flecha del indio; fueron lasoledad y las inmensas distancias, y sobre todo, fue el hambre.

Zurita intervino, con la precipitación del que oye hablar de algo queconoce mejor que sus interlocutores.

—De eso puedo decir mucho. Yo he colonizado, ¿sabe, amigo?... Yo hevivido en el desierto, y allí conocí lo que habían sido los antiguosespañoles y lo mucho que les debemos...

Nosotros hemos sido injustos conellos. Nos educan mal por patriotismo: nos inculcan mentiras desde laniñez. Cuando yo iba a la escuela estaban más vivos que ahora los odiosde la lucha por la Independencia, y eso que había pasado más de mediosiglo. España era una madrastra cruel y los españoles unos

«gallegos»brutos, que sólo habían sabido esclavizarnos y explotarnos... Y esto noslo enseñaban en idioma español, y además, el maestro y los discípulosllevábamos todos apellidos españoles. Hablábamos de los «gallegos» comode un pueblo bárbaro que hubiese conquistado nuestro país cuando yaestaba constituido y en plena civilización, retrasando su progreso, porlo cual lo habíamos expulsado gloriosamente después de tres siglos detiranía... De hombre continué en la misma ignorancia. Los que nacemos enuna ciudad ya hecha no nos preguntamos cómo se formó y quiénes pusieronsus cimientos. Cuando deseamos salir de ella, es para irnos a Europa yrabiar de emulación viendo que hay cosas mejores que las nuestras. Nuncamiramos atrás ni nos preocupan nuestros orígenes.

Hizo una pausa el doctor, como si le molestase un mal recuerdo.

—Yo mismo—añadió—siento cierto remordimiento al pensar en mi abuelo.¡Pobre señor! Cuando de niño me enfadaba con él, le llamaba «gallego» yrecordaba los grandes hechos de la Independencia, que habían servido,según mis ideas, para echar a patadas del país a una banda deextranjeros explotadores... Al viajar por el interior de mi tierra, viclaro; me di cuenta de los sufrimientos y trabajos de aquellos hombresque fueron extendiendo por el desierto la civilización de su época. Sólolos que viven en las ciudades y no salen al campo (al campo inculto queaún no conoce la mano del hombre) pueden hablar con desprecio denuestros remotos ascendientes.

El doctor recordaba su vida de joven, cuando había colonizado tierrasvírgenes recientemente abandonadas por el indio.

—Tuve que sufrir toda clase de privaciones: hasta pasé hambre muchasveces. Y eso que tenía cerca el ferrocarril, y los ríos podíaremontarlos en buques de vapor en vez de ir a remo, y el trasatlánticome traía en menos de un mes los encargos de Europa... Entonces me dicuenta de lo que hicieron los primeros españoles, sin otros medios decomunicación que la recua o la carreta, teniendo que echar seis u ochomeses para recorrer distancias que hoy salva el ferrocarril en dos otres días. Cuando querían remontar el Paraná, yendo de Buenos Aires a laAsunción a remo y a vela por las revueltas del río, les costaba esteviaje tres veces más tiempo que para ir a España. Naves de la Penínsulallegaban muy de tarde en tarde, si es que no naufragaban. Y a pesar detantos obstáculos, nuestros ascendientes fundaron los núcleos de lasciudades que ahora tenemos, crearon las primeras ganaderías, adaptaron anuestro suelo los productos del viejo mundo, lo prepararon todo para quelos europeos que llegasen después no se murieran de hambre... El españolcolocó la mesa en América, fabricó los asientos y puso el pan. Ésta esuna imagen que se me ocurre.

Después, otros pueblos más adelantados hantraído las salsas refinadas de civilización, los hermosos adornos demesa; pero sin el primero, que preparó lo más necesario, no habríabanquete.

—Así es—dijo Maltrana—. Pero el que produce en la vida lo preciso yvulgar no alcanza nunca la fama del que fabrica lo superfino yagradable. Nadie sabe quién inventó el pan y quién tejió la primeratela. Ningún pueblo les ha levantado estatuas. Y

crean ustedes que losinventores del pan, del paño y de la cocción de los alimentos fueron másgrandes y dignos de gloria que los autores de todas las maquinarias denuestra época.

—En la formación de los países americanos—insistió Zurita—

ocurre loque en los grandes edificios que ahora se construyen.

Muy pocos ven elandamiaje interior de acero; ninguno desea conocer el nombre de los quetrabajaron en los profundos cimientos. La admiración es toda para losadornos y «firuletes»

de la fachada... Y quien asentó nuestros cimientosy levantó la parte sólida de nuestro palacio, fue España. Los otrospueblos han llegado mucho después, a la hora de los adornos ybalconajes, para dar lo cómodo y lo lindo. Lo más duro, el trabajoingrato y peligroso de albañilería, lo hizo «la vieja».

—Y cuanto más quieran ustedes elevar su edificio—dijo Ojeda—, cuantomás grandioso y solemne lo deseen, más tendrán que bajar en busca de loscimientos para reforzarlos, so pena de venirse abajo.

—Hay que haber vivido en el desierto—continuó el doctor—

para darsecuenta de lo que trajeron con ellos los conquistadores y los serviciosque prestaron a la civilización. Yo sufrí mucho al crear mis estancias,y sin embargo, pensaba: «Este caballo que me lleva de un lado a otro lotrajeron los españoles. Antes de venir ellos, no existía. Estas vacas yestas ovejas que puedo matar y comer las trajeron ellos también. Lagalleta que me llevo a la boca procede del trigo que ellos sembraron losprimeros». Y

no podía moverme en mi pobreza sin encontrar que las pocascomodidades que me rodeaban las debía a los atrevidos españoles queavanzaron y murieron en el desierto para que un día pudiese yo avanzar ami vez. Y me preguntaba: «Pero ¿qué había aquí antes de que ellosllegasen? ¿Qué comía la gente?...».

La gente era escasa, y para comersolo había maíz, mandioca y carne del huanaco. Esto a juzgar por lo queyo he visto en mi tierra. Dicen que en el Perú y en Méjico había mayoresmedios, porque era más numerosa la gente. Así debió ser, pero me temoque en los relatos haya mucha exageración de los hombres de pluma,cuentos maravillosos... lo que ustedes llaman

«literatura».

Ojeda, que escuchaba pensativo, habló a su vez.

—Y hay que pensar, doctor, en los esfuerzos que costaría llevar alNuevo Mundo cada uno de esos productos destinados a la aclimatación, enpequeños buques, con la gente hacinada.

Tripulantes y soldados dormían sobre las tablas. Los capitanes ypersonajes tenían por toda comodidad una colchoneta arrollada en elcastillo de popa. Las provisiones eran saladas o avinagradas, pararesistir los cambios de temperatura. Las grandes calmas del Océanohacían escasear con su larga inmovilidad la provisión de agua. Muchosvendían una a una sus prendas de ropa a cambio de algunos vasos delíquido terroso y recalentado, y llegaban desnudos al término del viaje.Y en medio de esta sed rabiosa, había que economizar líquido para dar debeber al caballo, al toro procreador, a la vaca de vientre, al naranjoen maceta, al olivo de plantel, a todas las novedades animales yvegetales que llevaban allá como tesoros, estimados en más que la vidade los hombres... Y como si no bastasen tantas tribulaciones, habían deabrirse paso a cañonazos entre los buques enemigos, ingleses, holandeseso franceses, que, según las variaciones de la política española, lessalían al encuentro para impedir sus viajes.

—España—terminó Ojeda—dio a América todo lo que tenía, lo bueno y lomalo.

—Y no dio más porque no tenía más—dijo Zurita—. Los otros países nocreo yo que tuviesen más que dar en aquellos tiempos... Pero nosotros,legítimos descendientes de los españoles, hemos heredado de ellos lamala lengua, la tendencia a hablar contra España y hacerla responsablede todo.

—Ahí tenemos al amigo Pérez—dijo riendo Maltrana, ese buen mozo subidode color que admira a Inglaterra hasta en sueños. Ése hace responsable ala madre patria de todo lo de América: de la sequedad o del exceso delluvias, de la pereza de los indios, hasta de la escasez deferrocarriles.

—La mala lengua heredada, es cierto—dijo Ojeda—. El individualismoorgulloso del español, que se cree defraudado por ser de su país y hablacontra él a todas horas, convencido de que al nacer en otra tierrahubiese sido mucho más grande.

—Una injusticia—dijo Zurita—es también hablar tanto de la crueldad delos españoles con el indio. ¿Cómo civilizar una tierra sin barrer antesla gente que la ocupa si es que se opone a esa civilización?... En laantigua América española, los pueblos más adelantados son ahora aquellosque tienen menos indios. En los Estados Unidos quedan tan pocos, que losenseñan en los circos como una curiosidad. En mi país sólo seencuentran en las fronteras del Norte, y cada vez son menos. Chile ya noguarda más que una muestra de los antiguos araucanos.

—Es curioso—dijo Maltrana volviendo a sonreír—. Casi todas lasrepúblicas americanas, en su odio a España, han cantado al indioprimitivo, que hizo frente a los conquistadores, pintándolo como unhéroe poseedor de todas las virtudes. Pero muchas de esas repúblicas,después de su independencia, se han dedicado a matar al indio, asuprimirlo con una crueldad más fría y razonada que la de los virreyes ygobernadores, a organizar el exterminio metódico y el reparto de losniños, para que no quedase ni simiente... Nietos de gallegos yvascongados han cantado los intentos de rebelión de los indios contra lametrópoli, viendo en ellos los primeros vagidos de la Independencia,cuando no fueron más que revueltas de razas, sublevaciones de color. Enel caso de triunfar los indios, lo primero que hubieran hecho es darmuerte a los criollos blancos, abuelos o padres de los caudillos de laemancipación americana.

—Yo no soy de ésos—protestó el doctor—. Yo creo que el principaldefecto de la colonización española fue su empeño en transformar alindio, en hacerlo cristiano: empresa difícil y de escasos resultados.Vean el ejemplo de las grandes naciones modernas: cuando les estorba supaso un pueblo refractario, lo suprimen... Inglaterra, con su virtudprotestante y su lagrimeo bíblico, ha borrado del planeta razas enteras.España no pudo hacerlo. Tenía que poblar un hemisferio, le faltaba gentepara tanta extensión, y hubo de transigir con los naturales. Además, hayque tener en cuenta el espíritu devoto y la perniciosa facilidad delespañol para engancharse con la primera india que le salía al paso yconstituir con ella santa familia cargada de hijos. Los pueblosmodernos, cuando conquistan un país, envían remesas de mujeres blancaspara que los colonizadores no malgasten la semilla nacional enmestizamientos. Y si a pesar de esto surge el mestizo, no lo reconocen.

—El conquistador—dijo Maltrana—, aconsejado por el sacerdote, creyóvivir en pecado mortal si no se casaba con la madre de sus hijos, y aveces la manceba india, por obra de las hazañas de su marido, llegaba aser doña Inés, doña Luz o doña Violante con escudo nobiliario ygobernación de tierras.

—En los Estados Unidos—dijo Ojeda—, la gente europea se mantuvo en supureza blanca, y por eso llegó adonde ha llegado.

Cada uno, al emigrar,se llevaba su mujer, y los casamientos se hacían siempre dentro de laraza. Pero aquella tierra está, como quien dice, a las puertas de suantigua metrópoli, los viajes eran más rápidos, más frecuentes, y mayorel trasplante de personas.

Además, vivieron mucho tiempo concentrados enlas costas, dejando el resto del país a los salvajes, avanzandolentamente, con paso seguro, hasta que, casi en nuestra época, de unsolo golpe se desbordaron por la enorme extensión, decididos a acabarcon el indio, refractario a la cultura; y el indio acabó...

España,desde el primer momento quiso verlo todo, explorarlo todo. Sus primerosdescubridores estuvieron en sitios a los que luego no ha vuelto ningunapersona civilizada. Y este esparcimiento loco de fuerzas disgregadas ycuriosas tuvo como consecuencia, en muchos lugares, que en vez dehacerse el indio español, fue el español el que se hizo indio, sumándosepor el amor y las relaciones de familia a la raza que intentaba dominar.

—Así les va a los pueblos de tal origen—dijo sonriendo el doctor—.Yo, mis