Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Y para llegar hasta ella, el héroe no había tenido que combatir elobstáculo del fuego, que se salva con sólo un impulso de coraje... Sufirmeza y su paciencia habían sido tan grandes como su valor ante losocéanos que desalientan por su inmensidad; las montañas que crecen y serepiten así como se va avanzando por sus rugosidades; los bosquesobscuros y laberínticos, en los que se pierden la luz del sol y lashuellas de los pasos; las llanuras desoladas que no terminan nunca.

VIII

La víspera del paso del Ecuador, al penetrar la luz del alba en lasentrañas del buque, fue esparciéndose con ella una melodía suave demetales discretos, una música con sordina que sólo aspiraba a despertarlevemente a los pasajeros, para que reanudasen el sueño con mayorplacer.

Avanzaban los músicos quedamente a lo largo de los corredores

todavíailuminados

por

la

luz

eléctrica, y

deteniéndose en un cruce, embocabansus instrumentos, repitiendo la solemne alborada.

Los durmientes se agitaban en sus lechos. Todos sabían lo quesignificaba esta música oída entre sueños. El Coral de Lutero. Eradomingo, y el buque protestante lo anunciaba a sus gentes con este salmoinstrumental, que recordaba a muchos una ópera de Meyerbeer.

Se apagó al fin la música, sin otra consecuencia que haber turbadodurante algunos minutos los ronquidos de los pasajeros, llamadosinútilmente a la meditación y la plegaria. Pero transcurridas cuatrohoras, un espectáculo extraordinario hizo salir a muchos de suscamarotes antes que de costumbre.

Las señoras sudamericanas, vestidas de negro, con sombreros del mismocolor y un velo ante los ojos, subían la escalinata de caoba condirección a los salones, pasando entre los camareros agachados y enmanga de camisa que fregoteaban peldaños y balaustres. Todas marchabancon los ojos bajos y cierto encogimiento, como si acabase de ocurrir enel buque algo extraordinario y triste que entenebrecía el esplendor dela mañana tropical. Entre las manos enguantadas de negro llevabanpequeños libros encuadernados en oro y nácar. Tras ellas venían loshombres de la familia con aire de burgueses endomingados que asisten auna ceremonia fatigosa e ineludible.

Los trajes blancos, los cuellosflojos, las gorras de viaje, los zapatos de lona, no aparecían estamañana.

Isidro se encontró en un rellano de la escalera con el doctor Zurita,que marchaba cual un pastor majestuoso, respetado y jamás obedecido,tras el rebaño femenil de su familia: señora, cuñadas, suegra e hijas.Un cuello recto y esplendoroso remontábanse en él desde la corbata negraa las orejas. Batían sus piernas los faldones de un chaqué, prendaincómoda en la región ecuatorial, que gravitaba sobre sus espaldas conla pesadumbre de una coraza, moteando sus sienes y bigote de perlas desudor. Al ver a Maltrana le dirigió una sonrisa de resignación,señalando al mismo tiempo con los ojos el término de la escalera, lossalones, hacia los cuales marchaba siguiendo el fru-fru majestuoso delas faldas.

Algunos pasajeros alemanes, vestidos de blanco con descuido matinal,subían a la cubierta de paseo y miraban un instante por las ventanas delos salones. Luego se dirigían hacia la popa discretamente en busca delas tertulias que empezaban a juntarse en el fumadero, como hombres quesorprenden una reunión de familia y no quieren molestarla con supresencia.

El

mayordomo

permanecía

junto

a

la

escalinata,

recomendando silencio enlas tareas de limpieza, evitando el choque de los cubos, las ruidosasfrotaciones, haciendo hablar a los camareros en voz baja, lo mismo quesi estuviesen en la habitación de un enfermo.

Un repiqueteo de campanilla surgió del último salón, amortiguado por lascerradas vidrieras. Isidro, que había subido al paseo, miró por unaventana. «Lo mejor del buque» estaba allí, oprimido, amontonado ante laplataforma de los músicos. Las señoras, en primer término, ocupaban lassillas, y detrás de ellas los hombres, de pie, codo con codo, llevándoseel pañuelo a la frente sudorosa. Giraban los ventiladores, y sobre lasnegras filas de pechos femeninos mariposeaban los abanicos con incesantealeteo.

Maltrana fijó su mirada entre las dos columnas de la plataforma, allídonde ordinariamente había una especie de mostrador encristalado llenode tarjetas postales y «recuerdos de viaje» que vendía el mozo del salónencargado de la biblioteca.

El tal mostrador había desaparecido bajo unmantel lleno de puntillas. Dos candelabros con cirios crepitaban en lamañana esplendorosa sus luces incoloras y sin fuego; un crucifijo deporcelana ocupaba el centro.

Ante el altar improvisado erguíase el obispo, cubierto con una casullade oro y albas vestiduras que aún guardaban los pliegues del encierro enla maleta. Arrodillado a sus pies estaba el abate, con las barbasfluviales tendidas sobre el negro delantero de su sotana. Todos los ojosiban hacia él: sólo la familia de La Boca seguía con mirada amorosa losmovimientos de Monseñor al decir la misa.

El conferencista, a pesar de su modesta situación de ayudante, eraadmirado por muchos, como esos grandes actores que, aun permaneciendomudos en un extremo de la escena, consiguen mayor atención que los quehablan y gesticulan en primer término. Cuando su voz abaritonadarespondía a las palabras del obispo, había en ella tal encanto y tantaautoridad, que las buenas señoras se lamentaban de que estascontestaciones fuesen breves.

Y él, convencido de su éxito, seempequeñecía, se humillaba ante el oficiante, como un simple acólito,mirando algunas veces al público con el rabillo del ojo para que noperdiese ni el más pequeño detalle de su religiosa abnegación. No habíaquerido dar la conferencia, pero ofrecía algo más interesante: elespectáculo de un grande hombre, cuyos retratos figuraban en losperiódicos, ayudando la misa de aquel obispo obscuro, que parecíaaturdido por tal honor.

Abandonaba a veces el abate su actitud encogida, para dirigir aloficiante como un maestro. Todos los objetos del culto eran suyos: elsagrado mantel, la casulla, el cáliz de piezas enroscadas y las divinasFormas. Este hombre extraordinario, aleccionado por la experiencia, noolvidaba nada en sus viajes. En una maleta, los periódicos ilustradoscon sus biografías, los libros que había escrito y los retratos quedebía regalar con dedicatorias; en otra, los artículos de la misa,guardados en estuches con forros de terciopelo, bien cuidados,desmontables y limpios, como útiles profesionales.

Una cabeza avanzó junto a la de Maltrana, pegándose al vidrio, al mismotiempo que un codo tocaba el suyo. Era Ojeda.

—¿Está usted oyendo misa?...

—No, Fernando. Pensaba en los caprichos de la suerte histórica; en cómola casualidad puede llevar a las gentes por los caminos más diversos...Mire usted con qué devoción siguen esas damas el curso de la misa.Algunas hasta tienen húmedos los ojos. Una misa en pleno Océano,¡figúrese usted!... Y pensar que si América la descubren los ingleses, oel gran Carlos y se deja convencer en Worms por el frailecillo Martín,toda esa gente estaría a estas horas con una Biblia en la mano cantandosalmos con acompañamiento de armónium.

En otras ventanas apretábanse contra los vidrios las cabezas rubias devarios niños. Con la boca abierta y un pliegue vertical entre las cejas,contemplaban ansiosos las genuflexiones y manejos del hombre dorado ylos gestos del hombre negro que le seguía en todas sus evoluciones. Eranpequeños alemanes que por primera vez veían una misa.

Maltrana examinaba el público amasado en el salón.

—Gran concurrencia—dijo—. Ninguna fiesta de a bordo ha reunido atanta mujer. Hasta veo tres coristas que se han vestido de negro conropas prestadas por las amigas. Son polacas... Y

más allá, mire usted adoña Zobeida envuelta en su manto americano, y a nuestra amiga Conchitacon mantilla española...

En el centro está Nélida, una Nélida que pareceotra, humildita al lado de su madre, con la cabeza baja, sin nadallamativo, húmedos

los

hermosos

ojazos.

¡Pobrecilla!

En

ella

lasimpresiones son tan fugaces como intensas. Está emocionada por elespectáculo. Un poco más, y rompe a llorar... Pero vámonos de aquí;estamos molestando. Don Carmelo, el de la comisaría, que está al ladodel abate para ayudarle, nos ha mirado varias veces. Las respetablesmatronas levantan la cabeza, y yo debo velar por mi reputación. Noquiero que digan que Maltranita es un impío. Esa reputación sirve aveces en Europa, pero en América da muy poco.

Se apartaron de la ventana para emprender un paseo por la cubierta,solitaria en aquellos momentos.

—Ahí verá usted—dijo Isidro a los pocos pasos, continuando de viva vozel curso de sus reflexiones—la gran diferencia de lo imaginado a loreal. ¡Cuántas veces he leído yo la descripción de una misa en alta mar!Usted mismo, poeta, si se propusiese hacer unos versos sobre esto, ¡quéde cosas bonitas diría!... El augusto silencio; el Océano recogiéndosepara presenciar mejor la divina ceremonia; la mañana esplendorosa, lasgentes llorando, un hálito celeste descendiendo sobre el buque cualmúsica angélica... Y fíjese en la realidad: no hay más música que la delos ventiladores y abanicos; los hombres chorrean sudor y miran a laspuertas deseando huir; abajo suenan los platos y los tenedores de losherejes, que toman su primer almuerzo; en la proa y en la popa gritan,juran y cantan los emigrantes; los camareros suben y bajan las escalerascon sus útiles de limpieza... No; decididamente, no hay poesía religiosaen estos buques modernos.

—Procure no repetir tales cosas en presencia de sus amigas—

dijo Ojedacon el mismo tono zumbón—. Como usted afirmaba antes, la impiedad damuy poco en América, y el catolicismo es algo que dejó muy arraigado enlas mujeres la educación española. Los hombres son indiferentes, sonincrédulos, pero jamás se atreven a ser impíos. Para eso hay que pensar,y su pensamiento lo ocupan por entero los negocios.

Otra vez, como en la tarde anterior, surgió en su conversación elrecuerdo de los conquistadores, pero por breves momentos. El hombre depresa, el navegante de espada, había sido en muchas ocasiones unmístico. Al sentirse fatigado de aventuras y glorias, desceñíase latizona, abandonaba el corselete y se cubría con el hábito de fraile.Otras veces, en plena juventud, bastaba un revés de fortuna, undesengaño de amor, para que el capitán fastuoso y cruel se convirtieseen ermitaño del desierto, alimentándose de raíces frente a una calaveray una cruz de palo.

Estos místicos a la española, de un misticismo orgulloso y dominador, envez de elevar los ojos al cielo para dejarse absorber por su grandeza,tiraban del cielo y lo hacían bajar hasta ellos, viendo en cada acto desu energía individual una chispa de la voluntad de Dios encarnada en suspersonas. Eran místicos de acción, como el antiguo soldado Loyola, comola andariega Teresa de Jesús, especie de Don Quijote con tocas siempre acaballo por los campos de Castilla; y este misticismo vigoroso ymilitante, que salvó a la Iglesia católica cortando el paso a la Reformase había esparcido por el Nuevo Mundo con los conquistadores,predispuestos al milagro. Siempre que se veían en un aprieto al pelearcontra los indios, aparecíaseles el apóstol Santiago en su corcel blancoy luminoso, hendiendo las apretadas huestes cobrizas, lo mismo que enEspaña había desbaratado a los infieles musulmanes.

—La devoción de aquellos hombres—dijo Ojeda—ha llenado América deimágenes prodigiosas, tantas o más que en la Península. No hay alláciudad con tres siglos de existencia que no tenga un santo deindiscutibles milagros... Los imagineros de Valencia y de Sevillaenviaban remesas de vírgenes y cristos a los conventos de las Indias y alos hidalgos retirados de aventuras en sus buenas encomiendas. Peroestas imágenes de encargo, al tocar el suelo americano, se agigantaban yhacían milagros, lo mismo que los desesperados y hambrientos que alllegar allá se convertían en héroes.

Viéronse crucifijos remontando los ríos contra su corriente; vírgenesque inmovilizaban la carreta que las conducía para manifestar suvoluntad de no pasar adelante y que allí mismo las erigiesen un templo;imágenes que, ocultas en el suelo, se anunciaban con músicas y lucesmisteriosas. Todos los prodigios divinos de la metrópoli se repitieronen las Indias, como la copia repite el original. Las vírgenes negras deEspaña, inexplicables para la devoción peninsular, se reprodujeron enAmérica, con gran entusiasmo de la gente de color.

—Y todo este pasado vive ennoblecido e indiscutible bajo una pátina desiglos que lo hace cada vez más venerable. Créame, Maltrana. Al llegarallá, enfunde su burla y procure no hablar de religión, si es que buscaapoyo en las damas. Deje eso para los comisionistas de comercioextranjeros. La impiedad no puede ser para nosotros artículo deexportación. Las creencias tradicionales resultan obra de «nuestravieja», y si las atacamos, hágase cuenta que estamos dando con un picoen la casa materna.

Después de permanecer sentados algún tiempo en la terraza del fumadero,continuaron su marcha, llegando por segunda vez a las ventanas delsalón. El público era el mismo, nadie se había movido de su lugar, peroel oficiante era otro. Monseñor estaba abajo, tomando su almuerzo,rodeado de la familia admiradora, que le incitaba a restaurar susfuerzas después de las fatigas recientes. Ahora era el abate francés elque, revistiéndose a la vista de los fieles con los mismos ornamentos,decía la segunda misa.

En vano desplegaba una majestuosa solemnidad en palabras y gestos: supúblico seguía admirándole, pero estaba fatigado.

Corría el sudor por elrostro de las damas, arrastrando en sus tortuosos raudales el negro delas ojeras, el rojo de las mejillas y el barro blanquecino de los polvosde arroz. La conciencia de estas devastaciones del calor las hacíamoverse nerviosas en sus asientos con el abanico sobre el rostro. Loscuellos almidonados de los hombres perdían la acorazada tersura de suplanchado; se ondulaban como muros de porcelana próximos aresquebrajarse.

De las orejas velludas colgaban perlas de sudor.

Acostumbrado el sacerdote a adivinar el estado de ánimo de los públicos,aceleraba sus gestos, llevaba la ceremonia a todo galope mascullandofrenéticamente sus latines, reanudándolos antes de que terminase susrespuestas el ayudante con sotana negra. Este ayudante era don José, elcura español, encogido, humilde, para ganarse las simpatías de lasseñoras que admiraban al abate.

Los dos amigos, acodados en la borda, sintieron de pronto a sus espaldasun estrépito de sillas removidas, puertas abiertas de golpe,precipitadas carreras, suspiros de pechos comprimidos, algo semejante ala fuga pavorosa del público en un local que se incendia. La misa habíaterminado y las señoras corrían a sus camarotes para cambiar de ropas yreparar el desorden de sus rostros. Los hombres respiraban unos momentosen la cubierta y encendían un cigarro antes de ir a despojarse de lasprendas negras.

Sonó de nuevo el repiqueteo de la campanilla y corrió Isidro a mirar porlas ventanas. ¡Otra más!... Era su amigo don José, que, cubriéndose conlas vestiduras sudorosas de sus antecesores, iba a decir la tercera misaayudado por don Carmelo. El sacerdote se preparaba a oficiar sin máspueblo devoto que las sillas esparcidas en el salón con el desorden dela fuga. Sólo algunas domésticas, enviadas por sus señoras, entraronapresuradamente para no quedarse sin misa. Doña Zobeida y Conchitahabían avanzado hacia los asientos de primera fila, consolando aloficiante con su presencia de esta retirada general.

—¡Mi pobre don Pepe!—exclamó Isidro—. ¡Él que contaba con esta misapara hacerse visible ante el señorío del buque y adquirir buenasamistades!... ¡Y me lo dejan solo, como un artista sin cartel! Eso noestá bien. Hay que hacer algo por el paisano, ¿no le parece,Fernando?... ¡Si nos lanzásemos! ¡Hace tantos años que no hemos vistoeso de cerca!...

Y los dos entraron en el salón, colocándose en primera fila.

Elambiente, cerrado aún y caldeado por tantas respiraciones, era de unadensidad asfixiante. Conchita los saludó con un gesto de cansancio. DoñaZobeida, al reparar en ellos, tuvo miradas de ternura. Muchas gracias,en nombre del buen padrecito. Para ella, esta misa era de mayoresméritos que las anteriores.

Don José, al volverse de cara a los fieles, no pudo reprimir un parpadeode sorpresa viendo la inmovilidad devota de sus dos amigos. Y esteagradecimiento, así como lo avanzado de la hora, le hizo despachar sumisa rápidamente.

Al terminar la ceremonia, don Carmelo fue el primero en huir, llevándoselas manos al rostro, que chorreaba sudor.

—¡Mardita sea mi arma! Serca de dos horas en este horno...

Ercomandante, porque soy español, me da siempre estos encargos. ¡Con loque tengo que escribí en la comisaría!...

Y salió apresuradamente, cruzándose con el abate, que volvía en busca desus ornamentos para colocarlos uno por colocarlos uno por uno, biencontados y limpios, en los estuches de viaje.

La banda de música tocaba su concierto matinal. Todos los sillones delpaseo estaban ocupados. Las damas, vestidas de blanco, gozaban elbienestar de una leve frescura después de las angustias sufridas en elsalón. Circulaba impreso el programa de las fiestas con las que sesolemnizaba el paso de la línea: cuatro días de banquetes, conciertos yjuegos atléticos. Muchos reían de los chistes con que el mayordomo habíasalpicado el programa, gracias inocentes, de una pesadez abrumadora, queparecían guardadas en el almacén del buque con las flores de trapo, lasbanderas y los escudos de cartón, para resurgir a fecha fija en todoslos viajes.

Ojeda, al salir a la cubierta, se vio detenido por la sonrisa de Mrs.Power y abandonó a su compañero, acodándose al lado de ella en labaranda.

«¡Demonio de mujer!—pensó Maltrana—. Parece como que huele a Fernando.Cualquiera diría que tiene ojos en la nuca para verle. Está de cara almar y apenas nos aproximamos, vuelve la cabeza sonriendo de antemano,segura de que es él quien se acerca.»

Un coro de vociferaciones, grandes risas y aplausos sonó en la terrazadel fumadero, y Maltrana, ansioso por conocer todo lo que ocurría en elbuque, corrió hacia este sitio.

Era Nélida, rodeada de sus admiradores y otras gentes que habían sidoatraídas por el nuevo aspecto que presentaban algunos de aquéllos. Elbarón belga, su rival el alemán y otros más que tenían bigotes,aparecían ahora con el labio superior recientemente afeitado, y estanovedad provocaba la ovación irónica de los amigos.

Nélida sonreía, bajando los ojos con modestia. Había manifestado el díaanterior que nunca podría amar a un hombre con bigotes; ella estaba porel varón a estilo norteamericano, con la cara limpia de pelos lo mismoque los luchadores helénicos. Y

esto había bastado para que aquelloshombres, roídos por sorda rivalidad corrieran a ponerse en comunicacióncon el barbero, presentándose desfigurados ante la veleidosa joven quelos abarcaba a todos en un afecto común, sin distinguir a ninguno.

—Esta chica va a volvernos locos—dijo Maltrana a Ojeda, que habíacorrido también para enterarse del motivo del estrépito—.

Ahora pareceque su gusto consiste en que los hombres se afeiten. Yo estoy libre deeso: yo he seguido siempre la moda de ahora. Pero usted, Fernando,líbrese de que esa chiquilla le eche el ojo. Veo en peligro sus hermososbigotes.

—¡A mí!...—exclamó Fernando levantando los hombros despectivamente ymirando a Nélida, que por casualidad fijaba al mismo tiempo sus ojos enél—. No hay peligro, Maltrana... Me vuelvo con la yanqui.

Cuando los dos amigos se reunieron en la mesa, a la hora del almuerzo,notaron la ausencia del doctor Rubau.

—El pobre señor está muy triste—dijo Munster—. Me comunicó anoche quepasaría encerrado todo el día en su camarote. Hoy es el sextoaniversario de la muerte de su señora, y todos los años, esté dondeesté, hace lo mismo. Se aísla, piensa en ella, no come; llora con todalibertad.

Maltrana admiró irónicamente la conducta del doctor. ¿Quién podríasospechar esta desesperación romántica en aquel viejo médico, con sussetenta años, sus patillas teñidas y sus dientes montados en oro?... Yen vida de la llorada señora tal vez se habrían peleado los dosfrecuentemente y él llevaría sobre su conciencia más de unainfidelidad...

—¡La ilusión, Ojeda! La caprichosa ilusión, que agranda las cosascuando las perdemos y nos las hace amar con nuevos amores, borrando losrecuerdos ingratos.

Después del almuerzo, Maltrana desapareció con aire misterioso. Habíahablado a su amigo de cierta expedición a la parte más interesante delbuque: una visita que muy pocos conseguían hacer. Pero él tenía amigos,gozaba de grandes influencias, y acompañando a don Carmelo, el de lacomisaría, iba a realizar su capricho.

No quiso decir más, y se fue escalera abajo, dejando a Ojeda tendido enun sillón de la cubierta.

Un calor pegajoso humedecía las frentes y las espaldas. Los dormitantescambiaban de postura para separarse de la epidermis las ropas adheridaspor el sudor. Una tenue nubecilla, algo así como una leve pinceladablanca, destacábase en el azul del horizonte ante la proa deltrasatlántico. Era un velero, todavía lejano, que navegaba con el mismorumbo del Goethe. Pronto lo alcanzaría éste; el viento era escaso; devez en cuando una ráfaga; luego la calma ecuatorial, densa, anonadadora,que parecía gravitar sobre el Océano, conmovido apenas por ligerosestremecimientos.

Marcábase de pronto sobre este mar luminoso un gran redondel negro.Surgía del horizonte una barra de sombra que iba rodandovertiginosamente hacia el navío, como una pieza de tela que sedesenrolla, obscureciendo al mismo tiempo el cielo y el agua. En estazona de sombra el mar aparecía erizado de pequeñas puntas, como lasuperficie de un cepillo.

El avance sólo duraba unos minutos. Pasaba el buque, con una rapidezigual a la de las mutaciones escénicas, del sol ardoroso a una penumbralívida de tempestad. La lluvia lo envolvía con un trágico acompañamientode relámpagos y truenos estentóreos; truenos como sólo se oyen en lasoledad del Océano. Esta lluvia no era a raudales, sino en grandesmasas, cual si se desfondase un lago allá en lo alto y todo su volumencayera de golpe.

Entraba en forma de cuchillos por los intersticios delas lonas, inundando la cubierta por el lado del viento; deslizábase enriachuelos ondulosos al pie de las barandas; aglomerábase en las canalesde desagüe, que borbolleaban, atragantadas por tanto líquido. Los toldosy las planchas quejábanse como apaleados.

Y a los cinco minutos, cuando las gentes, asustadas, recogían libros yalmohadones en las cubiertas para librarlos de la inundación,refugiándose con ellos en los salones, surgía de pronto el sol; elbuque, chorreante, brillaba cual si fuese de oro, y la mancha de sombraiba corriéndose en el mar luminoso, cada vez más reducida, más estrecha,hasta perderse en el infinito, como si la fuese arrollando una manoinvisible.

Al poco rato el calor ecuatorial había devorado hasta la más recónditamancha de humedad. Cuando aún se deslizaban en las canales algunas gotasretrasadas, las tablas de las cubiertas, ardientes por el sol, crujíande nuevo bajo los pasos. Un cuarto de hora después del tempestuosochaparrón no quedaban vestigios de él. Se le recordaba como algo absurdoe irreal, en el calor asfixiante de la tarde, bajo un cielo de crudoazul, sobre un mar que hervía con los reflejos del sol y daba a laretina la impresión de un lago infinito de tibias aguas.

Formábase en el avante de la cubierta un grupo de niños y criadas queseñalaban al horizonte. Acudían los pasajeros, apuntando sus gemelos enla misma dirección. Ojeda abandonó su asiento para unirse al grupo, ylos dormitantes que estaban cerca se incorporaron igualmente, corriendocon la infantil curiosidad

que

inspiraba

el

menor

suceso

en

la

monótonaexistencía de a bordo...

El velero estaba a corta distancia del trasatlántico, moviéndose antesu proa como una montaña de blancos lienzos cuadrangulares ligeramenterosados por el sol. Una maniobra del Goethe lo dejó a un lado, yentonces apareció visible de proa a popa, con su casco férreo pintado deverde, agudo y veloz, y el velamen de sus cinco mástiles, amplio,enorme: un bosque de hojas de lona con nervios de acero, que recogía lamenor brisa, vibrando y encabritándose bajo su soplo.

Algunos pasajeros que bajaban del puente transmitían las noticias deltelegrafista. Era un velero de Brema y no iba a América. Se aproximaba alas costas del Brasil para tomar los vientos, ganando después el cabo deBuena Esperanza. Iba a la China a cargar arroz.

El Goethe saludó con un bramido el pabellón enarbolado por el velero.Dos docenas de hombrecillos, achicados por la lejanía, agolpábanse en laborda, con el torso desnudo, moviendo en alto sus casquetes blancosiguales a los de los cocineros. Se adivinaban sus gritos, absorbidos porel silencio del Océano, de los que no llegaba el más leve eco hasta elvapor. Dos perros enormes, hirsutos, fieros, puestos de patas en laborda lo mismo que personas, saludaban igualmente con ladridoscontorsionantes que convertía la distancia en gestos mudos.

Fue quedándose atrás el buque de vela. Se mantuvo un instante paralelo ala proa; luego, para seguirle, tuvo el gentío que correrse por lascubiertas. Finalmente, sólo lo vieron los emigrantes amontonados en lapopa, destacándose la bandera del Goethe sobre la pirámide blanca desu velamen. Parecía inmóvil, a pesar de que dos cuchillos de espumarebullían a lo largo de su proa. «¡Adiós! ¡Buen viaje!», gritaba envarios idiomas la muchedumbre agrupada en las bordas... Y el velero fueempequeñeciéndose, como si marchase hacia atrás, saludando con violentoscabeceos las arrugas espumosas que enviaba a su encuentro el invisiblevolteo de las hélices. Al fin pareció quedar inmóvil, sumiéndose en loslejanos términos del horizonte solitario, en la llanura sin límites,donde le harían dormitar con las velas desmayadas las ardientes calmasdiurnas; donde avanzaría de noche igual a un fantasma, rodeado deespumas fosforescentes, balanceándose la luna enorme y amarillenta entreel boscaje de su arboladura.

Ojeda extrañó no ver a su amigo en la cubierta. Algo de mucho interésdebía preocuparle para que dejase pasar inadvertido este encuentro, queequivalía a un gran suceso en la vida monótona de a bordo.

Al deshacerse los grupos, volviendo unos a sus sillones y otros alinterior del café, Fernando encontró a Conchita que paseaba con graciosocontoneo, sacando los codos, montada en altos y ruidosos tacones. Lasseñoras sudamericanas, al verla pasar, la llamaban «la españoladonosita».

Sus ojillos negros y agudos se clavaron en Fernando.

—¡Vaya usted con Dios, mala persona! Usted no quiere nada con laspaisanas: le parecen poca cosa. Todo para las señoras que hablan enextranjero y ni Dios las entiende... No, hijo: ¡si no quiero nada conusted! Paseo mejor solita... Ahí tiene a su yanka mirando al mar conmedio ojo y con el otro medio buscándolo a usted. Acérquese, que leespera.

Y Conchita se alejó con ruidoso taconeo, al mismo tiempo que Fernando,atraído por los ojos claros de Mrs. Power y su sonrisa entre amable eirónica, iba hacia ella, acodándose en la baranda para entablar elsegundo galanteo del día. Imposibl