Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—No; quédese—ordenó ella—. Tiempo tengo de acordarme de él...Hablemos... Dígame esas palabras bonitas que usted sabe decir y queparecen de comedia: exageraciones, mentiras, cosas de hidalgo que hablade morir si no lo aman.

Después de esto, Ojeda creyó tener a su lado otra mujer, como si sehubiese roto la coraza de hielo tras la cual se había mantenido hastaentonces, irónica y hostil, y de los fragmentos de la rota defensaacabase de surgir algo cálido y vibrante que iba hacia él con lahumildad de la hembra que anhela ser vencida.

Pasó por cerca de ellos la alemana con su niño de la mano. No los miró,pero la mirada de Maud fue a ella: una mirada agresiva, de cóleramortal, que pareció clavarse en su espalda. Fernando recordó que asímiraba la otra; así eran los ojos de Teri cuando en sus viajes leinspiraba celos una compañera de hotel.

Los ojos de Mrs. Power, cuando dejaron de ver a Mina, volviéronse haciaFernando con una avidez de posesión. Sonreía escuchando las palabras desu acompañante, su angustiosa súplica, como si pidiese algoimprescindible para la continuación de la existencia.

—Tal vez mañana... tal vez nunca—dijo ella sonriendo con su coqueteríacruel, que a Ojeda le pareció forzada esta vez, adivinando más allá delas frías palabras un principio de emoción.

Luego, como si temiese perder la serenidad y decir demasiado, seapresuró a separarse de Fernando. No se podía hablar con él: siemprepidiendo lo mismo. Se retiraba al camarote. Era demasiado atrevido ensus palabras, y había que cortar la conversación.

—A la noche hablaremos, si es usted más juicioso... Por allí viene suamigo; ya tiene compañía... No ponga usted esa cara tan triste. Tengaconfianza en la suerte... ¡Quién sabe!...

Y se alejó riendo, burlona y tentadora a la vez, mientras se aproximabaMaltrana llevando sobre el traje de hilo una capa impermeable. Se detuvoen un espacio de la cubierta bañado por el sol, y allí quedó inmóvil,tembloroso y pálido, gozando con visible deleite del ardor ecuatorial.

—De aquí no paso—dijo—. Si quiere usted algo, acérquese.

Ojeda le obedeció, extrañando el bizarro aspecto que ofrecía con aquellacapa sobre el traje ligero, tembloroso de frío y buscando el calor delsol cuando todos en el buque sentíanse angustiados por la temperaturaasfixiante.

—¿De dónde viene usted?...

—Del Polo—contestó Maltrana.

Tendía sus manos al sol, volvía el rostro para sentir el calor en amboslados, y al fin se despojó del impermeable y lo abandonó en la baranda,prefiriendo a la tibieza de su envoltura los rayos directos del astro.

—Deje que me caliente un poco. No me mire así. A usted le extrañaráverme con este aspecto de gato friolero, buscando el sol cuando todossudan... Pero ¡cuando le digo que vengo del Polo!...

Poco a poco fue Maltrana explicando su misteriosa expedición. Venía delo más hondo del buque, de los frigoríficos, donde eran guardados losvíveres. Esto únicamente podía verlo él, que gozaba de buenas amistades.Para conservar la baja temperatura de dichos almacenes, sólo los abríanmuy de tarde en tarde, y él había aprovechado la oportunidad de laextracción de comestibles destinados a la fiesta del día siguiente,bajando a visitarlos con sus amigos de la comisaría.

—¡Lo que viene con nosotros, Ojeda!... ¡Y yo, infeliz, que en otrostiempos admiraba las tiendas de la calle Mayor en vísperas deNavidad!... ¡Lo que comemos y bebemos durante el viaje!

¿Sabe ustedcuánta cerveza llevamos con nosotros? Mil doscientos toneles. Eso sedice con facilidad, pero hay que verlo... ¿Sabe cuánto vino? Doce milbotellas. También se dice esta cifra con facilidad...

—Pero hay que ver las botellas—interrumpió Ojeda burlonamente.

—Eso es: hay que verlas juntas con los toneles; una enorme bodega; lonecesario para emborrachar a todo un pueblo... Y

resbalando sobre elOcéano vienen con nosotros toneladas y más toneladas de harina, montañasde cajas de conservas y de extractos; aves, pescados, bueyes, ¡qué seyo!... Todas las reservas de una ciudad sitiada.

Describía el viaje por las entrañas lóbregas del buque, su descenso alinfierno... de nieve, llevando como virgiliano guía a su amigo donCarmelo. Escaleras mojadas y resbaladizas; paredes que lagrimeaban;luces eléctricas veladas y mortecinas bajo el halo irisado de lahumedad; gruesos caños conductores del frío a lo largo de los muros.Primero habían entrado en almacenes donde la frescura todavía resultabatolerable. Isidro había sentido allí una satisfacción egoísta y malignapensando en los buenos amigos que sudaban y jadeaban en la cubierta depaseo.

Metíase el frío cosquilleante y travieso por todas las aberturas de lasropas, despertando agradables estremecimientos. Los de la comisaríallevaban gruesos abrigos y capas impermeables. Él reía petulantemente,orgulloso de afrontar con su trajecito blanco estas temperaturas.

Subían y bajaban escaleras; serpenteaban por intrincados corredoresbajos de techo, angostos, con muros de acero, semejantes a los pasadizosde un acorazado. En un departamento las verduras y las flores; en otrolas frutas: pirámides de manzanas y naranjas, racimos de plátanos,regimientos de piñas alineadas en los estantes como soldados barrigudosacorazados de cobre y con penachos verdes. Un perfume de gran mercadosurgía a bocanadas por las puertas: perfume de flores que agonizanlentamente, de frutas y verduras detenidas en su fermentación por lacatalepsia del frío, de vinos y cervezas agitados en sus encierros porla continua inestabilidad del buque.

—Llegamos al fin a los frigoríficos—continuó Maltrana—.

Unas puertasque tienen de grueso casi tanto como de alto, unos dados de acero quegiran ligerísimos sobre sus goznes y se abren y cierran lo mismo que lasculatas de los cañones... Crac: una vuelta de muñeca y todo quedajusto, acoplado, sin la menor rendija. Al ser abiertas, entra el aireexterior y se condensa instantáneamente, formando un humo blanco junto alas lamparillas eléctricas: algo así como si lloviese sal o hielomolido. Un espectáculo fantástico, Ojeda... Al principio sólo se sientefrío en los pies; luego sube y sube el maldito entre el pantalón y lapierna, y a los pocos momentos cree uno que va calzado con polainas dehielo... ¡Y qué «paisajes se ven en esas profundidades!

Evocaba Isidro el recuerdo de los enormes cuartos de buey rojos yamarillos, con la grasa congelada de su goteo formando estalactitas.Tenían estas carnes la densidad de las cosas inanimadas: una dureza depiedra. Daban la sensación a la vista y al tacto de enormes mazasprehistóricas, con las cuales se podía hendir el cráneo de un elefante.

—La sala del pescado es un paisaje polar. Rocas de hielo amontonadas, yen el interior de estas masas de cristal turbio están los peces de milformas. Parecen harapos petrificados, tan adheridos a su encierro, quehay que extraerlos a puro hachazo...

Las aves, puestas en estantes, lascreería usted de cartón piedra, como las que se exhíben en las cenas delos teatros. Da uno con los nudillos en la pechuga de un pavo, y suenalo mismo que un tambor o un cráneo hueco... Y toda esta piedra, estecartón, cuando sale de su encierro se convierte en algo apreciable.Porque usted reconocerá, Ojeda, que aquí no comemos del todo mal.

Él, que deseaba con tanto ahínco visitar esta sección del buque, sehabía apresurado a huir, tiritando bajo un impermeable facilitado por lapiedad de don Carmelo. Sentía recrudecerse su frío al recordar lostortuosos corredores con baldosas rayadas que chorreaban líquida humedadpor todas sus ranuras; las puertas de quicio profundo, iguales aventanas, por las que había que pasar agachando la cabeza y levantandomucho los pies; las enormes cañerías blancas conductoras del fríocubiertas con un forro de hielo, erizadas de agujas de congelación, quebrillaban lo mismo que diamantes bajo las luces difusas.

—Mejor se está aquí, Fernando... ¡Bendito sea el calor!... Pero hay quereconocer la importancia de esa invención, que pone el frío al serviciodel hombre y permite morir congelado lo mismo que en el Polo estando enpleno Ecuador. Abajo me acordaba de los argonautas españoles que enestos mares vendían los calzones por un vaso de agua tibia... ¡Ynosotros que bebemos fresco a todas horas!... Venga más hacia aquí,Ojeda; yo necesito calor y huyo de la sombra.

Le molestaba un bote de la última cubierta suspendido sobre sus cabezas,que repelía el sol o le dejaba paso, siguiendo el lento vaivén delbuque.

Se acodaron los dos amigos en el balcón de la terraza del fumadero,viendo a sus pies los emigrantes septentrionales que llenaban laexplanada de popa. Maltrana había estado entre ellos un buen rato antesde bajar a los frigoríficos.

—Crea usted que se necesita valor para permanecer entre esas gentes. Apesar de la temperatura, conservan sobre el cuerpo los gabanes de pielesde carnero, los gorros de astrakán. Todas estas pelambrerías, así comolas barbas, parecen hervir bajo el sol. Y

añada usted los desperdiciosde la comida que fermentan; los cuerpos que humean... Dos veces al día,los marineros inundan la cubierta; pero a pesar del mangueo, al pocorato esa parte del buque huele a demonios.

Un ardor belicoso se había despertado en los emigrantes de popa,impulsando a unos contra otros. Los rusos jóvenes, de barbas de oro ycamisas rojas, boxeaban con los alemanes de brazos nudosos y blancos. Seveían narices quebradas exhibiendo los remiendos de unas tirillaspuestas en la farmacia. Los más forzudos exhibían con orgullo sus bícepsadornados con tatuajes azules. Un gigantón paseaba entre los grupos,devorando con mordiscos de fiera un mendrugo cubierto de carnesanguinolenta y cruda, alimento excelente, según él, para conservar lafuerza.

Todas las tardes bajaba a la enfermería algún luchador con el rostroentumecido y desfigurado. Ahora, los marineros exentos de servicioacudían a la explanada de popa, atraídos por el brutal interés de estaspeleas. Ya no gustaban de la sociedad de los

«latinos» acampados en laproa. Encontrábanse desorientados entre los españoles, italianos yárabes, demasiado gritadores e ininteligibles para ellos. Preferían loshércules silenciosos, las mujeres pelirrojas, con faldas cortas debailarina, botines altos y un pañuelo escarlata en forma de tejadillosobre los ojos pobres de cejas.

Maltrana abandonó a su amigo. Sentía la necesidad de relatar elinteresante descenso a los frigoríficos «a sus muchas amistades», o seaa todos los pasajeros que podían entenderle.

El toque para la comida, que se daba en plena noche al principio delviaje, con los focos de luz inflamados, sonaba ahora cuando el solestaba todavía en el horizonte.

Los que esperaban el mágico espectáculo de su puesta reunidos en laúltima toldilla, tenían que renunciar a la diurna apoteosis,

corriendo

alos

camarotes

para

vestirse

apresuradamente y no llegar con retraso alcomedor.

Ojeda, al sentarse a su mesa, vio que estaba sin ocupar la inmediata,que era la de Mrs. Power.

—Hoy no come aquí—dijo Maltrana con su autoridad de hombre bienenterado de todo lo que ocurría en el buque—. La han invitado suscompatriotas, esa yanqui fea que canta, y su marido, el de la chaquetade clown... Aquí se invitan unos a otros, como si la comida fuesedistinta. Una botella extraordinaria de champán es todo el obsequio...Levántese un poco y la verá.

Incorporándose, columbró Fernando por entre las cabezas de la mesainmediata la cabellera rubia cenicienta de Maud.

Isidro preguntó a Munster por el doctor Rubau. Nadie le había visto.Continuaba metido en su camarote, para solemnizar con este encierro eldoloroso aniversario.

La música sonaba, como todos los días, a las puertas del comedor; lalista de platos era la ordinaria; el salón no tenía adornos, y sinembargo las gentes se miraban con aire interrogante. Flotaba en elambiente una promesa misteriosa: seguramente iba a ocurrir algo. Y lapresunción de un suceso desconocido alegraba las miradas y provocaba lassonrisas.

Hombres y mujeres parecían haber retrocedido a la infancia enesta vida de aislamiento y monotonía azul.

A los postres, las damas saltaron nerviosamente en sus sillas, ahogandoun grito de susto; muchos hombres se estremecieron, con la nerviosidadque despierta un estrépito inesperado. Sonó junto a una ventana delcomedor un rugido de fiera rabiosa, un baladro amplificado por el tubode una bocina. A continuación, el tableteo de varios rayos imitados conchoques de latas y las sinuosidades de un trueno repiqueteado sobre elparche del bombo.

Todos los ojos se volvieron hacia la entrada del comedor.

Alguien iba allegar. Y en el marco de una puerta apareció un espantable y grotescopersonaje, un mascarón negro y rojo. Su avance entre las mesas fueacompañado de grandes risotadas y movimientos de repulsión de lasseñoras, que evitaban su contacto.

Vestía una túnica negra, una especie de sotana con ancha faja de algasverdes, de la que pendían numerosos pescados crudos y sanguinolentos,procedentes de la cocina. Otro círculo de algas coronaba su pelucabermeja, y entre esta peluca y las barbazas de inflamado colorensanchábase el rostro rubicundo, carrilludo, granujiento, una cara deborracho perseverante y bondadoso como las que se ven en las muestras delas cervecerías.

Apoyábase al andar en un tridente que tenía variassardinas ensartadas. Colgaban sobre su pecho dos botellas de vinounidas en forma de gemelos, y al detenerse entre mesa y mesa, echabamano a este grotesco instrumento, y con los ojos puestos en los golletesexploraba el comedor, como si buscase a alguien.

—¡Capitán!... ¿Dónde está el capitán?—preguntaba con voz ronca.

Despojábase de los pescados de su cintura para repartirlos en las mesas,y las mujeres chillaban al sentir en sus manos la frialdad blanducha yviscosa de estos presentes.

Así avanzó por todo el comedor, seguido de la risa inacabable de losbuenos germanos, que encontraban este espectáculo de una graciairresistible. Y su hilaridad ganó a los demás, dispuestos de antemano aalegrarse con todo lo que alterase la vida uniforme de a bordo.

En fuerza de pasar entre las mesas y mirar con su aparato óptico, diocon la que ocupaba el comandante del buque, y apoyándose en el tridente,empezó un discurso en alemán, con voz ruda y autoritaria:

—Yo soy Tritón, y me envía mi señor Neptuno...

Los alemanes acogieron con estallidos de regocijo las palabras delmascarón, repitiéndolas traducidas a los vecinos que no podíanentenderlas.

Neptuno, al ver desde sus profundidades que un buque iba a pasar lalínea ecuatorial, entrando en el otro hemisferio, enviaba a su emisarioTritón para que los pasajeros que efectuaban por primera

vez

la

travesíale

rindiesen

pleito

homenaje

sometiéndose a la ceremonia del bautizo. Eldiscurso iba acompañado de alusiones al mareo de los viajeros, altributo que sus estómagos trastornados rendían al inmenso azul, paramejor alimento de los peces; y cada chiste que el marinero disfrazadoiba soltando, como una lección aprendida de memoria, lo saludaba elpúblico con carcajadas iguales a las de una escuela en libertad.

El capitán debía entregar la lista de todos los pasajeros que no habíansido bautizados. Al día siguiente subiría Neptuno con su corte para lagran ceremonia, y mientras tanto, dos representantes de la fuerza armadadel dios iban a quedar en el buque para que ninguno de los neófitospudiese huir.

Se llevó el emisario una mano al pecho en busca de un pito marinero, lohizo sonar, e inmediatamente entraron en el comedor dos gendarmesalemanes de ridícula traza, con el casco abollado y pequeño para suscabezas enormes, levitas angostas, pantalones cortos y un sableherrumbroso batiéndoles el flanco.

La gente, al verles aparecer, riocon más espontaneidad que en la entrada de Tritón. Sus caretas de cortoperfil y bigotes de cepillo les daban aspecto de dogos enfurruñados yuna lejana semejanza con Bismarck.

Entregó el capitán a Tritón un sobre sellado que contenía la lista delos candidatos al bautizo, bebieron juntos una copa de champán, y luego,seguido de los gendarmes, se retiró el enviado neptunesco, otra vez conacompañamiento de temblor de latas y estrépitos de bombo.

Muchos pasajeros abandonaron el comedor apresuradamente.

Había que verla partida del emisario, su vuelta a los dominios oceánicos para darcuenta al dios de la comisión realizada.

Amontonóse la gente en las bordas del paseo. El Océano estaba iluminadocon fantásticos reflejos: era blanco, después verde, y al final rojo. Dela cubierta de los botes goteaba sobre el mar el ígneo azufre de lasluces de bengala. Las ondulaciones atlánticas tomaban bajo esteresplandor de incendio que rodeaba al buque el aspecto denso del metalen ebullición. Más allá de esta zona de luz temblorosa, que coloreabagrotescamente los rostros y hacía palpitar los ojos con desordenadasvibraciones, extendíase la noche tropical, solemne, tranquila, con susaguas obscuras pobladas de caracoleantes fosforescencias y su cielolímpido, en el que asomaban sonrientes un gran número de astros nuevosrodando en el misterio.

Sonó en el mar el ruido de un chapuzón, y una luz balanceante comenzó aapartarse del buque. Era Tritón que se marchaba. Un berrido a proa y apopa de los emigrantes, que sólo de lejos participaban de la fiesta,saludó la fingida retirada del personaje submarino. «¡Adiós, borracho!¡Expresiones a Neptuno!...» La boya, con su farol, salió del espacioiluminado por las bengalas.

Su luz se hizo cada vez más diminuta,absorbida por el misterio negruzco del Océano. Parecía huir a impulsosde oculto motor; escondíase en las largas curvas de las olas y brillabaluego en las cimas, como una estrella caída, para resbalar de nuevohasta el fondo de otro valle. La gente se cansó de seguirla con losojos, y fue esparciéndose por el paseo y el jardín de invierno, dondeaguardaba el café humeando en las tazas.

Ojeda entabló conversación con míster Lowe antes de volver a su mesa,ocupada ya por Maltrana. El atlético mocetón, al despojarse por la nochede las chaquetas rayadas y gloriosas, no podía menos de adornar lasolapa de su smoking con botones y banderitas de los clubs deportivos.Al ver a Fernando, rio con expresión maliciosa, mostrando su agudadentadura, abundante en áureos rellenos.

—¡Qué señora Mrs. Power!... Hoy la hemos tenido a nuestra mesa; y ¿sabelo que ha dicho?... Está enferma la pobre: el calor, la soledad, losnervios... Le ha preguntado a mi señora si podría prestarle su maridopor un rato. Un favor entre amigas... Parece que no puede esperar más.

Revelaba con su risa la orgullosa satisfacción que le causaba solamentela posibilidad de que una dama como Mrs. Power pudiese ver en su personaun remedio.

—Es una broma nada más—continuó—. Esa señora es muy graciosa y nadahipócrita... Pero yo creo, señor, que a quien ella desea es a usted...Aprovéchese... Hágale ese favor.

Lowe, que no ocultaba el miedo que le infundía su mujer con losfruncimientos dominadores de su rostro acaballado, tomaba, al verse sólocon Fernando, el gesto malicioso de un hombre para el cual no guarda elmundo sorpresa alguna. Daba la buena noticia por compañerismo. Loshombres se deben entre sí estos informes. Tenía la obligación Ojeda deatender a una dama... Y

hablaba del amor como de un servicio higiénicoindispensable para la vida, y en el que pueden reclamarse las ayudas dela amistad.

Aquella noche no había nada extraordinario que alterase la vida de abordo. El concierto atraía únicamente a los niños y criadas, que antesde acostarse formaban grupos en torno del círculo de atriles.

Los pasajeros, esparcidos por el paseo, comentaban las fiestas del díasiguiente. Una repentina fraternidad los aproximaba a todos. Veníanseabajo las últimas diferencias sociales y patrióticas que los habíanmantenido apartados en fracciones indiferentes u hostiles. Se notaba eldeseo de comunicación y mezcolanza que remueve a todo un pueblo envísperas de un acontecimiento nacional. Los majestuosos «pingüinos» yano formaban grupo aparte y se confundían con «las potencias», que a suvez habían roto el círculo de su aislamiento hostil.

¡El baile del paso de la línea!... Las niñas hablaban de sus disfracestraídos previsoramente en los baúles o anunciaban improvisacionesoriginales. Las mamás, que hasta entonces se habían saludado conceremonia, recordaban enternecidas a las amigas comunes que vivían enParís y creían vagamente haberse visto en un té del Hotel Ritz o en unarecepción-tango en los Campos Elíseos. Una matrona imponente detenía aConchita con súbita amabilidad.

—¿Y usted no se disfraza, hija mía?...

¡Con unos ojos tan lindos! ¡Con su aire donoso de españolita!... Y aimpulsos de su repentina ternura, ofrecióse a prestarle una ricamantilla antigua comprada en Madrid.

Señoras de gesto malhumorado, que se lamentaban de la inmoralidad de suscompañeros de viaje, deteníanse curiosas ante las ventanas del fumadero.Aquél era el antro del vicio, el lugar donde las mujeronas de la operetafumaban y bebían entre los hombres con los pies en un asiento o sobre elborde de la mesa...

Y bastaba una ligera invitación de los amigos oparientes entregados a interminables partidas de poker, para que todasellas se decidiesen a entrar con el mismo aire de encogimiento ruborosoy audacia pecaminosa que las había acompañado en sus visitas disimuladasa los cabarets y bailes de Montmartre. ¡Bueno es verlo todo!...Además, estaban de fiesta, la gran fiesta del viaje.

Ninguna noche se había visto tan lleno el fumadero. Los sirvientescorrían azorados, no sabiendo adónde acudir entre tantos

y

tancontradictorios

llamamientos.

Sonaban

frecuentemente estallidos detapones. El champán desbordaba de las copas, corriendo sobre las mesasen raudales espumosos.

Sonreían las señoras reconociendo los encantos deeste lugar vedado, y hasta encontraban cierta distinción exótica aalgunas de aquellas rubias que sólo habían visto de lejos en la cubiertay ahora ocupaban las mesas inmediatas. Esta proximidad parecía añadir unnuevo placer a su audaz entrada en el fumadero. «El mar es el mar...»Cuando llegasen a tierra ni se acordarían de tal promiscuidad.

Ojeda ocupaba una mesa con Mrs. Power y el matrimonio Lowe. No sabía concerteza si era él o su amigo el yanqui el autor de la invitación, peroésta había interpretado los deseos de Maud, que pareció transformarse altomar asiento en un diván del café.

Bebieron fuerte los tres compañeros de Ojeda. Mrs. Power tenía los ojoslevemente lacrimosos. De pronto se agrandaban, como si los dilatase elasombro de una visión interna, al mismo tiempo que unas tortuosidades derubor veteaban sus mejillas.

Dilatábase su boca buscando aire, a pesarde que todas las ventanas

estaban

abiertas

y

los

ventiladores

girabanvertiginosamente. «¡Qué calor!...» El ansia de frescura la hacía vaciarla copa que tenía delante, ligeramente empañada por el vino helado.Sonreía mirando a Fernando con unos ojos acariciadores, que éste creíaver por vez primera.

—Déme osté una sigarreta.

El matrimonio Lowe acogió con risas admirativas esta muestra de españolde Mrs. Power. Y envuelta en el humo del cigarrillo que le dio Ojeda,siguió mirándolo con una fijeza audaz, como si concentrase toda suvoluntad en esta contemplación, sin importarle los comentarios de laspersonas cercanas.

Maltrana, que iba de una mesa a otra para charlar con sus

«queridosamigos», aceptando una copa aquí y bebiendo media botella más allá, sefijó en los ojos de Maud.

—Pero ¡cómo mira esa señora!... ¡Ni que se lo fuese a comer!...

Desde una mesa cercana los espió con cierta envidia. Cerca de medianoche abandonaron sus asientos. Lowe se levantaba al amanecer, para iral gimnasio, tomar la ducha y seguir otras prescripciones del atletismo.Su esposa necesitaba cuidar la voz.

Salieron los cuatro, y tras ellosMaltrana.

Junto a una escalera se despidieron, marchando el matrimonio hacia sucamarote. Quedaron solos Ojeda y Maud, mirándose frente a frente. Élsentía cierta indecisión, miedo al «buenas noches» glacial y despectivocon que ella había cortado otras veces sus palabras ardorosas.

No tuvo necesidad de hablar. Fue ella la que habló, pero sin mover loslabios, con un parpadeo malicioso que transfiguraba su rostro, dándoleel rictus de una hembra prehistórica agitada por la pasión. De suslabios salió un leve silbido que equivalía a una orden imperiosa; almismo tiempo agitó el índice de su diestra como si le llamase.

Maltrana

fue

tras

ellos

escalera

abajo,

avanzando

cautelosamente para noser visto... Pero no necesitó de grandes precauciones. Los dos caminabansin darse cuenta de lo que les rodeaba, sin saber ciertamente adóndeiban, empujada ella por el instinto hacia su vivienda.

Oyó Isidro, oculto en un ángulo del corredor, el ruido de una puertaabierta rudamente. Avanzó, y antes de que se cerrase aquélla con ungolpe de pie, pudo ver en su fondo luminoso cómo se entrelazaban unosbrazos con la furia concentrada de los luchadores que ansían derribarse,cómo se juntaban dos cabezas lo mismo que si pretendieran morderse.

El crujido de un cerrojo y la soledad del corredor despertaron de prontola cólera de Maltrana. Él quería mucho a Ojeda... pero

¡unos tanto yotros tan poco! Sintió el tormento de esa rivalidad masculina querespeta en el amigo los triunfos de la inteligencia y de la riqueza,los admira y los desea aún mayores, pero se conmueve con sorda envidiacuando las victorias son de amor.

Al volver Maltrana al fumadero se sintió inquieto en su ambienteruidoso. Todavía no era su hora: aún quedaban algunas mesas ocupadas porgentes respetables. Los amigos jóvenes le habían anunciado que laverdadera fiesta sería después de media noche. Esta vez se habíancomprometido seriamente algunas damas de la opereta a ser de la partida.Isidro sentíase de una resolución feroz al pensar en Fernando. Con lasde la opereta o con otras; era lo mismo. El no podía quedar aplastadopor la buena suerte de su compañero. Necesitaba a toda costa olvidar suhumillación, aunque para ello fuese necesario atentar contra el reposonocturno de las camareras del buque o las muchachas del taller deplanchado.

Huyó del café, como si odiase a las gentes y tuviese necesidad detinieblas y silencio. En la cubierta de los botes ocupó un sillón,mojado por la humedad.

Este aislamiento lóbrego aplacó sus nervios... Nadie. Los pasajerosestaban ya en sus camarotes o se mantenían en el paseo dando vueltas porlas inmediaciones del café, como pájaros nocturnos atraídos por un faro.El silencio era absoluto en esta cima de la montaña flotante. De tardeen tarde, un toque de campana en el puente, un rugido del serviola, quecontestaba desde

el

púlpito

del

trinquete,