Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

PLEASE NOTE: This is an HTML preview only and some elements such as links or page numbers may be incorrect.
Download the book in PDF, ePub, Kindle for a complete version.

Mina se detuvo, llevándose una mano al pecho, conmovida de pavor y desorpresa. Pero esta impresión duró poco. Se acordaba de que minutosantes había dado por perdido el amor de Fernando. ¡No hablarle más!...¡Ver sus ojos fijos en otra!...

—¡Mi novio!... ¡mi poeta!

Había caído en sus brazos, se colgaba de sus labios en un beso largo deruidosa aspiración.

Luego se apartó bruscamente, como si la poseyese otra vez el miedo.

—Márchate... Podrían vernos.

Había entrado en su camarote, estaba al otro lado de la puerta, pero lamantenía a medio cerrar para verle un momento más, acariciándolo con susonrisa y sus ojos.

Cuando quiso cerrar, no pudo. Una rodilla de Fernando, un codo, seapoyaban en la madera empujándola contra Mina, que oponía el obstáculode todo su cuerpo. Y en esta situación, pugnando él por abrir y ella porcerrar, hablaron los dos en voz queda, temblona, cortada porestremecimientos de fiebre, como si estuviesen concertando algo penableen el obscuro misterio de este pasadizo a flor de agua.

Él suplicaba... «Déjame entrar... déjame entrar.» Con la cobarde mentiradel deseo llevábase una mano al corazón jurando la nobleza de susintenciones. Podía estar tranquila; no pensaba hacer nada contra suvoluntad: lo que ella quisiera y nada más... Deseaba penetrar en sucamarote solamente para estrecharla en sus brazos sin miedo a versesorprendidos por inoportunos transeúntes, para besarla hasta la harturasin la zozobra que despiertan unos pasos que se aproximan. Debía tenerfe en su palabra.

—No... no—gemía ella pugnando por cerrar, sin que la puerta obedeciesea la presión de sus manos y rodillas.

Ojeda insistió. «Déjame que entre...» Nada intentaría contra suvoluntad. Daba su palabra de honor... Y en la confusión de su excitadodeseo, sin saber ciertamente lo que decía, sin darse cuenta de logrotesco de sus juramentos, buscó nuevos testigos, nuevos fiadores...Prometía respetarla por lo que amara ella más en el mundo, por todo loque venerase él con mayor admiración.

—Te lo juro... ¡por Wagner! Te lo juro... ¡por Víctor Hugo!

Fue cediendo la puerta lentamente, como si estas palabras fuesen de unpoder mágico. La presión exterior, cada vez más enérgica, la ayudó agirar sobre sus goznes, arrollando las últimas resistencias de Mina.

Y luego de quedar abierta se cerró de golpe, dejando en absoluta soledadla penumbra del corredor.

¡Pobre Wagner!... ¡Pobre Víctor Hugo!...

X

Después de la comida, Fernando se sentó en el paseo lejos de la música,que empezaba su concierto nocturno.

Estaba triste, y su tristeza era de engaño y arrepentimiento.

Aquellapobre mujer había dicho la verdad: las ilusiones de él iban a morir deun golpe con la satisfacción del deseo. Mejor hubiese sido creerla. Todoel edificio fantástico elevado en el curso de sus diálogos se habíanvenido abajo por un simple encontrón de la realidad. Y Ojeda salía deesta aventura con una gran inquietud de conciencia. ¿Qué hacer ahora?...

¡Pobre Mina! Ella había sido la primera en darse cuenta de la tristeza yel desaliento que habían seguido a su delirio amoroso.

Al despertar yserenarse, un gesto suyo de resignación, un adiós humilde, habían dado aentender a Fernando que no se hacía ilusiones acerca del porvenir. Todoestaba concluido. Y cuanto él i dijese por restablecer el pasado seríapiadosa mentira, falsedad galante para enmascarar su decepción.

En el resto de la tarde habían evitado encontrarse otra vez: ella comoarrepentida de su debilidad, él con remordimiento. Luego de la comida,mientras Fernando quedaba solo en el paseo, con visible propósito deaislarse de todos, Mina emprendió con el pequeño Karl el descenso alcamarote, para no volver a mostrarse hasta el día siguiente. Aquellanoche ¡ay! no iba a ser de ensueños...

«Muy bien, señor Ojeda... Has hecho infeliz por unos días a una pobremujer que no ha cometido otro delito que el de amarte un poco. Por uncapricho de tu deseo, la has hecho convencerse una vez más de su miseriafísica, que ella tenía olvidada... Y de todo esto has sacado unremordimiento y la vergüenza de tener que mentir, de tener queocultarte. No quisiste hacer caso de sus indicaciones y brusqueaste suresistencia. ¡Muy bien!... Te has portado como un caballero.

Cuando estaba más ensimismado, formulando mentalmente estos reproches,oyó una voz de mujer junto a él y vio que un bulto se interponía entresus ojos medio cerrados y las estrellas del cielo movible extendidosobre el borde de la baranda y el filo del techo.

—¡Siempre solito, siempre pensando!... Tal vez está usted haciendoalgunos versos lindos.

Fernando se incorporó a impulsos de la sorpresa más aún que de lacortesía. Era Nélida la que le hablaba. Lo primero que alcanzó a ver fuesu boca, de un rosa húmedo, con los dientes agudos, luminosos; la bocade tigresa admirada por Isidro, que le sonreía cual si pretendieseatraerlo.

Turbado por la inesperada presencia, no supo qué decir. Ella agradeciócon una sonrisa esta confusión, considerándola como un homenaje a subizarra hermosura, que hacía perder la calma a los hombres más graves.

—¡Siempre solito!...—volvió a repetir—. Usted no quiere ser miamigo... Le he mirado muchas veces, le he hablado... y nada.

Encogíase humildemente, como si esta pretendida indiferencia deFernando—de la que él no se había percatado nunca—le causase grandolor.

—Y el caso es que yo tengo que pedirle una cosa... Deseo que me escribaalgo; dos versos nada más: su firma. Quiero conservar un recuerdo paraque mis amigas sepan que he viajado con el señor Ojeda, un poeta deEspaña. Todas las niñas tienen algo de usted: una postal, un verso lindoen el abanico. Y yo no tengo nada... Diga, señor, ¿es que le soyantipática?

Mientras hablaba se había sentado en un sillón al lado de Fernando. Alprincipio mantúvose erguida; pero lentamente se recostó, hasta quedarcon las piernas horizontales, mostrando su adorable bulto a través de laangosta falda.

Ojeda acogió su petición con un apresuramiento galante, balbuceando aúnpor la sorpresa. Escribiría todo un poema, si esto podía darla placer...Sentíase muy honrado con su petición.

¿Tenía un álbum?... No; ella nohabía pensado en adquirir este volumen, que mostraban con orgullo muchasseñoritas de a bordo. Pero le pediría al comisario del buque uncuadernillo en blanco de apuntaciones o un simple pedazo de papel. Loque le interesaba era el recuerdo. Y al mismo tiempo daba a entenderingenuamente con sus ojos que se había aproximado a él por entablarconversación más que por el interés que pudieran inspirarle los versos.

Continuó Fernando sus excusas. Nunca la había mirado con indiferencia.Ella era la alegría del buque; la mujer más hermosa e interesante:estaba dispuesto a declararlo en verso. Pero ¿cómo acercarse viéndolasecuestrada por sus adoradores, defendida por aquella escolta feroz, quea su vez parecía fraccionada y enemistada por los celos?

—¡Ah, mis adoradores!—exclamó ella riendo—. No me hable de ellos;estoy harta... Le advierto, señor, que yo detesto a los muchachos.¡Gente egoísta e insufrible! Me gustan más los hombres serios y decierta edad. Saben querer mejor; rodean a una mujer de mayoresatenciones.

Y miraba audazmente a Fernando con ojos de provocación, para que notuviese dudas sobre la persona a la que iban dirigidos tales elogios.

Se había incorporado Ojeda en su asiento para mirarla también conatrevida fijeza. Un perfume de carne joven, de frescura tentadora,parecía envolverla. No era la dulzura marchita de la alemana ni elesplendor de fruto maduro de Mrs. Power. Hasta la imagen de Teri, que seagitaba en su memoria como un remordimiento, perdió algo de su bellezaal ser comparada con esta muchacha... Era un hermoso animal exuberantede vida, de fuerza voluptuosa, que iba derramando generosamente losencantos de su primavera. Algunas veces perdía el sonriente aplomo de suamoralidad; parecía dudar con cierto miedo, pero después seguía adelantecon mayor ímpetu, guiada por sus impulsos.

Y esta criatura bella e inconsciente, sin más regla de voluntad que elinstinto, venía de pronto hacia él por un capricho inexplicable. ¡Dulcessorpresas de la existencia!... No era posible dudar. Bastaba ver susojos fijos en él con un ardor de pasión, dilatándose cual si quisieranabsorber su imagen; su boca de frescura insolente y esplendorosaescarlata estremeciéndose con un bostezo amoroso, sintiendo repentinosabrasamientos que hacían salir la lengua de su encierro para pasearsepor los labios; sus dientes de devoradora que parecían temblar con elfulgor de un acero pronto a hundirse en la carne... No podía explicarseesta buena fortuna; pero era indiscutible que Nélida, abandonando a sutropa de adoradores, se aproximaba a él, que no había hecho esfuerzoalguno por atraerla. Y despertaba en Ojeda el orgullo sexual que duermeen el fondo de todo hombre; la fatuidad masculina, que se considerairresistible con sólo una mirada o una palabra de femenil aprobación; lafe ciega en el propio valer, que acepta como naturales y lógicas todaslas aproximaciones, por inverosímiles que sean.

Recordó Ojeda cuanto había oído contar de las travesuras de Nélida,disculpándolas por adelantado. Tal vez habría en ellas mucho deexageración. Las gentes de a bordo, siempre desocupadas, mentíangrandemente. Y aunque todo lo que contaban fuese cierto... ¿qué había decensurable en que él marchase sin compromisos por el mismo camino queotros habían frecuentado antes? «El mar era... el mar.» Estaban aisladosdel mundo, en medio de la soledad, como si la vida hubiese concluido enel resto del planeta, olvidados de sus leyes y preocupaciones. Cuandovolviese a tierra recobraría el fardo de sus compromisos y antiguosafectos. Esta juventud de carne primaveral y firme como la pulpa verde,y con un perfume semejante al de los jardines después del rocío, era unregalo de la buena suerte para compensarlo de su desilusión de aquellatarde.

¡A vivir!...

Se inclinaba hacia ella como si no la oyese bien, y Nélida, por suparte, descansó un brazo en el sillón de Fernando, gozosa de sentir suepidermis en casual contacto con una de sus manos.

Hablábanse sin mirara los que transcurrían junto a ellos, sin reparar en sus ojeadas desorpresa y sus cuchicheos de comentario. Algunas matronas se erguíandignas y austeras, volviendo los ojos por no verles, pero al llegar a laotra banda del paseo lanzaban la noticia, una gran noticia para la genteansiosa de novedades.

—¿No saben ustedes?... Nélida, esa loca, ha abandonado a su escolta yestá con el doctor español, el amigo de Maltranita.

¡Pobre hombre!

Las niñas, que admiraban y temían a Nélida como la personificación delpecado, se tocaban con el codo al pasar ante ellos.

—Una nueva conquista... Ahora ha caído ese señor tan serio que haceversos... y no baila. ¡Qué Nélida!...

Ella, con su fina observación femenil, se daba cuenta del revoloteo delos curiosos y sentía orgullo por este escándalo, que pasaba inadvertidopara Ojeda.

Lo único que notó éste fue la familiaridad cada vez más grande con quele trataba Nélida. No se habían cruzado entre ellos verdaderas palabrasde amor. Sólo había osado él algunas galanterías de las que nocomprometen, pero la joven le hablaba ya lo mismo que a un amante.

Tenía una confianza absoluta en su poder sobre los hombres.

Le bastabacolocar la mirada en uno de ellos para considerarlo suyo, sin molestarseen consultar su aprobación. Era el centro de la vida en aquel pedazo demundo que flotaba sobre el Océano, y todo el sexo masculino debía giraren torno de su persona. Aquel a quien ella hiciese un gesto, un levellamamiento, tenía que venir forzosamente a arrodillarse a sus pies. Ysatisfecha de este poder de seducción que nadie osaba resistir, seguíahablando con Fernando y se justificaba de las ligerezas de su pasado, delas cuales no le había pedido él cuenta alguna.

Era muy desgraciada—y al decir esto acentuó con asombrosa facilidad elbrillo lacrimoso de sus ojos—. Tenía un novio en Berlín que ansiabacasarse con ella, pero los negocios de papá habían roto de pronto sudicha obligándola a embarcarse. ¡Qué infortunio el suyo! ¡Y ella queamaba a este novio con toda su alma!...

Ojeda arriesgó tímidamente algunas observaciones. ¿Y el otro alemán quepasaba a bordo por pariente suyo? ¿Y el belga y los demás amigos?...Pero Nélida le contestó sin el más leve indicio de cortedad. Éstos leservían para divertirse. Era joven: aún no había cumplido diez y ochoaños. La vida es corta y hay que aprovecharla. Nada le importaban lasmurmuraciones; todo se arreglaría al fin casándose, y ella estaba segurade encontrar en América un marido tan pronto como lo creyese necesario.Uno de la tierra no, porque todos en aquel país eran a la antigua,celosos, feroces, intratables en sus preocupaciones.

Algún gringo,algún extranjero tentado por su belleza y la fortuna de papá. Y al deciresto sonreía de un modo cínico.

«Esta muchacha es loca—pensó Ojeda, asombrado por la rapidez con que sesucedían en ella las impresiones y la franqueza con que exponía suamoralidad—. ¡Una loca adorable!»

Como si repentinamente se arrepintiese de su cinismo, tomó Nélida unaexpresión melancólica. No pensaba hablar más con aquellos jóvenes que laasediaban a todas horas. Estaba aburrida de sus peleas y rivalidades; nole inspiraban interés. Faltaba algo en su vida, sin que ella se diesecuenta de lo que pudiera ser. Tal vez por eso había cometido tantasligerezas y travesuras en el buque. Pero aquella misma noche habíaadivinado de pronto cuál era su deseo, qué es lo que le faltaba parasentirse dichosa. Y al decir esto, envolvió a Fernando en una miradahambrienta.

«¡Qué loca!», siguió pensando él, mientras experimentaba la satisfaccióndel orgullo.

Dudaba un poco de la sinceridad de sus palabras y gestos. Tal vez esteacercamiento no era más que un capricho de su carácter tornadizo. Peroaun así, sentía halagada su vanidad, y no dudó un instante enaprovecharse de la aproximación.

Nélida continuó explicando el pasado. Desde que vio a Fernando porprimera vez, frente a Tenerife, no había podido olvidarle... Esperabaque se aproximase, pero él se mantenía siempre aparte, y la rutinasocial no permite que la mujer inicie ciertas cosas. Luego había sufridomucho viéndole con ciertas mujeres—y la atrevida muchacha tomaba unaire pudibundo al recordar los amoríos de él en el buque—. Odiaba a laseñora norteamericana, tan estirada y orgullosa, que nunca habíacontestado a sus saludos; odiaba también a aquella fea mal trajeada queiba con él en los últimos días. Esta amistad era indudablemente porreírse, ¿verdad?... ¡Un hombre como él exhibiéndose al lado de una pobremadre de familia!... Y al experimentar tales contrariedades había vistoNélida con claridad que era Fernando lo que ella deseaba.

Muchas veces había preguntado por él a su amigo Isidro, queriendoconocer detalles de su existencia anterior. Maltrana podía decirle elinterés que le inspiraban todas sus cosas; cómo ella, que no poníaatención en la vida de los demás—pues bastante tenía con los asuntospropios—, había sido la primera en enterarse de su intriga con Mrs.Power, y cómo había protestado después al verle exhibiéndose junto aaquella verdosa mal pergeñada.

En este momento pasó Isidro junto a ellos por cuarta o quinta vez,mirando, tosiendo, haciendo esfuerzos para que Ojeda reparase en él y lediese motivo de intervenir en la conversación.

Nélida le llamó.

—Acérquese, Maltrana. ¿Cómo le va?... Diga si no es cierto que yo le hepreguntado muchas veces por este señor... diga si no me he quejadoporque su amigo me miraba con cierta antipatía y parecía huir de mí.

Isidro se inclinó con una gravedad cómica. Exacto. Él lo afirmaba contoda clase de juramentos. Y al decir esto, sus ojos iban hacia Fernando,gozándose en su asombro por esta aventura inesperada. ¡Ah, varón dignode envidia!...

—¡Nélida!... ¡Nélida!

Era un llamamiento imperioso de su madre, asomada a la puerta delfumadero. Como de costumbre, dejó que se repitiera muchas veces sinprestar atención; hasta que al fin abandonó, refunfuñando, su asiento.

—¡Señora odiosa!... De seguro que no es nada que valga la pena...Alguna intriga de ésos para molestarme porque estoy con usted.

«Ésos» eran los adoradores, que vagaban desorientados por la cubiertadesde que Nélida había huido de su compañía. Les había visto pasarrepetidas veces ante ella, hablando en alta voz para atraer su atención,fingiendo luego que contemplaban el mar mientras aguzaban el oídoqueriendo sorprender algunas palabras de su diálogo... Iba a decirles aestos importunos lo que merecían por sus tenaces persecuciones y pormezclar a mamá en sus asuntos. ¡Qué atrevimientos se permitían sinderecho alguno!...

Cuando empezaba a alejarse con aire belicoso, se detuvo, volviendo sobresus pasos.

—Espéreme aquí, Ojeda... No se vaya; ahora mismo vuelvo...

Piense queme dará un disgusto si no le encuentro. Ya lo sabe...

¡quietecito!

Y le amenazó sonriente, moviendo el índice de su diestra. Al quedarsolos Fernando y Maltrana, éste rompió a reír.

—Muy bien, ilustre amigo. Flojo escándalo han dado ustedes esta noche.No se habla en el buque de otra cosa.

El aludido hizo un gesto de extrañeza y asombro. Escándalo,

¿por qué?...Una simple conversación, como tantas otras que se desarrollaban en lacubierta a la hora del concierto.

—Es que la niña tiene su fama muy bien ganada. Y usted también empiezaa gozar la suya, en vista de ciertos hechos recientes. Por eso al verlesjuntos de pronto, cuando hasta ahora no habían cruzado dos palabras,todos suponen un sinnúmero de cosas.

Y Maltrana imitó los gestos de escándalo de las señoras: «Un hombre tanserio y distinguido... siempre con sus libros o escribiendo... y depronto se lanzaba a "flirtear" sin recato alguno... ¡Hasta con Nélida,que casi podía ser hija suya!... Fíese usted de los hombres. ¡Todosiguales!».

Ojeda se excusó. Él no había hecho nada para aproximarse a estamuchacha. Era ella la que lo había buscado de pronto, sin motivovisible.

—Así es—dijo Isidro—. Hace tiempo le predije lo que iba a ocurrir. Yaque usted no iba a ella, ella vendría a usted... Y ha venido: estaba yoseguro de ello.

Fernando hizo un gesto interrogante: «¿Y por qué?...».

—Vaya usted a saber... Ante todo, esa muchacha es medio loca: ya sehabrá usted dado cuenta. Luego, la contrariedad de no verse buscada, suorgullo sublevado al notar que no conseguía su atención. A usted loconsideran buen mozo las matronas más austeras, y lo que es mejor aún,figura como el más

«distinguido» entre los hombres serios de a bordo.Tiene también su poquito de leyenda misteriosa. Le suponen grandesamores en el viejo mundo, relaciones con duquesas, princesas o ¡qué seyo más!... En fin, con damas que llevan coronas bordadas hasta en lasropas más interiores, lo mismo que las heroínas de ciertas novelas.¡Figúrese qué bocado magnífico y tentador para nuestra hermosa tigresa!

Fernando rio de este prestigio novelesco que le suponía su amigo.

—Además, usted ha empezado a distinguirse en los últimos días como unrival de Nélida en punto a escandalizar a las buenas gentes. Sus«flirteos» casi han llamado tanto la atención como los de esa muchacha.Ella y usted son los dos primeros amorosos de a bordo. Y Nélida no puedesufrir rivalidad alguna... ¡Un hombre que se distingue por sus amoríos yno se digna fijar los ojos en ella, que se considera la mujer máshermosa del buque!... No ha necesitado más para correr hacia usted.

Isidro había seguido de cerca la rápida transformación de Nélida. Hacíados días que le hablaba a cada momento de su amigo con gran interés,preguntándole por su vida anterior.

Aquella noche, después de la comida,se había peleado con los jóvenes de su banda en el jardín de invierno,sin saber por qué.

Luego, en las cercanías del fumadero, nuevadiscusión, terminada con una ruptura insultante.

Los admiradores se habían alejado de ella, puestos de acuerdo conmaligna solidaridad. Estaban seguros de que al verse sola, en elaislamiento en que la habían dejado las mujeres por sus travesurasanteriores, volvería a buscarlos forzosamente, por tedio y ansia dediversión. Pero Nélida había aprovechado este abandono para ir alencuentro de Ojeda, y ahora los adoradores, chasqueados por el fracaso,no sabían qué inventar para atraérsela.

—Ellos, sin duda, han sugerido a la madre su reciente llamada.

Lehabrán hablado del escándalo que da Nélida al exhibirse al lado deusted, y la mulatona, que desea reducir a su hija, sin saber cómo, lesha hecho caso.

Mostrábase optimista Maltrana, felicitando a su amigo por su buenasuerte. ¡Cosa hecha! Aquella loca podía considerarla como suya. Lafamilia no debía inspirarle inquietud; lo peligroso era la banda, todosaquellos jóvenes habituados al trato de Nélida, unos como amigos, enespera de algo mejor, otros en continua rivalidad, pero satisfechos dela parte de posesión que consideraban ahora en peligro.

Iban a indignarse al ver que un hombre serio, de mayor edad que ellos yque jamás había intervenido en sus fiestas, se llevaba el objeto de susalegrías. ¡Ojo, Fernando! Había que mirar con cierto

cuidado

a

estajuventud

insolente,

de

varias

nacionalidades, que no tenía motivo paraguardarle respeto.

—La niña va a caer sobre usted como un fardo pesado. En tierra seresisten mejor estas cosas; aquí tendrá que aguantarla a todas horas. Haperdido su trato con las mujeres; las más atrevidas sólo la saludan conun movimiento de labios, y al faltarle la sociedad de su banda, serefugiará en usted...

¡Afortunadamente, me tiene a mí, que puedoaligerarle de este peso!...

Apareció Nélida en la puerta del fumadero, mirando hacia el lugar dondeestaban los dos amigos. Al ver a Ojeda inmóvil en su sillón, movió lacabeza con gesto aprobativo. Muy bien. Así le quería: obediente.

Mientras ella se aproximaba, Isidro se marchó.

—Hasta luego... Comprendo que estorbo. ¡Buena suerte!

Recobró su asiento Nélida vibrante y nerviosa, golpeando con el abanicoun brazo del sillón. ¡Ah, su madre! ¡Aquella mulata antipática, a la queen nada se parecía! Siempre coartando su libertad, siempre con miedo alo que diría la gente y hablando de virtud. ¡Y si ella repitiese lo quehabía oído a ciertas criadas viejas traídas de América, que servían a sumadre desde el principio de su matrimonio!... La insufrible señoraabusaba de su silencio riñéndola en nombre de la moral: una cosaexcelente para la edad de ella, pero falta de significación y deutilidad para los verdes años de Nélida.

Se había peleado con la madre porque pretendía llevarla inmediatamenteal camarote con el pretexto de que eran las once.

Insultó luego en vozbaja a los antiguos adoradores, que rondaban cerca de las dos paragozarse en su obra, y sin aguardar contestación había volado otra vezhacia Fernando.

—Si usted lo desea, me retiraré—dijo éste—. Yo no quiero que suframolestias por mi culpa.

Ella se indignó, como si le propusiese algo contra su honor.

Debíapermanecer al lado suyo, ahora más que antes. Bastaba que le ordenasenuna cosa, para ansiar con irresistible deseo todo lo contrario. ¡Ay, sino temiese estorbar a papá, que estaba jugando al poker con unosamigos! Sería suficiente una palabra suya para que interviniese con todasu autoridad, dejándola triunfante sobre la madre desesperada... Iban atener que separarse dentro de unos instantes.

—Verá usted cómo llega el zonzo de mi hermano con la orden de que mevaya a dormir... Y tendré que obedecer a esa señora por no dar unescándalo. ¡Qué rabia!

Ojeda pensó con cierta inquietud en las complicaciones y contrariedadesque iban a alterar su plácida existencia por obra de esta mujer. Habríade ganarse la simpatía de aquella señora cobriza, luchando además con lamala intención de los de la banda... Y todo ello por un resultadoproblemático, pues no estaba seguro de que en adelante se mostrase delmismo humor esta muchacha caprichosa y mudable.

Iba a arriesgar una proposición que significase algo positivo, asolicitar una promesa de verse al otro día en lugar menos público que lacubierta de paseo, cuando ella le miró imperiosamente y dijo en vozqueda:

—A las doce... Le espero a las doce.

¿A las doce de qué?... ¿Dónde debía estar a las doce?... Nélida parecióimpacientarse, al mismo tiempo que sonreía con cierta compasión. ¡Yafirmaban todos que Ojeda tenía talento!... A las doce de aquella noche;y en cuanto a lugar para verse, su camarote. ¿Cuál otro podía ser? Ellale esperaría con la puerta entornada. ¡Qué torpes eran los hombres!...

Así, con sencillez, sin dar importancia alguna a sus indicaciones.Cuando él titubeaba antes de formular una proposición, rebuscandopalabras para hacerla más suave, ella había salido a su encuentro,abriéndole el camino rudamente.

Fernando movió la cabeza con gravedad, lo mismo que si se tratase de unlance de honor. Muy bien; a las doce llegaría puntualmente. Nélida diodetalles de su instalación. Ocupaba sola un pequeño camarote; en otroinmediato estaba su hermano; más allá sus padres, en uno más grande.Vería luz en la puerta entreabierta. No tenía más que llegarcautelosamente, arañar la madera... Pero se detuvo en sus indicaciones.

—¡Ya llega ese imbécil!... ¡La orden para ir a dormir!

El imbécil era el hermano, que se presentó saludando a Ojeda con vozbalbuciente, mirándolo como a un personaje importante que inspirarespeto y poca simpatía.

Nélida, al ponerse de pie, se desperezó con voluptuosa expansión.Parecía más alta, como si su cuerpo se dilatase de los talones a la nucacon el serpenteo nervioso que corría por él.

—Buenas noches, señor... Encantada de las cosas lindas que me ha dicho.No olvide los versos.

La vio alejarse al lado del hermano, que trotaba, no pudiendo seguir suspasos largos. La satisfacción de una nueva conquista, la inquietud dealgo desconocido que iba a revelarse en breve, el orgullo de desobedecera todos imponiendo su capricho, enardecían la briosa juventud de Nélida,dando nueva frescura a su animalidad triunfante y majestuosa.

Paseó Ojeda por la cubierta para entretenerse hasta la hora de la cita.¿En qué día estaba?... Miércoles nada más. Era el mismo día en que habíaentrado por primera vez en el camarote de la Eichelberger. ¡Y él seimaginaba que iba transcurrido mucho tiempo, días y días, semanas,meses, desde esta aventura triste!

Las horas se deslizaban a bordo de un modo irregular, con una celeridadloca o una monotonía interminable, según eran los sucesos. Sólo habíantranscurrido unas pocas, y otra vez iba a bajar cautelosamente alinterior del buque en busca de una mujer en la que no pensaba pocoantes. Si alguien le hubiese anunciado esto por la mañana, allevantarse, habría reído incrédulamente.

Contaba con los dedos, parareconstituir en su memoria los sucesos de los últimos días. El domingo,víspera del paso de l