Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Ponían los gendarmes al neófito en manos del barbero, y éste lo hacíasentar sobre una escalerilla al borde de la piscina. Los dos negros seagitaban detrás de él mojándole las espaldas con furiosas rociadas quele hacían estremecer, mientras el rapabarbas procedía a su tocado. Leembadurnaba con la pasta blanca, pugnando por sostener al paciente, queintentaba librar los ojos y la boca del tormento de la escoba. Fingíaafeitarle con el horripilante navajón; intentaba introducir entre suslabios las enormes tenazas para extraerle una muela, y mientras tanto,el escribano pronunciaba la fórmula del bautizo: «Por la gracia denuestro dios Neptuno te llamarás en adelante...». Y le daba un nombre:tiburón, cangrejo, bacalao, ballena, según el aspecto caricaturesco desu persona, apodos que encontraban eco en la fácil hilaridad delpúblico.

Soltaba un rugido la trompetería al terminar su fórmula el escribano;apoyaba sus puños el barbero en el pecho del neófito, tiraban de él losnegros, y caía de espaldas en la piscina con un chapoteo que salpicaba alarga distancia. Desaparecía en el líquido turbio cubierto de vedijas deyeso. Los negros pesaban sobre él para mantener su inmersión lo másposible, y al fin resurgían los tres hechos un racimo, luchando confuriosas zarpadas que provocaban risas. Y el bautizado salía chorreando,sin otra preocupación que mantener las manos cruzadas sobre el vientrepara evitar indecorosas transparencias, llevando en sus ropas lashuellas obscuras de las manos de los negros, mientras éstos ostentabanen sus brazos desteñidos las manos blancas marcadas por el neófitodurante la lucha.

Iba lanzando nombres el escribano, y algunos, al no obtener respuesta,provocaban la intervención de la fuerza pública.

Obedeciendo a una señadel mayordomo, salían los ridículos gendarmes en busca del fugitivo portodo el buque. Era alguno que deseaba aumentar la alegría pública coneste incidente de su invención. Y cuando al fin se dejaba coger,aparecía, lo mismo que una tortuga en su caparazón, bajo las vueltas delcable con que le habían sujetado sus aprehensores. El barbero seensañaba con él, prolongando las bárbaras operaciones de aseo, y losnegros libraban un verdadero pugilato para no dejarle salir de lapiscina.

Herr Maltrana.

Apenas dijo esto el escribano, una alegría loca se esparció por elcombés, ganando los balconajes del castillo central. Hasta losemigrantes de la proa salieron de su inmovilidad. Todos los que hastaentonces habían permanecido indiferentes ante unos hombres faltos designificación, rompieron de pronto a gritar, se agitaron lo mismo queuna turba que invade una escena.

«¡Maltrana! ¡Que salga Maltrana!» Lasnobles matronas volvían a él sus ojos desde las alturas y agitaban lasmanos para que obedeciese sus deseos. El doctor Zurita y otrosargentinos abandonaron

la

tranquilidad

zumbona

con

que

habíanpresenciado hasta entonces las «pavadas de los gringos», para hacerseñas a Isidro, incitándole a que diese gusto a las familias. «¡Ah,gaucho valiente!... ¡A ver si hacía una de las suyas!» Hasta los niñospalmoteaban con entusiasmo. «¡Don Isidro!... ¡Que salga don Isidro!» Elhéroe se levantó, saludando con ironía y orgullo al mismo tiempo.

—¡Qué ovación!... ¡Gracias, amado pueblo!

Pero al volver a encogerse en uno de los mástiles horizontales de cargaque servía de asiento a él y a Fernando, ocultándose con modestia detrásde su amigo, redoblaron furiosas las peticiones del público. Dosgendarmes iniciaron un avance hacia él.

—Va usted a ver, Ojeda, como esto termina mal—dijo con rabia—. Yo novengo aquí para hacer reír... Al primer tío de ésas que me toque, lesuelto un mamporro.

El mayordomo, discreto, adivinando los pensamientos de Maltrana, hizouna seña; los gendarmes volvieron sobre sus pasos y el escribano seapresuró a dar otro nombre:

Herr Doktor Muller.

Un estallido de alegría germánica borró los últimos murmullos de ladecepción causada por Isidro. La risa fue general al ver entre losgendarmes al «doktor»—el mismo del que hablaba Maltrana en Tenerife—,enorme de cuerpo, grave de rostro, con sus barbas de un rojo entrecano ygruesos cristales de miope.

Acogió con una risa infantil la ovaciónburlesca del público y fue a sentarse en la escalerilla de la piscinacomo en lo alto de una cátedra. «El deber es el deber—parecía decircon las frías miradas en torno suyo—. La disciplina es la base de lasociedad; y hay que amoldarse a lo que pidan los más.»

Se quitó los zapatos, colocándolos meticulosamente, sin que unosobrepasase al otro un milímetro; se despojó de las gafas,entregándoselas a un grumete, como si fuesen un objeto de laboratorio, ysin perder su noble calma, mirando a todos con ojos vagosdesmesuradamente abiertos, comenzó a despojarse de las ropas, hasta quelos gritos femeniles y las risas de los hombres le avisaron que no debíaseguir adelante.

Ojeda contemplaba al «doktor» con cierto asombro. Iba a Américacontratado por un gobierno para dar lecciones de química en laUniversidad del país. Gozaba de algún renombre en los laboratorios de supatria... Y estaba allí aguantando las enjabonaduras y payasadas delbarbero, estremeciéndose bajo las rociadas de los negros, sin conocer logrotesco de una situación que hubiese irritado a otros, satisfecho talvez de contribuir al regocijo de esta muchedumbre fatigada por lamonotonía del Océano. Sonó el trompetazo del bautizo, y el «doktor»chapoteó en la piscina, defendiéndose de las manotadas de los negros,ridículo en su aturdimiento de miope, majestuoso por la importancia queconcedía al acto y la seriedad con que se alejó chorreando agua suciapor ropas y barbas, luego de recobrar sus anteojos.

Continuó la fiesta con visible decaimiento de la curiosidad.

Desfilarongentes del buque: grumetes que hacían su primer viaje,

fogoneros

delarga

navegación

por

los

mares

septentrionales que no habían estado enel hemisferio Sur. Y los encargados del bautizo extremaban sus bromascon una brutalidad confianzuda en las cabezas rapadas y los torsosdesnudos de estos que eran sus compañeros.

Ojeda, durante la larga ceremonia, había mirado muchas veces a losbalconajes del castillo central, esperando ver a Maud entre las señorasasomadas a ellos. Pero la norteamericana permanecía invisible. Al fin,cuando no quedaban ya neófitos y los grotescos personajes iban aretirarse, precedidos por la música, la vio en un extremo del mirador dela cubierta de paseo, oculta detrás de la señora Lowe, asomando sobre unhombro de ésta la frente y los ojos, lo necesario para ver. Fernandopensó que tal vez hacía horas le miraba Maud, sin que él se percatase deello, y esto le produjo cierta irritación.

Se separó de su amigo para dirigirse corriendo a los pisos altos delbuque, y antes de llegar a ellos oyó que la música rompía a tocar unamarcha. El cortejo neptunesco avanzaba hacia la terraza del fumadero,donde iban a ser bautizadas las señoras. La gente abandonaba losbalconajes para correr a este último sitio.

Cerca del jardín de invierno encontróse con Maud, que marchaba entre losesposos Lowe. Cruzaron un saludo, y Ojeda experimentó instantáneamenteuna sensación de extrañeza. Mrs.

Power parecía otra mujer. Casi sintiódeseos de pedirla perdón, como el que se equivoca confundiendo a unextraño con una persona

amiga.

Ella

inclinó

la

cabeza

con

una

sonrisainsignificante: le saludaba como a cualquier otro pasajero. Sus ojos sefijaron en los suyos tranquilamente, sin el más leve asomo de turbación,cual si no existiesen entre ambos otras relaciones que las ordinarias enla vida común de a bordo.

Hablaron los cuatro del bautizo, y el hercúleo Lowe comentó losincidentes. Míster Maltrana no había querido dejarse bautizar. ¿Porqué?... Él había pasado la línea varias veces, prestándose siempre aesta ceremonia. En el Goethe también se habría ofrecido, a no oponersela señora. Una fiesta divertida.

Pero míster Maltrana, tenía miedo...¡Oh! ¡oh! ¡oh! Y reía, mostrando la luenga dentadura incrustada de oro.

Caminaron todos hacia la terraza del café para presenciar la ceremoniadel bautismo femenil. Mrs. Lowe, con el instinto de solidaridad que haceadivinar a toda mujer el instante oportuno de ayudar a una amiga,permaneció agarrada de un brazo de Maud, interponiéndose entre ella yFernando.

Éste buscó en vano una sonrisa leve, una ojeada de inteligencia.Necesitado de consuelo, alababa interiormente la discreción de Maud, lafacilidad de su raza para dominarse, ocultando sus impresiones. «¡Québien finge!... Nadie adivinaría lo que hay entre nosotros...» Perotornaba a su memoria el recuerdo de la penosa escena frente a la puertadel camarote.

Temblaba en sus oídos el eco de aquella voz casi masculinaenronquecida por la cólera... Y con triste humildad pretendía buscar ensu conducta algo que explicase esta desgracia. «Pero ¿qué he hecho yo,Señor? ¿En qué he podido ofenderla?...»

Neptuno, en mitad de la terraza con todo su séquito, procedió al bautizode las pasajeras. Ocupaban éstas varias filas de bancos, como en uncolegio, y cada vez que se levantaba una para recibir el agua lustral,los músicos lanzaban por sus largos tubos de cobre un rugido de bélicatrompetería semejante al de las escenas wagnerianas.

El dios había suprimido galantemente las inmersiones en agua del mar.Tenía en una mano un gran pulverizador lleno de perfume, y rociaba conél las cabezas reverentes: unas, rubias y despeluchadas por el viento;otras, negras lustrosas, consteladas por el brillo de las peinetas. Todoel regocijo de la ceremonia estribaba en los nombres que iba imponiendola divinidad a sus catecúmenas con murmullos aprobadores o carcajadasgenerales.

La imaginación del mayordomo y de los camareros de algunas letras habíadado de sí todo su jugo para halagar a las pasajeras con los nombres deestrella marina, rosa del Océano, céfiro del Ecuador, etc. Las señorasmayores eran ondina, ninfa atlántica, náyade, lo que las hacía volver asus asientos ruborizadas, con el doble mentón tembloroso, entre losmurmullos aprobadores y un tanto irónicos de la concurrencia. Con suscompatriotas se permitían los buenos alemanes inocentes bromas pararegocijo del público. Una flaca quedaba en su bautismo con ladesignación de «sardina»; otra obesa recibía el nombre de

«tritona».

Maud pareció cansarse de esta ceremonia. Miraba a todos lados, peroevitando que sus ojos se encontrasen con los de Fernando. Un pasajero seacercó a las dos señoras con la gorra en la mano y el aire galante, lomismo que si se ofreciese para una danza.

—Cuando ustedes quieran... La mesa está preparada en el salón.

Era Munster invitándolas a una partida de bridge. Al fin triunfaba sutenacidad. Había encontrado compañeros de juego en aquellos tresnorteamericanos, convenciéndolos una hora antes, mientras presenciabanla ceremonia del bautizo. Maud acogió la invitación alegremente, como siel bridge fuese un buen pretexto para aislarse de importunaspresencias.

Se alejó con sus amigos después de un saludo indiferente a Fernando, yéste la vio caminar sin que volviese la cabeza, sin un indicio devacilación y de arrepentimiento. Otra vez se sintió afligido por unafalta suya que no sabía cuál fuese, pero que justificaba esta conductainexplicable. «¿Qué le he hecho yo, Señor?... ¿Qué le he hecho?...»

Con la vil humildad de todo enamorado en desgracia, fue al poco ratotras de ella, a pesar de las sugestiones de una falsa energía que leaconsejaba mostrarse altivo e indiferente.

Sus piernas le llevaron con irresistible impulso a las cercanías delsalón, y contempló a Maud con los naipes en la mano, el entrecejofruncido y la mirada dura ante sus compañeros de juego.

Al levantar ella sus ojos, vio a Fernando encuadrado por la ventana,contemplándola fijamente, y tuvo un gesto de enfado, lo mismo que si seencontrase con algo que estremecía sus nervios y quebrantaba supaciencia. Fernando huyó, sufriendo la misma sensación que si acabase derecibir un golpe en la espalda...

Dudaba de la realidad de los hechos yaun de su misma persona.

¿Estaría soñando?... ¿Serían invención suya losrecuerdos de la noche anterior?...

Vagó por el buque, de una cubierta a otra, hasta encontrar a Isidro enla terraza del café. No quedaba en ella ningún rastro de la fiesta delbautizo: los pasajeros se habían esparcido. Maltrana parecía furioso porlos excesos y molestias de su popularidad. No podía circular por elbuque sin que sus numerosos y queridos amigos le saliesen al paso conaires de protesta. Las señoras parecían inconsolables. ¿Por qué no sehabía dejado bautizar?

¡Tan interesante que hubiese sido elespectáculo!...

—Como si yo fuese un mono, amigo Ojeda... como si me hubiese embarcadopara hacer reír... Crea usted que siento la tristeza de un grande hombreconvencido de la ingratitud de su pueblo.

Y tras esta afirmación, acompañada de un gesto cómico, Isidro volvió aacodarse en la barandilla, mirando a los emigrantes septentrionalesamontonados abajo, en la explanada de popa.

—Hace rato que estoy aquí recordando a los marinos de otros siglos ysus opiniones sobre las virtudes de la línea equinoccial.

¿No se acuerdausted?...

Los primeros navegantes que habían pasado al otro hemisferio daban porseguro que en la línea morían todos los parásitos que se albergaban enlos cuerpos de los marineros y en las rendijas de las naves. Y estacreencia no era solamente de los descubridores españoles; franceses eingleses la adoptaban igualmente, llegando a ser durante muchos años unaverdad universal.

—Pasadas las Azores—dijo Maltrana—, empezaban a despoblarse desanguinarias bestias las cabezas y barbas de los tripulantes, y alllegar a la línea no quedaba una para recuerdo.

Esta clase de huéspedesincómodos no era entonces propiedad exclusiva de un pueblo o de otro.Todos los de Europa la poseían por igual, y hasta los reyes gozaban elplacer del rascuñón y el entretenimiento de la cacería a tientas.Figúrese lo que serían aquellos buques pequeños con las tripulacionesamontonadas y la madera corroída por toda clase de bichos repugnantes...Como al llegar a la línea el calor hacía que los marineros anduviesenmedio desnudos y aprovechasen las largas calmas dándose baños, estahigiene momentánea exterminaba los temibles compañeros, justificando lacreencia de que morían por falta de aclimatación al pasar de unhemisferio a otro.

El sanguinario tigre de las selvas capilares, la bestia carnívorasaltadora en las cumbres y hondonadas de los pliegues de la ropa, habíafigurado durante siglos como personaje interesante en muchas obrasliterarias. Cervantes reía de él y de su fingida muerte en el límite delos dos hemisferios al relatar «la aventura del barco encantado», cuandoDon Quijote y su escudero flotaban sobre el Ebro en un bote sin remos...El iluso paladín creía estar a los pocos minutos de navegación cerca dela línea equinoccial; y para convencerse, recomendaba a Sancho quebuscase en sus ropas para ver si encontraba «algo»... «Algo y aunalgos», contestaba el escudero socarrón hurgándose el pecho.

—Pensaba yo en esto, amigo Ojeda, mirando a los respetables patriarcasque van abajo con sus hopalandas de pieles a pesar del calor. «Algo yaun algos». Para ésos, la línea ha perdido su antigua virtud... Mírelos:¡rasca que rasca!...

Y señalaba a algunos emigrantes que contemplaban el Océano con airepensativo, como figuras sacerdotales de hierática majestad, envueltos enluengas vestiduras, mientras sus dedos ganchudos se paseaban por lasbarbas, se hundían bajo el gorro de piel o avanzaban entre los plieguesy repliegues del pecho.

—Vámonos de aquí—dijo Ojeda nerviosamente, como si no le inspiraseconfianza la altura que los separaba de estos personajes.

Notaron al pasear por la cubierta la escasez de señoras.

Algunas que semostraban por breves momentos parecían preocupadas con la busca de algoimportante. Luego desaparecían, como si se les ocurriese una idea nuevao hubieran adquirido un dato que modificaba su mal humor.

—Se están preparando para la fiesta de esta noche—dijo Maltrana—.Gran baile de disfraces, y durante la comida más mojigangas como la delbautizo.

El día se prolongó con una monotonía abrumadora. Brillaban aún en elhorizonte los últimos fuegos solares, cuando las trompetas anunciaron elbanquete.

Las banderas, las guirnaldas de rosas, todos los adornos multicolores delas grandes fiestas, engalanaban el comedor.

Empezó el servicio sin queestuviesen ocupadas muchas de las mesas. Numerosos pasajeros permanecíanen el antecomedor para gozar antes que los otros de las anunciadasnovedades.

Retardaban su entrada las señoras, con el deseo de que sus disfracesalcanzasen mayor éxito. Esperaban, lo mismo que las actrices, a que lasala tuviese buen público, y sus doncellas o los hombres de la familiaiban del camarote al comedor para echar un vistazo y volver connoticias. Cada familia quería que las otras fuesen por delante, y asídejaban pasar el tiempo sin decidirse.

Estaban los pasajeros en el tercer plato, cuando empezaron a presentarselas disfrazadas, todas de golpe. Acogían ruborosas los aplausos y gritosde entusiasmo, y así iban hasta sus asientos escoltadas por la familia.Pasaban entre las mesas damas rusas de alta diadema y vestidurasrígidas; niponas de menudo andar; polonesas con dolmanes ribeteados depieles blancas; marineritos tentadores que enfundaban sus juvenilesprominencias en un traje blanco cedido por un grumete.

¡Ollé! ¡Ollé!... ¡Carmén!

Era Conchita, con mantilla blanca, falda corta y grandes movimientos deabanico, que entraba, protegida por doña Zobeida, sonriente y maternalante este triunfo.

Los hombres también figuraban en la mascarada. Muchos no tenían otrodisfraz que una nariz de cartón o unos bigotes de crepé, conservándolosa pesar de que estorbaban su comida.

Algunos aparecían con grandeschambergos, poncho en los hombros y espuelas, que hacían resonarbelicosamente. Eran comisionistas ansiosos de color local, quedeclaraban ir vestidos de gauchos de las Pampas o de rotos chilenos.

—¡Ah, gaucho lindo! ¡Tigre!—exclamaban con burlón entusiasmo losmuchachos sudamericanos—. ¡Ah, rotito!...

¡Huaso gracioso!...

Y los mascarones, apoyando la diestra en el machete viejo o el cuchillode cocina que llevaban al cinto para «estar más en carácter», sonreíanagradecidos.

Ich danke... Mochas grasias.

Algunos comían entre sudores de angustias, disfrazados de derviches conmantas de cama. Un grave alemán se había puesto el chaleco salvavidasque guardaba todo camarote por precaución reglamentaria. Encerrado comoun crustáceo en este caparazón de corcho, manteníase lejos de la mesa acausa del volumen de su envoltura, teniendo que realizar todo un viajecada vez que sus manos iban de los platos a la boca. Un asombro burlescole había saludado con ruidosa ovación, y satisfecho de tal triunfo,aguantaba el martirio, siendo el primero en admirar su prodigiosainventiva.

Las doncellas de los camarotes de lujo iban de mesa en mesa, disfrazadasde campesinas del Tirol, regalando flores. Otros criados, vestidos debuhoneros alemanes, ofrecían las chucherías que llevaban en un cajónsobre el pecho. Un grumete pintado de negro descolgábase con ayuda deuna cuerda por la claraboya que comunicaba el salón de música con elcomedor, y pregonaba, a estilo de los vendedores de diarios, el Aequator Zeitung, periodiquito impreso a bordo en la prensa que servíapara el tiraje de los menús y las listas de pasajeros. La minúsculahoja repetía en todos los viajes los mismos chistes y versos dedicadosal paso de la línea. El mayordomo, de pie en la entrada del comedor,puesto de frac con botones dorados, parecía presidir el banquete,sonriendo modestamente, como si agradeciese las mudas felicitaciones delpúblico por el buen arreglo de la fiesta.

Sobre las mesas elevábanse pirámides multicolores de cucuruchos consorpresas. Tiraban de sus extremos los comensales, produciéndose unestallido fulminante, y de las envolturas surgían menudos objetos deadorno, mariposas y flores de gasa, minúsculas banderas, gorros depapel. Se ornaban los pechos de las señoras con estas chucheríasbrillantes; la solapa de todo smoking lucía como una condecoración labanderita nacional del portador. Cubríanse las cabezas con los gorros depapel de seda, crestas de aves, mitras asiáticas, sombreros de clown,que contrastaban grotescamente con el gesto ávido de los comilones.

Después del asado desaparecieron los camareros, y todas las luces seapagaron de golpe. Esta obscuridad absoluta provocó, luego de unsilencio de sorpresa, gritos y silbidos. Los malintencionados imitabanen las tinieblas chasquidos de besos; otros lanzaron bramidos deanimales. Pero el estruendo fue de corta duración.

Sonó a lo lejos la música y brillaron en el antecomedor luces rojas yverdes, una línea de faroles llevados en alto por los camareros. Esteresplandor, amortiguado por los vidrios de colores, iluminabadiscretamente con luz suave. Era la «marcha de las antorchas» de todafiesta alemana. Los pasajeros, atraídos por el ritmo de la música,empezaron a golpear a compás con sus cuchillos los platos y los vasos. Yentre este tintineo general, que casi ahogaba los sonidos de losinstrumentos, desfiló la comitiva: el tambor mayor al frente de labanda; toda la servidumbre portadora de faroles; las camarerasdisfrazadas de floristas, y un gran número de animales, osos, perros yleones, mozos de buena fe, que sudaban bajo los forros de pieles ymovían de un lado a otro sus cabezas de cartón rugiendo o ladrando. Doshombres apoyados uno en otro marchaban invisibles bajo un caparazón queimitaba el pellejo coriáceo de un elefante, moviendo entre las mesas latrompa serpentina del monstruo y sus orejas de abanico. Otros camarerosvenían después, sosteniendo platos luminosos, grandes bandejas, en cuyointerior elevábanse los helados en forma de castillos, aves o chalets, todos bajo campanas de cristal de diversos colores y con unabujía en el centro.

Cerraban la marcha varias señoritas de gran sombrero y rubia cabellerasuelta, que sonreían impúdicamente a los hombres enviándoles besos. Eranla escolta de honor de tres matronas de hermosos brazos y majestuosoandar, con túnicas blancas y el purpúreo gorro frigio sobre las negras yondulosas crenchas. Se las reconocía por el color y los adornosheráldicos de sus mantos: la República del Brasil, la República deUruguay y la República Argentina.

Esta aparición hizo circular entre los pasajeros un movimiento desorpresa, de ansiedad, como si todos sintiesen a la vez el latigazo deldeseo. ¿Dónde habían estado ocultas hasta entonces aquellas buenasmozas?...

Munster requirió sus lentes para apreciar mejor la novedad.

Isidro, queafirmaba conocer a todos los del buque, se incorporó asombrado... ¿Dedónde salían estas muchachas?... Eran superiores en su esbeltez fresca ydura a todas las camareras flácidas y de talle cuadrado que servían enel buque.

Pero la ojeada atrevida de una de aquellas beldades que danzaban antelas tres repúblicas y el beso que le envió con la punta de los dedoshicieron que Maltrana reconociese de pronto su rostro oculto tras losrizos ondulosos y la capa de colorete y polvos de arroz.

—¡Cristo! ¡Si es el steward de mi camarote!...

Admiró a la luz algo difusa de los faroles las formas y contoneos deestos efebos rubios de carnes blancas y depiladas, así como su facilidadpara transformarse.

—Cualquiera reconoce a los mismos que por la mañana limpian loscamarotes, sacuden las camas y manejan los cacharros de aguas sucias...Fíjese, Ojeda: ¿quién no se equivoca?... Ahora lo comprendo todo.

La afeminada comparsa avanzó entre las mesas, seguida del asombro de lasseñoras y los atrevimientos burlescos de los hombres. Algunos de éstossaltaban del requiebro a la acción, pellizcando al paso a las revoltosasseñoritas, que contestaban con chillidos de miedo y pudorosos respingos.

Se inflamaron de pronto las luces del techo, huyeron máscaras yanimales, como un aquelarre sorprendido por la salida del sol, yúnicamente quedaron en el comedor los camareros con sus bandejas dehelados, comenzando el reparto.

Ojeda había mirado varias veces a la mesa cercana, donde comía sola Mrs.Power. Estaba vestida con gran elegancia y sobre la carne pálida de suescote centelleaban varios brillantes.

—Parece preocupada—había dicho Isidro al principio de la comida—.Está sin duda de mal humor. No le mira a usted, Ojeda, como otras veces.¿Es que ya no son amigos?...

Transcurrió la comida sin que Fernando consiguiese encontrar sus ojoscon los de la norteamericana. Miraba ella a todos lados con airedistraído, y evitando poner sus ojos en la mesa cercana.

Al terminar eldesfile, cuando la alegría general hacía conversar a unos grupos conotros, las obsequiosidades de Munster le hicieron volver el rostro hacialos vecinos. El joyero, con una cortesía melosa, elevaba su copa dechampán en honor de la señora. Maud le contestó con una inclinación decabeza, elevando también su copa; y para no parecer desatenta, repitióel movimiento mirando a Isidro y luego a Ojeda. Ni la menor emoción ensus ojos claros y fríos. Un gesto de cortesía y nada más.

Munster, orgulloso de la amistad que le unía a aquella señora con motivodel bridge, la invitó a reanudar el juego. Antes del baile podíanhacer una nueva partida en el salón de música: los esposos Lowe estabandispuestos... Y ella movió la cabeza con expresión de cansancio. Nosabía qué decir... Tal vez más tarde se decidiese a aceptar... Estabafatigada.

Fernando miró con odio a su compañero de mesa. Pero ¿este viejo teñidopor qué se interponía entre él y Maud con su maldito bridge?... Creyóver en él cierta expresión de petulancia, el orgullo de su amistadnaciente con aquella señora que hasta entonces sólo se había fijado enOjeda... No habría bridge: lo juraba Fernando en su interior. Maud sehabía vestido elegantemente para asistir al baile, y no terminaría lanoche sin que los dos tuviesen una explicación. Necesitaba conocer elmotivo de su conducta inexplicable.

Después de la comida la vio en el jardín de invierno tomando el café conlos Lowe. El señor Munster fue a su mesa para repetir la invitación, yMaud le contestó con movimientos negativos.

Experimentó Ojeda con esto la primera satisfacción de toda la noche.¡Muy bien! Así aprendería el viejo importuno a no creerse en plenaintimidad. Además se imaginó, con un optimismo inexplicable, que estanegativa era a causa de él. Tal vez Maud deseaba igualmente unaentrevista, al desvanecerse su enfado inexplicable. ¡Quién sabe!...

Transcurrió una hora sin que ocurriese en el buque nada extraordinario.Abajo en el comedor retiraban los sirvientes las mesas, preparando elsalón para el baile. Las máscaras p