Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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—Yo creo que me los he metido en el bolsillo... Los amigos me mirancomo si fuese otro hombre. Parecen arrepentidos de haberme tratado hastahace poco como un insignificante... Van a darme una fiesta en elfumadero: una fiesta íntima... en mi honor.

Era una despedida de los pasajeros alegres a los amigos que se quedabanen Río Janeiro; pero por el éxito reciente de Maltrana, la dedicabantambién a su persona.

—Va a ser famosa—continuó Isidro con entusiasmo—.

Asistirán señoras,muchas señoras; todas las coristas de la opereta, que me han oído desdepuertas y ventanas sin entenderme seguramente, pero ahora me contemplancon respeto y cuando paso junto a ellas murmuran algo que debe ser deadmiración... Venga usted con nosotros.

Fernando se excusó: pensaba retirarse inmediatamente a su camarote.Maltrana frunció el entrecejo, como si recordase algo molesto, y aprobósu resolución. Hacía bien. Aquella fiesta era igualmente para despediral barón belga y a otros amigos suyos que se quedaban en el Brasil. Enel aturdimiento de su gloria había olvidado que los de la banda estabanfuriosos contra Ojeda, y a última hora, con la insolencia que da elvino, eran capaces de provocar una escena violenta.

—Hasta mañana; le contaré lo que ocurra... No tema que esta noche vaya,como las otras, a golpear el camarote misterioso.

Eso se acabó... Porcierto que el hombre lúgubre no se ha dejado ver en todo el día. Debeestar temblando con la idea de que pasado mañana llegamos a Río. Veráusted cómo lo primero que se presenta en el buque es la policía paraecharle esposas en las manos... Yo no me equivoco.

Al entrar Fernando en su camarote experimentó una gran sorpresa viendoel retrato de Teri... Luego se avergonzó de la inconsciencia en quevivía, semejante a la del ebrio que recuerda los propios asuntos cual sifuesen de otra persona. Los hechos anteriores a su embarque eran para élcomo sucesos de una existencia distinta, ocurridos en otro planeta, y delos que sólo guardaba ya una débil memoria. Vivía ahora en un mundonuevo, reducido, aislado, que iba vagando por el infinito azul, y sólole interesaban las inmediatas necesidades de su existencia oceánica...

Nélida iba a llegar: ¡y quién sabe con qué comentarios de juventudinsolente y triunfadora saludaría la belleza de Teri, de un esplendormelancólico, fino y suave, como el de las primeras mañanas de otoño!...

Para evitar un sacrilegio llevó sus manos al retrato, ocultándolo entrelas ropas del armario. Al hacer esto tembló con una inquietudsupersticiosa. Temía que un poder inexorable y oculto que él no legaba adefinir con claridad le castigase por su cobardía... Tal vez perdiera aTeri para siempre, después de haber osado ocultar su imagen. ¡En amorhay tantas afinidades misteriosas, tantos choques inexplicables a travésdel tiempo y la distancia!... Pero estas preocupaciones de hombreimaginativo, trastornado por una vida de encierro, duraron muy poco.

Unruido de pasos en el inmediato corredor le hizo volver al presente. Eraun vecino que se retiraba. Nélida no tardaría en presentarse, y eraridículo que él la recibiese vistiendo aún el smoking de la comida.

Luego de desnudarse se cubrió con un pijama, tomó un libro, y esperóleyendo y fumando. El interés de la lectura se apoderó de él al pocorato. Nélida, con toda su gentileza, carecía del encanto de este libro:la novedad.

Transcurrió mucho tiempo, y cuando empezaba a dudar de que ella viniese,percibió un leve ruido en el inmediato corredor; menos que un ruido: unroce, las ondulaciones del aire por el desplazamiento de un cuerposilencioso. Era ella que avanzaba cautelosamente.

No experimentó sorpresa al ver cómo giraba la puerta del camarote sinque apareciese alguien en el espacio recién abierto.

Luego, Nélida entróde golpe, o más bien, saltó, con la alegría de un gimnasta que llega alfinal de una carrera de obstáculos.

Sacudía en torno de la frente elmanojo de sierpes de su cabellera; dejaba flotante sobre su cuerpo elsutil kimono, que había llevado recogido hasta entonces, como siquisiera replegarse, disminuirse en su marcha silenciosa.

—¡Cú... cú!—dijo al entrar, con risa triunfante—. ¡Aquí me tienes!

Se arrojó en brazos de Fernando con cierta emoción, como si éste fuesesu primer abandono; luego se apartó rudamente, a impulsos de sumovilidad caprichosa. Encendió todas las luces del camarote paraexaminarlo mejor. Tocaba los libros apilados en el diván, en la mesita yhasta en el lavabo; revolvía los papeles; mostraba una curiosidadinfantil ante los objetos de tocador y las ropas de Ojeda. Su deseo deverlo todo adquirió un carácter alarmante.

—Tú debes tener retratos, cartas de amor. ¡A saber lo que traes deEuropa guardado en tus maletas!... Enséñame tus conquistas, viejo mío.Muéstramelas... para que me ría.

Luego admiró el camarote. Era más grande que el suyo; el techo más alto,y sobre todo, en vez del tragaluz redondo, tenía ventana, una verdaderaventana como las de las construcciones terrestres. Saltó sobre el divánpara sentarse en el alféizar de ella, sacando parte de su cuerpo fueradel buque. Un grato escalofrío hizo temblar su espalda: estremecimientode frescura por el viento que levantaba el buque en su marcha y quecorría sobre su piel, hinchando la tela del suelto kimono;estremecimiento de miedo al verse suspendida en el vacío y la noche,bastándole un leve movimiento de retroceso para caer en el mar.

Ojeda la sostuvo, agarrando sus piernas. Con esta atolondrada podíatemerse todo. Y Nélida agradeció su miedo como una manifestación deamor, acariciándole la cabeza, hundiendo sus manos en sus cabellos,alborotándolos.

—Figúrate, negro, que yo me dejase caer así... ¡Ah... ah...

ah!—y allanzar esta exclamación, se echaba atrás, obligando a Ojeda a unesfuerzo violento para retenerla—. Por pronto que se enterasen en elbuque e hicieran alto, pasaría mucho tiempo.

Pero tú te echarías al aguadetrás de mí, ¿no es cierto, mi viejo?...

Vendrías a hacerle compañía atu nena en medio del mar, y nadaríamos juntos hasta que nos buscasen...Y si no nos buscaban, nos ahogaríamos juntos... ¡así!... ¡bien juntitos!

Con la excitación del peligro se abrazaba a él fuertemente, tirandohacia afuera, como si en realidad desease caer de la ventana arrastrandoa su amante.

Éste se libró con rudeza del abrazo juguetón e imprudente.

Estaban enmedio del Océano, lejos de toda costa. Bastaba una leve falta deequilibrio, para que ella se desplomase en aquellas aguas negras quepasaban y pasaban junto al flanco de la nave.

Sería un chapuzón en elmisterio y el olvido; una caída sin esperanza. Nadie podía verla; lamuerte era segura. Y aunque alguien la viese y el buque se detuviera,volviendo sobre su marcha, resultaría difícil encontrar un pequeñocuerpo flotante en esta lóbrega inmensidad que parecía de tinta.

—Nélida, ¡por Dios! baja de la ventana.

Pero ella reía de su miedo, segura al mismo tiempo de la fuerza con quela mantenían sus brazos. «¡Ah... ah... ah!» Y

echaba el cuerpo atrás,en el vacío, con tal ímpetu, que Ojeda hubo de hacer grandes esfuerzospara sostenerla.

—Di que si yo cayese te echarías de cabeza para salvarme...

Di quemorirías por tu nena...

Aprobó Fernando todo cuanto ella quiso pedirle, y sólo así pudoconseguir que abandonase la ventana, estrechamente abrazada a él,contemplándolo con admiración.

—¿De veras que morirías por mí?... Repítelo viejito rico, que yo looiga... Dilo otra vez, mi negro.

La gratitud perduró en Nélida gran parte de la noche. En la obscuridad,sin más luz que el tenue fulgor sideral que entraba por la ventana,volvió a llamar a Ojeda «viejito» y «negro», dos palabras amorosas delnuevo hemisferio a las que él no había podido habituarse todavía, y queen medio de los transportes pasionales le hacían sonreír.

Cuando brilló de nuevo la electricidad estaban los dos sentados en undiván. Nélida, por un brusco cambio de su carácter tornadizo, hablabaahora con tristeza y miedo. Contaba los días que faltaban para lallegada a Buenos Aires. ¡Cuán pocos eran!... Recordaba a su hermanomayor, el rudo estanciero, que en las últimas cartas enviadas a Berlínprofería contra ella terribles amenazas, comentando las denuncias que lehabía dirigido el hermano pequeño.

—Y ese zonzo de seguro que apenas lleguemos le va a contar no sólo lode Alemania, sino lo del buque; lo tuyo también. ¡Ay!,

¿qué va a ser demí?

Ella, que en su valerosa inconsciencia no temía a nadie de los que larodeaban, temblaba con sólo el recuerdo de este hermano, al que habíapodido apreciar en un breve viaje a la Argentina realizado tres añosantes acompañando a su padre.

—Con él nadie bromea. Es un bárbaro... ¡Y si hablase sólo de matarme!La muerte no me da miedo; al fin, todos hemos de pasar por ella. Pero meamenaza con algo peor. Me quiere cortar la cara, me la quiere quemar convitriolo, para que los hombres huyan de mí y yo me consuma dedesesperación. ¡Qué horror!...

Temblaba sólo al pensar en este suplicio, más temible para ella que lamuerte, no dudando un instante de que su hermano era capaz de cumplirtales amenazas.

Guardaba un vivo recuerdo de su gesto fosco, de su propensión a laviolencia, de su mirada lúgubre. Ojeda, escuchándola, se imaginaba eltipo. Era un homicida, al que había faltado una ocasión para eldesarrollo de sus facultades.

¡Interesante la familia Kasper con susvariados productos del cruzamiento razas!...

—¡Ay! Si tú me amases de verdad...—continuó ella, implorándole con susojos—. Tú que eres capaz de echarte al mar por mí, podías hacerme felizcon mucho menos... Di, mi viejo, ¿quieres hacer algo que yo te pida?...

Fernando, acosado por sus ruegos, prometió obedecerla. ¿Qué deseaba?...Una cosa insignificante, que expuso ella con sencillez. No quería ir aAmérica: marchaba hacia Buenos Aires como un animal que va aldegolladero. Aún estaban a tiempo los dos para ser dichosos. Bajarían enRío Janeiro, se esconderían, dejando que partiese el vapor, y tomaríanpasaje en otro buque de los que volvían a Europa... ¡Ah, el hermosoBerlín! En ninguna ciudad de la tierra se vivía con más felicidad.

Casi saltó Fernando de su asiento a impulsos de la sorpresa.

¿Volver aEuropa, cuando aún no había llegado al término de su viaje? Sólo podíaadmitir esta proposición como una broma. ¿Y

sus negocios?... ¿Qué iba ahacer él en Berlín?...

Nélida se sintió ofendida por la extrañeza que mostraba su amante.

—No me quieres, bien lo veo. Todos los hombres sois lo mismo. Muchaspromesas, y luego retrocedéis ante el sacrificio más pequeño...¡Egoístas!

Se quejaba como si acabase de descubrir una gran infidelidad, ella, a laque había visto Ojeda en trato amoroso con otros hombres y que dejaba asus espaldas, en Europa, un pasado del que iba a pedirle cuentas «elgaucho» vengador. Sólo llevaban dos días de amores, y se extrañaba deverse desobedecida, como si los hombres no tuviesen otra obligación queseguirla en todos sus caprichos y su insolente juventud fuese el centrodel mundo, en torno del cual debían girar personas y sucesos.

—Me mataré—dijo con energía—. Y si no me mato, me marcharé sola. Yote juro que no llego a aquella tierra... ¡Qué horror!

Acordábase de los meses que había pasado en Argentina tres años antes.Era un país para mujeres como su madre. Buenos Aires aún podíatolerarse; pero ellos iban a vivir en una ciudad del interior, cerca dela estancia que dirigía su hermano.

—Por toda diversión una plaza en la que toca una música algunas noches.Las niñas se pasean por un lado, como manadas de pavos, y los hombrespor otro; sin hablarse, dirigiéndose miradas, lo que allá llaman afilar, y sin atreverse a un saludo.

Luego, el encierro en casa todoel día... la conversación con las amigas de mamá. No: ¡primero morir! Yonecesito ir a Berlín.

¡Si tu conocieses lo hermoso que es Berlín!...

Intentaba vencer la resistencia de Ojeda con los recuerdos de aquellacapital, en la que había transcurrido lo mejor de su vida.

Ella noconocía París. Su padre se había negado siempre a llevar su familia aesta ciudad. Se enfurecía el señor Kasper, como un profeta bíblico, alhablar de la moderna Babilonia, urbe corrompida, inventora de malascostumbres... ¡Ay, Berlín! Tal vez las parisienses fuesen más elegantes,más finas que las otras; pero en Berlín todo era grande. Los cafés y losteatros, más enormes

que

los

de

París.

Los

establecimientos

nocturnoscopiaban los títulos de Montmartre; pero si en una sala parisiéndanzaban cincuenta parejas, en la de Berlín bailaban doscientas; si enuna parte se destapaban diez botellas, en la otra eran cien; y si en losbulevares había batallones de mujeres sueltas, en la metrópoli germánicapodían formarse cuerpos de ejército con las hembras en disponibilidad.

Todo era abultado, inmenso, colosal, en aquella urbe disciplinada; hastala alegría y la licencia, que habían sobrevenido como resultados deltriunfo. Y la mestiza de alemán y de criolla hablaba con nostalgia de lavida nocturna de Berlín, de todo lo que había conocido y gozado en suabsoluta libertad de «señorita educada a la moderna».

—Tú sólo has visto aquello como viajero; además, conoces poco elidioma. No sabes lo que es la vida allá. ¡Si la conocieras!... ¡Siaccedieses a venir conmigo!

Y en la inconsciencia de su entusiasmo, sin darse cuenta de la penosaimpresión que causaba en Ojeda, empezó a hablarle de sus aventuras. Temauna amiga, hija de alemán y de norteamericana, cuyos padres vivían enBerlín después de haber hecho fortuna en los Estados Unidos. Las dos seescapaban de sus casas por la noche para ir a los cafés más célebres encompañía de unos novios con los que nunca habían de casarse. Esteacompañamiento no las impedía cenar con ricos señores de la industria yde la Banca que celebraban un buen negocio. Los dueños de losestablecimientos las atraían y las halagaban a ellas y a otras de suclase. Eran señoritas, con un encanto superior al de las otras mujeres.Sabían mantener sus aventuras en un término prudente, con más bullicio yatrevimiento que las profesionales, pero sin permitir nunca el atentadoirreparable. Mostrábanse expertas en la tentación que enardece alparroquiano y le hace volver. Y para asegurarse el auxilio de estascolaboradoras, los gerentes les daban primas sobre lo que hacían gastara los señores, algunos centenares de marcos al mes, que eran una entradasupletoria para vestidos y sombreros, compensando de este modo elregateo económico de sus familias.

—Un gran país—continuó Nélida—. Allí únicamente se vive.

¿Y tú noquieres llevarme? ¡Tan dichosos que seríamos los dos!... Di, ¿por qué noquieres?

Fernando quedó indeciso. No sabía qué contestar a esta loca, de unaamoralidad desconcertante. Era inútil exponer razones de honor, hablarde su dignidad, que no podía adaptarse a este género de existencia.Jamás llegaría a entenderle.

Para salir del paso aludió a las dificultades materiales que se oponíana su plan. ¿Qué iba a hacer él en Berlín? ¿De qué podían vivir? Paraestas aventuras se necesita dinero, y él no lo tenía.

Nélida abrió los ojos con asombro. No podía comprender un hombre sindinero. Todos los que ella había conocido hasta entonces lo tenían enabundancia, o al menos jamás se preocupaban visiblemente de su carestía.¡Un hombre sin dinero!... Le parecía inaudita esta revelación, y miró aOjeda como si acabase de descubrir en él nuevos encantos y perfecciones.

Ella tenía dinero para los dos. Ignoraba cuánto: tal vez mil quinientosmarcos. Y repitió varias veces la cifra, dándola gran importancia porser dinero suyo: ahorros de la vida en Berlín...

Además de esto, teníasus pequeñas alhajas, regalos de amistad, que llevaría con ella. Nonecesitaban de grandes cantidades para llegar a Berlín, y una vez allá,todo les sería fácil. Contaba con amigos, muchos amigos; una mujer salefácilmente de apuros.

Ojeda sólo tendría que ocuparse de los gastos desu persona, y si era necesario, ella ayudaría también a su viejito... asu negro.

—¡Nélida!—protestó Fernando.

Pero no quiso decir más. ¿Para qué?... Ni él aceptaba aquel viaje, niella, con la movilidad de sus fugaces impresiones, se acordaría tal vezde esto a la mañana siguiente.

Sonó un gran estrépito en las cubiertas superiores: ruido de voces,correteos. Luego las fuertes pisadas se alejaron hacia la popa,acompañando una violenta discusión. Debían ser los de la banda, que sepeleaban entre ellos.

—Márchate—dijo Ojeda—. Son las tres. Esas gentes pasean por todo elbuque antes de acostarse, y te pueden sorprender.

Aceptó el mandato Nélida, más por despecho que por obediencia amorosa.Sus besos de despedida fueron glaciales.

Fruncía las cejas; brillaba ensus ojos un resplandor hostil.

—No me quieres, bien lo veo... Otro se consideraría feliz si yo lepermitiese acompañarme en mi fuga, y tú parece que estás arrepentido deconocerme... Cualquiera diría que te he propuesto un crimen.

Fernando murmuró algunas excusas... Era un asunto que merecía serpensado. Tal vez se decidiese al día siguiente. Pero ella, adivinando lafalsedad de sus palabras, no quiso oírle.

«¡Adiós!» Le empujó para ganarla puerta, cerrándola tras ella ruidosamente, como si ya no le importaseguardar recato alguno.

«¡Adiós!», contestó Ojeda al quedar solo. Levantaba los hombros, sonreíacon una expresión de cansancio, le pareció más agradable su camarote sinotra presencia que la suya...

¡Muchacha loca, adorable por una hora einsufrible por toda una noche!... Reía francamente al recordar lasextrañas proposiciones de Nélida. ¡A Berlín él!... ¿Qué se le habíaperdido allá?... Y

todo porque la niña le tenía miedo al hermano mediosalvaje. Era una solución digna de su cabeza destornillada.

Con estos comentarios fue desnudándose, y al apagar la luz experimentóentre las sábanas la voluptuosidad del que se ve solo después de habersufrido una compañía enojosa. ¡Ah, las mujeres! ¡Lástima grande no podervivir sin ellas! Ojeda, que empezaba a dormirse, dio algunas vueltas ensu nebuloso pensamiento a la vulgarizada frase del dramaturgoescandinavo.

Siempre que una contrariedad amorosa le impulsaba asepararse de una mujer, se decía lo mismo: «El hombre aislado es el másfuerte...». ¡Ay! Fácil era aislarse cuando el organismo parece crujir defatiga y la hartura quita todo encanto a las tentaciones. Perotranscurría el tiempo; la mujer despreciada adquiere mayor valorizacióna cada vuelta de sol; y el deseo, al renacer en las entrañas, las arañacomo un demonio implacable, diciendo burlonamente a cada zarpazo: «Toma,hombre aislado; toma y aguanta, ya que eres el más fuerte...».

Despertó Ojeda al día siguiente con los sonidos de la música, que dabasu concierto matinal. Cuando subió a la cubierta era muy tarde. Muchosesperaban el toque de mediodía para entrar en el comedor. AdivinóFernando en las miradas de algunos y en el secreto de ciertasconversaciones que un suceso extraordinario había ocurrido en el buque.

Vio venir hacia él a Maltrana con la majestad sombría de un hombrecargado de secretos. Las miradas de algunos pasajeros tendidos en sussillones le seguían con cierta admiración. Parecía haber crecido en unanoche. Era otro, con la mirada grave, la frente pesada, los brazoscruzados sobre el pecho y un índice apoyado en la boca, lo mismo que siadoptase un gesto de pensador viéndose rodeado de máquinas fotográficas.

—Tengo que hablarle.

Dijo esto con tono de misterio, y se llevó a su amigo hacia el extremode proa.

—¿Por casualidad trae usted una caja de pistolas de desafío?...

A pesar de que Ojeda, en vista del aspecto de su compañero, estabapreparado para las peticiones más absurdas, no pudo reprimir susorpresa... ¿Pistolas de desafío?... ¿Es que «por casualidad» viajabanlas gentes con una caja de ellas en el equipaje?... Maltrana se excusó.Recordaba que su compañero había tenido varios lances, y esto le hacíasuponer que bien podría llevar con él esta clase de armas.

—Siento que usted no las tenga, Fernando, y no sé cómo salir del paso.Hay un duelo pendiente a bordo, y los adversarios, así como los otrostestigos, me han hecho el honor de confiarse a mi pericia, encargándomela preparación del combate. Una misión difícil.

El desafío iba a realizarse a la mañana siguiente en tierra, con elmayor secreto, durante las pocas horas que el buque permaneceríaanclado, y él tenía que establecer las condiciones, para lo cual le eranecesario, ante todo, encontrar las armas.

No faltaban éstas en el buque. Todos los pasajeros tenían la suya, yhasta algunas señoras ocultaban en sus camarotes el arma de fuegoniquelada, brillante y graciosa como un juguete. Había revólveres detodos los calibres, pistoletes automáticos de diversos mecanismos. Unargentino hasta le había ofrecido para el caso dos carabinas derepetición, con balas blindadas, que llevaba para su estancia. Perotodas eran armas vulgares, prosaicas, de última hora; armas sintradición, que no podían servir por falta de títulos para que doscaballeros se matasen. Él necesitaba espadas o pistolas antiguas que secargasen por la boca, como ordena el ceremonial del honor, armaspoéticas consagradas por el teatro y la novela; y toda aquella gentesólo podía ofrecerle ferretería moderna, falta de nobleza, quefuncionaba como un reloj y distribuía la muerte con mecánica exactitud.No había podido encontrar a bordo ni siquiera dos sables, arma híbrida,arma mestiza, que era como una transición entre las unas y las otras.

Ojeda interrumpió estas lamentaciones. Quería saber el motivo del dueloy quiénes eran los combatientes.

Se expresó Maltrana con triste dignidad. Había sido al final de lafiesta en su honor, cuando más contentos y fraternales se mostraban losamigos. Muchos se habían retirado a sus camarotes. Eran las tres de lamadrugada. Al cerrarse el fumadero habían subido a la cubierta de losbotes para terminar el jolgorio en el camarote del belga, que iba asepararse al día siguiente de la honorable sociedad. Llevaban aprevención algunas botellas, y al quedar vacías éstas, probaron a bebercierto alcohol de tocador, agua de Colonia o algo semejante, riendo delas muecas y náuseas que el líquido perfumado provocaba en algunos.

—Cuando más contentos estábamos, surgió la pelea entre el belga y esealemán pariente de Nélida, los dos amigos más íntimos, siempre juntosdesde que entraron en el buque. Yo creo que en el fondo se odiaban sinsaberlo. Inútil decir a usted quién es el verdadero culpable... ¿Quiénha de ser?... Nélida. Y lo más gracioso del caso es que ninguno de losdos la nombró, pero ambos la tenían en el pensamiento. Estaban furiososdesde hace días, desde que la muchacha se fijó en usted. Fue una suerteque no anduviese usted anoche por el buque. Hubiésemos tenido undisgusto.

Los dos rivales se hacían responsables del apartamiento de la joven.Cada uno de ellos se imaginaba que de haber quedado solo al lado de ellahabría podido retenerla. Pero se habían estorbado con su mutuapresencia, acabando por cansar a Nélida en fuerza de rivalidades ycelos. Y este odio silencioso que los dos llevaban en su pensamientohabía estallado en la madrugada con la rapidez y la incoherencia de lasquerellas de borrachos.

Unas cuantas palabras ofensivas, a las que noprestó atención el resto de la banda, y de pronto, botellas por el aire,bofetadas, lucha cuerpo a cuerpo.

—Algo muy triste, amigo Ojeda. Por voluntad del alemán, allí mismohubiese terminado el incidente. Él tiene un ojo hinchado y el otro llevaen un carrillo algo que parece un tumor. Los dos iguales. No senecesitaba más para volver a ser amigos... Pero el belga entiende lascosas de otro modo. Saca a colación su baronía, y además creo que hasido subteniente de no sé qué guardia nacional o reserva de su país. Enfin, que ha arrastrado sable y tiene empeño en batirse con su amigote,para después estrecharle la mano con toda tranquilidad. Y los dos se hanconfiado a mí en esto del duelo.

Maltrana se excusó modestamente.

—No extrañe usted esta predilección. Se han enterado de que yo tuve ennuestra tierra algunos desafíos (porque con ellos me iba el pan), y memiran con tanto respeto como si fuese de la Tabla Redonda... Además, hainfluido igualmente mi triunfo oratorio de anoche, el nuevo prestigioque me rodea. Uno que habla bien es sabido que sirve para todo... hastapara gobernar pueblos.

Y como Fernando no podía darle lo que necesitaba, se alejó en busca delas armas. Iba a hacer la misma pregunta a otros pasajeros dedistinción, y si éstos no tenían «por casualidad» una caja de pistolas,arreglaría el encuentro a revólver, escogiendo dos completamente igualesentre los muchos que le habían ofrecido.

Al pasear Ojeda por la cubierta vio a los adversarios, uno en la terrazadel fumadero y otro en el balconaje de proa, ostentando ambos en lacara, sin recato alguno, las huellas del choque nocturno. La banda sehabía dividido según sus opiniones y afectos, quedando un grupo en tornodel alemán y otro junto al barón. Los dos se mantenían en actitudarrogante, como actores que vigilan sus movimientos sabiendo que todaslas miradas están fijas en ellos.

De Nélida no se acordaba nadie. Este choque, que podía tenerconsecuencias trágicas, había quitado todo interés a la inquietamuchacha y sus insolentes veleidades. Ojeda la vio venir hacia élpasando ante el grupo que formaban el barón y sus amigos en la terrazadel fumadero. Todos la consideraron con indiferencia, y ni siquieravolvieron los ojos para seguirla mientras se alejaba. La atención erapara el héroe, que, con el carrillo hinchado, relataba por cuarta vezcierto desafío terrible en el que casi había matado a su rival.

Al reunirse Nélida con Fernando le habló con apresuramiento.

Ibabuscándole desde una hora antes por todo el buque... ¡Lo que le ocurríaa ella por culpa del hermano!...

—Cuando veas a papá, dile que estuviste acompañándome hasta las tres dela mañana en el comedor y que me encontraste a la una. Él te preguntará;pero aunque no te pregunte, dile eso de todos modos.

Había cometido una imprudencia la noche anterior al ir en busca de él,dejando olvidada la llave en la puerta de su camarote. El «zonzo», o seael hermano, ansioso de venganza por los golpes de la tarde, habíacerrado la puerta al notar su salida, guardándose la llave. Inútileslos ruegos de Nélida cuando, al volver en la madrugada, intentó ablandara su hermano llamando a la puerta de su camarote. Se fingía dormido. Yella había pasado el resto de la noche en una silla del comedor, aobscuras, invisible para los de la banda, que andaban divididos de unlado a otro con la agitación de la pelea reciente.

Los criados que estaban de guardia podían atestiguar que había pasado lanoche en el comedor. Simple asunto de cambiar las horas, asegurando queestaba allí desde mucho antes. Todos los criados del buque sonreían alverla y estaban prontos a afirmar lo que ella les pi