Los Argonautas by Vicente Blasco Ibáñez - HTML preview

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Otra vez despertó en ella el deseo de la fuga. Hablaba de esto sinrecato, como si el hermano no pudiese oírla. Aquel infeliz no existíapara ella: lo despreciaba. Y sin embargo, por una contradicción de sucarácter, sentía a la vez gran miedo pensando en lo que podría decircuando llegase a Buenos Aires.

Aún estaban a tiempo. Ella imploraba la conformidad de Fernando poniendounos ojos suplicantes. Abandonarían al hermano con cualquier pretexto, yéste se volvería al buque con sus padres, cansado de esperar.

Pero Ojeda acogió tales proposiciones con una sonrisa de conmiseración.Era una loca: inútil todo esfuerzo para disuadirla.

Ella apeló entoncesa las lágrimas, último recurso femenil; y Fernando, para distraerla,comenzó a ensalzar la belleza del paisaje.

Interrumpía

sus

desesperadasreflexiones

con

llamamientos para que fijase los ojos en la tupidaarboleda y la maravillosa vista de la bahía. El remedio fue eficaz.

—¡No me quieres, me has engañado!—gemía Nélida—. Me dejas ir alencuentro de mi hermano. Tú serás responsable de lo que ocurra.

Y cuando más afligida parecía, la vista de un arroyuelo entre las peñas,de un árbol enorme, o del mar lejano ofreciéndose a través de lacolumnata de troncos, la hacían incorporarse en su asiento a impulsosdel entusiasmo y sonreír, complacida, mientras unas lágrimas retrasadasse desplomaban de sus párpados, enrojeciendo su nariz.

El automóvil había dejado atrás los suburbios de Río Janeiro.

Subía porun camino tortuoso, entre bosques, hacia el poblado de Boa Vista, y acada revuelta agrandábase el panorama y era más fresco el viento.

A un lado de la pendiente extendía la montaña su rápido declive de rocasobscuras, de una rugosidad paquidérmica. El humus fecundo, latemperatura tropical, la humedad que manaba por todas partes, habíancubierto estas laderas de prodigiosa vegetación.

Surgía de la tierra amontonada entre los bloques negros, de las grietasy oquedades de la piedra, como si ésta tuviese en aquel paisajemaravilloso un poder de fecundidad. Estos árboles, de un verde obscuro,eran de hojas charoladas, sin la más tenue veladura de polvo, cual siestuviesen recién lavados. Sus troncos no alcanzaban un diámetro grande,más bien parecían gráciles y débiles por su recta esbeltez y su alturaenorme. La humedad que refrescaba continuamente sus raíces les hacíacrecer apretados como los tallos de la hierba. El ansia de recibir lacaricia del sol impulsábalos

hacia

arriba

atropelladamente,

pugnando

porsobrepasarse unos a otros. Eran a modo de hebras de una inmensacabellera verde.

La fuerza vital de cada árbol expandíase en línea recta, sin encontrarespacio

suficiente

para

ensancharse

en

tal

aglomeración. Los troncos,esbeltos y altísimos, tenían en su remate una copa reducida, pero suenorme cantidad formaba una compacta masa verde, una bóveda que manteníaal suelo en perpetua sombra. Al filtrarse los rayos de sol por elcaparazón de hojas, llegaban a la tierra húmeda como varillas de oroatravesando oblicuamente la penumbra del subterráneo.

En esta semiobscuridad movíanse insectos de alas vistosas; correteabanescarabajos de colores; desarrollaban su serpenteo los hilos de aguarezumados por la piedra, uniéndose en arroyos que descendían rumorosospor los bordes del camino. Sobre la masa uniforme del bosque elevabanlas palmeras sus alminares empenachados. Algunos troncos faltos de hojascubríanse de colgantes pabellones de fibras, semejantes a vestiduras quecayesen en andrajos.

Al otro lado del camino, por entre la empalizada de los troncos y lascopas de los árboles crecidos en la pendiente, mostrábanse a cadarevuelta la ciudad y la bahía. Las masas de techumbres rojas y pardasestaban igualadas por la distancia. Avenidas y calles formaban unentrecruzamiento regular de blancas cintas.

Notábase en ellas elmovimiento humano como un tenue hormigueo. A trechos lo cortaba elrápido deslizamiento de algunos puntos brillantes: automóviles ytranvías. Emergían muchas torres sobre este caserío: unas, albas orosadas, con caperuzas de tejas de colores; otras, de férreo ypuntiagudo casquete, con paredes de cemento. Y sirviendo de fondo alpanorama, la enorme y tranquila copa de la bahía, con su terso azulmoteado de buques, orlada de blancos pueblecitos y encerrada entremontañas negras de perfiles casi humanos.

El chófer iba mostrando con patriótico orgullo las nuevas bellezas queofrecía el paisaje a cada vuelta de su volante. Daba nombres a lasaglomeraciones de caseríos y a los picos gibosos de las cumbres. Hablabade las bellezas de Tijuca, que aún estaban por ver: la Cascatinha, unacaída de agua más allá del Alto de Boa Vista; la Cascada Grande; la Mesa do Imperador, las Grutas de Agaziz, la «Gruta de Pablo yVirginia».

Nélida palmoteó de entusiasmo al oír el último nombre.

Quería ver cuantoantes este lugar. Recordaba vagamente un libro que había leído con elmismo título. Era una historia de amor, y esto bastaba para excitar sucuriosidad.

—Vamos a ver en seguida lo de Pablo y Virginia—exigió con su ímpetu deniña caprichosa—. Debe ser muy lindo... Yo no sabía que eran de estepaís.

Llegó el automóvil al Alto de Boa Vista, extensa plaza limitada por elbosque y unas casas bajas, con jardines en el centro y un kiosco deconciertos. Volvió el vehículo a sumirse en la penumbra de la arboledapor un camino estrecho y pendiente.

La vegetación era más densa, mássalvaje, aglomerándose en los declives de barrancos y precipicios.Pasaba el camino de una altura a otra sobre puentes de un solo arco. Elruido del automóvil hacía correr vertiginosamente sobre sus cuatropatas a extraños roedores que tomaban el sol junto a la ruta. En lamaleza adivinábase un misterioso rebullimiento de animales ocultos queescapaban despavoridos, tronchando ramas secas y haciendo llover hojas.

Cerca de la Cascatinha, al pasar una revuelta del camino solitario,vieron tres automóviles parados, y cerca de ellos un ir y venir dehombres. Ojeda presintió inmediatamente quiénes eran éstos, al mismotiempo que el hermano de Nélida creía reconocerlos, llamándolos por susnombres.

Se habían tropezado con Maltrana y su tropa. Iban a caer en plenodesafío. Fernando se puso de pie, gritando imperiosamente al chófer paraque retrocediese. Tuvo que imponer su voluntad a los dos acompañantes,que parecían entusiasmados por el encuentro. Los agarró del brazo paraque no saltasen a tierra mientras el chófer evolucionaba penosamente enel estrecho camino dando la vuelta.

El hermano quiso reunirse con sus amigos, como si en esta soledadpudiesen hacerle algún obsequio. Nélida miraba ansiosamente, temblándolede emoción las alillas de la nariz.

¡Qué interesante!... ¡Ver cómo sepeleaban los hombres!... ¡Y tal vez alguno de los dos quedase herido!...Hablaba de esto como de un hermoso espectáculo que iba a perder porculpa de Ojeda.

No se le ocurrió por un momento que ella podía ser lacausa original de este suceso.

Intentó hacer frente a Fernando. Protestaba de sus imposiciones, y lehabló de usted, para dar mayor dureza a su protesta.

—Quiero ver todo Tijuca; quiero ir adonde vivieron Pablo y Virginia.Acuérdese de su promesa: un hombre debe tener palabra.

Él contestó que el buque partía a las doce, y la visita a todo el bosquenecesitaba muchas horas. En cuanto a Pablo y Virginia, ni eran delBrasil ni la gruta tenía de ellos otra cosa que el nombre.

—Yo quiero verlos...—repitió Nélida—. Eso lo dice usted porengañarme. No me da la gana de volver a la ciudad.

Pero Ojeda se acordó oportunamente del mercado de Río Janeiro, dondeestaban a la venta toda especie de animales de los que produce eltrópico: monos de diverso pelaje, loros parleros, vistosos papagayos. Laofreció un regalo para someterla a la obediencia: podía escoger entreestas maravillas de la fauna brasileña. Y bastó tal promesa para que,olvidando a los que dejaba a su espalda, volviese al amoroso tuteo.

—¿De veras, mi viejo?... ¿Vas a regalarme un monito pequeño... así...así?—y achicando la distancia entre ambas manos, se imaginaba un simiode inverosímil pequeñez—. ¿No te parece mejor un loro de los quehablan?... ¿Dices que me regalarás las dos cosas?... ¡Ah, mi viejitorico... mi negro!

Y como estaban en pleno bosque, se fue sobre Ojeda, besándolo a espaldasdel hermano.

La rápida aparición del automóvil en las inmediaciones de la Cascatinhahabía producido cierta alarma en Maltrana y sus compañeros. El testigopacificador, que tanto había rogado a Isidro para impedir el lance,sintió gran miedo y no menor contento al notar la llegada del automóvil.Sin duda era la policía, que, avisada por alguien del buque, venía asorprenderlos. Y lo mismo pensaron los demás.

Por esto cuando el automóvil dio la vuelta, alejándose, desearon todosfinalizar el acto cuanto antes, evitándose una sorpresa que considerabaninminente.

Llevaban dos horas de vagar por los alrededores de Río Janeiro. Losjóvenes argentinos que guiaban a la comitiva habían indicado varioslugares adecuados para el encuentro. Llegaban a ellos, y siempre lessalían al paso transeúntes molestos, o veían próximas algunas casas queparecían vomitar niños y perros atraídos por la presencia de losautomóviles.

Un chófer, sin adivinar cuál era el propósito de los viajeros, habíapropuesto la excursión a Tijuca. Y después de pasado el Alto de BoaVista, al rodar en pleno bosque, les había seducido el bello panorama dela Cascatinha.

—Aquí—ordenó Isidro con su autoridad indiscutible—. Jamás se habráefectuado un desafío con tan hermoso telón de fondo.

¡Lástima

que

novenga

con

nosotros

un

operador

cinematográfico! ¡Qué cinta pierde elmundo!...

Apartábase la ladera de la vecindad del camino, formando un exiguovalle. La roca aparecía entre los árboles cortada verticalmente, y desdelo más alto de ella desplomábase una masa de agua chocando con laspuntas salientes del basalto.

Hervía esta agua en varias caídas conblancos espumarajos. El menudo polvo que levantaban sus burbujeos tomabalos reflejos del iris bajo la luz del sol. Ennegrecidas y sudorosas laspiedras por la humedad, brillaban cual si fuesen bloques metálicos.

Lavegetación tropical movía las anchas manos de sus hojas goteantes.

Hundíase la cascada en una pequeña laguna, corriendo después, espumosa ysusurrante, por los pendientes canalizos entre las peñas. La vegetaciónenmarañada y las rocas sueltas sólo dejaban descubierto y accesible unreducido espacio de suelo desigual.

Maltrana pensó en las dificultades que ofrecía este terreno para elcombate, pero le sedujo su belleza y no quiso ir más lejos.

¿Dóndeencontrar decoración más interesante para una muerte posible? Había queelevar la voz, pues el choque de las aguas dominaba todos los otrosruidos. Era a modo de los trémolos orquestales que dan en el teatro unrealce conmovedor a palabras y gestos. Isidro se sintió más grande eneste ambiente húmedo y sonoro. El bosque inmóvil parecía contemplarlocon sus mil ojos verdes, entre asombrado y curioso.

Comenzó a dar órdenes a los otros padrinos, que lo seguían como losneófitos siguen al gran sacerdote de un culto nuevo.

«¡Que se retirasenlos automóviles un poco más allá de la cascada! No convenía que losconductores presenciasen el acto.»

Y Maltrana fue obedecido. Los chóferes hicieron retroceder suscarruajes; pero luego, con las manos a la espalda, fingiendodistracción, volvieron socarronamente al mismo sitio, ganosos de saberen qué iba a parar este misterio.

Con el mismo éxito se libró de otro testigo importuno: un chicueloobscuro de color, desnudo de piernas y con gran sombrero de paja, que alver llegar la comitiva se apresuró a salir de un toldo de cañas,limpiando un vaso en un arroyo y ofreciéndolo después lleno de aguahasta los bordes.

Era el espíritu guardador de la cascada. Bajo su sombrajo, sobre unamesita, tenía varios botes de cristal con azucarillos y otros dulces,ennegrecidos y acartonados por el tiempo. Pasaba las horas en absolutasoledad, contemplando el revoloteo de los pájaros de colores en lasfrondosidades inmediatas, extrayendo melodías del monótono canturreo delas aguas, hablando tal vez con el pensamiento a las náyades de laCascatinha, que le mostraban en su gracioso rebullir sus grupas deblanca espuma y aterciopelado iris.

—Toma, «menino», y márchate de aquí.

Maltrana hizo que uno de los testigos le diera unas monedas para que sefuese, y además le llamó «menino»—lo único que sabía de portugués—,con lo cual creyó halagarlo.

Pero el «menino» se guardó los cuartos, y en vez de marcharse se pegó aél, como si adivinase la importancia de su persona. Y

ya no pudo moversesin encontrar ante su paso al mulatillo con el sombrero echado atrás,elevando sus ojos hasta los de él, bebiendo con la mirada sus palabras ysus gestos, como si estuviese en presencia de un prestidigitador y noquisiera perder detalle.

Se resignó Isidro a estas desobediencias, vulgares tropiezos de larealidad... Pero había que proceder con rapidez. ¡Adelante!

Midió a grandes zancadas un espacio de veinte metros, que era elconvenido en un papel que llevaba en la mano. Un poco mayor resultaba ladistancia marcada por sus pasos. Pero era él quien había propuesto losveinte metros, y con el mismo derecho podía medir treinta o cuarenta sile daba la gana... Un detalle sin importancia. ¡Adelante también!

Después de fijar con una rama el sitio de cada adversario, se hizoatrás, contemplando el terreno como un artista que abarca su obra enconjunto. Resultaba algo desigual. Uno de los dos iba a quedar muy enalto, con el vientre casi al nivel de la cabeza de su contrincante. Perohabía de conformarse con los defectos del terreno: las circunstancias nopermitían gran minuciosidad en los preparativos. Un detalle igualmentebaladí. ¡Adelante otra vez!

Sólo entonces volvió la cabeza, fijándose en sus compañeros.

A un ladoestaban los padrinos, que seguían sus operaciones con respetuososilencio, no osando aportar a ellas su ignorancia perturbadora. Másallá, con discreta separación, los dos enemigos, que se volvían laespalda, muy ocupados en seguir la caída de las aguas o el revoloteo delos pájaros sobre las copas de los árboles.

El amigo Gómez, con su curiosidad ávida de trágicos sucesos, le habíaseguido en estos preparativos. Tras de él iba el mulatillo, abriendo losojos cada vez con mayor asombro al no comprender nada de talesbrujerías. Los dos jóvenes argentinos agregados a la expedición sehabían subido a la cumbre de una roca, y allí estaban sentados con laspiernas colgantes. Abajo podían verlo todo

igualmente,

pero

ellos

seconsideraban

simples

espectadores, y habían querido ocupar un lugar depreferencia, un palco, en vez de permanecer mezclados con los artistas.

Sorteó Maltrana, echando una moneda en alto, el lugar de cada uno de loscombatientes. Luego los acompañó a sus respectivos sitios con unagravedad fúnebre. Él los apreciaba mucho, «¡mis queridos amigos!» peroen lances tales desaparece el afecto, y sólo habla el deber, el terribledeber.

Al tener a cada uno en su puesto, lo palpaba minuciosamente, extrayendode sus ropas la cartera, el monedero, las llaves, los papeles, todo loque pudiera ser un obstáculo para la bala mortal.

A continuación leabrochaba la chaqueta, le subía el cuello, para que el blanco de lacamisa no sirviese de punto de mira, los manoseaba a los doscariñosamente, lo mismo que una madre manosea a sus niños antes deenviarlos al paseo. Pero su bondad no iba más allá del tacto. En cambio,¡la mirada autoritaria y cruel!... ¡la voz, que parecía un esquilónfúnebre al formular sus pavorosas recomendaciones!...

El implacable director iba a poner las armas en sus manos dentro debreves momentos, pero antes dictó a uno y a otro los detalles delcombate, para que no surgiesen errores. Cuando los dos estuvieranlistos, él daría la voz de «¡Fuego!», añadiendo:

«¡Uno... dos... tres!».En el espacio comprendido entre estos tres números debían disparar. Elque hiciese fuego antes o después,

«quedaría descalificado... sería unfelón, un miserable... y el menosprecio de todo el mundo que tiene honorcaería sobre él, persiguiéndolo durante toda su existencia.

¡Terrible Maltrana! Revolvía los ojos con una expresión anonadadora alhablar de felonías y traiciones, como si dispusiera de horrorososcastigos para los culpables. Su voz adoptaba un tono pavoroso, y los doscontendientes ya no pensaron desde este momento en fijar bien supuntería ni en la posibilidad de ser heridos. Su única preocupación fueno incurrir en el enojo de aquel hombre que podía marcarlos con unestigma eterno ante el mundo del honor; seguir sus lecciones cualdiscípulos obedientes; disparar—fuese la bala adonde fuese—dentro deltérmino marcado. «Fuego: uno, dos, tres.

Luego de esto se decidió Maltrana a abrir la maletilla de mano queencerraba su arsenal. Extrajo de ella dos revólveres iguales recogidosen el buque, y con pausada solemnidad los abrió, para que todos lospadrinos examinasen su interior. El amigo Gómez, como experto en armas,presenciaba la ceremonia.

—¡No hay más que una cápsula!—exclamó escandalizado, cual si acabasede descubrir una irregularidad.

Maltrana le miró severamente. Joven: las condiciones del combate habíansido establecidas de antemano por las personas serias allá presentes. Secambiarían dos balas nada más.

—Pero en cada revólver no hay más que una—protestó el señoritomestizo.

—Joven—volvió a decir Maltrana con una condescendencia protectora—:cambiar dos balas significa que cada combatiente sólo dispara una.

Y como sospechase cierto conato de gesto burlón en la faz cobriza y losojos estrechos de Gómez, añadió:

—No se necesita más para matar a un hombre. Todos los que yo he vistomorir tuvieron bastante con una bala. No lo olvide usted, joven.

El joven se calló, arrepentido de su audacia, sintiendo respeto poraquel hombre extraordinario que había presenciado tantos combates ymuertes.

Para borrar el mal efecto de sus objeciones, se prestó a ser portador dela valija de las armas hasta el lugar que ocupaban los adversarios. Lostres padrinos, dando por finalizado su trabajo preparatorio, que nopodía ser más pasivo, se hicieron atrás instintivamente algunos pasos.Iba a hablar la pólvora.

Maltrana, extrayendo un revólver de su encierro, montaba la llave y lopuso en la mano del barón, alejándose luego hacia el otro combatiente.Gómez dio un consejo rápido al belga, que quedaba en guardia con el armaen alto.

—Compañero, apunte a los pies. Yo conozco los revólveres; siempreenvían la bala por arriba. Créame: a los pies... siempre a los pies, yhará carne seguramente.

Luego, en el lado opuesto, dio el mismo consejo con voz queda y ojosrelucientes de entusiasmo. «A los pies, compañero.

Tírele a los pies, yle mete la bala en la barriga. Yo sé algo de esto...» Los dos leagradecieron su bondadosa indicación con un leve saludo. Pero teníanaspecto de preocupados; pensaban en otras cosas; aguzaban el oído parano sufrir las consecuencias de un retraso fatal: repetían mentalmente lomismo: «Uno, dos, tres...».

Fue a colocarse Maltrana al margen de la línea de fuego, entre los doscombatientes algo más cerca del alemán, que era el que ocupaba el lugaralto. Sospechó un instante que estaba demasiado cerca y podía alcanzarleuna bala en su desvío. Pero él era el director, todo lo había organizadoy todos le debían obediencia. Las armas estaban cargadas por él, y noera aceptable ni correcto que un proyectil se permitiese la insolenciade ir en su busca.

Gómez dudó también por un instante si se retiraría, pero al ver inmóvilal maestro se pegó a él. Donde estaba un hombre, bien podía estar otro.Además, creyó perder algo de este espectáculo nuevo, del que esperabagrandes emociones, si retrocedía algunos pasos.

Se dispuso Maltrana a dar principio al duelo, pero antes, como un actorque prepara la frase decisiva y mira al público, volvió los ojos entorno de él. Momento de emoción. Los otros padrinos se habían ido máslejos aún; los tres chóferes, enterados al fin del objeto de lacorrería, se agrupaban al pie de un peñasco, avanzando las morenascabezas, abriendo los ojos ávidamente, pero sin que éstos reflejasenemoción alguna. Los dos argentinos seguían en lo alto de la roca, conlas piernas colgantes, silenciosos y atentos como espectadores que venlevantarse el telón. El chicuelo de la cascada había huido al ver losrevólveres, con un trote de perro inquieto, refugiándose bajo el telón.Desde allí, cual si temiese por la integridad de aquellos bocales dedulces, que eran la fortuna de la familia, abarcándolos en sus brazos,avanzaba la jeta, mirándolo todo con ojos de antílope asustado.

Pareció reflejar el paisaje la emoción general. No graznaban los lorosen las inmediatas espesuras; los monos habían cesado de saltar entre lasramas; pasó mucho tiempo sin que sonase la caída de una hoja o de unacorteza de árbol. Hasta la cascada parecía cantar con sordina, cual siestuviesen balbucientes y asustadas las blancas divinidades ocultas ensus linfas.

Se acordó Maltrana repentinamente de que era el primer orador a bordodel Goethe, y consideró oportuno hacer intervenir su elocuencia. Nuncaencontraría mejor escenario para colocar un discurso. Y el primero enconmoverse con lo patético de sus palabras y el temblor de su voz, fueél mismo. Recordó la estrecha amistad que había unido a los dosadversarios, su viaje

«arrostrando los peligros del mar». Un momento deolvido o de error había provocado un incidente lamentable; pero losbuenos caballeros, cuando llegan adonde ellos habían llegado, sin miedoy sin reproche, podían darse todavía una explicación leal, evitando ellance.

Un padrino aprobaba; otro torcía el gesto, poseído de súbitabelicosidad. No habían ido hasta allí para oír sermones.

Que disparasenpronto las armas, y a escapar, antes de que pudieran sorprenderles. Losdos argentinos se miraban en lo alto del peñasco.

—¡Pucha! ¡y qué bien habla el gallego!

El amigo Gómez murmuró, como si empezase a perder la fe en el maestro:

—¡Cuánta ceremonia para matarse dos hombres!... ¡Qué macana!...

Isidro estaba conmovido realmente, con una emoción algo parecida almiedo. Estos desafíos arreglados a la ligera, por salir del paso,resultaban muchas veces los más trágicos. Un pavoroso presentimiento leavisaba que los proyectiles no iban a perderse.

A alguien iban a tocar.

Y como los adversarios permanecieran callados y era visible laimpaciencia de los demás, Maltrana dio por fracasada su elocuencia. «Sealo que el destino quiera...» Se quitó el sombrero con solemnidadteatral; inclinó la cabeza como si por delante de él pasase lafatalidad.

—Saludo a dos caballeros que van a morir.

Dijo esto con verdadera emoción, cual si la muerte de ambos fuese paraél un suceso inevitable; y afirmando la garganta con largo carraspeo,lanzó los gritos de mando.

—¿Listos?... ¡Fuego! Uno... do...

No pudo terminar. Sonaron casi al mismo tiempo dos ruidos semejantes algolpe de unas tabletas, dos chasquidos de tralla con dos nubecillas dehumo.

Ambos contendientes seguían en pie; se miraban como extrañados de que nohubiese ocurrido nada. De pronto, el barón echó a correr hacia suenemigo, éste avanzó a su encuentro, y chocaron ambos sus pechos,mientras los brazos se cruzaban espontáneamente en un estrujón amoroso.

Los argentinos se removieron en su altura con voces de extrañeza yprotesta. ¿Ya no disparaban más? ¿Y aquello era todo?... Les habíanrobado el dinero.

—¡Tongo... tongo!—gritaron al mismo tiempo.

Uno de ellos, cogiendo un pedazo de roca suelta, quiso arrojarla a guisade felicitación sobre los adversarios reconciliados. El otro fue aimitarle; pero ambos se detuvieron, sorprendidos, deslizándose luegopeñón abajo... Había un herido.

Maltrana se encorvaba con un pie entreambas manos. Gómez pretendía sostenerlo; los padrinos corrían hacia él.

A continuación de los disparos había sentido un choque en el piederecho, un choque violentísimo, mucho más doloroso que un pisotón, yque agitó con estremecimientos de suplicio toda la sensibilidad de estaparte de su cuerpo. Estaba herido, y su inquietud fue en aumento almirarse el pie y no ver en él señal alguna de perforación ni goteo desangre.

Gómez mostrábase indignado por la torpeza de uno de los dos tiradores.

—¡Hijo de una gran pulga!... ¡Si me llega a dar a mí!

Le brillaban los ojos de un modo alarmante sólo al pensar que aquellabala perdida hubiese podido tocarle. Llevábase instintivamente una manoa su cintura. El amigo Gómez había asistido al desafío llevando surevólver, por lo que pudiese ocurrir.

Todos rodearon a Isidro, manoseándolo, buscando en vano la herida que learrancaba hondos suspiros. Ni rastro del proyectil.

Sólo una levedepresión del cuero del zapato sobre el mismo lugar entumecido por eldolor.

Buscaba Gómez, mientras tanto, con la cabeza baja examinando el suelo.Su instinto de hombre de campo, habituado a estudiar los más pequeñosaccidentes de la inmensa llanura argentina, su con los maravillosos«rastreadores», adivinos de la Pampa, le hizo encontrar la explicaciónde este misterio. Señaló a algunos pasos un diminuto orificio abierto enel suelo. Allí estaba enterrada la bala. Mostró después un guijarropartido recientemente, a juzgar por la blancura interior de susfragmentos. Éste era el causante de todo. El proyectil, antes dehundirse en la tierra, había chocado con una piedra junto a los pies deMaltrana, y los fragmentos de ésta eran los que le habían golpeado.

Isidro, al enterarse de que no estaba herido, sintió menos dolor. «No esnada, señores. Muchas gracias.»

El amigo Gómez, desencantado por el final pacífico del acto, y furiosoal mismo tiempo por la posibilidad de que una bala le hubiese alcanzadoa él estando junto al maestro, murmuraba tenazmente:

—¡Pucha!... ¡qué desgraciados son estos gringos! ¡Qué mal tiran!

Y sus dos compatriotas, a pesar de la distracción que les habíaproducido el incidente de Maltrana, continuaron gritando con expresiónburlona: «¡Tongo... tongo!».

Sintióse molestado Isidro por las murmuraciones de estos

«queridosamigos» que habían asistido al encuentro por benevolencia suya. Ignorabalo que pudiese significar la palabra tongo; pero por si equivalía afarsa o engaño, se apresuró a decir con toda su autoridad:

—Esto ha sido un hermoso encuentro, ¿oyen ustedes, jóvenes?... Lo digoyo, que